CUANDO “EL ESGUEVA” SE MANCHÓ DE SANGRE
El miedo se define como "el temor que el alma experimenta ante un mal inminente", pero el hombre valiente no retrocede ante ese peligro, el hombre valiente se enfrenta al
enemigo a sabiendas, muchas veces, de que el contrario es superior a él. El hombre valiente
también siente miedo pero, gracias a su valentía, lo supera y obra como si no lo
tuviera. Pero hasta el hombre más valeroso, hasta el más esforzado guerrero
siente que su corazón desfallece y su espíritu vacila cuando el enemigo al que debe
enfrentarse es algo invisible, algo del otro mundo, y más aún si ese espíritu
proviene o parece provenir de lo más profundo de las tumbas o del temido rey del
averno. O ¿es que el hombre más
avezado a los peligros y más curtido en la lucha, no siente reparo a entrar de
noche y en solitario en un oscuro cementerio?. Leí, en cierta ocasión, una
entrevista que el periodista Christian Sanz hizo a un guarda nocturno del
cementerio de Mendoza (Argentina),
llamado Darío Donoso y sus palabras
hacían erizarse el vello del cuerpo.
Darío era policía y aceptó aquel trabajo ya
que él decía no sentir miedo de los vivos y, por lo tanto, mucho menos de los
muertos. Pero a los pocos meses de trabajar como vigilante nocturno en el
cementerio, dejó el oficio y aquel hombre bragado en los peligros y estable
anímicamente, contó haber vivido horas y escenas espeluznantes. Entre muchas
cosas de las que contaba, decía haber visto sombras aparecer y desaparecer
entre las tumbas, haber oído conversaciones en voz baja y siseos y llantos
apagados. A una de las preguntas contestaba literalmente así: “Te llaman, te
silban, oyes a bebés que lloran llamando a su mamá, y esto es lo más normal, porque
en noches oscuras, cuando las nubes cubren las estrellas y en las que el viento mece las copas puntiagudas de los cipreses del camposanto, he
llegado a oír que me llamaban por mi nombre. ¡Daríooo…!, ¡Daríooo…!”
Y es que cuando la vida terrenal y tangible
acaba, para empezar la otra vida que ocurre después de la muerte y que para
nosotros es tan misteriosa y desconocida, el temor se apodera de nuestra alma y
nuestro valor zozobra y se hunde en el profundo abismo del miedo. Un poco de
esto y un mucho de realidad ocurrió en la historia que voy a contar a
continuación. Los personajes y los sitios son verdaderos y tan reales como la
vida misma, pero algunas partes rayan con la leyenda y con el temor que producen los
poderes sobrenaturales.
LA FACULTAD DE MEDICINA DE VALLADOLID
El día 9 de junio de 1404, se creó en
Valladolid la cátedra de Medicina mediante una real célula concedida por el rey
Enrique III de Castilla. Este hecho
prueba dos cosas importantes: la primera es que con este privilegio se igualaba
en importancia la carrera de medicina con otros Estudios Mayores como los de
Teología o Derecho. La segunda es que, este real decreto, demuestra que la Facultad de Medicina de Valladolid es la más antigua de España.
Esta historia que voy a relatar y, que en
algunas de sus partes, sobrecoge el corazón, nos traslada al siglo de oro
español. Allá por el año 1550 se estableció en la ciudad de Valladolid el
ilustre médico granadino D. Alfonso Rodríguez de Guevara que
habiendo estudiado profusa y profundamente la anatomía humana en las universidades italianas, se
proponía trasmitir su saber en esta materia a los médicos españoles, dando sus
lecciones magistrales en la Universidad de Valladolid.
Pero, ¿quién era este doctor?. De
los comienzos de Rodríguez de Guevara se sabe más bien poco. Obtuvo el grado de
licenciado en Medicina por la Universidad de Sigüenza en 1552 y más tarde, en
1557 se doctoró por la universidad de Coimbra (Portugal). El hecho de
licenciarse por la universidad de Sigüenza y no por la de Valladolid de la que fue catedrático, ha suscitado la sospecha de
que quizás compró el título en alguna “Universidad Silvestre”, ya que no
tenía un certificado de limpieza de sangre por su condición de judío
converso. Esto no quita para que fuera una eminencia en medicina y
fundamentalmente en anatomía que había estudiado, durante dos largos años, en
Italia en compañía de otros eminentes doctores, posiblemente en la universidad
de Padua, teniendo como profesor a Realdo Colombo.
