martes, 28 de septiembre de 2021


En  Tiempos

del

“CONDE ANSÚREZ


    La historia está formada por todos los grandes acontecimientos y logros científicos, literarios o épicos que, ordenados cronológicamente, sirven para conocer y estudiar el desarrollo de la humanidad en general, o de un pueblo o una persona en particular. Pero estos acontecimientos y hechos importantes que marcan hitos en el transcurso del tiempo, casi siempre tienen como protagonistas a los hombres y mujeres que dejaron marcada su huella en el largo y tortuoso camino de la vida.

 

    Son muchas las personas nativas o foráneas que paseando por la Plaza Mayor de Valladolid han contemplado, con interés o admiración, la estatua del conde Pedro Ansúrez  que, desde el año 1903 y realizada por el escultor vallisoletano Aurelio Rodríguez, se eleva sobre un pedestal en el centro de la plaza que pretende ser y es, el corazón de la Ciudad. Pero si preguntásemos a algunos de esos viandantes que a su lado pasan, o frente a ella se paran a contemplarla, qué  saben de  aquel personaje, algunos conocerían su nombre, otros nos dirían que fue el Señor de Valladolid y los más doctos nos dirían que fue un noble muy importante en la Edad Media y que estuvo casado con Doña Eylo. Sin embargo D. Pedro Ansúrez fue mucho más que todo eso, el conde Ansúrez fue una de esas personas que marcan hitos en la historia y que precisamente por eso se ganó el premio de la inmortalidad, como pretendo demostrar en este relato.

    Para conocer la historia del Conde, hay que retroceder en el  tiempo hasta los principios del siglo XI. Eran tiempos difíciles e inciertos donde los hombres que entonces poblaban los reinos hispanos, vivían constantemente en peligro pues las enfermedades, el hambre o el filo de una espada podían poner fin a sus vidas. Eran tiempos de reconquista, de luchas enconadas para rescatar el suelo patrio que los hijos del islam nos habían usurpado años atrás. Es en estos años difíciles  cuando surgen hombres que son gigantes, hombres que escribirán con el rojo de su sangre los renglones más gloriosos de nuestra historia. Uno de estos hombres fue Don Pedro Ansúrez, modelo de valentía, modelo de nobleza y modelo de fidelidad a su señor el rey Alfonso VI.




D. PEDRO ANSÚREZ (Obra de Aurelio Rodríguez)

 

    Después de la muerte del celebérrimo caudillo Almanzor, poco tardó el califato musulmán de Córdoba en desmembrase y dividirse en pequeños reinos de taifas. Este hecho trajo consigo el debilitamiento de su poder militar y el avance conquistador de las tropas cristianas. Pero no sólo se dividieron los reinos musulmanes, también los reinos cristianos estaban divididos y en luchas, casi constantes, entre ellos.

     En el caluroso verano de 1037, cuando el sofocante viento del estío castellano hacía ondear los mares de trigo aún sin segar a causa de la guerra, se enfrentan en la batalla de Tamarón dos formidables ejércitos: por un lado Fernando I  de Castilla que había pedido ayuda a su hermano García III de Navarra y por el otro el joven rey de León Bermudo III, cuñado de Fernando I.

    En lo más duro del combate, aquel joven rey leonés de apenas veinte años, viendo la batalla perdida,  empuña su lanza y espoleando a su brioso y ligero caballo Pelayuelo se lanza, ciego de ira, en busca de su cuñado Fernando, pero la muerte en forma de una muralla de lanzas, formada por castellanos y navarros, frenan su impetuoso y valiente  galopar y cae muerto en el campo de batalla, donde después de derribado, es traspasado por innumerables lanzas, sin que los caballeros de su guardia, que no habían podido seguir el rápido galope del regio caballo, pudieran hacer nada por él.

    Con esta victoria,  pasó el reino de León a unirse a Castilla bajo la corona de Fernando I; el cual, en poco tiempo, se convertiría en el rey cristiano más poderoso de  la Península Ibérica, en su época. 

    Después de esta batalla, Fernando I de Castilla y su hermano García III de Navarra, tuvieron buenas relaciones pero pasados los años, empezaron las hostilidades en la frontera de ambos reinos y estas refriegas desencadenaron en  una guerra que tuvo como final la batalla de Atapuerca.

   Al amanecer del día 1 de septiembre de 1054 se encuentran los dos hermanos acaudillando sus respectivos ejércitos. Las tropas de Fernando I estaban formadas por castellanos y leoneses y en las tropas de García III además de los navarros militaban musulmanes de algunas taifas amigas. La batalla fue dura y cruenta, y durante su transcurso el rey García III fue alevosamente asesinado.

     Pero ¿cómo y quién perpetró aquella muerte?. Hay dos versiones:

     La primera, según algunos cronistas de la época, dice que el rey García III de Navarra estaba prendado de la esposa de uno de los mejores nobles de su reino llamado Sancho Fortún; y como Velasquita, que así se llamaba la bella esposa, se mantenía fiel a su marido y no concedía sus favores al Rey, éste valiéndose de su regio poder, mandó conducirla a palacio y allí satisfizo sus apetencias libidinosas  a sabiendas de que, su fiel Sancho Fortún, era consciente de tal ultraje. El lujurioso García III requirió los favores de la bella dama siempre que le apeteció y el marido ofendido y humillado por el poder de su señor a quien con tanta fidelidad servía, no se lo perdonó jamás. Por tal motivo, aquel día en el fragor de la batalla, se aproximó a su rey y, en un descuido de la guardia, le hirió tan gravemente que le produjo la muerte. Después asustado pero no arrepentido por el crimen cometido, se lanzó a lo más peligroso de la batalla buscando una muerte que no le tardó en llegar.

    La otra versión, que pretende ser más fidedigna pero que es menos creída, cuenta  que el rey castellano Fernando I, había ordenado a sus nobles no herir a su hermano García III sino hacerle prisionero, pero entre la nobleza leonesa todavía perduraba el recuerdo de su joven rey Bermudo III muerto en Tamarón y la visión de cómo algunos nobles de Navarra le alanceaban aún después de muerto  en el suelo. Por tal motivo, viendo a su alcance al rey navarro, se lanzaron hacia él como una manada de lobos a por su presa y le causaron la muerte.

    De un modo o de otro lo cierto es que Fernando I, con el corazón contrito, recuperó el cuerpo yacente de su hermano y ordenó trasladarlo a Nájera para  darle sepultura con los mayores honores reales, en la iglesia de Santa María, que el rey difunto había fundado. También ordenó que en aquel mismo lugar  se colocase una enorme piedra de más de 15.000Kgs., que fue traída de las montañas de Atapuerca, para conmemorar aquel hecho victorioso y a la vez tan luctuoso. Esa piedra se la conoce con el nombre de “Menhir de Fin de Rey.”

    Después de más de nueve siglos, busqué la mencionada piedra y allí la encontré. Erguida, solitaria, clavada en medio del extenso campo que sirvió de escenario a aquella batalla. Permanecía erecta, dando testimonio de la regia muerte que allí se produjo. La verdad es, que sentí emoción al tocarla.


Menhir de “FIN DE REY”

    Después de tomar posesión de los territorios por los que se había luchado y de llevar la frontera castellana hasta el río Ebro, proclamó y coronó como rey de Navarra al joven  huérfano  Sancho Garcés IV, su sobrino, haciéndole jurar vasallaje a su persona.

     De este modo Fernando I, logró el dominio de tan extensos territorios que alcanzó el apelativo de “El Magno”; y teniendo ya pacificado todo su territorio, inició la ofensiva reconquistadora hacia los territorios musulmanes que estaban debilitados y divididos en reinos de taifas. Sometió así a los reinos de Toledo, Sevilla, Zaragoza y Badajoz, entre otros, imponiéndoles el juramento de vasallaje y el pago de parias (tributos). En territorio portugués conquistó las plazas fuertes de Lamego y Viseo. Esta última famosa por sus arqueros que habían causado la muerte de  su suegro Alfonso V. Cuentan las crónicas que Fernando I hizo que le trajeran ante él al arquero que había disparado la flecha causante de la muerte real, y mando amputarle las dos manos para que nunca más pudiera usar el arco.

    Fernando I además de ser un rey batallador y dar un gran empuje a la reconquista, también se preocupó de la religión, y viendo como el clero tomaba unos derroteros que no eran del todo bien vistos por la sociedad de aquellos días, convocó en el año 1055 el Concilio de Coyanza, que así se llamaba entonces la Valencia de Don Juan de nuestros días. Ordenando la aplicación  de las normas o acuerdos a los que allí se llegó y de los cuales y como nota curiosa daré constancia de algunos de ellos:

   *-Se aplicó, en las celebraciones, el Rito Romano abandonando el rito visigodo que habían establecido los primeros reyes asturianos y se subordinó aquella primaria iglesia española a la autoridad papal.

   *-Ordenó la celebración de los domingos.

   *-En el canon 3º, el Concilio ordenaba que los clérigos no tuvieran en su casa otra mujer que no fuera su madre, hermana, tía o madrastra, las cuales habían de vestir de forma decente y llevando ropas de un solo color.

   *-En el canon 6º, se prohibía a los católicos vivir y comer con los judíos, poniéndose severas penas a quienes infringieran esta ley.

   Es así como, con Fernando I, el celibato que ya había germinado en el Concilio de Elvira en el año 306, se consolida junto con la unidad religiosa en los reinos cristianos de la Península.

   Como padre Fernando I tuvo con su esposa Doña Sancha 5 hijos, a los cuales dio a cada uno la educación más adecuada. Si leemos al obispo e historiador Rodrigo Jiménez de Rada, podemos ver como dice, del rey Fernando I, que fue un rey bondadoso, ecuánime, temeroso de Dios y resuelto. Y como padre ecuánime dio a sus hijos varones, primeramente educación en las letras y las ciencias y según iban haciéndose hombres, les preparó en el manejo de las armas y en el manejo de los caballos. Convirtiéndolos en guerreros pero en guerreros cultos. También los hacía participar en expediciones bélicas y en partidas de caza para que supieran lo que era el peligro de exponer sus vidas. Así en el año 1063, Fernando I manda a su primogénito, el infante D. Sancho, en ayuda de la ciudad de Graus, perteneciente a la taifa de Zaragoza, que estaba cercada por el rey aragonés Ramiro I. En esta expedición al Infante le acompañaba un joven guerrero que siempre le sería fiel y cuyo nombre era Rodrigo Díaz (futuro Cid Campeador). Infante y Guerrero se destacaron en la lid y el 8 de mayo de aquel mismo año conquistaban Graus y moría Ramiro I.

    En cuanto a sus hijas además de su preparación en las letras,  las educó  en la devoción a  Dios y en las labores propias de las mujeres de su alcurnia.

    A cada uno de sus hijos le puso los ayos que creyó más idóneos para su educación, pensando en los reinos que les iba a dejar en herencia. Así el príncipe Alfonso que heredaría León fue educado por su ayo Ansur Díaz padre de Pedro Ansúrez que por aquel entonces era casi de la misma edad que el Príncipe y por tal motivo compartieron educación cultural y guerrera al mismo tiempo y por los mismos maestros. Esta coincidencia hizo que la amistad surgida y fomentada por el padre entre los dos muchachos, se mantuviera de por vida sin menoscabo del gran respeto y fidelidad que Pedro Ansúrez fue desarrollando hacia su príncipe y después rey, a lo largo de los años. Con toda seguridad el príncipe Alfonso pasó parte de su juventud en Tierra de Campos aprendiendo con, el también joven, Pedro Ansúrez el deporte de la caza y el arte de la guerra bajo la atenta y fiel mirada de Ansur Díaz padre de este último. 

  REPARTO DEL REINO

    En el verano de 1063, Fernando I reunió un gran ejército y se dirigió hacia el sur llegando hasta Mérida y penetrando, ya entrado el otoño, en los territorios de la taifa de Sevilla, cuyo rey, considerándose impotente para frenar aquel ejército cristiano, negoció el pago de parias para evitar el ataque. Después las huestes de Fernando I volvieron grupas y regresaron a León.

    En vísperas de la navidad de este mismo año, la ciudad de León que era por entonces la capital del reino, estaba llena de nobles y caballeros que se habían reunido allí para acompañar a su Señor en la ceremonia de la consagración de la basílica de San Isidoro de León. El rey Fernando I, aprovechando esta coyuntura, convocó la “Curia Regia” para hacer conocedores a los nobles de sus disposiciones testamentarias, en las cuales no respetó el derecho visigodo y leonés que ordenaba que el heredero legítimo sería el mayor de los hijos varones,  impidiendo así dividir el reino entre los herederos, sino que como hombre justo y amante de sus hijos repartió el reino como si fuera un patrimonio  familiar.

    El reparto de los reinos fue así:

   .-Al hermano mayor, Sancho, le correspondió el reino de Castilla y el derecho a cobrar las parias de la taifa de Zaragoza.

   .-A su segundo hijo, Alfonso, le dejó el reino de León que era la parte más extensa, valiosa y emblemática que comprendía Asturias, León, Astorga, El Bierzo y Tierra de Campos además de cobrar parias de la taifa de Toledo.

   .-Al menor de sus hijos varones, García, le correspondió Galicia que fue elevada a la categoría de reino y los territorios conquistados en Portugal hasta el río Mondego, más las parias de las taifas de Badajoz y Sevilla.

   .-A sus hijas Dª Urraca y Dª Elvira les dejó las ciudades de Zamora y Toro respectivamente, ambas con el título de reinas y las rentas de los monasterios  pertenecientes a su patrimonio regio, pero con la condición de que no podían contraer matrimonio.

    Este reparto de la herencia no sería efectivo hasta su muerte y tampoco sería conocido por sus hijos para evitar protestas y envidias entre hermanos.

 

MUERTE DE FERNANDO I   E INICIO DE LAS LUCHAS FRATRICIDAS

 

    En la Navidad de 1065 llegó el Rey a la ciudad de León y viendo cercana su muerte fue a la iglesia  de San Isidoro a la misa de media noche, comulgo y se encomendó a Dios y muy débil fue llevado al lecho por sus acompañantes.

    El día 27, de aquel frío mes de diciembre, falleció rodeado de clérigos y obispos a la edad de  49 años que según la Crónica Silense era una edad que pocos rebasaban en aquellos tiempos.

     A uña de caballo e hiriendo con los cascos de sus corceles los helados caminos del reino, en aquel gélido invierno, mensajeros reales partieron en dirección hacia todos los puntos  de la España cristiana pregonando la muerte del Rey; y en todas las iglesias, monasterios y ermitas, las campañas tañeron a muerte durante días, al tiempo que se celebraban misas de réquiem y se rezaban responsos por el eterno descanso del monarca.

    El reino estuvo de  luto hasta que, con la mayor pompa y boato se celebró el entierro de Fernando I el Magno en el Panteón de Reyes, en la iglesia de San Isidoro de León, que él mismo había mandado construir.



PANTEÓN DE LOS REYES

San Isidoro (León)

    Después de celebrado el regio sepelio, los cinco infantes fueron requeridos al palacio real a  presencia de la “Curia Regia” presidida por el noble más anciano y en presencia de todos los magnates del reino. El gran salón estaba lleno a rebosar de nobles y caballeros de León, de Castilla y de Galicia; todos ellos partidarios de alguno de los hijos del difunto Rey. A pesar de que las calles de León estaban congeladas por la nieve que aquellos días había cubierto la ciudad, la sala del trono estaba caldeada por grandes braseros encendidos varias horas antes; aunque era tal el número de personas de la nobleza que allí se habían concentrado que no habrían hecho falta.

    Delante de la mesa que ocupaba la Curia Regia estaban sentados, de derecha a izquierda, los cinco hijos de Fernando I El Magno por orden de nacimiento; primero los varones: Sancho, Alfonso y García; después las hijas: Urraca y Elvira que a pesar de ser la mayor y la tercera por orden de nacimiento, ocupaban los últimos lugares. En las primeras filas, detrás de los infantes, se encontraban sus ayos con los nobles de mayor confianza y, como no podía ser de otro modo, allí estaban justo detrás de Alfonso el conde Ansur Díaz y su hijo Pedro Ansúrez.

    Cuando el notario real, rompió el sello de lacre que cerraba el testamento del Rey, se acallaron los rumores de las conversaciones y era tal la tensión entre los nobles que podía cortarse con un cuchillo el profundo silencio que reinaba en el salón. Acto seguido,  con la mayor solemnidad y respeto, el secretario del notario real, leyó el texto del documento con el reparto de los reinos entre todos sus hijos.

    La lectura del testamento se hizo nombrando primero a Alfonso que reinaría en León con el título de Alfonso VI y no a Sancho, como correspondía por nacimiento, y esto provocó rumores ahogados entre algunos nobles. Después se nombró a Sancho que reinaría en Castilla con el titulo real de Sancho II y el rumor se hizo mayor e incluso el tintineo de algunas espuelas sonó en el pétreo pavimento de la sala. Después se leyó que el futuro rey de Galicia sería el hermano menor García y por último que sus hijas Urraca y Elvira heredarían con título de reinas los infantazgos de Zamora y Toro. 

      __Estas son las últimas voluntades del rey Fernando I  y así deberán ser cumplidas y si alguno no lo hiciere Dios se lo demande. Dijo el Notario Real  al tiempo que cerraba el testamento.

      __¡¡¡Traición!!!, ¡¡¡Falsedad y felonía!!! Gritó, con toda las fuerzas de sus pulmones poniéndose en pie, Sancho, el mayor de los hijos varones. El reino me pertenece por derecho de nacimiento y como mío lo reclamo aquí y ahora.

    Después puso la mano diestra en la empuñadura de su espada y miró desafiante a sus hermanos, sobre todo a Alfonso que se había llevado el bocado más exquisito.

    Alfonso se puso en pie también y con la mano aferrada al puñal, que brillaba en su cintura, devolvió a su hermano la desafiante mirada que este le lanzaba, al tiempo que decía:

      __Lo aquí leído es la voluntad del difunto rey, nuestro padre, y como tal debe ser respetada.

    El murmullo entre la nobleza se hizo mayor y de los susurros se pasó a las palabras en alto y después a las voces. Unos y otros apoyaban cada uno a su señor y con la mirada buscaban aliados entre los presentes. Pronto algunas manos, bajo las largas capas, buscaron las empuñaduras de de las espadas o de las dagas y algunos ambas cosas a la vez. En aquella situación, con hombres acostumbrados a hacer prevalecer sus ideas, con una fidelidad a sus señores inquebrantable y todos ellos armados y acostumbrados a dirimir sus disputas por la fuerza de las armas, la sensación era de que, en cualquier momento, de las voces se pasase a las hechos y la sangre corriera por el enlosado de la gran sala del trono.

    Estaba en la sala y junto al lado del tribunal que representaba la “Curia Regia”, el obispo Ordoño que había ostentado los cargos de escribano y notario del finado rey Fernando I y como tal había sido testigo de sus últimas voluntades.

    Con solemne parsimonia y no con poco esfuerzo, pues era hombre de avanzada edad, púsose en pie el santo Obispo sujetando con su mano izquierda el pesado báculo, en el que se apoyaba, y levantando la diestra mano abierta en señal de paz, reclamó silencio.

    Pedro Ansúrez, apoyando su mano en el brazo de su señor Alfonso, le pidió tranquilidad al tiempo que le decía:

      __Señor, vos sabéis de mi fidelidad y la de mi familia, dispuesto estoy a todo por vos ahora mismo y en cualquier momento que me necesitéis, pero escuchemos al señor obispo lo que tenga que decir.

      __Se de tu fidelidad y de tu valentía, Ansúrez, y son muchos los trabajos y también los honores que tengo reservados para ti cuando me haga cargo del reino. Ahora, seguiré tu consejo y oigamos lo que tiene que decirnos el Sr. Obispo.

    El anciano Obispo, esperó unos instantes hasta que poco apoco fueron apagándose las voces y en el salón reinó un profundo silencio. Aquel hombre era considerado como una persona sabia y santa y todos le profesaban un grandísimo respeto. Después con gran aplomo y parsimonia empezó su alocución diciendo:

      __Señores, en esta sala se encuentra lo más preciado del reino, la élite de la nobleza cristiana, los linajes más antiguos y las estirpes de más rancio abolengo. Todos habéis luchado con nuestro gran rey Fernando I el Magno para fortalecer y hacer más grande nuestra patria, muchos de vosotros habéis regado con la sangre de vuestras venas las tierras que palmo a palmo se han ido reconquistando al Islán y, ¿sois vosotros mismos los que ahora queréis empuñar las armas para pelear entre vosotros?, ¿estáis locos?, ¿Qué ganará nuestra gran nación con que os matéis unos a otros?, de esta sala solamente podremos salir después de haber hecho entre todos un juramento de paz.

    La respiración del anciano Obispo se hacía cada vez más y más agitada, su cabello, sus pobladas cejas y su luenga barba eran plateados, pues la nieve del tiempo tiñe de blanco los cabellos de los hombres. Su rostro estaba pálido pero impertérrito, no parecía haber sido intimidado por las discusiones anteriores, y con la misma calma que había empezado pero con más esfuerzo, siguió diciendo:

      __Hace solamente dos años, vuestro Obispo D. Albito y yo partimos en una expedición a Sevilla y este viaje le costó a él su propia vida, pero gracias a este sacrificio pudimos traer hasta  León los restos de San Isidoro que hoy descansan en la basílica que ahora lleva su nombre y desde cuyo altar nos bendice y protege a todos nosotros. Antes de venir aquí, he visitado su tumba y he pedido su ayuda para que esta reunión terminara en paz con Dios y con los hombres.

    Miró hacia el otro lado de la mesa del tribunal. Allí sentada en un escaño de nogal lujosamente tallado, estaba Dª Sancha la reina viuda que, ante la leve indicación del Obispo, se puso en pie. La reina, vestida de riguroso luto, era una mujer de alta estatura y delicado talle, conservando una grácil figura a pesar de su edad de 47 años y de haber sido madre cinco veces. Vestía una túnica de terciopelo negro con cuello alto y amplias mangas que casi cubrían sus manos, que se cogían una a otra como dos blancas palomas asustadas. La cabeza estaba cubierta por un negro tocado circular rodeado por un cordón de blanquísimas perlas, y todo ello cubierto por un finísimo velo de seda negra, tan diáfano y traslúcido, que permitía ver el pálido y aún bello rostro de aquella mujer que tanto había sufrido, y que veía prolongar su sufrimiento con aquellos hijos. Veía desde lo más profundo de su corazón, a través de sus claros ojos hundidos por el dolor, como se disputaban su parte del reino de la misma forma que las fieras se disputan su bocado de la presa abatida; y todo ello sin reparar siquiera en su persona.

      __Vuestro padre, dijo la reina, no quiso respetar el derecho visigodo y leonés que impide dividir el reino, antes bien siguió los principios  de la jurisprudencia navarra, considerando el reino  como si fuera un patrimonio de familia, y así mandó que se repartiera de la forma que el señor notario de la Curia Regia os ha leído.

    Respiró profundamente, parecía que el llanto pronto apagaría su voz pero permaneció hierática e inalterable, y con toda majestuosidad continuó diciendo:

      __Yo conocía el testamento y también os conozco a vosotros pues sois hijos de mi vientre. Yo imaginaba que este reparto, hecho más por el dictamen del amor paterno que por lo que dicta el mandato de la ley, no os iba a parecer bien a algunos de vosotros; mas con todo el profundo amor que emana de mi corazón de madre, os pido que, durante los años que Dios me dé de vida, os améis como hermanos y no peleéis entre vosotros como extraños.

    La respiración de Dª Sancha se hacía cada vez más agitada y, a través del velo, podían apreciarse sus ojos vidriosos a causa de las lagrimas que empezaban a aflorar en ellos para correr por sus mejillas. Abrió la boca para coger aire y, con un profundísimo suspiro que conmovió a los duros guerreros que llenaban la sala, suspiró más que dijo:

      __Os amo, os amo a todos, hijos míos, respetad mi dolor y haceos merecedores del amor que os profeso.

    Después miró al señor Obispo, hizo una reverencia con la cabeza para cederle la palabra y volvió a sentarse en su escaño.

    El Obispo Ordoño, que aún permanecía en pie, se dirigió hacia los infantes y, con toda la fuerza moral que le daba la dignidad en que estaba investido, dijo mirándolos uno a uno:

      __A esta sala habéis entrado como infantes y de ella saldréis como futuros reyes y reinas, pero para que así sea debéis de jurar, delante de Dios, a quien yo humildemente represento, y delante de los nobles que representan al reino, que aceptáis el testamento de vuestro padre y que evitaréis a toda costa añadir más sufrimiento a vuestra madre Dª. Sancha.

    Después permaneció en silencio pero con el brazo extendido y su diestro pulgar señalándolos uno a uno esperando la respuesta.

   El hijo menor, García, y las infantas, Dª. Urraca y Dª. Elvira, fueron los primeros en ponerse en pie y jurar respeto al testamento paterno. Pedro Ansúrez se acercó a su señor y le habló al oído, después Alfonso, poniéndose en pie, también hizo su juramento. Por último, a regañadientes y fijando su torva mirada en sus hermanos, se puso en pie Sancho y juró, no sin antes mascullar veladas amenazas.

    En el gran salón se apreció una bocanada de paz que tranquilizó a todos los presentes. Después el señor Obispo, abriendo la mano que los señalaba los dio su bendición y levantando la voz hacia los asistentes dijo:

      __Señores, el rey ha muerto, ¡¡¡Vivan los nuevos reyes!!!.

    Un ¡¡¡Viva !!! atronador hizo vibrar las cristaleras emplomadas  que cerraban las ventanas del salón y el eco de aquel viva se multiplicó y recorrió las congeladas calles de la ciudad de León, sembrando la paz y la alegría entre las gentes del pueblo llano.

 

LOS NUEVOS REYES

 

    Del mismo modo que la carcoma devora y destruye el interior de la madera, así la envidia provocada por el testamento de Fernando I “El Magno”, anidó en el alma de sus hijos, sobre todo en el de Sancho II de Castilla; y a este le fue poco a poco corroyendo el corazón hasta hacerle volverse en contra de sus hermanos.

     Durante los dos años que aún vivió Dª Sancha, los hijos mantuvieron su promesa de no darle ningún disgusto más, pero una vez que la reina dejó este mundo el 17 de septiembre de 1067, los reinos cristianos se vieron inmersos en crueles luchas fratricidas que duraron siete años.

    Sancho II, que la historia llamó “El Fuerte”, tenía pretensiones expansionistas desde que fue coronado rey de Castilla, pero mientras vivió su madre esas pretensiones las dirigió hacia el este, contra las fronteras de su primo Sancho IV de Pamplona, hijo del rey García III muerto en Atapuerca.

    Alfonso VI, coronado rey de León, había nombrado consejero  real y hombre de confianza, tanto en la paz como en la guerra, a su fiel amigo D. Pedro Ansúrez, convirtiéndose así el conde en el personaje más poderoso del reino de León después del rey. Entre otros títulos ostentaba los de Conde de Carrión, Liébana  y Saldaña además de otros cargos, títulos y tenencias.

      Durante el año 1066, el conde Pedro Ansúrez informó a su señor de las pretensiones de su hermano Sancho II,  con relación al primo de ambos Sancho IV, sobre la posesión de la plaza fuerte de Pazuengos.

      __Majestad, vuestro hermano pretende adueñarse de la plaza argumentando que tal localidad es de Castilla y no de Pamplona, y se prepara para atacarla.

      __Sr. Conde, le dijo Sancho: no veo por qué esos hechos os inquietan, si fuera así, todo ocurrirá muy lejos de nuestras fronteras, no creo que ni uno ni otro quiera pedir ayuda al reino de León.

      __No, no pedirán ayuda, al menos de momento, ya que después de varias escaramuzas de frontera y no viéndose, vuestro primo Sancho IV, superior a vuestro hermano lo ha desafiado a combate singular.

      __¿Cómo puede ser eso, amigo Ansúrez?.

      __Pues veréis majestad. Vuestro primo ha mandado una embajada a Burgos, a cuya cabeza iba Jimeno Garcés, para reclamar o retar a vuestro hermano si este no aceptaba las condiciones que se le ponían.

      __¿Qué condiciones eran esas?.

      __La embajada fue recibida en palacio y Jimeno Garcés, muy altanero, pues todos conocemos de qué pasta está hecho tal caballero, propuso a Alfonso VI que renunciara a la plaza fuerte de Pazuengos y los territorios que a tal castillo pertenecen.

      __Bueno Ansúrez, me tienes en ascuas, dime de una vez qué pasó con esa dichosa embajada.

      __Vuestro hermano, Señor, se negó a ello y entonces es cuando Jimeno Garcés, en nombre del rey de Pamplona, arrojó su guante a los pies del trono de Sancho II, vuestro hermano; y dijo que si en el plazo de diez días, un caballero castellano, no se presentaba en Pazuengos, con el guante, a pelear en singular combate por la plaza, el castillo y los demás territorios serían de Navarra y, si se aceptaba el desafío, la plaza fuerte y sus territorios serían del vencedor. Después hizo una reverencia y sin esperar respuesta se marchó, dejando a Sancho II y a los caballeros que estaban en la sala coléricos y perplejos.

      __Dime, Ansúrez, ¿hubo alguien que recogiera el guante?, pues no creo que entre la nobleza castellana no haya quien no se sienta alagado por representar  a su rey en una Ordalía (Juicio de Dios).

      __Todos los presentes conocían a Jimeno Garcés y sabían de sus artes y forma de pelear, que parece estar aliado con Satán. Saben también que ha matado a más de treinta valientes caballeros en otros tantos duelos singulares, y esta fama impone a los caballeros más esforzados. No obstante, vos sabéis que los castellanos no conocen el miedo, y fueron varios los que reclamaban al rey su derecho a recoger el guante que aún permanecía en el suelo, arguyendo ser unos más importantes que otros en su rango de nobleza.

      __Pero bueno, Ansúrez, tengo los nervios a flor de piel, dime ¿Cómo lo resolvió mi hermano?.

      __Pues todo se resolvió en un momento y de la forma más inesperada. Un joven caballero que raya los veinte años pero de valor e intrepidez bien conocidos por vuestro hermano, se adelantó a todos y recogiendo el guante navarro del suelo reclamó para sí el derecho a pelear por el Rey y por Castilla en el “Campo del Honor”.

    Ante el revuelo que se produjo en la sala, Sancho se puso en pie y, dirigiéndose a los presentes dijo:

      __“Todos sabéis que a Rodrigo, a pesar de su juventud y gracias a su intrepidez y valentía demostrada en el campo de batalla, ya le he nombrado “Armiger” (Alférez) de mis tropas y ahora, como Dios ha querido que sea él quien ha levantado el guante del desafío, yo le nombro mi paladín para el “Juicio de Dios” que se celebrará, dentro de diez días, en los campos de Pazuengos.

       __Mi Hermano no sabe bien lo que ha hecho. Ese joven caballero morirá irremisiblemente a manos del hercúleo Jimeno Garcés, pero si no es así, es que verdaderamente Dios se ha inclinado por Castilla en un Juicio que se hace en su nombre. Me gustaría estar presente ese día en el campo de la lid por ver como se desarrolla el conflicto pero, aunque todo el mundo puede acudir a presenciar los “Juicios de Dios”, mi hermano Sancho no lo vería muy bien. Por tanto desearía que acudieras, en mi nombre y con una buena escolta, a los campos de Pazuengos y después me describas con todo detalle lo allí ocurrido.

      __Vuestro deseo, majestad, será cumplido y allí estaré con un mínimo de veinte lanzas como escolta, y no dudéis de que, lo que allí ocurra, os lo trasmitiré de forma pormenorizada.

 

DON PEDRO ANSÚREZ EN PAZUENGOS

    

    Poco tardó D. Pedro Ansúrez en organizar la marcha, pues al día siguiente de mantener la conversación con su Señor, cruzaba con veinte jinetes, todos bien armados, las puertas de la muralla de León, para encaminarse hacia el reino de Castilla. También formaba parte de la comitiva un carromato entoldado de dos ejes con las lonas de las tiendas y las  vituallas para el viaje; iba tirado por dos caballos percherones que conducían dos mozos a los que acompañaba también un cocinero.

    La salida la realizaron al romper el alba, pues en aquellos días tan calurosos, el viaje a caballo y vistiendo lorigas y capacetes además de otras armas, suponía un esfuerzo excesivo aún para aquellos hombres avezados al sacrificio que suponían las largas marchas y los duros combates. Hicieron un alto para reponer fuerzas cerca de Mansilla y antes del ocaso entraban en Sahagún, donde el conde tenía palacio propio y allí también estaba  Dª Eylo, una hermosa joven de quien D. Pedro empezaba a enamorarse  y con la que, pasado algún tiempo, contraería matrimonio. Al día siguiente, la tropa armada capitaneada por el Conde Ansúrez, salió en dirección a Carrión, tierras estas y lugares pertenecientes al condado de D. Pedro; y allí descansaron aquella noche y todo el día siguiente. Día que el Conde se entrevistó con sus familiares y administradores para interesarse por la marcha de sus dominios, ya que él, estando al lado del monarca, no podía atenderlos personalmente.

    Cuando salieron de Carrión, la tropa había crecido en cinco unidades. Cinco soldados de toda confianza del Conde que, igualmente armados que los que salieron de León, pasaron a engrosar las filas de aquella tropa de élite.

     No quiso Pedro Ansúrez entrar en Burgos con sus huestes armadas, pues sabía que estaba en territorio castellano y, aunque había permiso del rey Sancho II el Fuerte para cruzar su reino con el pretexto de presenciar el Juicio de Dios, entrar en la capital del reino al morir el día, con tantos soldados armados podía haber sido considerado como una provocación. Por tal motivo, ya viéndose Burgos en lontananza, mandó vivaquear junto al río Arlanzón, en una frondosa chopera que tenía rica hierba para los caballos y que además los ocultaba de miradas indiscretas.

    En la siguiente etapa del viaje, evitaron cruzar por la ciudad y enfilaron el camino de Santo Domingo de la Calzada. Esta ruta castellana era difícil de recorrer, sus tierras áridas, los caminos polvorientos y el calor sofocante del sol, que parecía fuego al chocar  en el duro acero de las bruñidas armaduras, hacían agotador el viaje para hombres y caballos. Pararon dos veces para descansar y ya entrada la noche llegaron a Santo Domingo que, por aquellas fechas, estaba lleno de peregrinos hacia Santiago de Compostela.

    Desde Santo Domingo de la Calzada a Pazuengos, el camino estaba lleno de toda clase de gentes: Caballeros, labriegos, juglares, buhoneros, pícaros y rameras. Todos iban al “Juicio de Dios” entre Castilla y Navarra. Unos iban por curiosidad y otros por ganarse la vida, como los pícaros y busconas que se hacían a un lado para dejar pasar la mesnada leonesa guiada por el Conde Ansúrez.



PAZUENGOS

    A media tarde de un día del mes de mayo, llegó Ansúrez con sus hombres a las cercanías de Pazuengos, donde ya estaban instalados los campamentos reales de Sancho II de Castilla y Sancho IV de Navarra. Estaban colocados uno enfrente del otro, con numerosas tiendas y multitud de soldados. En medio de ambos se había marcado “El Campo del Honor”, lugar donde los dos paladines de los reinos en litigio lucharían a muerte.

    Don Pedro mandó instalar su campamento cercano al del rey de Castilla y, mientras los soldados cumplían sus órdenes, con cuatro de sus soldados se dirigió a la tienda del Rey Sancho II para presentarle sus respetos. Sancho II conocía bien a Pedro Ansúrez y al verlo llegar ante él y presentarse cortésmente como representante de su rey Alfonso VI de León, le dijo:

      __¿Qué ocurre, D. Pedro, para que mi señor hermano no venga, como testigo, a un acto tan importante para mí y para Castilla entera? ó ¿Es qué se cree tan superior, que acudir a mi lado le deshonra?.

    El conde Ansúrez, también conocía a Sancho II y conocía muy bien su cólera y cómo estaba molesto por creerse ofendido en el reparto de la herencia de su padre, el gran rey Fernando I “El Magno”; por eso haciendo gala de su educación y templanza dijo así:

      __Majestad, la realidad está lejos de todo eso que me decís. Mi señor Alfonso VI, no ha podido acudir a presenciar la “Ordalía”, por tener que resolver negocios importantes con la taifa de Toledo. Por tal motivo, Majestad, me ha enviado a mí, su humilde pero fiel servidor, en su representación y os desea suerte en la contienda.

      __Bien, no me importa, no le necesito, pues lo que aquí ocurra pasado mañana está en manos de Dios, al cual ya he invocado y en cuyas manos he puesto el destino de la liza. No obstante, vos estáis invitado a mi mesa en la cena que celebraré mañana por la noche, una hora después de puesto el sol.

      __Será para mí un honor y os prometo que aquí estaré. Ahora permitidme que me retire a organizar mi campamento y quitarme el polvo del camino.

      __Podéis retiraros y gracias por vuestra cortesía.

    Pedro Ansúrez, hizo una ligera reverencia, giró sobre sus talones y salió de la tienda, donde fuera le esperaban sus hombres y después, con paso firme y decidido, se dirigió a su campamento.

    Al día siguiente, era la víspera del gran combate y los soldados se dedicaron a descansar del largo viaje, a limpiar sus armas, asear sus personas y a distraerse un poco mezclándose entre las gentes que llenaban la llanura donde se iba a celebrar la liza.

     Los juglares, con voz monótona, cantaban sus romances rodeados de mirones, los vendedores ofrecían, a grandes gritos, sus mercancías y las rameras contoneaban lascivamente sus cuerpos, intentando atraer a los hombres y ejercer la profesión más antigua del mundo. Durante todo el día, la planicie se llenó de gentes que, de forma festiva, bebían, jugaban a las cartas o los dados, discutían sobre el resultado de la pelea que se avecinaba o caían en los brazos de un amor fingido y pagado con dinero.

    A la postura del sol, el silencio de la fiesta poco a poco se fue apagando y los campamentos se llenaron de hogueras, en derredor de las cuales cenaban y charlaban los soldados. Solamente la tienda del Rey, estaba inundada de la luz que despedían innumerables antorchas; y poco a poco fueron llegando los nobles invitados a la cena real. Todos ellos iban vestidos de gala, sin armaduras ni cotas de malla pero con espada y daga al cinto. Puntual y lujosamente vestido también acudió a la cena Pedro Ansúrez con otros dos caballeros de su séquito, los tres lucían, en su pecho bordadas, las armas de su familia. Antes de entrar a la tienda miró hacia el otro lado del campo y pudo ver, en el lado navarro, como la tienda real de Sancho IV, también resplandecía de luz, pues allí también se celebraba otra cena de gala.

    La tienda real era muy amplia y allí se había preparado una enorme mesa abierta en forma de “U”. En el lado corto, que cerraba la mesa, se sentaba el rey Sancho II “El Fuerte”, que presidía el banquete con sus nobles más allegados. Los otros dos lados estaban ocupados por el resto de la nobleza castellana, dejando el centro libre para entrar y salir los servidores que servían las viandas.

    Sancho, al ver entrar a Don Pedro Ansúrez y sus dos caballeros, les hizo una señal y los mandó sentarse en unos de los lugares preferentes y después, a una orden de él, los sirvientes empezaron a servir la mesa y el vino. La cena, casi exclusivamente formada por carnes asadas, fue muy abundante, siendo aún más abundante el vino que, como solía suceder en aquellos banquetes exentos de finos y educados modales, empezó a soltar las lenguas y soliviantar los ánimos. Las jarras de vino se vaciaban e incluso se derramaban sin ningún cuidado, se hablaba a gritos, se discutía y se cruzaban apuestas por el resultado de la ordalía del día después. Pedro Ansúrez quiso conocer a Rodrigo Díaz que sería el paladín de Castilla y, como no lo veía entre los comensales, preguntó por él y le dijeron que, como buen caballero que era, estaba velando las armas para el día siguiente.

    El rey Sancho, que no era de los menos bebedores, también estaba exaltado y hablaba a grandes voces, diciendo que Dios estaría de parte de Castilla en la lucha que se avecinaba, pues el Todo Poderoso sabía que él, Sancho II, había sido estafado en el testamento paterno, pero que habría que darle tiempo al tiempo y las aguas volverían a su cauce. Al decir esto miraba de forma tendenciosa al Conde Ansúrez; y Don Pedro que, como todos  usaba la daga para pinchar y trinchar el asado, apretó con tanta fuerza su empuñadura que los nudillos de los dedos se le pusieron blancos. A punto estuvo de clavar la daga en la mesa y ponerse en pie para pedir explicaciones al rey, sin embargo, haciendo gala de la templanza que le caracterizaba, relajó la mano y, haciendo caso omiso a la indirecta, siguió sentado hasta terminar la cena y, cuando los comensales empezaron a marchar, pidiendo permiso al rey, abandonó la tienda y se dirigió a descansar a su campamento.

 

EL  JUICIO DE DIOS

   

    Amaneció un día del mes de mayo de 1066 en la frontera entre Navarra y Castilla. La luz de un sol radiante y un cielo libre de nubes, presagiaban un día espléndido aunque quizás algo caluroso. El relinchar de los caballos, el ir y venir de los soldados armados hasta los dientes, por si el desenlace de la contienda no era aceptado por alguna de las partes, y el bullicio de los hombres y mujeres del pueblo llano que habían venido de todos lados para presenciar el duelo, convertían la campa de Pazuengos en el escenario de algo tan importante que hacía que se pusiera al mismo Dios como juez de un litigio entre soberanos.

    El campo donde se iba a combatir, era un rectángulo de 120 varas castellanas de largo por 50 varas de ancho;  estaba perfectamente delimitado con estacas y los jueces, tres por cada parte, habían dividido el sol para que a ninguno de los contendientes le pudiera dar de frente en los ojos. En los extremos del campo, había un espacio reservado a los escuderos que iban a asistir al paladín de Navarra y al de Castilla, allí  también estaban, custodiadas por criados, las lanzas y armas que podían ser utilizadas en la contienda. Un surco trazado por bueyes dividía longitudinalmente el campo y en el centro, clavados en el suelo a un lado y otro del surco, había dos mandobles de grandes dimensiones.

    En los dos lados del campo, se habían levantado dos tribunas de madera, que serían ocupadas por los reyes de ambos reinos junto con los nobles e invitados que formaban su séquito; de esta forma podrían presenciar la lucha sin perder ningún detalle.

    Cuando Sancho II de Castilla y sus acompañantes subieron al estrado y colocaron, bien visibles, las banderas de Castilla  con su escudo de armas, ya al otro lado del campo estaba instalado su primo el rey Sancho IV de Navarra y todo su séquito con los pendones de su reino ondeando al leve viento de la mañana.

    En otro estrado, no menos importante, se encontraba el tribunal que iba a juzgar la “lid” y que estaba formado por tres nobles navarros y tres castellanos, más el obispo de Pamplona y de Burgos.

    Dispuesto el campo y lleno todo el perímetro por la multitud que, ávida de espectáculo y de sangre, se agolpaba ansiosa y expectante a lo largo de todo el perímetro,  sonaron las trompetas y empezó el “Juicio de Dios”.

    De un extremo del campo salió Jimeno Garcés, montaba un poderoso caballo frisón de color negro, de largas y onduladas crines, amplio pecho, poderosa grupa rematada en larga y abundante cola y pobladas cernejas en sus fuertes menudillos. Era el prototipo del poder y la fortaleza, era el caballo con el que, Jimeno Garcés, había matado a más de treinta caballeros en otros tantos duelos singulares. Él vestía brillante armadura sobre cota de malla, y el casco con visera y barbote estaba rematado por un penacho de plumas negras que presagiaban la muerte que pretendía dar a su adversario. Recorrió el campo luciendo su poderío, entre el clamor de todos los pamploneses, y se fue a colocar a la diestra del rey de Navarra, esperando al caballero que había de traer el guante del desafío.

    Aún no se habían apagado los clamores con los que la muchedumbre navarra había recibido a su “campeón”, cuando por el otro extremo del campo apareció Rodrigo Díaz montando un precioso caballo tordo rodado de cabeza alta y mirada descarada, grandes ollares que se bebían el viento y abundantes y sedosas crines. Sus movimientos eran tan ágiles, elevados, y armoniosos, que un grito de admiración brotó de las cientos de gargantas castellanas, que esperaban ver a su paladín como campeón. Aquel caballo no  era tan corpulento y fuerte como el de su rival pero sí estaba muy bien proporcionado y era más ágil y elegante. Rodrigo también llevaba armadura sobre la loriga y casco sin penacho, además en su cinto podía verse el guante que Jimeno Garcés había arrojado a los pies de Sancho II el día que le desafió.