Rodríguez de Guevara dio un gran empuje y
prestigio a la medicina en Valladolid, pues debemos recordar que hasta entrado
el siglo XV, los estudios de medicina en España, estaban considerados como
menores, y se mezclaban con otras disciplinas como la alquimia y la botánica;
ya que en el conocimiento de esta última se aprovechaban los poderes
medicinales de las plantas para la curación de enfermos. No podemos olvidar tampoco que
durante muchos siglos la mal llamada medicina era ejercida solamente por barberos, curanderos y brujos.
Barbero del siglo XVI sacando una muela
Cuando en el año 1550 D. Alonso
Rodríguez de Guevara, fue autorizado a dar clases de anatomía y sobre todo de
disección de cadáveres procedentes del Hospital de Corte y de La Resurrección,
en el que se recogían a todos los pobres y enfermos desvalidos, la universidad
de Valladolid se llenó de médicos y estudiantes de anatomía de todas las
regiones de España e incluso del extranjero.
Durante siglos el interior de las personas
había sido un misterio, pues todas las religiones y sobre todo la Católica
habían prohibido “profanar” con el
bisturí el interior del cuerpo humano. El atrevido médico o cirujano que en
alguna ocasión lo había intentado, había sido acusado de nigromante, practicante
de magia negra y de estar en contacto con el diablo. Estos hombres eran salvajemente
torturados y en la mayoría de los casos ahorcados o quemados vivos.
En el siglo XV por fin el papa Sixto IV promulgó una bula en la
que se permitía la disección de cadáveres humanos con fines científicos. Esta
bula supuso un gran alivio para todos aquellos doctores que hasta entonces, por
motivos religiosos, habían encontrado una gran muralla que les impedía conocer el
interior de sus pacientes.
En España aún tuvo que pasar un tiempo
hasta que Carlos I hijo de Juana I de
Castilla concediera, según consta en el Archivo General de Simancas,
permiso para tal estudio. El mencionado permiso dice literalmente así: “Damos
licencia y facultad para que en los meses de Noviembre, Diciembre, Enero y Febrero de cada año se pueda hacer anatomía
de un cuerpo de los que se condenasen por delitos graves a pena de muerte y se
ejecutase en ellos la dicha pena, o los que muriesen en alguno de los
hospitales, cual pareciese que más conviene a los médicos de dicha Villa”.
Es fácil deducir por que se decía que
fueran escogidos aquellos cadáveres procedentes de condenados a muerte o de
hospitales de pobres y desvalidos. La razón no podía ser otra que tales
cuerpos, en la mayoría de los casos, no tenían familiares ni nadie que se
preocupase de recoger sus restos mortales para darlos cristiana sepultura. Del
mismo modo el que se escogieran cuerpos humanos solamente en los meses que iban
de noviembre a febrero, no tenía otra explicación que, al tratarse de fechas
que en Valladolid normalmente las temperaturas son bajas, los cadáveres podían
conservarse durante más tiempo, ya que en aquella época no existían las cámaras frigoríficas de las
que hoy en día disponemos.
En la ciudad de Valladolid se eligieron el Hospital de Corte y el de la Resurrección pues allí iban a morir
todos los vagabundos y maleantes que pululaban por las calles de la Villa.
Hospital de la Resurrección (fotografía
de Adolfo Eguren)
Se ubicaba este hospital de la Resurrección
fuera de la Puerta del Campo, lo que hoy
sería el
final de la Calle Santiago (una placa en el suelo recuerda aquella puerta de la
muralla), y se había construido ocupando un antiguo edificio dedicado a la casa
de mancebía más importante, en
aquellas fechas, de la ciudad de Valladolid.
Placa (en la C. Santiago) que recuerda el lugar donde estaba la Puerta del Campo
El Hospital estuvo en funcionamiento durante
tres siglos y es el lugar donde Miguel de Cervantes, que vivía cerca de allí, sitúa la trama de su Novela
Ejemplar: “El Coloquio de los Perros”. Más tarde sirvió incluso como hospital militar
a las tropas de Napoleón cuando este ambicioso emperador francés invadió España en el año
1808 llevando a nuestro País a una feroz
guerra que llenó de sangre nuestros campos y de gloria los libros de nuestra
Historia.