    Rodrigo Díaz, entre vítores y aplausos, llegó al estrado del rey de Castilla y parando su caballo se dirigió a Sancho II de esta manera:

      __Majestad, ha llegado el día de la verdad, con vuestro permiso devolveré este guante a vuestro primo, el rey de Navarra, y ocuparé mi puesto en el campo de combate. No temáis Señor, con la fuerza de mi brazo y la bendición de Dios, hoy quedará demostrado que Pazuengos pertenece a mi rey Sancho II el Fuerte.

      __Devolved el guante y luchad en buena lid pues, en esta mañana luminosa de mayo, todo el reino de  Castilla  está pendiente de vos.

    Rodrigo, cruzó el campo y, acercándose a la tribuna del rey de Navarra, con un ligero movimiento de cabeza y desde el caballo,  depositó el guante sobre la tarima del estrado. Después los dos contendientes se miraron de cerca y Jimeno Garcés le dijo arrastrando las palabras:

      __Pocos veteranos y aguerridos caballeros tiene el reino de Castilla para que, su Rey, nombre paladín a un caballero tan joven como desconocido.

      __En el reino de Castilla sobran caballeros con alcurnia y blasones suficientes para representar a su Rey. Quizás, mi Señor, ha creído que para luchar contra vos era suficiente yo, el más joven y humilde de sus caballeros. Pero vayamos a la liza y dejemos que hablen las armas en vez de las lenguas.

    Jimeno Garcés, rugió dentro de su casco ante tal respuesta y, lleno de cólera, dijo solamente:

      __¡¡¡“Vayamos”!!!.

    Los dos contendientes se dirigieron entre vítores y aplausos a ocupar su lugar en el campo de batalla. Los escuderos les proporcionaron escudo y lanza y ellos, bajando las viseras de sus cascos, esperaron la señal.

    Sonó una trompeta, y los dos guerreros hundieron las espuelas en los ijares de sus caballos que partieron al galope hiriendo el suelo con sus cascos. El encuentro fue brutal, las lanzas chocaron contra los escudos y ambas saltaron hechas mil pedazos y aunque los jinetes se balancearon sobre sus monturas, los dos continuaron su carrera hasta el otro extremo del campo.

    A Rodrigo Díaz le pareció haber chocado contra un muro de piedra, su escudo estaba hundido pero había resistido la lanzada. Los escuderos le proporcionaron otra lanza y partió al encuentro de su rival que no podía creer que no le hubiera derribado en el primer encuentro. El escudo de Garcés también estaba aplastado y detrás de él ocultaba aquel corpachón de gigante.

    En el segundo choque, el escudo de Rodrigo fue atravesado por la lanza de Garcés y voló por los aires, pero él coló la punta de su lanza en la comisura de la hombrera izquierda de la armadura de su rival y se la arrancó de cuajo al tiempo que este perdía el equilibrio y caía de su montura entre una nube de polvo. Un grito de triunfo brotó del lado castellano; y al ver que Jimeno Garcés se ponía en pie sin herida grave aparente, el rey castellano gritó:

      __¡¡¡Remátalo, Rodrigo, remátalo!!!

    Rodrigo aún conservaba su lanza, volvió su caballo y lentamente fue acosando a Garcés hasta llegar a donde estaban clavados los dos mandobles, dejándole coger uno de ellos. Después, lentamente se apeó de su montura y se dirigió a donde estaba el otro mandoble.

     __¡¡¡Dios, que buen caballero!!!, dijo en voz alta Pedro Ansúrez.

      __Y qué insensato, ha perdido la ventaja que tenía. Sentenció Sancho II.

    Los dos contendientes se abalanzaron el uno contra el otro manejando aquellos espadones con las dos manos. Las afiladas y bien templadas hojas, al chocar violentamente, hacían saltar chispas y producían un ruido infernal. Jimeno Garcés, más alto y fuerte, parecía un oso bajado del pirineo y sus golpes eran duros y contundentes haciendo retroceder a su enemigo; pero el paladín castellano era mucho más ágil y parecía un leopardo agazapado saltando hacia adelante y hacia atrás, esquivando y golpeando sin dar tregua ni descanso a su contrario. Pronto, Rodrigo, percibió el cansancio en su rival, pues a pesar de los gritos de la encendida muchedumbre, podía oír, dentro del casco, la jadeante respiración de aquel hercúleo guerrero. Los dos campeones sangraban por varias heridas y el color rojo de su sangre se mezclaba con el sudor y el polvo manchando sus armaduras. En uno de los golpes que Garcés lanzó hizo retroceder a Rodrigo que, sin soltar su espada, cayó de espaldas. La muchedumbre navarra se puso en pie gritando: ¡¡¡Mátalo, mátalo!!!. El navarro levantó su mandoble y lo descargó, con todas sus fuerzas, contra Rodrigo; pero éste, ágil como un felino, giró de costado haciendo que el mandoble se clavara en la tierra. Al mismo tiempo le lanzó un tajo hacia la greba que la cortó e hirió su pierna izquierda haciéndole hincar su rodilla en tierra; después, sin darle tiempo a salir de su estupor, se puso en pie y descargó un tajo en diagonal a la unión del cuello con el hombro izquierdo que le segó la loriga y se hundió profundamente en el cuerpo hasta parar en el esternón. Jimeno Garcés, fue a levantar su espada y no pudo, se quitó el casco con la mano diestra buscando aire y todos pudieron ver que una bocanada de sangre salía de su boca para luego caer de bruces totalmente inerte y muerto. 

    Rodrigo Díaz se acercó al caído, lo dio la vuelta, se quitó su guantelete y, con el mayor respeto, le cerró los ojos. Luego clavó en el suelo su espada, dobló su rodilla derecha, besó la cruz de su empuñadura y permaneció así unos segundos; después se santiguó, se levantó y haciendo caso omiso a sus heridas se dirigió al estrado del rey de Navarra, donde éste ya estaba en pie.

      __Habéis peleado muy bien, nunca vi caballero con tanto coraje y arrojo como vos, la liza ha sido justa con arreglo a las leyes de Dios y de los hombres y, podéis decir a mi primo Sancho II que, desde este mismo momento, Pazuengos y sus tierras  pertenecen al reino de Castilla.

    Firmó y puso su sello en lacre sobre un documento que tenía preparado por si la ocasión lo requería, lo enrolló y se lo entregó a Rodrigo para que se lo diera a su señor. Después abandonó el estrado con todo su séquito y se marchó.

    Sólo entonces, la muchedumbre castellana, que había guardado silencio después del combate, prorrumpió en vítores y aplausos mientras Rodrigo Díaz se acercaba a su rey y con el mayor respeto le entregaba el pergamino diciendo:

      __Majestad, Pazuengos y sus tierras os pertenecen, esa ha sido la voluntad de Dios.

    Sancho II, recogió el documento, lo leyó y reclamando silencio dijo a Rodrigo.

      __Rodrigo Díaz, nacido en Vivar, hoy en el “Campo del Honor” habéis combatido como un auténtico paladín, Castilla os está agradecida y yo, en este mismo campo de Pazuengos que habéis regado con vuestra sangre, os nombro “Campidoctor” (Campeador) y, de hoy en adelante se os nombrará con este título y defenderéis la justicia en el campo de batalla  y en los litigios civiles que surjan en nuestro reino.

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    De regreso a  Burgos, Don Pedro Ansúrez hizo noche en Carrión y en Sahagún, lugar este último donde descansó en su palacio y donde también visitó a Dª Eylo; y cuando llegó a la corte, el rey de León Alfonso VI le estaba esperando con gran impaciencia.

     Sin descansar del viaje, Ansúrez informó a su rey de todo lo acontecido en Pazuengos y de cómo el paladín castellano había derrotado a Jimeno Garcés en buena lid, demostrando arrojo, valentía y caballerosidad.

      __Muy bravo tiene que ser ese joven caballero para dar muerte en buena liza al paladín navarro. Así lo creo porque me lo decís vos que sois el comandante de mis ejércitos, el más fiel de mis caballeros y uno de los mejores guerreros de León.

      __Muy valiente majestad. Tanto es así que, vuestro hermano Sancho II, le ha otorgado el título de Campidoctor (Campeador) para defender la justicia en la guerra y en la paz.

      __¿Cómo os trató mi hermano?

      __Con cortesía, majestad, pero puedo aseguraros que aún guarda rencor a todos los hermanos por el reparto de la herencia de vuestro Padre.

      __Pues el testamento fue legal ante Dios y ante los hombres y como tal debe ser y será respetado, incluso defendido con las armas. Ahora podéis retiraros a descansar pues estos días tienen que haber sido agotadores para vos.

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    Pasaron los días y una fría mañana del 7 de noviembre de 1067, durante una cacería en las inmediaciones de Astorga y después de que Alfonso VI hubiera cazado un magnífico venado, Pedro Ansúrez informó a su Señor de que su hermano Sancho andaba en guerras contra los musulmanes intentando ensanchar sus fronteras. También le informó de que Rodrigo Díaz el ya Campeador había derrotado y dado muerte en otro combate singular al famoso caudillo musulmán Fariz ante los muros de Medinaceli.

      __Como veis, majestad, vuestro hermano no dejará de guerrear hasta que se enfrente con vos intentando recuperar el reino de vuestro padre.

      __No se atreverá con el reino de León, tu sabes mejor que nadie, ya que eres su comandante, que nuestro ejército es poderoso.

      __Señor, nuestro ejército es poderoso y es ahora cuando deberíamos domeñar las ansias de conquista de vuestro hermano. El rey de Castilla, con su brazo derecho Rodrigo Díaz, está fortaleciendo y organizando sus huestes y cada vez se siente más fuerte.

    Estaban en esta conversación, cuando un mensajero llegó al campamento. Traía un  caballo castaño que estaba  blanco por la espuma que producía el sudor. Se apeó de su montura y, después de hablar con el oficial de guardia, fue conducido por éste hasta la presencia de Alfonso VI, ante el cual bajó la cabeza y dobló su rodilla derecha.

      __ Levantaos soldado. ¿Qué es lo que ocurre para que lleguéis hasta aquí con tanta prisa y cubierto de polvo y sudor, en esta cruda mañana?

      __Majestad, el motivo de mis prisas es comunicaros que la reina Sancha, vuestra madre, ha muerto.

      __¡¡¡Guardia!!! _Llamó_ y al pronto dos soldados irrumpieron en la tienda.

      __Dad alimento y descanso a este mensajero y que toquen a reunión pues pronto recibirán noticias.

    Y después, volviéndose hacia D. Pedro le dijo:

      __Ansúrez, dad las órdenes pertinentes para levantar el campamento pues, sin ningún descanso salimos para León e igualmente os encargo que, una vez hayamos llegado organicéis vos los funerales y entierro de Dª Sancha que, según era su voluntad, será enterrada en el “Panteón de los Reyes de San Isidoro”, con su esposo y padre mío Fernando I el Magno.

      __Majestad, ante todo mis más sentidas condolencias; y en cuanto a vuestras órdenes, podéis estar seguro, que serán cumplidas al pie de la letra.

    Las exequias se celebraron con la mayor solemnidad y todas las campanas de León doblaron a difuntos durante tres días. Fue esta la última ocasión en que los cinco hermanos, todos reyes, estuvieron juntos y acompañados de la nobleza de sus reinos durante el funeral y entierro de Doña Sancha en San Isidoro. No obstante, la tirantez y hostilidad en las palabras y miradas entre Sancho II y Alfonso VI, eran manifiestas muestras del rencor que se germinaba en el corazón de  ambos hermanos.

    No hubo que esperar mucho tiempo pues, ocho meses después, en el mes de julio de 1068, Sancho II cruzaba la frontera de los reinos reclamando para si el reino de su hermano Alfonso VI. El 19 de ese mes se encontraron los dos ejércitos en los llanos de  Llantada, a orillas del Pisuerga cerca de la actual Lantadilla. Las fuerzas estaban muy igualadas y antes del combate los dos monarcas acordaron que el vencido cedería su reino al vencedor.

    Aquella batalla, entre reyes hermanos y ejércitos cristianos, fue sangrienta y durante su desarrollo, la suerte parecía jugar cruelmente con los contendientes inclinándose unas veces al lado de unos y otras veces al lado le los contrarios. El Conde Ansúrez dirigía las tropas leonesas al lado de Alfonso VI y se dio cuenta que, al caer la tarde, las filas leonesas se rompían ante el empuje de las tropas castellanas dirigidas por Rodrigo Díaz.  La lucha era encarnizada y los leoneses, en franca retirada, buscaban la protección del pueblo  los castellanos prendieron fuego en las mieses que ya estaban recogidas en las eras del pueblo y de allí pasó a las pobres casas del pueblo cuyas techumbres de paja, la mayoría, ardían como teas. Se peleaba en el campo y en las calles entre  las llamas y ya la victoria castellana estaba cantada. Pedro Ansúrez, lleno del propio sudor y manchado de la sangre enemiga, se dirigió a su rey y le dijo:

      __Señor, nuestro ejército está siendo vencido, conviene que huyáis hacia León, yo intentaré organizar como pueda las tropas y protegeré vuestra retirada.

      __Soy consciente de ello y no pienso cumplir lo acordado. No entregaré el reino a mi hermano. Ansúrez, habéis peleado como un coloso y no quiero que expongáis más vuestra vida pues la batalla está perdida. Da la orden a los capitanes de que mantengan en lo posible la formación y retirémonos hacia León y allí recompondremos el ejército y nos haremos fuertes.

    Sancho II, no persiguió a su hermano después de la batalla y tampoco le exigió la corona de León; por lo que tanta sangre derramada y tanta destrucción sirvió para muy poco. Al inicio del otoño, Pedro Ansúrez con algunas tropas, recorrió los pueblos de Llantada y Fuentepiñel que habían quedado arrasados y a sus habitantes, que estaban en la indigencia, se los llevó hacia el sur del Duero concediéndoles tierras para su asentamiento. Hoy día en el lugar donde se celebró la batalla solamente queda la pequeña ermita de la Virgen de la Lantada para dar mudo testimonio del sangriento encuentro que allí ocurrió.

    Cuando al escribir este relato busqué la pequeña y vieja ermita, esta había desaparecido. En su lugar los habitantes del pueblo habían construido una hermosa ermita dedicada a su VIRGEN.

 


Ermita actual de la VIRGEN DE LA LANTADA

    Pasados ya varios meses, a la corte del rey de León llegó una embajada castellana y ante el estupor de Alfonso VI, que creía que aquella embajada venía a reclamarle el reino por haber sido derrotado en Llantada, la petición de su hermano no era otra que pedirle permiso y ayuda para cruzar su reino e ir a guerrear contra el hermano de ambos, el rey García II de Galicia. Alfonso VI quedó desconcertado y, queriendo ganar tiempo antes de dar una respuesta, ordenó de dieran alojamiento a aquellos hombres y los citó para el día siguiente para darles contestación.

    Ante tal petición, estando ya en privado, pidió consejo a su hombre de confianza Don Pedro Ansúrez.

      __¿A qué creéis Ansúrez que se debe este cambio de criterio por parte de mi hermano el rey de Castilla?

      __Creo Majestad, que vuestro hermano Sancho II, no se siente tan vencedor en Llantada como a nosotros nos parece. Él sabe bien que aunque victorioso, su victoria ha sido una victoria “pírrica” y no está seguro de que su ejército sea lo suficientemente fuerte como para volver a enfrentarse con vos. Prefiere teneros como aliado y encaminar sus esfuerzos, amparado por el reino de León, para ir contra el reino de Galicia.

      __Siempre os he tenido, don Pedro, como un hombre valiente, arrojado en el combate y mesurado e inteligente en la paz, por eso quiero preguntaros,

      __¿Qué creéis que debo hacer?

      __La situación es delicada, si os oponéis se volverá contra vos y exigirá el cumplimiento de vuestro compromiso, antes de dejaros rehacer vuestro ejército; y si cedéis a sus pretensiones y logra adueñarse de Galicia, vuestro hermano será mucho más fuerte y tendrá al reino de León entre dos frentes, cerrándose sobre nosotros como las fauces de un lobo sobre su presa.

      __Sí que es una situación comprometida, pero con tal de que Sancho II se olvide del compromiso que pactamos antes de la batalla de Llantada, tengo que darle una contestación que él considere aceptable y a nosotros no nos perjudique demasiado.

      __Creo, Majestad, que la mejor solución es que le concedáis lo que os pide a cambio de que si Castilla gana la guerra le conceda a León parte de los territorios gallegos.

      __Me place vuestro consejo y así se lo haré constar mañana a los emisarios de mi hermano.

    El rey Sancho II, aceptó la petición de su hermano y pasó por el reino leonés en dirección a tierras portuguesas donde sabía que se hallaba su hermano y, el día 7 de noviembre de 1071, lo derrotó en Santarém cerca del río Tajo. Después de la batalla donde lo hizo prisionero lo llevó cautivo al castillo de Burgos y luego, después de hacerle jurar pleitesía, lo exilió a la taifa de Sevilla donde el rey musulmán Al-Mutamid, era su amigo.

    Después de la derrota y exilio de García, el rey Sancho le concedió a su hermano el condado de Portucale, quedándose para él todo el norte de Galicia.   

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    Aquel invierno resultó muy duro en cuanto al clima y  la política. El rey de Castilla Sancho II el Fuerte, con la victoria sobre su hermano García, se había hecho mucho más poderoso y ya pensaba en el reino de León para terminar de unir, bajo su corona, todas las tierras que su padre había repartido. Él era el primogénito y se sentía con derecho a reinar en todos los territorios del gran rey Fernando I el Magno.

    En las navidades del año 1071, Don Pedro Ansúrez transmitió, a su rey Alfonso VI, muchas quejas de los campesinos leoneses por el motivo de que, como las tropas de Sancho II cruzaban el reino de León unas veces hacia Galicia y otras veces a la inversa,   por las aldeas que pasaban, exigían y  tomaban heno y grano para alimento de sus caballos así como viandas para los soldados, arruinando sus graneros y vaciando sus míseras despensas.

    Ante tales quejas Alfonso VI pidió a su hermano una compensación para reparar aquellos desmanes, y la contestación no fue otra que la declaración de guerra.

    Otra vez las tierras de Palencia iban a ser testigos mudos de una guerra entre cristianos, de una guerra entre dos reyes hermanos que se iban a disputar a muerte la herencia de su Padre.

    Pasadas las fiestas de la Epifanía, dos poderosos ejércitos se pusieron en marcha y el día 10 de enero, establecían sus campamentos, uno frente al otro, cerca de los llanos de Golpejera entre los términos de Villamuera de la Cueza y Cardeñosa de Volpejera. Los dos reyes habían reclutado el mayor número de soldados y, según todos los cronistas de la época, en el gélido amanecer del día 11 de enero de 1072 todo hombre, independientemente de su edad, si era capad de sostener una lanza o de manejar una espada, se encontraba allí, en los helados llanos de  Golpejera, dispuesto a morir para convertir a su rey en el único heredero de Fernando I el Magno.

    La mañana del día 11 era fría, las márgenes del cercano río Carrión estaban heladas y una enorme cencellada tapizaba de nívea blancura todo el campo de Golpejera; pero si el día estaba frío y el suelo helado, la sangre de los soldados castellanos y leoneses hervía calurosa, preparados como estaban para luchar.

    En el lado castellano comandaba el ejército el belicoso Sancho II el Fuerte y su alférez Rodrigo Díaz nacido en Vivar y que ya ostentaba el título de Campeador (más tarde los árabes le añadieron el título de CID que significa señor). Y por la parte leonesa, sobresalía como comandante del ejército y alférez real  de Alfonso VI el Bravo, el conde Don Pedro Ansúrez.

    Iniciada la batalla, los dos ejércitos se emplearon con tal ahínco que pronto se peleaba sobre los hombres y animales muertos o heridos. Nadie quería cejar en aquel supremo empeño de dar la victoria a su señor. Don Pedro Ansúrez con una nutrida mesnada, peleaba, apoyaba, mandaba y plantaba cara al enemigo donde más se necesitaba, era el corazón del ejército leones. ¡¡¡Dios, cómo peleaba Pedro Ansúrez!!!, habría sido la estrella refulgente de aquel día tenebroso para León, si en el otro bando el adalid de los castellanos, don Rodrigo Díaz, no hiciera otro tanto arengando a sus hombres, reagrupándolos y contraatacando a los empujes de los leoneses.

    Se peleó durante todo el día y al caer la noche, cuando parecía que el ejército castellano empezaba a retroceder, quizás temiendo la oscuridad, de manera sorprendente se dejó de combatir retirándose ambos ejércitos a sus lares (campamentos), con la impresión de que las tropas de  Alfonso VI estaban muy cerca de la victoria y que apenas despuntara el nuevo día, los castellanos serían totalmente derrotados.

     Rodrigo Díaz de Vivar no pensaba así, convenció a su rey Sancho II de que la batalla no estaba perdida y que la confianza que los leoneses tenían en la segura victoria, sería su perdición.

      __Majestad, dejadme reagrupar nuestro ejército antes de que entre ellos, con el frío de la noche y el dolor de sus heridas, empiece a cuajar la idea de aprovechar la oscuridad para huir o rendirse.

      __Pero, Rodrigo, los hombres están extenuados y necesitan descanso. Vos mismo habéis luchado como un autentico centauro sobre vuestro caballo. Pero recordad que no sois “Zeus” sobre “Pegaso” y tanto el animal como vos sois mortales y necesitáis descansar.

      __Permitidme Señor que esté en desacuerdo con Vos. Mi caballo, nuestros hombres y yo mismo, sólo descansaremos después haberos dado la victoria o después de la muerte.

     Fue tanta la pasión que el Campeador puso en sus palabras, que el Rey, sabiendo que aquel hombre no podía fallarle, depositó en él toda la confianza y todo el mando.

    Rodrigo Díaz, prohibió a sus soldados despojarse de las armaduras, mandó darles una cena rápida con vino caliente  y ordenó que se encendieran muchos fuegos de campamento para hacer ver al enemigo que el ejército estaba acampado y descansando.