Por
último, cuando fue demolido en el año 1890, parte de su fachada, con la escultura de
Cristo Resucitado, fue trasladada de lugar y ahora la podemos ver en los jardines delanteros de la casa de
Cervantes.
Fachada del Hospital de
la Resurrección ubicada en los jardines de la Casa de Cervantes
Para terminar la información sobre este Hospital, diré
que en su solar se edificó posteriormente el bello edificio conocido, en
nuestros días, con el nombre de Casa
Mantilla, que hace esquina con la calle Miguel Íscar y la Acera de
Recoletos.
Casa Mantilla,
construida en el mismo solar donde siglos atrás estuvo la casa de
Mancebía y después el Hospital de la
Resurrección.
ANDRÉS DE PROAZA
Como ya dije antes,
cuando el celebérrimo doctor Alonso
Rodríguez de Guevara anunció que impartiría clases de anatomía con
disección real de cadáveres, en la Universidad de Valladolid, multitud de
médicos y estudiantes de medicina se matricularon en sus clases.
Uno de de estos matriculados se llamaba Andrés de Proaza, un joven médico que
vivía en la CALLE ESGUEVA, llamada
así porque por ella transcurría el ramal norte del río Esgueva. Este licenciado se había
hecho célebre por las curaciones que realizaba a enfermos de la Ciudad y de
fuera de ella.
Se trataba de un joven de sangre judía que
había llegado de Portugal, su estatura era más bien alta, con el cabello negro
como la noche y algo rizado. Su frente amplia y despejada daba paso a un rostro
bien proporcionado, con una incipiente barba poblando parte de sus atezadas mejillas.
Tenía la nariz aguileña y dos grandes ojos negros algo hundidos en sus órbitas
que, casi siempre, miraban al suelo con timidez. Mas cuando se erguía, levantaba la mirada
y aquellos tímidos ojos miraban de frente, despedían un brillo metálico
indescriptible y de la luz que en ellos
brillaba, emanaba sabiduría y misterio a la vez. Era parco en palabras, hablaba lo justo y
siempre con sus enfermos de los temas relacionados con su profesión.
Por
ser un reputado médico, por su forma de vida y por correr por sus venas sangre
judía, empezó a ser envidiado por los demás doctores y matasanos de la Ciudad.
Esto hacía que no tuviera relación con nadie y solamente se le viera pasear de
noche por la oscura orilla del Esgueva, para después entrar en su casa y pasar
las noches en vela enfrascado en sus estudios; como lo delataba el resplandor
de una lámpara que proyectaba su mortecina luz a través de una minúscula
ventana.
Iniciadas las clases de anatomía, Andrés de
Proaza, pronto destacó entre todos los doctores y eruditos de la Universidad,
llegando a superar en conocimientos, en muchas ocasiones al mismísimo D. Alonso
Rodríguez de Guevara. Nadie podía explicar como aquel alumno tan joven era
capaz de saber que hueso, vena, músculo o tendón, iba a aparecer antes de que el
bisturí, manejado por el profesor, rasgara la piel del cadáver.
A los pocos meses de iniciadas las clases,
se empezó a murmurar de aquella sabiduría que sólo podía ser fruto de la
brujería. Se empezó a decir que los perros aullaban lastimeramente a las
puertas de su casa y los gatos y otros animales que por el Río vagabundeaban, erizaban
su pelo y salían corriendo al pasar por delante de su consulta. Se decía que
algunas noches se oían salir de aquella casa gritos ininteligibles y sonidos
inconexos, y otras veces desde lo más profundo del sótano de aquella
vivienda se oían con nitidez voces,
conversaciones en hebreo y carcajadas que solamente podían salir de la garganta
del mismísimo Lucifer. Pero cuando
al día siguiente, Andrés acudía a las clases de la Universidad pálido,
demacrado y con cara de no haber dormido, su sabiduría y sus conocimientos se
habían multiplicado, causando la admiración y la envidia de todos. Y cuando los
murmullos entre los colegas se hacían patentes, él levantaba la cabeza y la luz
de aquellos ojos negros acallaba las murmuraciones y helaba la sangre de los
que osaban mantener su mirada.
Los rumores fueron “in crescendo” y
alcanzaron su clímax cuando, una de aquellas noches oscuras de invierno,
desapareció en aquel vecindario un niño de apenas 9 años al que, los últimos
que lo habían visto, aseguraban que
estaba merodeando por la casa del doctor. A esto hemos de añadir que algunos
vecinos aseguraban haber visto, muchos días por las mañanas, las aguas del Esgueva teñidas por hilillos
de sangre que salían por el desagüe
de la casa del Judío y, que poco a poco, se iban diluyendo y desapareciendo en
la corriente.
Esto fue ya la gota que desbordó el vaso y
el motivo suficiente para que el caso se
denunciara sin más dilación a las autoridades de la Ciudad, a las que también
habían llegado ciertos rumores por otras vías de investigación.
Un día, después de que
Andrés de Proaza hubiera vuelto a casa, terminadas las clases en la
universidad, miembros del Santo Oficio llamaron
a la entrada de la vivienda, pero ésta no se abrió y no sólo permaneció cerrada
sino que también se apreciaban ruidos, carreras y movimientos extraños en su interior, como si
la casa estuviera habitada por espíritus de ultratumba. Por fin se violentó la puerta, y cuando los
representantes de la ley llegaron al sótano donde Andrés se había refugiado, el
hedor de aquel lóbrego cubículo los dejó petrificados y la visión que
contemplaron resultó pavorosa, incluso para aquellos hombres acostumbrados a no sentir
miedo ante nada. Mesas, paredes y armarios estaban repletos de instrumentos
médicos, de cuerpos de animales despedazados y de restos humanos. También se
encontró, en una mesa de madera habilitada para tal fin, el cuerpo atado en
cruz, descuartizado y abierto en canal del pobre niño desaparecido días atrás. La
boca abierta y los ojos desencajados eran signos fidedignos de haber sido diseccionado en vida.
Andrés de Proeza no se resistió a ser
detenido. Cuando lo encontraron estaba sentado en un sillón con la mirada fija
en el suelo y las manos agarrando firmemente los reposabrazos como si de ellos
dependieran su seguridad y su vida. No se extraño de la llegada de los
representantes de la ley, como tampoco intentó huir o defenderse; solamente
cuando los alguaciles se acercaron para
detenerlo, él levantó la cabeza y clavó
su mirada en ellos. Aquella mirada fría paralizó a los que le iban a apresar,
pues en el fondo de aquellos grandes ojos parecía arder una pequeña llama que
solamente podía provenir de lo más profundo del infierno. Después inclinó la
cabeza, se levantó, alargó los brazos para que pudieran ponerle los grilletes y se dejó llevar a los
calabozos de la Inquisición.
JUICIO Y MALDICIÓN
Andrés de Proaza fue
llevado a la cárcel y torturado hasta que confesó su crimen y días después,
ante el Tribunal del Santo Oficio, se
declaró culpable. Culpable de haber realizado aquellos crímenes con el objeto
de querer ampliar más y más sus conocimientos médicos y, por otro lado dijo,
que se encontraba poseído por el propio Satanás que le comunicaba qué hacer
para desarrollar su sabiduría; y que el mismo demonio le había aconsejado
practicar la vivisección de animales
y también la de aquel niño.
Durante el juicio, acosado por los
interrogatorios de los letrados de la Santa Inquisición, aseguró poseer un
sillón que había sido fabricado por las mismas manos del Príncipe de las Tinieblas. Dicho sillón se lo había regalado un nigromante de Navarra porque cuando el
franciscano natural de Durango, fray Juan
de Zumárraga, encabezó la gran persecución de brujas, herejes y nigromantes
en el País Vasco, él le había salvado la vida ocultándolo en su casa.