    Con el ejército alimentado y en perfecta formación, esperó el de Vivar a que la luna llena de aquel enero glacial pero con un cielo raso y sin nubes, iluminara con su pálida luz la estepa castellana proyectando fantasmagóricas sombras sombre los campos, para avanzar en silencio, sin trompetas ni tambores, hacia el campamento leonés donde, desoyendo las advertencias que el conde Ansúrez había hecho a su soberano Alfonso VI, todos los hombres, desde el rey al último pechero, descansaban convencidos de su próxima victoria.

    El de Vivar cabalgaba al lado de Sancho II que, confiando ciegamente en su alférez, no quería perderse la satisfacción de ver vencido a su hermano. Los dos encabezaban la marcha y ya cercanos al campamento leonés, Rodrigo mandó tocar las trompetas y redoblar los tambores para que el enemigo no pudiera decir que los habían atacado mientras dormían.

    El desconcierto en el campamento de Alfonso VI fue total; antes de armarse y reunirse los soldados para formar un frente de contención, el galope de la caballería castellana ya hacía retumbar el helado suelo de Golpejera, entrando en el campamento como un ciclón que arrasa todo a su paso: hiriendo, degollando, quemando tiendas y matando a cuantos se ponían a su alcance. La mortandad fue tan grande que pronto el campamento quedó sembrado de cadáveres y el propio rey, amparado por la guardia real y por su fiel servidor Ansúrez, tuvo que huir a uña de caballo a refugiarse a la iglesia de la Santa Virgen en la villa, no muy lejana, de Carrión de los Condes.

    Hasta allí llegó el ejército castellano en su persecución poniendo cerco al lugar sagrado donde se había refugiado. El templo estaba cerrado a cal y canto y nadie respondía a las voces de los capitanes castellanos.

      __Majestad, dijo Rodrigo Díaz a su rey Sancho II, vuestro hermano se ha acogido “a lugar sagrado” y ningún hombre aun siendo rey puede violar la casa de Dios.

      __No violentaremos esas puertas, pero el tiempo, la indecisión o el hambre le harán salir y entonces se habrá terminado su reinado. El reinado que una vez le perdoné después de la batalla de Llantada.

    El rey Sancho, estaba eufórico, envalentonado, se sabía vencedor de aquel terrible enfrentamiento después de oír las noticias que sus capitanes le traían del campo de batalla, diciendo que el ejército leonés había quedado desecho y muchos de sus capitanes muertos o en franca huida. Solamente Don Pedro Ansúrez el brazo derecho y fiel alférez de Alfonso VI le permanecía fiel y estaba, con unos pocos hombres escogidos, dentro de la iglesia y al lado de su rey, dispuestos a vender cara su vida.

    Pasaban las horas y la situación se hacía cada vez más tensa, el propio rey temía que en el ardor de la batalla y de la persecución, algunos de sus hombres intentasen derribar las puertas, pero pasadas unas horas que a algunos le parecieron siglos,  se oyeron correr unos cerrojos, después una llave giró dentro de la cerradura y la puerta de la Iglesia se abrió con un leve crujido. Amanecía y a la fría luz de aquel 12 de enero de 1072, se hizo un profundo silencio cuando, un sacerdote revestido con toda la solemnidad y preparado como para oficiar la santa misa, fue el primero en salir y dirigiéndose a Sancho le dio su bendición al tiempo que decía:

      __Majestad, vuestro hermano Alfonso VI, rey de León, se ha acogido a sagrado y mientras esté dentro del templo, ningún cristiano, aún siendo rey, puede profanar el santo lugar para apresarlo por la fuerza de las armas. Si desoyendo mi advertencia, algunos de vuestros hombres o vos mismo hicieran este acto prohibido, serían castigados con la pena de excomunión. No obstante, el Rey, aconsejado por su fiel alférez Ansúrez,  está dispuesto a escuchar vuestras condiciones y entregarse confiando siempre en vuestro recto proceder y vuestra generosidad para con sus hombres.

    Apenas el sacerdote había pronunciado las últimas palabras, cuando la puerta volvió a abrirse y por ella salieron  Don Pedro Ansúrez y dos soldados más, llevando uno de ellos  una bandera blanca en señal de tregua.

    La figura del Conde Ansúrez parecía crecerse ante la adversidad, estaba plantado ante la puerta de la iglesia con las piernas abiertas, la mano izquierda descansando sobre la empuñadura de su enfundada espada y el pulgar derecho en el cinto. Se había despojado del casco y sólo la cota de malla le cubría la cabeza, en su rostro, que parecía tallado en piedra, se podían apreciar las señales de la fatiga después de un día largo de batallar. Sabía que se encontraba delante de un rey con ansias de poder y de sangre muy caliente que, de un momento a otro, podía perder la paciencia y no admitir negociación alguna. Por ese motivo con toda la calma que en aquellas trágicas circunstancias podía tener dijo:

      __Majestad, vuestro hermano, mi señor, el rey de León, sabe que ha perdido esta batalla tan decisiva para él y para su reino. No pide ningún tipo de clemencia para su persona y está dispuesto a ponerse en vuestras manos, confiando que, en realidad, son  manos fraternas. Para quien sí que pide clemencia es para los nobles, caballeros y soldados que le han ayudado en esta guerra. No obstante, mi ruego personal es que a mí, fiel servidor de vuestro hermano y que aún ahora estoy dispuesto a morir con él y por él, se me condene a las mismas penas que a mi señor Alfonso VI.

    Sancho II se quedó mirando fijamente y con admiración, a aquel hombre que afrontaba tan graves circunstancias sin implorar perdón para su persona, y que solamente pensaba en servir a su rey en la paz, en la guerra y ahora también en la adversidad.

      __Todos los hombres de León desde el más alto caballero al más humilde pechero, quedan indultados desde este mismo momento pues su único delito ha sido ser fieles a su señor. Sólo a mi hermano haré prisionero y en cuanto a vos Don Pedro Ansúrez, os niego la súplica que me pedís y os dejo también en libertad ya que honor y fidelidad tenéis a raudales. He dicho; y mi palabra, en estos momentos, es ley.

    El clérigo y los hombres de armas volvieron al interior de la iglesia y poco después salía el rey Alfonso VI para ser apresado.

    El vencido rey Alfonso, aherrojado por mandato de su hermano fue llevado por todos los castillos y ciudades hasta que llegando a la ciudad de Burgos fue encarcelado en una fría prisión para ser juzgado.

    En un principio por la cabeza de Sancho II se le pasó la idea de condenar a muerte a su hermano para así, de una vez por todas, terminar con disputas y guerras. Pero pronto a la ciudad de Burgos vinieron personas de gran influencia para solicitar el perdón para Alfonso, y quizás la más importante e influyente fue la reina de Zamora Doña Urraca que, a requerimiento del Conde Ansúrez,  como hermana de ambos reyes, vencedor y vencido, pidió clemencia para su hermano Alfonso, alegando que un pecado de fratricidio era tan grave que la nobleza de León no lo perdonaría nunca y así sería muy difícil gobernar en paz el reino.

      __Yo soy el rey vencedor, hermana, ya una vez le perdoné el pago de su deuda después de la batalla de Llantada y aquel perdón no sirvió para nada. Ahora no quiero que pueda revolverse otra vez contra mí.

      __Hay otras penas, también muy duras y humillantes, que pueden evitar la pena capital sobre todo cuando esa pena se va a aplicar hacia un hermano. Nuestro querido hermano García, al que habéis arrebatado el reino de Galicia, llora sus penas en el destierro, con el único consuelo de su amigo el rey musulmán de Sevilla, Al-Mutamid, y no supone para vos ningún problema.

      __Vuestro…, y arrastró la palabra vuestro, querido hermano García no es para mí ninguna amenaza, pero Alfonso no tiene el mismo temperamento, por algo le llaman “El Bravo” y en cuanto tenga ocasión de volverse contra mí lo hará.

      __No, si le hacéis jurar fidelidad a vos.

    Sancho II prometió a su hermana Urraca que meditaría su petición de indulto y la despidió, no sin antes recordarle que ella estaba gobernando Zamora con el título de reina, y Zamora y sus territorios le deberían de pertenecer a él como primogénito del rey Fernando.

    No tardó mucho tiempo Sancho II en dictar sentencia sobre su hermano. Sopesó los razonamientos de su hermana Urraca y también el poder que tenía la nobleza leonesa, sobre todo la casa de los “Banu Gómez”, a la que pertenecía el Conde Ansúrez que había manifestado  claramente su fidelidad al rey. Así que decidió perdonarle la vida a cambio de hacerle jurar su renuncia al trono de León, de humillarlo tonsurándole la cabeza, vistiéndole de hábito y haciéndole ingresar, como fraile, en el monasterio benedictino de San Benito en Sahagún.

 

EXILIO de ALFONSO VI

    Ver a su Señor con la cabeza tonsurada, despojado de su corona, de su cetro, de los ropajes propios de la realeza y además vestido como un humilde fraile benedictino, hirió el corazón del Conde Ansúrez con la misma fuerza que si de un puñal se tratara, pero Alfonso VI, aunque ahora había sido despojado de su título y de su reino, para él seguía siendo su rey y lo sería hasta el día de su muerte. Además, estaba vivo y mientras había vida había esperanza y aunque cautivo en Sahagún, esta villa tan querida para él era también muy conocida ya que en ella tenía su palacio. Igualmente,  también allí, vivía Dª Eylo y su influyente familia pues era hija de Alfonso Muñoz conde de Cea. Dadas todas estas circunstancias, pensó que podía ayudar mucho a su rey e incluso podría ayudarle a huir de aquel ingrato cautiverio.

    Pedro Ansúrez, no perdió el tiempo y pronto empezó a buscar ayudas para su Señor. Primeramente se entrevistó con Dª Urraca en Zamora y pudo ver que allí se habían refugiado parte de la nobleza leonesa que, después de la batalla de Golpejera, no se fiaban de la magnanimidad del rey Sancho II, el cual sin esperar a que el tiempo se dilatase, el día 12 de enero de 1072 se coronó solemnemente rey de León, él que ya lo era de Castilla y de Galicia.

    Ansúrez, aconsejó a  Dª Urraca y los nobles leoneses refugiados en Zamora que se  hicieran fuertes en la ciudad y no rendirla como pretendía Sancho II, ya que quería poseer toda la herencia de su padre y sólo restaba Zamora. Después, con unos cuantos hombres escogidos y de total confianza, cabalgó hasta Toledo para entrevistarse con el rey musulmán de dicha ciudad, con el que tanto él como Alfonso VI tenían gran amistad desde los tiempos de Fernando I.

    Al-Mamún, que así se llamaba este rey, era un hombre muy culto y protector de las letras y las artes además de ser un hombre fiel a la amistad, como lo demostraría con Alfonso VI hasta su muerte.

    Don Pedro Ansúrez, pasó varios días en Toledo hospedado, él y sus hombres, en el fabuloso palacio del rey musulmán. Le contó en perfecto árabe, ya que él lo dominaba a la perfección, todo lo sucedido en aquella guerra fratricida entre los reyes de Castilla y de León; y como todavía no estaba seguro de que la vida de su Señor no corriera peligro.

    Al-Mamún, le abrió las puertas de su palacio y de su corazón, le prometió ayuda en dinero y soldados para todo aquello que necesitase  y cobijo en su reino en caso de que pudiera escapar de su hermano. El conde Ansúrez, pudo comprobar de primera mano como la amistad que une a algunos  hombres, está por encima de razas, creencias y religiones y se dio cuenta que la protección que Alfonso VI no podía encontrar en León, la encontraría en el reino musulmán de Toledo. Por tal motivo, desde aquel mismo momento, decidió que ayudaría a su Señor a escapar del monasterio de Sahagún y luego, una vez puesto Alfonso VI en lugar seguro, ya se vería que hacer pues Dª Urraca y lo más granado de la nobleza leonesa estaban de su parte.

    Cuando al abandonar la ciudad de Toledo, Pedro Ansúrez cruzaba el puente sobre el río Tajo, su pensamiento estaba puesto en la libertad de su rey. Con la ayuda prometida de Al-Mamún y la nobleza leonesa no sumisa al rey Sancho II, se podía hacer mucho por la recuperación, primero de la libertad de su Señor y después por la recuperación del reino perdido.

    Volvió a Sahagún, y sin pérdida de tiempo empezó a contactar, en el máximo secreto, con todas aquellas personas que sabía que estaban de su lado. La reina Dª Urraca, por su parte también tenía conocidos dentro del monasterio de San Benito donde, prácticamente ajeno a lo que se urdía en el exterior, el rey Alfonso VI hacía vida monacal, participando a diario con los rezos en comunidad celebrados en la iglesia,  y con el retiro y meditación en la soledad de su celda. Comía el frugal alimento diario que se servía en el refectorio del monasterio como si de un monje más se tratara y llegada la noche, después del rezo de completas, se retiraba a su fría celda para dormir en el duro camastro que tenía.

    El prior del monasterio era un hombre de rígidas costumbres y fiel al rey Sancho. Severo en los castigos a todo el que no cumpliera con rigor los mandatos de la regla de San Benito, y daba cuentas a su rey muy a menudo del comportamiento de su nuevo “monje”. Las ventanas del monasterio estaban férreamente enrejadas y las puertas cerraban con varios cerrojos, cada uno con su llave; por lo que salir de aquel monasterio- prisión era una hazaña verdaderamente ardua.

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    Aquel día era domingo, las campanas del monasterio llamaban a los fieles y las puertas de la iglesia de San Benito se abrieron al exterior para que las personas que los deseasen acudieran a la Santa Misa.

    Antes de los oficios eucarísticos celebrados por el Abad, varios monjes ocuparon los confesonarios del templo para oír en confesión a los fieles que  necesitaban poner en paz sus almas para después recibir la comunión.

    Todos los  fieles esperaban su turno para confesar, incluso una mujer, con apariencias de gran señora, esperó a que llegara su vez arrodillada en un reclinatorio cercano, iba vestida de riguroso luto y su cabeza cubierta por un grande y vaporoso velo, también de color negro aunque  translúcido. Después se postró ante el confesionario y al recibir la absolución, deslizó, a través de la celosía,  un pequeño billete (carta breve) que el confesor se guardó en la manga del hábito; a continuación oyó misa, comulgó y salió de la iglesia acompañada por una sirvienta.

    Después de la última oración, todos los monjes marcharon cada uno a su celda donde permanecerían hasta que el campanero tocase a maitines antes de amanecer. El silencio en el interior del cenobio era sepulcral: ni una palabra, ni un paso en la galería, ningún ruido que denotase que allí había vida.

    Hacía rato que el reloj de la torre de la iglesia había dado las doce con el cadencioso y monótono ritmo de sus campanadas. Alfonso VI no podía dormir, él que era el rey de León estaba cautivo en aquel lugar sagrado que no dejaba de ser una  prisión… cuando el leve ruido de una llave girando en su puerta le sobresaltó. Con los ojos entreabiertos en la obscuridad pudo ver la silueta de un monje que parecía flotar sobre las losas del suelo de la celda y que se acercaba a él sin hacer el menor ruido.  No le podía ver la cara porque la capucha sobre la cabeza se la cubría, pero se dio cuenta de que era un hombre fornido de más de mediana estatura y anchos hombros…

      __Seguidme majestad, no os calcéis y no hagáis ruido sino queréis que vos y yo acabemos encerrados en los sótanos del monasterio.

    Alfonso VI, perplejo y sin comprender nada, se levantó, se vistió con su hábito, se caló la capucha, metió sus manos en las mangas del mismo y siguió al monje que volvió a cerrar la puerta. La celda estaba en el piso superior y aunque el frío de las losas de piedra le subía por las plantas de los pies, no pensó en ello; pero si pensaba en  quien sería aquel monje que le había llamado majestad y no hermano como todos ellos se llamaban en el convento. Recorrieron la galería superior que estaba desierta y descendieron por una escalera lateral al claustro. La figura de otro monje salió de la oscuridad de un rincón del piso inferior, también iba encapuchado y descalzo. Abrió la puerta que daba a las huertas del convento y salió con ellos sin hablar. Después volvió a cerrar con llave y caminaron los tres entre los árboles del huerto hasta llegar al muro que separaba la vida monacal de la vida terrenal. Aquel muro era una autentica muralla y aunque Alfonso ya se daba cuenta de que le estaban ayudando a escapar, ¿cómo escalar aquel muro de piedra?. Al llegar a él, otros dos monjes encapuchados habían colocado una escalera que salvaba sobradamente la altura de la pared y entonces susurró el que le había sacado de la celda:

      __Subid majestad, al otro lado del muro un grupo de caballeros armados os esperan. Nosotros subiremos detrás, pues permanecer aquí, después de haberos ayudado a huir, sería nuestra muerte.  

    No se intercambiaron más palabras, Alfonso VI escaló el muro y al otro lado otra escalera igual a la primera le facilitó el descenso. Tras de él lo hicieron los cuatro monjes que le habían ayudado.

    Apenas, el rey, pisó en el suelo, Pedro Ansúrez y seis hombres de armas le saludaron militarmente dándose con el puño derecho en el pecho. Después Ansúrez le ofreció las riendas de un magnífico alazán diciendo:

      __Señor os traigo el mejor caballo de mis cuadras, es tan dócil y veloz que, en caso de que nos veamos acosados por nuestros perseguidores, podréis escapar de ellos pues ni el viento sería capaz de daros alcance con este animal.

      __Nunca un rey tuvo servidor más fiel que vos Ansúrez, espero que no tardando y con la ayuda del Todopoderoso, os pueda premiar como os merecéis todo lo que hacéis por vuestro rey.

    Los cuatro monjes, que eran el padre confesor, el hermano portero y dos legos hortelanos, también tenían caballos dispuestos, pues el conde no había dejado nada al azar. Y cuando ya todos estuvieron preparados Ansúrez dijo:

      __Majestad, vuestro amigo el rey Al-Mamún de Toledo nos espera. La noche es nuestra aliada y como hasta el toque de maitines no os echarán de menos, cuando toque a alarma la campana del monasterio, tendremos ya  muchas horas de ventaja.

    La oscuridad de la noche envolvió con su manto al grupo de jinetes que, al paso de sus monturas para no hacer ruido, salió de Sahagún con destino al exilio de Toledo donde un rey no cristiano los iba a acoger. Apenas abandonaron la Población  una densa y húmeda niebla los engulló en su seno, favoreciendo así el no ser vistos.

    Libres del peligro de ser oídos agilizaron el paso de sus cabalgaduras, sin apurarlas demasiado pues el camino del destierro iba a ser muy largo y difícil. Evitaban el paso por las poblaciones para no ser vistos y ya cerca de Villalón, de un pequeño bosquecillo envuelto en la niebla, salieron a su encuentro un nutrido grupo de jinetes, que no incomodaron nada a Ansúrez pues sabía bien de quienes se trataba. Se trataba de los hermanos del conde: Fernando y Gonzalo con una treintena de lanzas a caballo que hicieron del grupo una bien armada hueste capaz de hacer frente a cualquier enemigo. Ahora el rey de León sí que estaba bien escoltado. Los hermanos del conde también habían traído tres criados con  tres mulas cargadas de víveres para los hombres y grano para los animales, así no era necesario, al menos de momento, entrar en ningún pueblo para avituallarse.

      __¿Sabéis si os siguen?, Preguntó a Don Pedro su hermano Fernando.

      __No lo creo, han pasado muchas horas desde nuestra fuga y el rey está en Burgos. Cuando le llegue la noticia, nosotros habremos pasado la sierra y al otro lado, ya en territorio musulmán, nos espera un destacamento de jinetes árabes que nos servirán de guía y escolta. 

      __¿Hablaste con el Conde de Cea?; don Alfonso Muñoz estaba preocupado por el futuro casamiento de su hija Eylo con vos, hermano mío.

      __Todo está hablado. El casamiento, de momento, será pospuesto hasta ver como transcurren los hechos que con la fuga se han iniciado. Fue Dª Aldonza González, madre de mi prometida, quien hizo llegar el billete, con las instrucciones pertinentes, al padre confesor que cabalga a nuestro lado. Son tiempos difíciles para nuestro Rey y para nuestro reino.

      __Sí, son tiempos difíciles pero tanto sacrificio sin saber qué resultados dará…

      ­­__Todo sacrificio es poco, Fernando, y los de la familia de Banu Gómez nunca hemos escatimado esfuerzos y fidelidad para con nuestro rey.

      __¿Crees Pedro que habrá guerra?, preguntó su hermano Gonzalo.

      __Todo depende de cómo se desarrollen las circunstancias, de lo que ocurra con Zamora, de los nobles leoneses que estén de nuestro lado y de los apoyos en hombres y armas que nos proporcione AL-Mamún, a cuyo reino nos dirigimos.

    La pequeña hueste de guerreros que escoltaba al rey Alfonso VI, cabalgaba deprisa. Hacía las paradas necesarias para reponer fuerzas los animales y ellos mismos, aprovechaban los ríos y arroyos para abrevar las caballerías y las fuentes para llenar sus odres de agua potable. Aún era invierno en la meseta, las noches eran muy frías y cuando al amanecer salía el sol, era tan tenue su calor que no servía para calentar los ateridos cuerpos de los guerreros. Pero el afán de llegar a Toledo y ver libre a su rey les hacía superar todas las inclemencias.

    Al llegar a las estribaciones de la sierra, la nieve cubría de blanco sus cumbres y el aire era tan frío que congelaba la piel del rostro llenando de blanca escarcha las ropas y las barbas de los soldados. Pero bien envueltos en sus capotes y arengados por Ansúrez pudieron franquear los pasos de las montañas y al otro lado, ya en territorio musulmán, la temperatura mejoró notablemente en el descenso. Un destacamento de caballería árabe, les dio la bienvenida y se presentaron a Don Pedro como mandados por el sultán Al_Mamún para  ser su guía y escolta hasta Toledo.

      __Majestad, caballeros _ dijo el Conde Ansúrez a los suyos_ el peligro ha pasado, estamos en territorio de la Taifa de Toledo y su rey Al-Mamún nos espera y nos protege.