Declaró públicamente que cuando él se
sentaba en aquel sillón, el diablo le poseía y le insuflaba enorme sabiduría
para poder curar enfermedades a cambio de una obediencia ciega y de que su alma
le perteneciera. Después irguiéndose con soberbia y altanería dijo al tribunal
y a los presentes estas palabras: “Quien
se siente en él tres veces y no sea médico dispuesto a obedecer al Príncipe de las Tinieblas, morirá
irremisiblemente y del mismo modo morirá todo aquel que osara destruir el
sillón hecho por las manos de Lucifer”. Estas palabras las
pronunció en voz alta y con claridad meridiana, al tiempo que dirigía su mirada
a los integrantes del tribunal y a todos los asistentes al acto. Aquellos
ojos de mirar inquietante helaron la sangre de muchos de los presentes, que sintieron como un escalofrío recorría su espalda y el vello del cuerpo se les erizaba, al tiempo que una sensación fría recorría sus miembros. Después,
sin rechistar lo más mínimo, oyó sumisamente el fallo de los jueces que le
sentenciaban a muerte y a la confiscación de todos sus bienes, que serían
vendidos en pública subasta.
Los historiadores no se ponen de acuerdo de
cómo fue ajusticiado Andrés de Proaza. Unos dicen que fue condenado a morir en
la horca y otros que murió en la hoguera por hereje y nigromante. Conociendo el
modus
operandi del Santo Tribunal que a todos los que se declaraban
culpables, como medida de piedad y para evitarlos el sufrimiento, les
ajusticiaban antes de ser quemados públicamente en la hoguera, es posible que
primero lo ahorcasen y después quemasen su cadáver.
Todos sus bienes fueron requisados y
llevados a la Universidad para venderlos en pública subasta, pero después del
revuelo que había causado la noticia, nadie quiso pujar por ninguna de las
piezas de las que se componía aquel macabro conjunto. Mucho menos se pujó por aquel sillón fabricado
con madera de cedro o nogal y con asiento y
respaldo de cuero repujado con dibujos geométricos, que ya se había hecho
popular en todo Valladolid con el nombre del “Sillón del Diablo”. No
todos lo habían visto, pero todos conocían la maldición de aquel diabólico
cirujano y, por supuesto, todos tenían miedo a poseerlo o usarlo. Durante
bastante tiempo, la casa de Andrés de Proaza permaneció cerrada y nadie,
absolutamente nadie, quería pararse en su puerta; tal era el pánico que a los
hechos diabólicos y de brujería tenían los hombres y mujeres de aquella época.
LA CASA DEL MÉDICO JUDÍO
Me gusta localizar, siempre que sea
posible, los lugares donde se desarrollaron los hechos sobre los que escribo; y
del mismo modo que localicé el lugar donde estuvo el Hospital de la
Resurrección, que se había edificado en el solar donde antes estuvo la mancebía de Valladolid, también
localicé la casa del judío Andrés de Proaza.
Casa de Andrés de Proaza, cuyo sótano se ha convertido
Hoy en un típico café (Cocktail Bar).
El
día que llegué a aquella casa, situada en la calle Esgueva nº 16, la puerta
estaba cerrada pero pronto observé que se abría con una leve presión de mi mano.
A sabiendas de que estaba pecando de atrevido e indiscreto, pero sabiendo que
en algún lugar detrás de aquella puerta había un pequeño bar, me adentré en un
portal vacío y con poca luz levantando la voz y llamando por si alguien me oía.
Mi osadía tuvo su fruto pues a los pocos segundos, una voz varonil que salía
del sótano contestó:
.-
No abrimos hasta las cuatro.
.-
No lo sabía, contesté sin ver todavía a nadie.
Pronto apareció a mi derecha, subiendo las
escaleras de un sótano, un joven moreno y bien parecido dándome explicaciones de que el bar estaba cerrado y
que por lo tanto no podía atenderme.
.-
Perdone usted, le dije con la mayor cortesía que pude, después de haber
franqueado sin permiso el umbral de aquella puerta.
.-
¿Qué desea?. Como le digo, no abrimos hasta las cuatro de la tarde.
.- Estoy buscando la casa del judío Andrés de
Proaza y...
No me dejó terminar la frase. Con gran educación y semblante sonriente me
mandó pasar y bajar al sótano. Después volviéndose hacia mí, en medio de la
penumbra, me aseveró con contundencia:
.-
Se encuentra usted en el sótano de la casa del médico judío condenado a muerte por la Santa Inquisición.