    Alfonso VI, que ya había cambiado sus ropas de monje por otras de guerrero, tomó desde aquel momento la iniciativa, conversaba con el capitán de los musulmanes y daba las órdenes a la pequeña pero escogida tropa cristiana. Las paradas fueron más prolongadas y poco a poco los hombres y los animales se sintieron mejor alimentados y repuestos de la fatiga, hasta que un soleado día llegaron al palacio de la Galiana, en  Toledo, donde Al-Mamún los esperaba. 

    El encuentro de los dos monarcas fue del todo amistoso los dos reyes se abrazaron como hermanos. Al-Mamún depositó un ósculo de paz en la mejilla derecha de Alfonso al tiempo que le decía:

      __As-Salam-u-Alaikum (La paz sea contigo)

    El rey Alfonso, cansado y emocionado correspondió igualmente besándole su mejilla al tiempo que le decía:

      __La paz y las bendiciones del Señor estén contigo hermano mío.

    Posteriormente, bañados y perfumados sus cuerpos y después de vestir ricos ropajes que les fueron proporcionados a excepción de los monjes que mantuvieron sus hábitos, se celebró un gran banquete de bienvenida con todo lujo de detalles: carnes exquisitas sazonadas con exóticas especias, bebidas refrescantes, y gran variedad de frutas traídas de todos los lugares del sur del Al-Ándalus; y todo ello acompañado de deliciosa  música andalusí y de hermosas y voluptuosas danzarinas. Seguidamente al banquete, Al_Mamún, le concedió, al rey Alfonso VI, la posesión del palacio, mientras durara su exilio.

 


Palacio de La Galiana (Toledo)


    El palacio de La Galiana parecía extraído de un cuento de las “Mil y una Noches”: sus lujosas estancias, sus amplios salones de bellísimos artesonados, decorados con tapices de finísima seda oriental y cortinas de terciopelo de todos los colores; y qué decir de sus enormes y bien cuidados jardines de frescas u murmuradoras fuentes, cuyos  chorros de agua confundían su sonido con el susurro de las hojas de los árboles movidas por el viento. Aquel palacio era el Edén, un paraíso en la tierra, pero para el rey Alfonso VI era una cárcel; con barrotes de oro, pero una cárcel.

    Los días de permanencia en La Galiana, a pesar ser muy agradables, resultaban también muy dolorosos para El Conde Ansúrez y la corte de caballeros que acompañaban a su rey en el exilio. Don Pedro mandó mensajeros a la reina Dª Urraca, a Zamora, para saber qué era lo que estaba ocurriendo en los reinos cristianos. Lo que pasaba, ya se lo suponía Ansúrez, era que Sancho II había mandado a Rodrigo Díaz para  negociar con su hermana la posesión de Zamora a cambio de las posesiones de Medina de Rioseco, Villalpando y el castillo de Tiedra, pero los nobles leoneses, que con ella estaban después de que Sancho se hubiera adueñado de todas las ciudades del reino, la aconsejaron resistir. Esperando que, algún día, Alfonso VI y Don Pedro Ansúrez volvieran a socorrer Zamora ayudados por las tropas de AL-Mamún. Pero éste conocía muy bien la fortaleza del ejército de Castilla y no se decidía a tomar las armas contra Sancho II. Algunos historiadores dicen que el rey castellano, le había mandado un mensaje secreto advirtiéndole de que, mientras tuviera cautivo a su hermano, no tomaría medidas contra él. Por una u otra razón Ansúrez y sus caballeros no salieron de Toledo.

    En el mes de marzo de 1072 el ejército castellano se plantó ante Zamora dispuesto a tomarla por asalto, pero la ciudad estaba muy bien cercada por robustas murallas y sus habitantes, comandados por el noble Arias Gonzalo, muy bien preparados y decididos a defenderla. Ante tal situación, Sancho II el Fuerte, la puso cerco impidiendo que nadie pudiera salir ni entrar en la ciudad para así, con el paso del tiempo, poder  rendirla por hambre.

    El tiempo pasaba y los cristianos de Toledo rabiaban por no poder acudir en defensa de la ciudad. Mensajeros encubiertos iban y venían viajando de incognito para traer y llevar noticias siempre que podían, hasta que una mañana de mediados de octubre, llegó a Toledo un jinete que quería hablar con Alfonso VI y éste, que estaba en los jardines de palacio departiendo con Pedro Ansúrez, le mandó pasar.

      __Majestad, me manda vuestra querida hermana Dª Urraca. Vuestro hermano Sancho II ha muerto.

    Alfonso que estaba sentado a la sombra de un enorme sauce, se puso en pie preguntando:

      __¿Qué decís?. ¿Cómo qué mi hermano ha muerto?. Hablad en nombre del Todopoderoso.

     __Señor, habían pasado ya siete meses desde que Sancho II cercara Zamora y viendo que no llegaban refuerzos, algunos zamoranos pensaban en capitular, pero he aquí que un noble leonés fiel a vos, al comprobar que Arias Gonzalo y Dª Urraca no sabían qué hacer, salió huyendo o haciendo ver que huía de la ciudad de Zamora a entregarse al campamento enemigo. Nadie sabe por qué motivo vuestro hermano le acogió como si de un amigo se tratara y al poco tiempo se le veía hablar con él e incluso compartía  las viandas de su mesa.

      __¿Cómo se llama ese noble?

      __Vellido Dolfos, Majestad, Hijo de Dolfos Vellido.

    El rey se volvió hacia Ansúrez y le preguntó:

      __Ese tal Vellido Dolfos, ¿no es algo pariente vuestro Don Pedro?

      __Si Majestad está emparentado con la familia de los Banu Gómez a la cual pertenezco, pero ni mis hermanos ni yo hemos tenido relación con él.

      __Continúa tu relato mensajero.

      __Un día Vellido Dolfos, dijo que quería enseñar a vuestro hermano un lugar de la muralla que era fácil de asaltar pues tenía una portezuela que casi siempre estaba abierta. Sancho II y Vellido Dolfos, recorrieron los muros en derredor de la ciudad montados en sus caballos, y al llegar a un lugar cubierto de matorrales, en un descuido de vuestro hermano, lo mató y picando espuelas a su caballo, huyó a refugiarse en Zamora a la que entró por un oculto postigo.



Muerte de Sancho II

(Ayuntamiento de León)

 

      __No puedo creerlo, ¿Cómo mi hermano se iba a fiar de un fugitivo por muy noble que este fuera?. ¿Es qué el fugitivo iba armado? y por último, ¿dónde estaba su guardia personal?.

    Fernando y Gonzalo, los hermanos del Conde Ansúrez, al oír los gritos que daba Alfonso VI, se acercaron al lugar donde el mensajero contaba lo acaecido en tierras cristianas.

      __Señor, Vellido Dolfos iba desarmado, no así vuestro hermano que llevaba espada y daga al cinto y su venablo dorado en la mano con el que ordenaba como si del cetro se tratara. Era el venablo  tan afilado en su punta  que valdría para sacarse una espina que se clavara en la piel sin hacer sangre.

      __Entonces, ¿Qué me decís, mensajero?. ¿Cómo pudo cometerse tal regicidio?.

      __Digo Señor, que al llegar al bosquecillo que antes mencioné, Sancho II mandó detenerse a su escolta pues él tenía la necesidad imperiosa de aliviarse de una urgencia intestinal y se adentró entre los matojos dando, para mayor comodidad, el venablo real a su acompañante Vellido Dolfos. Éste, al verse armado, a caballo y a vuestro hermano en situación tan indefensa, le arrojó el venablo con tanta fuerza que le atravesó el cuerpo de espalda a pecho, y sin esperar a más, picando espuelas a su caballo, voló hacia Zamora. Esto que os cuento, Señor, ocurrió el día siete de octubre de 1072.

    En el grupo se hizo el silencio, solamente Gonzalo, el hermano menor del Conde Ansúrez  dijo en voz alta: ¡¡¡hideputa, lo mató cagando!!!, y asustado de sus propias palabras, pidió perdón y volvió a guardar silencio. Silencio que rompió el rey para decir a todos:

      __Esta muerte favorece mi causa que es también la vuestra, pero Sancho era mi hermano y esa muerte tan alevosa que ha tenido entristece mi corazón.

      __¿Qué más puedes decirnos de cuanto ocurrió ante los muros de Zamora?.

      __Al morir el rey Sancho II la moral guerrera de su ejército se esfumó como desaparece la niebla de la mañana con el calor del sol. Sus caballeros capitaneados por Rodrigo Díaz “El Campeador”, recogieron su cuerpo y lo llevaron, en cortejo fúnebre, hacia el monasterio de Oña donde era voluntad del rey ser enterrado.  Y así lo harán, un día de estos,  con todos los honores que un gran rey se merece. Por eso vuestra hermana Dª Urraca y la nobleza leonesa que aún permanece en Zamora, urgen vuestra vuelta para haceros cargo del reino que nunca debisteis perder.   

      __Así se hará. Y lo haremos con toda la urgencia que la ocasión requiere.

    Y dirigiéndose a Don Pedro Ansúrez le mandó que organizase la salida de Toledo lo antes posible, pues su hermano había muerto sin herederos y además del reino de León, también el reino de Castilla y Galicia le pertenecían.

    El rey AL-Mamún también supo la noticia antes de que Alfonso se lo comunicara, pues él también había recibido un mensajero árabe que le había contado los hechos acaecidos en Zamora. El rey musulmán puso de su parte todo lo necesario para la partida del rey cristiano hacia León, ya que él también sabía que era urgente su regreso para hacerse con el poder, que por herencia le correspondía, antes que los nobles castellanos pensaran en repudiarle por creerle inductor del regicidio.

    Alfonso VI y su séquito capitaneado por el Conde Ansúrez, regresaron rápidamente a Zamora donde su hermana Urraca le esperaba impaciente con gran parte de la nobleza leonesa. Desde allí se dirigió a León donde fue recibido en olor de multitudes, y sin pérdida de tiempo, convocó una curia extraordinaria con la nobleza del reino que le reconoció y aclamó como rey indiscutible no sólo de León, sino también de Castilla y de Galicia. Solamente algunos nobles castellanos encabezados por El Campeador, fueron reticentes y exigieron del nuevo rey juramento de no haber sido el inductor de la muerte de su hermano. Este juramento hecho en Santa Gadea, hizo que Alfonso VI se sintiera humillado y nunca se lo perdonó a Rodrigo Díaz “El Campeador”, que a la mínima ocasión le desterró a tierras de moros, donde combatió con tanto acierto y valor que los propios musulmanes le concedieron el título de “Mío Cid” (mi señor), quedando para siempre nombrado en las páginas de la historia como Don Rodrigo Díaz de Vivar “El Cid Campeador”.

    La muerte de Sancho II el Fuerte, había puesto en manos de Alfonso VI todo el reino que un día había sido del padre de ambos, pues aunque García, su hermano menor  que estaba desterrado en Sevilla, volvió a Galicia para reclamar su reino, Alfonso VI, actuando con celeridad y aconsejado por su hermana Urraca, lo apresó y llevó encadenado al castillo de Luna, en las cercanías de León, de donde ya no volvió a salir hasta su muerte, el día 22 de marzo de 1090, después de 17 años de cautiverio.

    Asentado ya el rey Alfonso VI en el poder y gobernando bajo su cetro todo el reino que su padre había dividido, Pedro Ansúrez comunicó a su Señor que era voluntad suya contraer matrimonio con Dª Eylo, hija de Alfonso Muñoz conde de Cea y de Dª Aldonza González de Trigueros; una familia de las más poderosas de León y Castilla que hundía sus raíces en lo más puro de la sangre visigoda, y cuyas posesiones estaban radicadas en los “Campos Góticos” (hoy Tierra de Campos). Era doña Eylo una bellísima doncella de elevada estatura, grácil talle y  movimientos ligeros y armoniosos, que causaban admiración en los hombres y envidia en las mujeres. La honestidad y la modestia unidas a un firme carácter y una profunda religiosidad, eran el colofón a todas sus virtudes.

    El rey bendijo esta unión ya que eran dos familias poderosas que le habían sido fieles en la adversidad y en las guerras que había tenido con sus hermanos.

    Con el beneplácito de Alfonso VI se celebraron en Sahagún en el año 1073, los esponsales de Don Pedro Ansúrez y Dª Eylo Alfónsez, uniéndose así: los Banu-Gómez y los Alfonso, las dos familias más poderosas de aquel entonces, cuyas posesiones se extendían a lo largo del curso de Pisuerga que, si no era la frontera con los musulmanes, al menos sí era un territorio de nadie, muy conflictivo y propenso a continuas invasiones. 

    Como premio a su valía y por la gran lealtad a su persona, Alfonso VI  colmó a Don Pedro de títulos y beneficios en los reinos de León y de Castilla: Gobernador de Zamora, de Toro, de Cabezón y Simancas, y al morir su tío Gómez Díaz, asumió la jefatura de la casa de los Banu Gómez con los títulos de conde de Carrión y Saldaña. Ese mismo año, el Rey, le concedió el señorío de Valladolid.

 

EL CONDE ANSÚREZ EN VALLADOLID

    La tradición ha considerado siempre a Don Pedro Ansúrez como el fundador de la ciudad de Valladolid pero, a poco que investiguemos en la historia, sabremos que ya en este lugar, sobre varios ramales que el  río Esgueva tenía en su desembocadura en el Pisuerga, existía una pequeña aldea en la que en tiempos de Fernando I se había construido un pequeño castillo (hoy sus ruinas  estarían bajo el monasterio de San Benito). Si damos por sentado que esta pequeña aldea ya existía, lo que si podemos decir es que el Conde Ansúrez fue el primer señor de Valladolid como premio quizás a su lealtad en la guerra y en el exilio.

    El Conde Ansúrez se propuso engrandecer aquel regalo que su monarca le había concedido y  aunque él ya tenía otras posesiones bajo su dominio, Valladolid era un territorio nuevo casi despoblado y no vinculado a ningún magnate. Por ese motivo El Conde Ansúrez se propuso engrandecerlo y tomarlo como su lugar de residencia, se trasladó con su esposa desde Sahagún y, al tiempo que construía su palacio se iba encargando re traer gentes de sus condados de Saldaña, Carrión y Valle de Liébana, para repoblar la ciudad, dándoles tierras y lugar donde vivir. Construyó una muralla protectora y dotó a la incipiente ciudad de una guarnición permanente de soldados para defenderla cuando él no estaba que, dados los tiempos en que se vivía y su cargo de comandante de los ejércitos del rey, era muy a menudo.

    La condesa doña Eylo, mujer de mucho carácter y valía, tomó las riendas del desarrollo de la ciudad dotándola de tres hospitales y de las iglesias de San Nicolás y San Sebastián. Todo ello con la aquiescencia de su esposo que cada vez que venía de sus guerras o trabajos con el rey, veía con satisfacción como aquel primitivo caserío rodeado de fértiles campos, se iba convirtiendo poco a poco en una villa señorial. 

    Si la villa de Valladolid crecía gracias al esfuerzo y dedicación de Don Pedro y Dª Eylo, su familia también crecía pues fruto del amor de los condes fueron sus cinco hijos: Mayor, María, Urraca, Alfonso y Fernando.

    Pero si grandes habían sido las dádivas que el rey había otorgado al Conde Ansúrez, también eran muchas las tareas o trabajos que le exigía. Y así en el año 1074 Alfonso VI mandó llamar al Conde Ansúrez, que estaba en Valladolid para que acudiera a su presencia.

      __Don Pedro, es mi voluntad que encabecéis una embajada armada para reclamar las parias pendientes al rey de la taifa de Granada, que al parecer se niega a pagarlas.

     __Majestad, prepararé la tropa lo antes posible y partiré `para Granada empeñando mi palabra que de una forma u otra cobraré las parias que ese tacaño de Abd Al-lah se empeña en no pagaros.

      __No dudo Ansúrez de que así será pues no tuvo rey alguno caballero más fiel y valiente que vos.

    Volvió Ansúrez a Valladolid que estaba creciendo y embelleciéndose rápidamente y en pocos días preparó su mesnada para ir a Granada según el mandato de su Señor. La ciudad, aún pequeña, bullía de soldados armados, caballos, carros y acémilas. La condesa Dª Eylo, había tomado el mando de la ciudad y ya se estaba construyendo el primer hospital y las iglesias de San Nicolás y San Esteban. Ansúrez durante unos días supervisó todas las obras de la ciudad; y el ruido de los carros transportando piedras, los grandes grupos de albañiles, peones, carpinteros y picapedreros, los gritos de los aguaderos y la multitud de labriegos que con sus yuntas salían, al despuntar el día, de las murallas a labrar los campos, hacía ver que una ciudad nueva se estaba fundando.

      __Querida esposa, ha llegado el día de partir a la misión que tengo encomendada y aunque Granada está muy lejos y en tierras hostiles, marchó tranquilo porque sé que la ciudad, en tus manos, está bien atendida.

      __Cada vez que partes para la guerra tengo miedo y aunque sé que las tropas que dejas, para la custodia de Valladolid y mía propia, me serán fieles, no puedo evitar el temor que me produce tu partida.

    El Conde, no quiso alargar más aquella despedida que a ambos amantes les producía dolor y, montando su brioso caballo, dio orden de desplegar pendones y guiones y al frente de su tropa salió de Valladolid.

    Pedro Ansúrez condujo su mesnada a través de la sierra en dirección a Toledo pero esta vez no iba como exiliado sino como embajador del rey más poderoso de la Península. Su Señor Alfonso VI, había unificado bajo su cetro todas las tierras paternas  y ahora el reino Castellano-Leonés era muy poderoso, tan poderoso como lo fue en tiempos de su padre Fernando I “El Magno”.

     Lo contrario ocurría en territorio musulmán donde, a la muerte del gran caudillo Almanzor, terror de la cristiandad durante años, el califato de Córdoba se dividió en múltiples reinos, que los musulmanes llamaban Taifas, que al ser por separado más débiles que el reino Castellano-Leonés unido, tenían que pagar parias al rey castellano para no ser atacados por él o para que los defendiera de sus vecinos.

    Cuando el Conde Ansúrez llegó a Toledo, fue recibido por Al-Mamún y volvió a ocupar el palacio de La Galiana, donde pudo apreciar otra vez las majestuosas salas y los frescos y maravillosos jardines. Esta vez le llamó mucho la atención el famoso reloj de agua “Clepsidra”, construido por el célebre Azerquiel, que marcaba las horas según las fases de la Luna y que ni por ensueño se podía imaginar su construcción en los reinos cristianos.

    Desde Toledo el pequeño pero bien pertrechado ejército de Ansúrez, marchó hacia Sevilla cuya taifa también pagaba parias a Castilla y con cuyo rey Al-Mu´támid, estableció alianza, en nombre del rey Alfonso VI, por si  el rey de Granada se negaba a pagar y había que hacer uso de la fuerza de las armas.

    A la vista de las poderosas murallas de la ciudad de Granada, estableció su campamento a extramuros de la ciudad y  pidió audiencia al rey Abd Al-lah; y una vez concedida esta, se dirigió al palacio real con seis hombres de su escolta personal, siendo escoltado todo el grupo por un nutrido número  de jinetes musulmanes que, por delante, por detrás y por los costados, cerraban la marcha de los caballeros cristianos.

    El rey de Granada les recibió en el fastuoso salón del trono, sentado en su lujoso escaño pero sin levantarse, y con una espléndida sonrisa preguntó a Don Pedro:

      __¿Qué misión os trae hasta este reino tan alejado de Castilla?

   El Conde Ansúrez contestó en un perfecto árabe:

      __El rey de Castilla y León, mi señor Alfonso VI, me ha encomendado venir hasta Granada para cobrar las parias que vuestro padre pagaba y vos habéis dejado de pagar.

    La abierta sonrisa de Abd Al-lah  fue desapareciendo paulatinamente de su cara hasta transformarse en un rostro de piedra con una mirada tan gélida que, de no tratarse de Ansúrez, habría congelado el ánimo de su interlocutor.

      __Decidle a vuestro rey Alfonso, que si él tiene en sus venas la sangre de los reyes godos, yo rey de Granada soy hijo de Buluggín y nieto de Badís, todos de la dinastía Sinhaya de los Ziríes, por cuyas venas corre la sangre de los invencibles guerreros bereberes y no estoy dispuesto a pagar parias a ningún rey sea musulmán o cristiano, pues ninguno está por encima de mí.

    Puesto en pie y dominado por la cólera que le producía la estática figura del Conde que con impertérrito rostro, mantenía sin inmutarse la iracunda mirada que le estaba echando, gritó:

      __También decidle a vuestro rey que o mucho confía en vos o en poco os aprecia, porque esta misión bien pudiera costaros la vida.

    Los miembros de la  escolta de Ansúrez, llevaron lentamente las manos a las empuñaduras de sus espadas, pero Don Pedro con mucho aplomo y sin dar importancia aparentemente a las voces de un joven (rayaba los 20 años) y engreído rey, respondió:

      __La contestación ha sido clara y contundente y así se lo haré llegar a mi señor Alfonso VI. En cuanto a mi vida señor, los que fielmente servimos a un soberano, siempre corremos el peligro de perderla.

    Y con una ligera reverencia de cabeza, giró sobre sus talones y abandonó la sala y el palacio con su escolta, rodeado de soldados musulmanes como había venido.

    Al franquear las puertas de la muralla granadina, la escolta musulmana los dejó partir y, a una orden de Don Pedro Ansúrez, picando espuelas, partieron a medio galope hacia el campamento cristiano.

    El Conde Ansúrez, convocó en su tienda a todos sus capitanes y una vez allí reunidos, dio rienda suelta a su cólera contenida diciendo:

      __El rey Abd-Al-lah se niega a pagar a nuestro rey las parias que le corresponden y se envalentona y nos desafía pensando que el reino castellano-leonés está demasiado lejos para suponer una amenaza; pero yo prometí a nuestro señor Alfonso VI cobrar esas parias y juro por la cruz de mi espada, no dejar de guerrear hasta que ese engreído pague sus tributos con los intereses correspondientes.

      __Señor Conde, dijo uno de sus capitanes, nuestro campamento, emplazado en medio de la vega del Genil, está a merced del ejército de los hijos del Islán ya que son más numerosos que nosotros y no tenemos defensas donde hacernos fuertes.

       __Efectivamente, así es, hoy mismo mandaré un emisario al rey Al-Mu´támid de Sevilla con el que tengo pactada alianza, para que nos mande tropas que se encontrarán con nosotros en el peñón de Belillos. Ese peñón está a seis pasarangas (28Km.) de Granada y allí erigiremos una fortaleza donde defendernos y desde la cual hostigaremos a los granadinos.