Después nos saludamos nos presentamos y
hablamos un rato sobre el tema. Sobre los crímenes allí cometidos y sobre el
célebre sillón donde el Diablo poseía al tristemente célebre Licenciado. Me
sentí contento de haber encontrado el lugar estando vacío de gente, pues así
pude conversar con aquel joven tan amable y pude comprobar que los siglos
habían respetado aquel sótano, ahora convertido en bar, y también parte de su
misterio. Al despedirme, yo le prometí volver y él me aclaró:
.-
La placa de la puerta con el nombre de este café recuerda al “niño perdido” que fue encontrado muerto y descuartizado en este
sótano.
TRAS LAS HUELLAS DEL SILLÓN
Como nadie había querido saber nada de los
muebles y objetos de Andrés de Proaza, para unos de poco valor y para todos
malditos, los que no fueron quemados quedaron en posesión de la Universidad y
fueron guardados en un cuarto trastero donde permanecieron mucho tiempo
olvidados de todos. Pero un día, cuando ya nadie recordaba los hechos
acontecidos y menos quien era el amo de aquel sillón, un bedel lo vio en el almacén
y quitándole el polvo se lo llevó para descansar en él durante las largas
esperas entre clase y clase. El pobre bedel encontró cómodo el sillón pero, al
tercer día, fue encontrado muerto en él de un ataque fulminante al corazón.
No se dio importancia al hecho y el puesto
del difunto tardó pocos días en cubrirse.
Cuando entró el nuevo bedel, nadie le dijo nada ya que consideraban como
natural la muerte del anterior; así que el nuevo empleado usó aquel sillón que
consideraba era para su descanso y fue su perdición pues, al tercer día de
haber ocupado el cargo, apareció muerto en él víctima también de lo que
llamaron un síncope.
Fue entonces cuando se recordó la maldición
de Andrés de Proaza y la dirección
de la Universidad, ante el miedo a usarlo o destruirlo, decidió colocarlo “en
un lugar sagrado”; y fue trasladado a la capilla universitaria pero
colgado del techo junto a una pared y con las patas hacia arriba, con el fin de
que nadie por ignorancia o valentía osase sentarse en aquel fatídico sillón.
Por la Facultad de Medicina de Valladolid,
fueron pasando una tras otra generaciones y generaciones de universitarios y,
de todas estas generaciones, muchos de aquellos estudiantes pasaron por la capilla de su
Facultad para pedir a Dios ayuda en sus estudios o en sus problemas personales.
No puedo asegurar que todos los universitarios pasaran por esta Capilla, pero
lo que sí estoy seguro es que todo aquel que entraba, miraba con recelo hacia
el lugar donde seguía colgado aquel maldito sillón que ninguna autoridad civil
ni religiosa se atrevía a destruir.
El sillón colgado, inmóvil y silencioso,
pero infundiendo miedo con sólo su presencia, permaneció en aquel sacrosanto
lugar la friolera de más tres siglos, hasta que en el año 1890, se derribó el
ya viejo edificio de la Universidad y el diabólico sillón fue traspasado al
Museo Provincial para ser expuesto como una pieza más del mobiliario del siglo
XVI.
Museo Provincial de Valladolid (Palacio Fabio
Nelly)
Ocurrió que en este manejo, descolgado el
sillón, y antes de terminarse el traslado, una joven universitaria incrédula y
atrevida, se sentó un solo momento en él desafiando, con sus risas juveniles, la maldición producida hacía ya más de
trescientos años. La infeliz joven no murió en el acto, pero a los tres días justos, aquella alegre,
atrevida y lozana muchacha, falleció en su casa también de muerte “natural”, según dijeron los doctores
que examinaron su cadáver.
La gente de a pie, los hombres y mujeres de
Valladolid, volvieron a recordar la maldición de Andrés de Proaza, aquel médico
judío que teñía de sangre las aguas del Esgueva y cuyo sillón no había
envejecido ni tampoco su maldición que seguía surtiendo el mismo efecto que el
primer día.
EL SILLÓN
El día 27 de junio de 2018 ya en pleno
siglo XXI, me acerqué a ver el Museo Provincial situado en el Palacio Fabio Nelli, aunque mi objetivo
principal se encontraba en la sala 14 del museo. Allí estaba el Sillón del Diablo, como
todo el mundo le llamaba y aún le llama, allí está formando parte de los
muebles de aquella sala donde se exhibe un mobiliario propio del siglo XVI.