    Todos los capitanes estuvieron de acuerdo y pocas horas después, en el más veloz de los caballos, un mensajero salió en dirección a Sevilla para llevar a su rey el mensaje del Conde Ansúrez que era en realidad, el mensaje de Alfonso VI. Otros dos mensajeros salieron hacia León para comunicar al Rey las decisiones tomadas por el Conde Ansúrez y pedirle refuerzos para llevar a cabo tal misión.

    A los pocos días llegó al peñón de Belillos el visir Ibn´Ammar con tropas musulmanas de la taifa fe Sevilla, en la que venían también un nutrido número de alarifes y maestros de la construcción, que  unidos a las huestes castellano-leonesas formaron un nutrido ejército. Poco más tarde llegaron los refuerzos del Rey que aumentaron las bien armadas tropas del Conde Ansúrez.

    Apenas construidos los lienzos exteriores de la fortaleza, el Conde Ansúrez empezó a acosar la taifa de Granada sin atacar la ciudad: quemaban las cosechas, atacaban las aldeas y robaban sus ganados, derrotaban a cuantas tropas le salían al paso y después se retiraban al peñón de Belillos que resultaba prácticamente inexpugnable.

    Estos ataques y saqueos suponían para Granada más pérdidas que pagar las parias anuales al rey de los cristianos, pero en su orgullo, el joven rey Abd-Al-lah, no quería doblegarse a los soldados de la Cruz y aunque Pedro Ansúrez se convirtió en una pesadilla para él, sembrando el terror y la desolación por la vega del Genil y los campos granadinos, resistía con su ejército tras los muros de Granada, confiando siempre en que la taifa de Córdoba se convertiría en su aliada.

 

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Mientras tanto en Valladolid, la condesa Eylo, rodeada de arquitectos y profesionales de la construcción, se afanaba en estudiar los planos, en corregir trazados de calles y plazas, además de seguir de cerca la edificación de iglesias y hospitales que ya había iniciado con su marido, en una palabra, en el engrandecimiento y embellecimiento de una ciudad que crecía día a día delante de los ojos de todos aquellos que la contemplaban.  

    Así fueron surgiendo las iglesias de San Nicolás, que aún persiste en nuestros días y la iglesia de San Sebastián (hoy desaparecida).

    Cuatro años estuvo Don Pedro Ansúrez guerreando por tierras de Granada y en ese tiempo pocas fueron las veces que pudo venir a ver a su esposa que, preocupada por sus ausencias y atareada en las construcciones de la ciudad no encontraba tiempo más que para rezar por su marido y supervisar las obras iniciadas.

    En una de sus venidas a la ciudad convino con D.ª Eylo, en la construcción de una iglesia de gran porte que diera personalidad a la ciudad; y así decidieron que dicha iglesia estuviera edificada en un montículo, al borde de uno de los ramales en que el río Esgueva se dividía antes de su confluencia con el Pisuerga.

    Antes de volver a sus guerras granadinas, los esposos iniciaron la construcción de la iglesia de Santa María, cuyo campanario románico es el más alto, junto al de la iglesia de San Esteban de Segovia, de toda la península Ibérica. 

 


Los condes contemplan los planos de “La Antigua”

Autor: Luciano Sánchez Santarén

Ayuntamiento de Mucientes (Valladolid)

 

 En nuestros días, la iglesia de Santa María “La Antigua”, como se la conoce en la actualidad, está ubicada en el corazón de la ciudad, pero en aquel Valladolid del siglo XI estaba situada fuera del recinto amurallado y, como dato curioso para aquellos que ahora nos acercamos a contemplar esta joya de nuestra ciudad, la cruz de piedra que está frente a su entrada, señala el centro de un antiguo cementerio donde se daba sepultura a todos los pobres de la parroquia y a quienes fallecían en el cercano hospital de Santa María de Esgueva. Este cementerio, tenía fama de disolver los cuerpos de los enterrados en sólo un día, según dice Don Francisco de Quevedo en su libro “Historia de la vida del Buscón”, porque la tierra que formaba aquel montículo había sido traída de extrañas regiones.

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    De vuelta, el Conde Ansúrez, a la fortaleza de Belillos, comprobó que la ciudad de Granada estaba en tan precaria situación que el hambre empezaba a reinar entre sus habitantes minando la moral de los soldados, con el tremendo malestar que esto causaba hacia su rey. Decidió pues, Don Pedro, amenazar más de cerca la ciudad y marchando con  todas sus tropas, plantó su campamento ante los muros de Granada.

    El rey Abd-Al-lah, viendo a su pueblo sufrir y ante la seria amenaza que suponía el ejército cristiano, pensó que era tiempo de negociar la paz. Apenas hacía 80 años que el gran caudillo Almanzor se había atrevido a llegar a Santiago de Compostela, para destruir la ciudad y llevarse, a  hombros de cristianos cautivos, las campanas de la catedral hasta Córdoba. El rey de Granada se dio cuenta de lo voluble y cambiante que es la historia, pues ahora un ejército cristiano se atrevía a llegar a su ciudad y exigirle pagar parias para evitar el saqueo.

    Una luminosa mañana de la primavera del año 1078, un capitán bereber, con cuatro escoltas y bandera blanca, llegó al campamento cristiano con el fin de negociar con Don Pedro Ansúrez. Éste, los recibió en su tienda y les dijo:

      __Veo que venís con bandera blanca en son de paz, e imagino que traeréis alguna embajada de vuestro señor el rey de Granada.

      __Así es, poderoso señor, el rey Abd-Al-lah, me manda para negociar con vos la paz y evitar así más sufrimiento y derramamiento de sangre.

      __Hace cuatro años, yo fui en persona a ver a vuestro rey a su palacio de Granada arriesgando, según el mismo me dijo, mi propia vida y las de mis escoltas. Las cosas han cambiado, y ahora soy yo quien exijo su presencia mañana al mediodía en mi campamento y así se lo diréis.

      __Lo haré del modo que ordenáis.

    Hizo una profunda reverencia y dando media vuelta salió de la tienda, para después con los soldados de su compañía abandonar el campo cristiano.

    Al día siguiente, cuando el sol estaba en su cénit marcando la hora exacta del mediodía, el rey Abd-Al-lah, ricamente ataviado y montado sobre un espléndido semental árabe de color negro azabache, hacía su presencia, con un nutrido grupo de soldados, en el campamento cristiano.

    Fue conducido a la tienda del Conde Ansúrez, donde éste le estaba esperando acompañado de algunos de sus capitanes y de un notario real que levantaría acta de lo allí acordado.

      __Rey Abd-Al-lah,_dijo solemnemente el Conde__ ha llegado el momento de hablar claro. Llegados a estas circunstancias, mi señor el rey Alfonso VI exige le sean pagadas las parias atrasadas correspondientes a 10.000 meticales anuales de oro puro más los intereses correspondientes. Además exige el firme compromiso firmado aquí, ante el notario real, de pagar en adelante las parias que hoy acordemos.

    El rey de Granada, miraba al Conde Ansúrez. Aquel rostro serio, sereno e impávido, de ojos penetrantes enmarcados en pobladas cejas, parecía tallado en bronce y demostraba que no estaba dispuesto a ceder ni un ápice en la negociación. Él era rey, pero un rey vencido y se encontraba delante de su vencedor, por lo que no le cupo más remedio que capitular y doblegarse ante las pretensiones del Conde.

      __Así se hará__dijo Abd-Al-lah__, sólo pido que cobrado el tributo y firmadas las capitulaciones, vuestras tropas salgan del reino de Granada y abandonéis el castillo de Belillos.

      __Os doy mi palabra.

    El Conde Ansúrez, cobró las parias atrasadas y consiguió que el rey vencido, en lo sucesivo, aceptara a pagar las parias a Alfonso VI, aumentadas en un suculento porcentaje.

    De vuelta a León con los cofres llenos del oro granadino, fue recibido solemnemente por su rey y amigo Alfonso VI, en cuyo palacio convivió con él varios días departiendo sobre el estado del reino.

      __Señor Conde, como ya sabréis, mientras vos luchabais por tierras de Granada, falleció en Toledo nuestro gran amigo el rey Al-Mamún, que tan buena hospitalidad nos brindó durante mi exilio.

      __Si que me enteré, pero mejor diréis nuestro exilio, pues allí estuvimos todos.

      __No, digo y digo bien mi exilio, porque vos y vuestros hermanos me acompañasteis voluntariamente, dando así prueba fidedigna de vuestra lealtad a mi persona.

    Don Pedro, bajo levemente la cabeza en actitud de sumisión y no contradijo más la afirmación de su Señor.

      __¿Qué me decís Ansúrez de la situación en la que se encuentran las taifas musulmanas del sur?

      __Majestad, como bien sabéis, desde la muerte de Almanzor, que Dios le tenga en el averno, el territorio musulmán anda dividido en multitud de pequeños reinos. Son muy cultos y adelantados en las ciencias pero débiles en cuanto a las armas. Los cristianos, ahora unidos bajo vuestro cetro, tenemos un ejército poderoso y podríamos avanzar hacia el sur sin grandes complicaciones.

      __Yo también lo veo así y de hecho ya he empezado las hostilidades conquistando algunos castillos y plazas fuertes del reino de Toledo; además cuento con vos para cuando decida dar el golpe final sobre la capital del Tajo, símbolo del poder musulmán en la Península Ibérica.

      __Con mi espada, con mi hacienda y con mi vida podéis contar siempre, pues os juré fidelidad y de mi juramento, que es inquebrantable, solamente mi rey y mi Dios me pueden eximir.

    Alfonso VI, que conocía a Don Pedro desde su infancia, le observaba con la admiración y el orgullo del que sabe que tiene ante él a un gigante de la historia, a un hombre cuya conducta y lealtad eran irreprochables e inmutables a pesar del paso del tiempo.

    Transcurridos unos días en la corte, el Conde Ansúrez regresó a Valladolid donde sabía que su esposa le esperaba anhelante, así como toda la Ciudad que, repleta de gentes de todas clases sociales, vitoreaba el paso de Don Pedro al mando de sus huestes victoriosas.

     __He encontrado, querida esposa, muy cambiada la ciudad. Tus desvelos y trabajos por ampliarla y embellecerla están dando sus frutos. La iglesia de Santa María está prácticamente acabada, aunque la casa de las “mujeres emparedadas” que se ha edificado junto a ella afea algo el conjunto. No obstante si es voluntad de estas sacrificadas mujeres, encerrarse en vida para dedicarse a la oración y al sacrificio, y no volver a ver más el mundo en toda su existencia,  bien está lo que está hecho y que Dios las ampare y proteja en su sacrificio.

      __ Ya sabes esposo mío, que son muchas las causas que hacen que estas mujeres se encierren de por vida haciendo “voto de tinieblas”, y que su única comunicación con el exterior, es una minúscula ventana por donde la gente caritativa introduce comida y agua para su sustento. Quizás los rezos y sacrificios de estas mujeres han obtenido, de Dios Nuestro Señor, la gracia de haberos devuelto sano y salvo a mi lado, y se abrazó a él con todo el cariño de una esposa enamorada.

    Los días siguientes, los condes recorrieron la ciudad acompañados de un pequeño sequito de arquitectos y artesanos que, con todo detalle e interés, iban comunicando al Conde los progresos de la ciudad en cuanto a sus edificios señeros, calles y plazas así como de sus murallas que habían tenido que ampliarse pues las anteriores se habían quedado pequeñas para acoger el creciente burgo.

    Durante unos años, el Conde Ansúrez, disfrutó  de la paz viviendo en Valladolid y gozando del amor de su familia, aunque tenía que ausentarse de vez en cuando, durante largas temporadas, requerido por el rey que siempre necesitaba de sus consejos o le mandaba algún cometido. 

    En el año 1080, Alfonso VI departía en León con Don Pedro de la siguiente manera:

      __Hace tiempo que los cristianos andamos en guerra con el reino de Toledo, pero el ejército de Al-Qádir aún es lo suficientemente fuerte como para resistir nuestros ataques. He pedido ayuda a algunos nobles extranjeros para que me acompañen en esta campaña, e incluso tenemos el beneplácito del Santo Padre Gregorio VII. Por tanto recurro a vos como comandante de mis ejércitos para que marchéis a mi lado y así podamos poner fin, lo antes posible, a esta guerra que parece no tener fin.

      __Ya sabéis Majestad, que estoy enteramente a vuestra disposición y que en cuanto regrese a Valladolid organizaré mis huestes y me uniré a vos lo antes posible. Me habéis dicho que los nobles castellanos y leoneses, además de otros extranjeros formarán en nuestras filas pero ¿vendrá con nosotros Rodrigo Díaz de Vivar?.

      __No, no vendrá. No me fío de él.

      __Señor, yo que lo he visto pelear, puedo decir de él que es un gran caballero, invicto ante el enemigo y fiel a su señor hasta la muerte.

      __Será un gran soldado y no me cabe la menor duda de que le fue fiel a mi hermano Sancho, pero no creo que esa fidelidad la tenga hacia mi persona.

      __Él os juró obediencia y lealtad al comprobar que no habíais tenido parte en la muerte de vuestro hermano y, Rodrigo Díaz, nunca ha roto un juramento.

      __Se que tiene fama de hombre de honor. Yo mismo he intentado ganar su amistad y confianza permitiendo su casamiento con Jimena, mujer de noble estirpe que lleva en sus venas mi propia sangre real. Vos mismo fuiste testigo de la carta de arras que Rodrigo otorgó a su esposa el día de su casamiento.

      __Entonces, Majestad, ¿Qué os hace recelar de él?.

      __Me han llegado algunos informes sobre su proceder que no son del todo buenos.

      __¿Quién os ha dado tales informes?

    El rey se quedó mirando al conde y durante unos segundos dudó en contestar, pero era tan grande la confianza que en Don Pedro tenía, que le dijo:

      __El conde de Nájera, García Ordoñez. Es de mi propia familia y lo tengo por hombre honorable donde los haya.

      __No me cabe duda de que es un hombre de honor. No podría ser de otra forma perteneciendo a vuestra familia; pero recordad, Señor, que El Campeador le derrotó en la batalla de Cabra e incluso dicen que llegó a mesarle las barbas. El conde de Nájera  nunca se lo perdonará y además hará todo lo posible para vengarse.

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    Volvió Don Pedro Ansúrez a su villa de Valladolid y rápidamente se dedicó a organizar sus mesnadas para estar dispuesto a acudir a la llamada de Alfonso VI. El Conde regresó a su ciudad sabiendo que la relación de su rey con Rodrigo Díaz de Vivar, dejaba mucho que desear y al poco tiempo le llegó la noticia de que su Majestad el rey de Castilla y León, había desterrado al Campeador, de todos sus reinos.

    El ejército castellano-leonés con Alfonso VI y su hombre de confianza Pedro Ansúrez, al frente de las tropas, fueron conquistando una a una todas las fortalezas que jalonaban el curso del río Tajo y, a finales de año 1084, cuando la ciudad de Toledo quedaba aislada dentro de sus murallas, el ejército cristiano puso cerco a la ciudad estableciendo su campamento en el lugar conocido con el nombre de Huerta del Rey.

    Al-Qadir, rey de Toledo, aguantó todavía varios meses dentro de su ciudad. Solamente quería ganar tiempo para lograr una rendición honrosa y evitar así el saqueo de la capital del Tajo. Conociendo las dotes negociadoras y el conocimiento de la lengua árabe que el Conde Ansúrez tenía, es lógico pensar que fue él quien encabezó las negociaciones que duraron meses.

    De las condiciones de la rendición, según fuentes cristianas y musulmanas, hay que hacer constar las más importantes:

     * Todos los musulmanes toledanos podían salir del reino de Toledo sin que nadie los molestase y si después de haber marchado querían  volver, recuperarían su casa y sus propiedades.

     * Los que se quedasen en la ciudad, conservarían sus casas y posesiones, siempre que pagaran al rey Alfonso los tributos que venían pagando al rey musulmán.

   * La mezquita mayor, símbolo por antonomasia de su religión, sería respetada por las fuerzas cristianas y seguiría siendo propiedad del Islam.

    *Los rendidos, no destruirían ningún palacio ni fortaleza como solía ocurrir en muchas ocasiones antes de entregar la ciudad rendida.

      * Por último, Alfonso VI se comprometía a  poner en el trono de Valencia al vencido rey Al-Qadir.

    Según fuentes históricas de aquella época, la rendición de Toledo se firmó sobre el día seis de mayo, después se dio tiempo a todos los habitantes que quisieron salir de la ciudad y por último el día 24 de mayo del año 1085, el rey Alfonso VI recibió las llaves de la ciudad y entró en Toledo cruzando las murallas por la puerta de la Bisagra.


ENTRADA DE ALFONSO VI EN TOLEDO

Azulejo de la Plaza de España en Sevilla


    La noticia de la conquista de Toledo se extendió por todas las ciudades europeas e incluso el papa Gregorio VII redactó alabanzas a los ejércitos cristianos de España que habían reconquistado la ciudad que durante muchos años había sido la Sede Primada de La Iglesia Hispana, incluidos  los 300 años que estuvo bajo el dominio musulmán.

    A todo esto, hay que añadir que Toledo había sido la capital de España en tiempo de los visigodos antes de la invasión árabe. Que los reyes castellano-leoneses se consideraban los herederos directos de aquella antigua monarquía derrotada en Guadalete en el año 711, en la persona de su último rey Don Rodrigo. Y por último que aquella monarquía había vuelto a resurgir con Don Pelayo en Covadonga (Asturias) en el año 722. Por todo ello, Toledo también era un símbolo para los cristianos que, con su conquista, habían recuperado la capital de sus antepasados.

    Para los musulmanes, la pérdida de Toledo supuso un baldón y una advertencia de que el Islán había perdido su supremacía en la península y que los ejércitos cristianos no cejarían ya en su impetuoso avance de reconquista.

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    De regreso a Valladolid, victorioso de la conquista del reino de Toledo, la ciudad recibió a su conde con todos los honores, todas las campanas de la villa repicaron a gloria y en el palacio de Don Pedro Ansúrez volvió a reinar la alegría y la felicidad.

   Dª Eylo le había reservado a su esposo una gran sorpresa. Ella le había oído quejarse siempre de que para entrar en la ciudad procedente de León, había que cruzar el Pisuerga por un precario puente de madera que no ofrecía seguridad para el ejército, que los únicos puentes sólidos y fiables estaban, uno en Cabezón de Pisuerga y el otro en Simancas; y que sin un buen puente la ciudad carecía de importancia. Por eso, en su larga ausencia, mando construir un gran puente de piedra que hoy conocemos como “Puente Mayor”, quizás para diferenciarle de los otros puentes más pequeños construidos sobre los ramales del Esgueva.

    Cuando el Conde Ansúrez acompañado de la Condesa Eylo, contempló el puente por primera vez, quedó completamente asombrado: sus diez ojos perfectamente rematados por bien talladas dovelas de piedra de sillería, magistralmente cerradas por la clave central, daban a los arcos una magnifica sensación de solidez. Igualmente sólidas eran sus pilastras rematadas por tajamares que cortaban la corriente del río como si fueran la quilla pétrea de un barco. Qué decir de sus sólidos pretiles rematados con bolas de piedra como adorno de aquella gran obra y, para concluir, su bella puerta almenada, dispuesta para la defensa y para el cobro del pontazgo.

     Los dos Condes, ella apoyada el brazo de su esposo, recorrieron, por primera vez, la longitud del puente, acompañados de los maestros de obras y los nobles y poderosos de la ciudad. Pues hasta ese día el puente había estado cerrado para todos.

    Aquella jornada, fue un día de fiesta para toda la ciudad y para el Conde Ansúrez, el mejor regalo que su esposa le habría podido hacer. Pero todas las grades obras construidas en la antigüedad, solían ser consideradas como imposibles de realizar y por esa razón eran motivo de leyendas que atribuían su realización a un milagro del cielo o a los poderes del infierno y, como no podía ser menos, el Puente Mayor de Valladolid es el protagonista de dos de ellas.


LAS dos LEYENDAS


    Resumiré la primera contando lo que, hace tiempo, leí de la prolífera pluma del  ilustre escritor Antonio Martínez Viérgol:

    Cuenta la leyenda que en los tiempos del Conde Ansúrez habitaban en Valladolid dos familias de rancio abolengo y muy ilustre linaje. Estas  familias, los Tovar y los Reoyo, tenían dos hijos varones que competían en apostura, gallardía y juventud y los dos estaban enamorados de Flor, una bellísima doncella hija de un antiguo soldado que, retirado ya de las guerras, era ahora labrador a la otra orilla del Pisuerga. Era tan bonita la muchacha que ganaba en belleza a la más encendida rosa que se abre con el primer rayo del día; y esta increíble belleza volvía locos a los dos jóvenes competidores. El joven Reoyo amaba locamente a la gentil doncella, pero el caprichoso destino hacía que ésta estuviera prendada del mujeriego Tovar que sólo pretendía saciar su instinto carnal en la pureza de Flor.

    A última hora de una tarde de primavera, que amenazaba tormenta, cuando, al morir el día, las sombras de la noche hacían callar los trinos de los pájaros,  adornado con sus mejores galas,  el joven de los Tovar se disponía a cruzar el río para encontrarse con su amada, pues ella sí sentía verdadero amor por él y lo estaba esperando.

     Justo a la orilla del Pisuerga, que venía bastante crecido por las lluvias primaverales, se topó de cara con su oponente, el joven Reoyo. Los dos, sin mediar palabra, desenvainaron sus espadas y en la soledad de la rivera, el rumor de las aguas fue dominado por el ruido producido al chocar violentamente los aceros. Los dos contendientes eran jóvenes y buenos espadachines y aquel combate no parecía llegar a su fin, los dos mancebos jadeaban, el sudor bañaba sus cuerpos y afloraba en sus rostros; de pronto el Tovar fue más diestro o en el lance tuvo más fortuna y su espada atravesó el pecho de su enemigo que, lanzando un profundo y apagado suspiro, cayó muerto sobre la hierba de la orilla.

    Durante el tiempo que duró el duelo, se había desatado una tormenta y la crecida se había intensificado, el ruido de las aguas ya no era un rumor sino un rugido embravecido que levantaba olas de espuma y arrastraba maleza, juncos, ramas y troncos que hacían imposible el cruce de sus aguas. El joven Tovar, al comprobar desesperado que era imposible intentar cruzar aquella corriente en su frágil barca, comenzó a blasfemar contra Dios y contra todo lo sagrado que a su mente pecaminosa se le ocurría.

      __¡¡¡Lucifer, príncipe de los infiernos, a ti dirijo mi súplica y a ti te pido que me conduzcas hasta los brazos de la mujer que tanto deseo!!!. A cambio te ofrezco mi alma y todo cuanto poseo.

    De pronto tembló la tierra y con una gran explosión surgió más que del fondo de las aguas, del profundo del abismo el mismísimo Satanás que con voz de trueno gritó:

      __¡¡¡Acepto el desafío, construiré un puente de sólida piedra para que la veas pero recuerda que tu alma será mía para toda la eternidad!!!

    Al momento, el suelo volvió a temblar y en el fondo de las aguas se abrió la boca de un enorme volcán que empezó a escupir fuego, piedras y demonios voladores, al tiempo que una negra nube de olor intenso a azufre envolvió Valladolid, mientras sus habitantes, encerrados a cal y canto en sus casas,  rezaban asustados.

    Cesaron los prodigios, cesó la tempestad, cesaron los ensordecedores truenos y los cegadores relámpagos y, ante los ojos inmensamente abiertos del joven apareció un sólido y hermoso puente de piedra. Tovar no se amilanó y a la carrera cruzó el puente en busca de la mujer que tanto anhelaba, pero al llegar a la pequeña caseta que era el lugar de la cita, se encontró a la joven tendida en el suelo, bella, muy bella, bellísima como una rosa blanca; sí, blanca, pues en su rostro reinaba la palidez de la muerte. Un rayo la había matado librándole así de perder su pureza.

    Cuenta la misma leyenda que el joven Tovar se dio cuenta del mal que había hecho y enloquecido y lleno de arrepentimiento, abandonó su casa, su ciudad y su familia y nadie en Valladolid supo más de él.

    Después de mucho tiempo se supo de un hombre que vagabundeando llegó hasta Sierra Morena, que allí se cobijó en una cueva donde vivió hasta su muerte y sólo salía de ella para mendigar. Se decía que, algunas veces, se encaramaba en lo alto de los riscos y con los brazos en alto pedía perdón al Altísimo por los pecados cometidos. Si aquel hombre era Tovar no se sabe y si lo era, tampoco se sabe si logró el perdón del Cielo, pues lo que sí es cierto, es que Lucifer cuando se adueña de un alma no suelta jamás su presa.

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    Si fantástica, increíble y yo diría que demoníaca  resulta esta leyenda, la segunda de ellas es aunque menos fantástica, también improbable.

    Cuenta Dª E. Feijóo de Mendoza, que durante uno de los viajes guerreros del Conde Ansúrez, la condesa Eylo mandó construir un puente sólido de piedra al mejor constructor que por aquel entonces había en Valladolid. Se trataba de un esclavo, de origen musulmán, que el Conde había traído de Toledo cuando acompañó a Alfonso VI en su destierro, se decía que aquel esclavo era un valioso regalo del rey Al-Mamún, pues aquel hombre tenía conocimientos de medicina, astrología, matemáticas y construcción. Mahomed, que así se llamaba dicho esclavo, era un hombre de rostro eternamente sonriente, dispuesto siempre a inclinar su cabeza ante sus amos, en profundas reverencias y, al parecer, dispuesto en todo momento a servir y servir bien a sus señores. Tan buen servidor era que, el propio Pedro Ansúrez, le otorgó toda su confianza, le encargaba todo tipo de trabajos, incluso mejoras en su palacio, y lo trataba como a uno más de sus hombres de confianza. No así le ocurría a la Condesa, pues en más de una ocasión le había sorprendido cuando, al dar la espalda su Señor, cesaba su cínica sonrisa y sus ojos lanzaban una mirada torva que era capaz de helar la sangre de cualquiera. Mas cómo era un magnífico arquitecto demostrado, le había mandado aquella construcción tan difícil de realizar.

    Aquel cultísimo pero taimado esclavo, vio aquel trabajo como la más clara  oportunidad para tramar su plan de venganza.  Él no había nacido esclavo y menos aún esclavo de un cristiano por muy conde y señor de Valladolid que fuera. Además, los Condes, le habían negado la mano de una sirvienta de la Condesa, llamada Zoraida, que con los consejos, buenos tratos y rezos de Dª Eylo, se había convertido al cristianismo tomando como nombre cristiano el de María, alejándose así más de las pretensiones del musulmán.

    El rencor, el saberse esclavo y la negación a sus pretensiones sobre Zoraida, unidas al rechazo personal que la bellísima esclava le había manifestado, hicieron que en aquel astuto corazón anidase una sed de venganza incontenible.

    Y ocurrió que a medida que la construcción del puente avanzaba ante el asombro y admiración de todos, Alfonso el hijo varón de D. Pedro Ansúrez y Dª Eylo enfermaba y, por más cuidados y medicinas que se le daban, los médicos no podían remediar la enfermedad que poco a poco le iba quitando su infantil vida. Entre los médicos que trataban al niño también estaba Mahomed, gran conocedor de la medicina pero incapaz de remediar aquel misterioso mal que apagó aquella infantil vida, como se apaga el pábilo de una vela cuando la cera se termina. Por fin Alfonso murió y después de haber sido velado durante tres días fue conducido su cadáver hasta Sahagún donde fue enterrado en el monasterio de San Benito.

    ¿Qué poderosos manejos y que misteriosas intrigas estaban ocurriendo para que, la noble Condesa desesperada, perdiera poco a poco la luz de su rostro y un sombra de tristeza se adueñase de su corazón?.

    Mahomed, empeñado en su venganza, se había puesto en contacto con un noble musulmán llamado Omer Alí, que pretendía recuperar Toledo y quería atacar Valladolid. Entre los dos habían pretendido también adueñarse de Dª Eylo y de Zoraida, para lo cual el astuto Mahomed, cuando estuvo haciendo reformas en el palacio de los Condes, había creado unos pasadizos secretos que eran capaces de llevarles hasta las habitaciones privadas de la Condesa y su sirvienta. Pero no contaban con la llegada del Conde Ansúrez tan pronto a la ciudad. Cuando la condesa mostró al Conde el bello puente de piedra construido en su ausencia, éste frunció el ceño y llamó a su constructor.

      __Mahomed, ¿Qué has hecho?, ¿no te das cuenta que una construcción tan bella como esta tiene un fallo enorme?

      __Señor, dijo Mahomed haciendo una reverencia e inclinando la mirada hacia el suelo, no entiendo donde está el error, la construcción es perfecta y muy sólida.

      __Claro que la construcción es perfecta y muy sólida para otro cualquier arquitecto, pero yo te tengo a ti en mayor estima. El puente es tan estrecho que no permite el paso rápido de un gran ejército. Si Valladolid quedara cercada, no podríamos recibir refuerzos del otro lado del río, con la necesaria rapidez. Lo mismo ocurriría si puesto el cerco a Valladolid, tuviéramos que evacuar la ciudad, saliendo todos de ella como sale el vino por el agujero de embudo.

    El árabe puso cara de extrañeza, se acarició la barbilla y después se mostró afligido por su falta de previsión pidiendo perdón a Don Pedro por su error. No quería que el Conde descubriera que aquello que creía error, había sido intencionado y planeado entre él y Omer Alí.

      __Quiero que el puente sea ensanchado en el menor tiempo posible. Dijo Don Pedro.

    __Señor, la obra está finalizada y doblar su anchura es un trabajo imposible de realizar. Ningún constructor, incluyéndome a mí, sería capaz de hacerlo.

      __Yo conozco a uno que puede hacerlo, dijo el Conde, se trata de un peregrino que va camino de Santiago y ha sido esclavo y constructor en el reino musulmán de Córdoba.

    El rostro de Mahomed se puso lívido, su mirada se encendió llena de soberbia y volvió a decir:

      __ ¡¡¡imposible!!. Y para sus adentros pensó: tan imposible como que tu hijo se curase. Pero sonrió aparentando incredulidad, se encogió de hombros y haciendo una reverencia se alejó.

    El Conde Ansúrez encargó al misterioso “Peregrino” que reconociera el puente, y éste, vestido con luenga capa parda, sombrero de ala ancha, concha venera para sujetar sobre la frente el ala del sombrero y un formidable bordón, inspeccionó la construcción por todos los lados y se comprometió a realizar el deseo del Conde.

    Don Pedro, que era el único que conocía la verdadera identidad de aquel penitente peregrino, le ordenó empezar las obras de inmediato.

    Pronto se vio que doblar la anchura del puente no era imposible y con la gran afluencia de mano de obra que había en la ciudad y la buena dirección del Peregrino, el puente empezó a crecer ante la envidiosa e iracunda mirada de Mahomed que, día a día y semana a semana, aumentaba en su corazón el deseo de venganza hacia sus Señores.



Ojo del Puente Mayor donde se aprecia el doblaje de su anchura

 

     Era bien entrada la noche de un día que había resultado tranquilo y Don Pedro todavía estaba en su salón privado despachando unos correos para su Majestad Alfonso VI, cuando el ruido de espuelas, voces y armas llegó hasta sus oídos. Sobresaltado, interrumpió su trabajo y salió de su estancia, encontrándose con algo que nunca habría podido imaginar. Sus guardias habían descubierto la traición de Mahomed y Omer Alí y los habían sorprendido cerca de las estancias de la Condesa.

 

    El Conde Ansúrez, no podía creer lo que estaba viendo y el capitán de su guardia decía. Plantado ante los acusados, con la mano en la empuñadura de su espada y las piernas abiertas, hubiera pasado por una estatua de bronce, de no ser por la palidez de su rostro y la chispeante mirada de sus ojos heridos por la luz de dos linternas de aceite que portaban sendos soldados.

 

      __¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?

 

    Los dos acusados callaron. Mahomed con la cabeza inclinada mirando hacia el suelo, demostraba resignación por haber sido descubierto y vergüenza de haberse vuelto contra sus Señores, a pesar de que estos le habían concedido la libertad años antes. En tanto Amer Alí, se mantenía erguido y desafiante, pues se trataba de un noble árabe capaz de mirar de igual a igual a su interlocutor aunque éste le hubiera apresado.

 

      __Veo que calláis y vuestro silencio denota culpabilidad y es tan grande vuestro delito que será castigado con la muerte.

 

    Después dirigiéndose al capitán de los guardias le dijo:

 

      __Encerrad a los dos por separado. A Mohamed ponedlo en un oscuro calabozo y al noble musulmán en una habitación digna de su rango y bien alimentado.

 

    Los guardias miraban al Conde estupefactos, no comprendían el motivo por el que no ordenaba ajusticiarlos en aquel mismo momento. Don Pedro adivinando el pensamiento de sus fieles hombres comentó:

 

      __Mañana es domingo y, en el día dedicado a Nuestro Señor, no estaría bien teñirlo de sangre aunque esa sangre sea la de estos traidores. El lunes, Mahomed será ajusticiado y en cuanto a Omer Alí, como noble que es y por haber querido mancillar mi honor y el de mi esposa, es a mí a quien le corresponde darle muerte en duelo singular. El combate se celebrará, Dios mediante, el mismo día a las afueras de la ciudad, junto al río Esgueva en el lugar conocido como Prado de la Magdalena. Los guardias se llevaron a los apresados y no se habló más.

 

    Al amanecer del siguiente día, otra vez hubo revuelo en el palacio condal. Mahomed, conocedor de todos los resortes y pasadizos secretos, había huido de su calabozo. Ansúrez se disgustó y dio orden de buscarlo por toda la ciudad, mientras tanto su esposa y él mismo acudieron a oír misa, como solían hacerlo, a la iglesia de Santa María (hoy la Antigua).

 

    Durante todo el domingo, la condesa Dª Eylo intentó disuadir a su esposo de su enfrentamiento con Omer Alí, pero el Conde fue inflexible:


      __“¿Qué caballero sería si no defendiera personalmente el honor de mi esposa?.” No temas, esposa mía, la razón y Dios están de mi lado.

 

    Antes de rayar el alba, el Conde Ansúrez y Omer Alí, escoltados por dos docenas de buenos caballeros armados con lanzas, escudo y espadas, llegaron al Prado de la Magdalena. Era un lugar solitario, lejos de las murallas de la ciudad, con abundante hierba para los rebaños y frondosas arboledas. En un lugar había un espacioso claro y allí, Don Pedro, se apeó de su caballo, mandó hacer lo mismo a su oponente y los escoltas de separaron dejando el campo del honor libre para los contendientes.

 

    El Conde Ansúrez desenvainó su espada, aquella espada vencedora en cien batallas, y Omer Alí hizo lo mismo no sin mirar en todas las direcciones como esperando ayuda.

 

     Iniciado el combate, pronto se vio el magnífico guerrero que era Ansúrez, su diestro brazo, con la fuerza que da la razón y la experiencia en los combates, le hizo muy superior a su adversario el cual, mortalmente herido, cayó inerte en el suelo para no levantarse jamás.

 

      __Por fin se ha hecho justicia, dijo Don Pedro mientras comprobaba que su adversario estaba muerto.

 

    No había terminado de pronunciar estas palabras cuando, de lo más espeso de la arboleda, apareció un grupo de jinetes árabes encabezados por Mahomed, que pretendían libertar a Omer Alí. La escolta del Conde, contraatacó y mató a algunos, puso en fuga a los demás y cogió prisionero a Mahomed que, a una orden del Conde, lo colgaron de la rama de un árbol y allí lo dejaron para pasto de las aves carroñeras.

 

    De regreso a Valladolid, se descubrió que el peregrino  resultó ser un noble, llamado Hugo de Moncada, que efectivamente había sido cautivo durante seis años en Córdoba. Hugo de Moncada, pidió a los Condes la mano de Zoraida (María), la noble musulmana convertida al cristianismo y se casó con ella.

 

    Esta segunda leyenda, de momento parece más creíble que la primera pues la mayoría de los personajes son reales y, como se puede ver todavía, los arcos del Puente Mayor están añadidos en su anchura. Pero a poco que leamos sobre la historia del Puente, veremos que su anchura se duplicó en el siglo XV(casi 300 años después del Conde Ansúrez). Durante los siglos XVII y XVIII sufrió nuevas modificaciones. En 1812, los franceses, huyendo de Valladolid, volaron dos arcos del Puente Mayor que no terminó de ser reparado totalmente hasta el año 1825, por el cantero vizcaíno Juan Yrure. Y por último diré que todavía ha sufrido nuevas modificaciones hasta nuestros días.

 

LOS ALMORÁVIDES

  

   Pero dejemos atrás las leyendas y hechos fantásticos, aunque este muy bien conocerlos, y volvamos a la historia pura y dura. Digo dura porque  después de la conquista de Toledo y después de que los ejércitos cristianos llevaran la frontera, del reino castellano-leonés, al río Tajo fortificando fuertemente su curso con Toledo y Talavera como  bastiones inexpugnables capaces de resistir cualquier ataque, transcurrieron años de luchas enconadas con resultados inciertos por una y otra parte. 

    Los reyes de las taifas de Sevilla, Málaga y Granada, temerosos del poder de los ejércitos de Alfonso VI, que comandados la mayoría de las veces por Don Pedro Ansúrez, guerreaban y se movían a su antojo por las tierras del Al-Ándalus musulmán, imponiendo victoriosos su ley y sus impuestos sobre todos estos reyezuelos divididos y enemistados entre ellos, pidieron auxilio al caudillo almorávide Yussuf ibn Tasufín que ya dominaba el territorio de Marruecos.

 

    El caudillo musulmán, cruzó el estrecho de Gibraltar y pronto se dio cuenta de que la debilidad, de los reyes musulmanes de la Península, se debía a su desunión; e hizo que a su ejército se unieran algunos reyes de taifas con sus tropas, sometiendo a estos soldados a la disciplina de los hombres de su ejército. Los almorávides eran guerreros avezados a la lucha, excelentes jinetes y que se tomaban la guerra como parte de su religión. Hombres curtidos en muchas batallas y que estaban decididos a dar sus vidas por su fe. Destacaban entre ellos: los lanceros del Sudán, los zenetes los gomeres y sobre todo la guardia negra de Yussuf, formada por los lanthunos que vestían de negro y llevaban el rostro cubierto con el negro linthuan (velo negro) que sólo permitía ver los ojos lanzando  fieras miradas.

 

    Yussuf,  ya en tierras peninsulares y con su formidable ejército reforzado bajo su mando, avanzó  por tierras de Sevilla hacia Badajoz donde Alfonso VI “El Bravo” con todos sus condes y caballeros le espera en las llanuras de Zalaca hoy Sagrajas.

 

    El día 22 de octubre de 1086 los dos ejércitos acamparon uno frente al otro en espera del choque definitivo. Musulmanes y cristianos velaron armas a sabiendas de que el ejército enemigo era poderoso y que sólo la pericia de sus capitanes y el valor de los soldados iba a decidir la victoria de uno u otro lado.

 

    En el ejército cristiano faltaba Rodrigo Díaz de Vivar, ya por entonces conocido con el apelativo de “El Cid Campeador”, y que desterrado luchaba y vencía por todo el levante español. No obstante este gran caballero, siempre fiel a su rey, a pesar del destierro, mandó algunas tropas al mando de Álvar Fáñez para socorrer a su Señor. Otro gran caballero, cuyo nombre no he podido encontrar citado en esta batalla, es el Conde Ansúrez pero,  conociendo la importancia del momento, él, que había participado en todas las batallas al lado de su rey y amigo Alfonso VI, no pudo faltar en aquella lid donde se decidiría la supremacía de cristianos o musulmanes en la Península.

 

    El choque se produjo al amanecer del día 23 de octubre de 1086; un aciago día para el ejército cristiano, que tomando la iniciativa demasiado pronto con Álvar Fáñez al frente de su caballería pesada, irrumpió como un tsunami rompiendo y desbaratando las líneas de infantería enemigas que, ante tan poderosa avalancha de caballos y aceros, se rompió y se puso en fuga perseguidos por la caballería cristiana. En su entusiasta persecución habían dejado muy atrás al grueso del ejército cristiano, de más de 30.000 soldados de infantería que, en una inteligente maniobra musulmana, se vieron atacados por la caballería ligera musulmana y por la infantería de élite que comandaba el propio Yussuf. Los 4000 guardias negros de su escolta, vociferando como diablos salidos del averno, se fueron directamente a buscar al rey cristiano con el objetivo de darle muerte o apresarlo. Fue tan grande el desconcierto que el propio rey Alfonso VI, al ver su gran ejército rompiéndose en todas sus líneas  y sin capitanes capaces de dirigirlos y reagruparlos, se lanzó con su escolta al combate intentando restablecer el equilibrio; pero pronto se vio rodeado de una marea de guardias negros que rompiendo la filas cristianas le buscaban a él como objetivo, llegando uno de aquellos demonios enlutados a clavarle su daga en el muslo con tanta fuerza que le atravesó la carne y llegó a clavarse en la silla de montar.

 

    ¡¡¡El rey está herido!!!, gritaron rápidamente sus escoltas y al momento, pues el día ya terminaba, se dio la orden de retirada hacia el seguro e inexpugnable castillo de Coria donde, con la mayoría de sus nobles, llegó Alfonso VI rendido, humillado y con un desfallecimiento tal, producido por la pérdida de sangre, que casi le produjo la muerte.

 

    Yussuf y su ejército, que también había sufrido muchas bajas, quedaron como vencedores y dueños del campo de batalla. Saquearon todo y a todos los que pudieron, rematando a los heridos y decapitando a muertos y vivos hasta tal punto que, al amanecer del día siguiente, se vieron en el campo verdaderas montañas de cabezas de cristianos.

 

    La derrota cristiana en Zalaca tuvo mucha importancia. Era la primera gran batalla perdida por los ejércitos cristianos desde los tiempos del gran caudillo musulmán Almanzor; aunque el emir almorávide no sacó mucho provecho de esta victoria, ya que la fatalidad para él y la suerte para Alfonso VI, fue que de África le llegaron noticias de la muerte del hijo al que había designado como heredero.

 

    Hasta esta batalla, Alfonso VI, había paseado por toda España amparado en la superioridad de su ejército, pero después de Zalaca tuvo que dedicar todos sus esfuerzos en mantener firme la frontera en la línea del río Tajo.

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    Después de la batalla de Zalaca, tranquilizada y estabilizada la frontera en el Tajo, el Conde Ansúrez, regresó a Valladolid donde su esposa anhelante le recibió con los brazos abiertos.

 

      __Valladolid, esposa mía, ha cambiado tanto que está irreconocible desde que marché a guerrear a tierras de moros.  Yo, que he visto grandes ciudades, echo de menos en la nuestra una gran colegiata dedicada a nuestra querida madre la Virgen María, pues la iglesia de Santa María que ahora tenemos y que con tanto amor edificamos, se está quedando pequeña y anticuada para esta ciudad que tú has hecho crecer y que tanto has embellecido.

 

      __Sabes Pedro, que yo siempre estoy dispuesta a apoyarte en cualquier proyecto que a ti te parezca bien, por tanto si hay que construir una gran colegiata, cuanto antes se inicien las obras mejor.

 

      __Así lo haremos. De mis luchas por Al-Ándalus y de nuestras respectivas rentas, Dios nos ha concedido pingües beneficios y, si estás de acuerdo, parte de ellos lo emplearemos en una gran obra en honor a la Madre de Dios.

 

    Así antes de iniciarse la última década del siglo XI, el Conde Ansúrez y su esposa la condesa Eylo, pusieron la primera piedra de la gran colegiata (hoy destruida) de Santa María la Mayor, en un altozano muy cerca de la iglesia de Santa María que ya empezó a llamarse La Antigua por ser anterior a esta. (Hay que hacer constar que tanto la Antigua como la Colegiata, se construyeron al lado de nuestro humilde pero querido río Esgueva).