Sillón del diablo (Siglo XVI)
Lo miré con detenimiento, de brazo a brazo
tenía un cordón rojo para que nadie, hombre o mujer, niño o mayor, pudiera sentarse. El cuero
repujado tenía dibujos geométricos que, según los expertos no quieren decir
nada relacionado con la cabalística,
pero… ¿sabrán de verdad los expertos descifrar el lenguaje de
Satanás?. Yo lo miraba atentamente, entre incrédulo e hipnotizado, y
por mi mente se sucedían las escenas que pudieron ser vividas, muchos siglos atrás en ese sillón, cuando estaba situado en aquel lóbrego sótano de la calle
Esgueva. Por un momento sentí que me encontraba solo en medio de la sala, no
reparé que allí había una persona encargada de la vigilancia de aquel lugar, yo
no veía ya ningún mueble más que aquel diabólico sillón cuya apariencia era tan
normal e inocente como todos los otros sillones, pero que sin embargo algo tenía de especial
cuando a mí, que no creo nada en brujerías, maldiciones, demonios y
hechicerías, solamente su contemplación, me había obnubilado durante unos
largos segundos.
En aquel momento la sala estaba vacía y la
persona encargada de la vigilancia se acercó a mí con una sonrisa que era fácil
de descifrar. Me había visto tan obsesionado en la contemplación de aquél
sillón que se dio cuenta del gran interés que despertaba en mí. Se trataba de
una simpática e ilustrada señora que durante un rato compartió conmigo los
detalles de la historia de aquel embrujado mueble.
Yo le pregunté entre intrigado y curioso:
Yo le pregunté entre intrigado y curioso:
- - ¿Ha habido alguien que se haya querido
sentar en él?
-
- - Claro que sí, me dijo, y algunos han
llegado a ofrecer dinero para obtener el permiso de sentarse sólo un momento en
él; pero la dirección del Museo lo tiene totalmente prohibido.
- - He oído, le dije, que algunas personas
después de mirar el sillón atentamente durante un rato, han llegado a ver una
especie de sombra sentada en él. Sin embargo yo he estado mirándole fijamente y
no he logrado ver nada.
- - Ya le he visto como miraba, dijo ella
volviendo a sonreír, pero las leyendas son así.
Se
oía hablar a otras visitas en la sala de al lado y yo, antes de despedirme, pedí
permiso para fotografiarlo y me fue concedido.
Poco a poco las visitas, un grupo de jóvenes
extranjeros, que empezaron a entrar en la sala, rompieron con su palabrería el
encanto; y yo que aún seguía allí pensativo e hipnotizado, volví de mi abstracción y
después de agradecer las atenciones de la persona responsable, salí de la sala,
no sin antes echar un último vistazo a aquel sillón que me había hecho
llegar hasta allí sólo y exclusivamente para su contemplación.
Sé que gran parte de los que hayáis leído
este relato, visitareis los lugares que describo en él: Sé que buscareis la
placa dorada que, al final de la calle de Santiago, marca el lugar donde estaba
la “Puerta del Campo” de Valladolid.
Sé que observareis con nuevos ojos el edificio donde en el siglo XVI estuvo la “Casa de la Mancebía” de la Ciudad.
También sé que buscareis los restos de la fachada del “Hospital de la Resurrección”,
ahora situados en los jardines de la casa de Cervantes. No podréis resistir el
hacer una visita al bar de cócteles situado en el sótano donde estuvo ubicada
la casa de “Andrés de Proaza” y por
último seguro que los más inquietos visitareis la sala XIV del “Museo Provincial”, para ver de cerca
el célebre “Sillón del Diablo” que,
después de más de cuatro siglos y medio, sigue ahí esperando que alguien se
siente entre sus brazos para infundirle sabiduría, después de poseer su alma, o
simplemente para matar al osado que intente burlarse de la maldición.
Yo que no creo en maldiciones, sortilegios,
ni en posesiones diabólicas y mucho menos en sillones que dan sabiduría o
muerte sin ningún motivo. Creo que si por sentarse en este fatídico sillón, no
ganas nada y puedes perder la vida, lo
mejor es no sentarse y que la leyenda siga su curso a través de los siglos. No juguéis con la suerte, y menos si esa suerte consiste en jugarse la vida a cara o cruz, ante esa disyuntiva, yo os recomiendo no lanzar la moneda al aire.
M. Díez
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