 

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    Estando convaleciente, el rey Alfonso, de su grave herida, el conde Ansúrez no se apartaba de él y los dos hablaban largo y tendido sobre la catástrofe militar sufrida en Zalaca (Sagrajas):

 

      __No entiendo, Ansúrez, cómo pudimos perder aquella batalla con la cantidad de medios con los que contábamos. ¿No será, como dicen algunos, que Yussuf es invencible porque es la reencarnación del propio Almanzor, que ha vuelto de los infiernos para seguir humillando a la cristiandad?.

      __No creáis, Majestad, en supercherías ni reencarnados. En Zalaca fuimos víctimas de  nuestra soberbia por creernos superiores y porque Yussuf, que Dios castigue, demostró ser un gran estratega. También nos faltó Rodrigo Díaz.

 

      __¿El Campeador?. Preguntó con sorna el rey. Tampoco habría resuelto nada, a fin de cuentas, es un caballero desterrado.

 

      __Un caballero desterrado pero fiel a vuestra majestad. Él os manda presentes de todas las conquistas que hace y, en cuanto a su valía, he de decir en su favor, que está guerreando por todo el levante español y saliendo victorioso de todas las batallas, hasta tal punto que en el mundo musulmán ya le llaman “Mío Cid” (mi señor).

 

    Estas palabras y los hechos de fidelidad que Rodrigo Díaz tenía para con su rey, hicieron que Alfonso VI se reconciliara con el Campeador. Reconciliación que duró poco tiempo pues por desavenencias en el cerco a la plaza de Aledo, rey y vasallo volvieron a distanciarse.

 

    En el año 1890 Yussuf atravesó otra vez el estrecho y, en cuatro años,  depuso uno a uno a todos los reyes de Taifas menos al de Zaragoza que estaba protegido por el Cid Campeador que seguía invicto en todas sus batallas.

 

     Rodrigo Díaz de Vivar llegó victorioso hasta las puertas de Valencia, le puso cerco y el día 16 de junio de 1094 entró triunfante en la ciudad, mandando grandes regalos en oro, joyas y caballos además de la corona del rey valenciano a Alfonso VI, que estupefacto no le quedó más remedio que reconocer la gran valía del caballero castellano.

 

    Cuando los presentes del Cid llegaron a la corte, el rey quedó admirado como admirados quedaron los nobles castellanos y leoneses que con él estaban reunidos, con la excepción del conde de Nájera. García Ordóñez, era enemigo acérrimo del Campeador y no  perdonaba que éste le hubiera vencido y mesado su barba. Por eso a grandes voces dijo a todos los nobles en presencia del rey:

 

      __La conquista de Valencia por el desterrado Rodrigo Díaz, es una espina clavada en el corazón del Islán. Yussuf, que como sabemos por experiencia, es invencible, no se lo perdonará y volverá a conquistar la ciudad pasando a todos por el filo de sus alfanjes, borrando el nombre y el recuerdo del Cid de la faz del Al_Álandalus para siempre.

 

    Se puso en pie el Conde Ansúrez y tomando la palabra dijo:

 

      __Señor Conde de Nájera, vos habláis así por la grave ofensa que Rodrigo os infligió después de derrotaros en la batalla de Cabra. Yo conozco al Campeador desde que en su juventud expuso la vida por su rey en el combate singular de Pazuengos; y puedo asegurar que es un gran caballero, valeroso, arriesgado en la lucha y fiel a su Señor, como lo ha demostrado al tomar Valencia. Sabed señor conde que cuando El Cid entró en Valencia, sus nobles caballeros y los musulmanes amigos, le ofrecieron coronarse como rey y él, tomando la corona en sus manos, dijo en alta y solemne voz: “¡¡¡ Esta corona y el reino entero de Valencia, pertenecen a Alfonso VI mi señor.!!!”.

 

    Todos callaron, pero un leve rumor de aprobación se pudo oír entre los nobles que acompañaban al rey. García Ordóñez se volvió hacia el Conde Ansúrez con mirada colérica y desafiante. Pedro Ansúrez, plantado en medio de todos, con las piernas entreabiertas y la mano izquierda apoyada en la empuñadura de su espada, aguantó impertérrito la mirada y, por breves momentos, parecía que aquella disparidad de opiniones podía llegar a más. El rey reclamó silencio y, tomando la palabra, dijo en tono pausado:

 

      __Señores nobles de Castilla y de León, no es momento de discutir entre nosotros sobre la lealtad o no de don Rodrigo Díaz. Ahora habrá que estar atentos a los acontecimientos pues, si como dice el conde de Nájera, Yussuf ha pasado el estrecho, mandará sus ejércitos con toda seguridad contra Valencia, intentando recuperar la ciudad. Si esto ocurriera, ¿Qué debería hacer el rey de Castilla y de León?.

 

   Tomó la palabra don Pedro Ansúrez y dijo:

 

       __El rey de Castilla y de León, si Valencia fuera atacada, debería acudir con su ejército a socorrerla, pues no olvide su majestad que el Cid ha puesto la Ciudad bajo la protección de vuestra corona.

 

      __¡¡No estoy de acuerdo!!__dijo el de Nájera__si Rodrigo Díaz ha cometido la osadía de llegar hasta Valencia y conquistarla, que sepa ahora defenderla. Y recalcó las últimas palabras con toda la mala intención del que estaba convencido de que aquello resultaría imposible, por ser Yussuf invencible sin la ayuda de Alfonso VI.

 

    Los acontecimientos no se hicieron esperar, cinco meses después de conquistada Valencia, Abu Ábad, sobrino de Yussuf, al mando de un poderoso ejército  intentó recuperar la ciudad poniéndole sitio, pero el Cid no se quedó entre sus muros y, el día 21 de diciembre de 1.094, salió con su ejército de la ciudad y presentó batalla campal en  Cuart de Poblet. La batalla fue durísima, pero el Cid no sólo derrotó, sino que destrozó por completo al ejército almorávide demostrando, al mundo cristiano, que las tropas de Yussuf no eran invencibles.   

 

    La noticia corrió de boca en boca por todos los reinos de la Península y D. Pedro Ansúrez, que por entonces  estaba en Valladolid, la acogió con inmensa alegría. El tiempo y los hechos le estaban dando la  razón.

 

    Un año después de esta batalla, el Conde Ansúrez veía terminada la gran colegiata, dedicada a Santa María que, años atrás, había mandado construir junto con su esposa Dª Eylo. Para su consagración e inauguración el Conde reunió en Valladolid a gran número de altos personajes civiles y religiosos, entre otros cabe destacar la asistencia del rey Alfonso VI “El Bravo”, con muchos de sus nobles; así como la presencia del arzobispo de Toledo y los obispos de Burgos, Oviedo, León y Astorga.

 

    Hubo grandes fiestas en la ciudad durante varios días y los Condes, pusieron el templo bajo la advocación de Santa María, mandando venir a frailes benedictinos de la orden de Cluny del monasterio de San Zoilo ubicado en Carrión de los Condes. Estos frailes, formarían el Cabildo Colegial junto con el abad Soto, nombrado por el propio Conde Ansúrez. El abad y todo el Cabildo estarían supervisados por el prior Virila del antes dicho monasterio de san Zoilo.

 

    Después de las fiestas de consagración de la Colegiata de Valladolid, el rey Alfonso VI volvió a reunir a sus nobles en su palacio de Toledo. La sala del trono estaba repleta de caballeros, toda la nobleza de Castilla y León estaba allí reunida y todos sabían que los tiempos eran difíciles pues el Cid, no sólo había conquistado Valencia sino que había ampliado su territorio sometiendo castillos y pueblos aledaños a la gran ciudad del levante español; además había humillado a los ejércitos bereberes derrotándolos en Cuart de Poblet y, por todas las tierras de la frontera, se rumoreaba que Yussuf había declarado la “Yihad” contra los cristianos y  preparaba otro gran ejército para ir contra Valencia.

 

      __Nobles de Castilla y de León, vosotros sois el apoyo y la fuerza de nuestra gran nación. A vuestros oídos habrá llegado la noticia de que Yussuf ha declarado la “guerra santa” contra nuestra religión y está preparando un numeroso ejército para venir contra nosotros, por eso  además de vuestra ayuda, espero vuestro consejo.

 

      __Majestad,__dijo Pedro Ansúrez,__no sabemos a dónde dirigirá Yussuf su tropas, sabemos que el ejército que ha reclutado es muy numeroso y que entre sus objetivos están Toledo y Valencia. Toledo está bien protegido y toda la nobleza castellano-leonesa estamos con vos. Propongo que si Yussuf atacase Valencia para vengar la afrenta que supuso la derrota de Cuart de Poblet, nuestro ejército debería marchar en su ayuda cogiendo a los almorávides entre los dos ejércitos.

 

      __No estoy de acuerdo,__dijo García Ordóñez,__Rodrigo Díaz de Vivar ya tiene un aliado, pues ha firmado alianza con Pedro I rey de Aragón y, como puedo adivinar, aunque serán derrotados, venderán cara su derrota y causarán numerosas bajas en el ejército almorávide, oportunidad esta que servirá al ejercito de vuestra Majestad para presentar batalla y derrotar para siempre a Yussuf, ese demonio bereber que tanto mal está haciendo a los reinos cristianos.

 

    La mayoría de los nobles, apoyó la idea del Conde de Nájera y aunque algunos, los más sensatos, estaban de acuerdo con el Conde Ansúrez, el rey decidió esperar para ver como se desarrollaban los acontecimientos.

 

    No fue necesario esperar mucho pues, de forma casi inesperada, Muhammad ibn Tasufín como comandante en jefe del ejército de Yussuf de dirigió, en enero de 1097, hacia Valencia y el Cid Campeador apoyado por Pedro I de Aragón, le hizo frente en Bairen (junto a Gandía) derrotándolo totalmente y causando gran destrozo entre las filas almorávides cuyos soldados murieron a millares.  

 

    Convencido Yussuf de que Valencia, mientras estuviera defendida por Rodrigo Díaz de Vivar, era un bocado demasiado difícil de digerir, reforzó sus tropas y se dirigió hacia Toledo, poniendo como jefe de su ejército a Mohammed Ben al Hach.

 

    Alfonso VI, se dio cuenta del error cometido al no seguir los consejos de Pedro Ansúrez y con una gran rapidez reunió su ejército en la localidad de Consuegra. Ahora todas las ayudas son pocas y manda emisarios pidiendo ayuda al Cid Campeador, al que ya había perdonado, y  que por dos veces había derrotado a los almorávides. El Cid mandó un buen contingente de tropas y, como muestra de mayor fidelidad, puso al mando de ellas a su único hijo varón Diego Rodríguez que, a pesar de contar solamente con 22 años, ya había intervenido junto a su padre en algunas batallas, demostrando gran valor. Un poco más tarde mandó a Álvar Fáñez con sus tropas de caballería pesada. Álvar Fáñez sufrió una emboscada en el camino y llegó a Consuegra con su caballería mermada.

 

    El día 13 de agosto de 1097, desde la torre albarrana del castillo de Consuegra, el rey vio acercarse el ejército almorávide y plantar sus tiendas a la vista de la ciudad, y el día 15 del mismo mes mandó formar al suyo fuera de las murallas.

 

      __ Pedro Ansúrez, a vos os pongo  al mando de las tropas de élite castellano-leonesas, vos seréis la punta de lanza que parta en dos el ejército almorávide,  a vuestro lado izquierdo estará  Álvar Fáñez para apoyaros con su caballería, es el mejor entre los mejores y protegerá vuestro flanco como ninguno. En los dos reside nuestra mayor esperanza de victoria.

 

      __Señor,_dijo Ansúrez, ¿Quién tendré en mi lado derecho?.

 

      __A vuestra derecha estará Diego Rodríguez, el hijo del Cid, con las tropas traídas de Valencia que son de las más aguerridas y le acompañará, para proteger su flanco, García Ordóñez con su caballería.

 

      __Pero Majestad, ¡¡¡El conde de Nájera protegiendo al hijo del Cid su peor enemigo!!, es un peligro Señor.

 

      __Así lo he dispuesto y así se hará.

 

    Estas escuetas y tajantes palabras fueron la respuesta del rey, preparándose acto seguido todo el ejército para la batalla.

 

    El Conde Ansúrez con sus tropas, apoyado por la caballería de Álvar Fáñez se dirigió contra el grueso de la infantería almorávide, quebrantando sus líneas y haciendo retroceder en desorden las primeras filas de los fieles del Islán, causando una gran carnicería entre ellos, pero las alas almorávides formadas por un gran número de jinetes de caballería ligera, envolvieron la infantería cristiana con sus rápidos corceles al tiempo que disparaban una nube de flechas que causaba estragos entre los cristianos sembrando el desconcierto. Durante horas, se luchó sin tregua, hiriendo y matando a hombres y animales sin piedad. Los muertos y heridos llenaban el campo y algunos caballos, sueltos y sin jinete, corrían enloquecidos entre los cadáveres y atropellaban a los contendientes, causando bajas en los dos bandos.

 

    Alfonso VI, viendo que la victoria se inclinaba por el lado almorávide y no queriendo perder más hombres en la contienda, dio la orden de retroceder hacia las murallas de la ciudad para defenderse en ella. En el lado izquierdo, Pedro Ansúrez y Álvar Fáñez se replegaban manteniendo la formación de sus hombres y arengándolos para que no rompieran las filas. Era digno de ver como los dos capitanes, peleando codo con codo, contenían la tempestad de guerreros almorávides que, viendo retroceder a los cristianos, se llenaban de valor y se lanzaban al ataque buscando la victoria o la muerte que los trasladaría al paraíso prometido en la Yihad.

 

    No se retrocedía así en el lado derecho. García Ordóñez, recibida la orden de replegarse, se volvió con todos sus hombres hacia las murallas de Consuegra dejando en el campo de batalla al hijo del Cid que rápidamente fue rodeado por los enemigos. El joven Diego, apoyado por algunos de sus hombres, luchaba como un auténtico coloso, ¡cómo manejaba la espada!, ¡como se izaba cobre su caballo!, ¡como se revolvía, lo encabritaba y lo lanzaba al ataque!, no daba tajo que necesitara de otro, los enemigos rodaban a sus pies como la mies segada por la guadaña, era evidente que por sus venas juveniles corría la sangre de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. El conde de Nájera, por un breve momento, miró para atrás y pudo ver al joven Diego rodeado por una nube de almorávides de negro turbante que lo acosaban como lobos sin piedad. Por fin lo acabaron derribando del caballo y rematando en el suelo. Los soldados del Cid, se lanzaron como leones a rescatar el cuerpo del hijo de su señor y, arriesgando sus vidas e incluso algunos perdiéndolas, consiguieron llevar el cuerpo de Diego Rodríguez dentro de las murallas.  Gran parte del ejército cristiano quedó aquel día en el campo de batalla para sufrir  el escarnio de los vencedores y ser pasto de las alimañas.

 

   A la mañana siguiente, los almorávides se lanzaron al asalto de la ciudad con ferocidad aumentada, el redoble ensordecedor de cientos de tambores, marcaba el avance de los asaltantes que con escalas y arietes derribaron puertas y escalaron muros hasta penetrar en la ciudad.

 

      __Majestad,_dijo el conde Ansúrez,_la ciudad está perdida, pronto será pasto de las llamas y todo ser vivo será acuchillado o cautivo de los musulmanes.

 

      __Así es D. Pedro, dad la orden de replegarnos hacia el castillo y allí nos haremos fuertes.

 

    El conde Ansúrez, obedeció las órdenes reales y pronto Alfonso VI, sus nobles y cuantas tropas pudieron seguirles, alcanzaron lo alto del promontorio donde imponente e inexpugnable se alzaba el castillo; y en él se refugiaron los restos del ejército cristiano a sabiendas de que dentro de la fortaleza había poco agua y menos comida.

 

    Los “hijos del Islán” envalentonados con su victoria, querían rematar la batalla apresando o matando al rey Alfonso VI y a la nobleza castellano-leonesa con él concentrada. Pero aquel castillo situado en lo alto del peñón era prácticamente imposible de asaltar y, durante más de una semana, los soldados almorávides se estrellaron una y otra vez sin éxito  dejando, junto a los muros del castillo, centenares de muertos. Por otro lado, entre las filas de los fieles a Mahoma, que sabían de la muerte del hijo del Cid, se corrió la voz de que un mensajero había salido hacia Valencia para comunicar al Campeador la luctuosa noticia. Y que este, lleno su corazón de dolor, de ira y de venganza paternal, había salido con un poderoso ejército para socorrer a su Señor y vengar la muerte de su heredero.

   

    Hablar del Campeador como enemigo después de haber sufrido tantas bajas en el campo de batalla no era nada agradable para Yussuf ni para Mohammed Ben al Hach, por ese motivo, después de algunos días más de asedio, levantaron el sitio al castillo y se retiraron hacia Córdoba, dejando el campo de batalla lleno de cadáveres cuyo hedor si era capaz de escalar los altos muros de la fortaleza.

   

    Las tropas cristianas, encerradas en el castillo de Consuegra como osos acorralados en su madriguera, aún tardaron en salir de la fortaleza y, sólo cuando los exploradores salidos de ella informaron de la marcha de los sarracenos, el rey, reunió a sus nobles para decirles:

 

      __ El 15 de mayo de 1097, pasará a la historia de mi reinado como el día que castellanos y leoneses sufrimos la segunda gran derrota infringida por las tropas almorávides. En esta batalla, los fieles seguidores de la Media Luna nos han derrotado de forma contundente a nosotros los fieles seguidores de la Cruz. Hemos sufrido muchas pérdidas en hombres y material bélico pero, creo que estaréis de acuerdo conmigo, la pérdida que hoy más sentimos todos es la del valeroso joven Diego Rodríguez, único hijo varón de Rodrigo Díaz de Vivar.

 

      __ Señor,_ dijo Ansúrez_ solamente quien como yo ha perdido a un hijo sabe el dolor que produce tal pérdida, es un dolor que espero de corazón no sufráis nunca, pues es el mayor sufrimiento que puede un padre soportar. Rodrigo Díaz, como prueba de la gran fidelidad a vos, os mandó gran parte de sus mejores tropas y a su heredero para ayudaros y, sabiéndolo todos nosotros, no lo hemos protegido debidamente. (Calló durante un momento, respiró hondo y después sentenció en medio de un gran silencio). Esperemos que Dios, en su suprema justicia, no nos lo haga pagar algún día.

 

    Don Pedro al pronunciar las últimas palabras fijó sus ojos en el conde de Nájera y éste le sostuvo la mirada en actitud desafiante.

 

      __ Majestad, me ordenasteis proteger la espalda del joven Diego y allí estuve con mis hombres durante toda la batalla. Mis hombres y yo no cejamos ni un momento a pesar de que Diego Rodríguez con sus tropas no dejaba de avanzar entre la infantería almorávide. Nos mantuvimos firmes hasta que vos mismo disteis la orden de retirada, y nunca hice movimiento alguno que pusiera en duda mi valor, valor que estoy dispuesto a demostrar donde y con quien haga falta.

 

    Alfonso VI, viendo que la situación se ponía tensa entre dos de sus hombres predilectos, extendió su brazo, impuso silencio entre los presentes y después les dijo:

 

      __ Yo personalmente encargué al conde de Nájera luchar en el lado derecho protegiendo al joven Diego Rodríguez; el motivo de por qué el valeroso joven no retrocedió cuando se dio la orden, pudo ser porque su ímpetu juvenil le lanzaba más hacia adelante que hacia atrás. Lo cierto es que al avanzar en vez de retroceder hizo que quedase rodeado por los cuatro costados y esto fue la causa de su muerte. En cuanto al comportamiento del conde García Ordóñez, me fie de su palabra antes del combate y me fío de ella también después de la derrota. Sobre este trágico suceso, no quiero ningún rumor ni ninguna discusión entre mis nobles.   

    El dolor que “El Campeador” sintió en su corazón cuando le llegó la noticia de la muerte de su querido hijo Diego, le hirió tan profundamente en su alma que posiblemente esta fuera una de las causas que le trajeron la enfermedad que le llevó dos años después a la muerte. A raíz de este luctuoso suceso, el Cid Campeador, se encerró en sí mismo  y las fiebres, que posteriormente contrajo, le fueron consumiendo poco a poco la vida hasta que murió un 10 de julio de 1099, cinco días antes de que los cruzados de la primera cruzada entraran victoriosos en Jerusalén y dos años  después de la muerte de su hijo, aunque los romances y las leyendas le atribuyan otra muerte más o menos fantástica.

    Después del desastre de Consuegra, los musulmanes se adueñaron de todos los pueblos y tierras al sur del Tajo y durante años quemaron iglesias, arrasaron poblados, saquearon y cautivaron hombres y doncellas a su capricho, sin que el ejército cristiano pudiera hacer otra cosa que dedicarse a fortalecer la frontera del Tajo, amurallando pueblos y ciudades, uniéndolas entre sí con altas torres de vigilancia.

     Es en este tiempo cuando según la tradición un clérigo de Consuegra huyó de la morisma llevando, en unas alforjas a lomos de su mula, la santa imagen de la Virgen María. Recorriendo peligrosos caminos, pasando penalidades y revestido con sus humildes hábitos de clérigo, llegó a Valladolid agotado y enfermo y antes de entrar en la ciudad, pernoctó en una cueva en la orilla izquierda del Pisuerga. En aquella pequeña gruta, situada frente a la puerta de la muralla que llamaban de los Aguadores, escondió la sagrada imagen.

    No se sabe qué fue de aquel sacerdote, pues tuvo que pasar más de un siglo para que  un pastor que cuidaba sus ovejas en la orilla del río,  descubriera por casualidad la preciada talla que durante un tiempo se llamó Virgen de los Aguadores y que hoy conocemos con el nombre de Virgen de San Lorenzo, patrona de Valladolid y Alcaldesa Perpetua de la ciudad. Esta talla es cierto que vino de Consuegra porque, cuando fue restaurada, a mediados del siglo XX, en la peana apareció una inscripción donde puede leerse “Virgen del Castillo, patrona de Consuegra (Toledo)”. ¿Estaría esta Virgen en la capilla del castillo de Consuegra durante el asalto almorávide?, ¿sería nuestra milagrosa imagen quien detuvo a los enemigos haciendo imposible escalar aquellos muros? y por último, ¿influiría ella en la decisión de levantar el asedio al castillo?. Nadie lo sabe pues el mismo conde Ansúrez que dentro de la fortaleza de Consuegra le rezaría más de una vez, terminó su vida sin saber que aquella imagen estaba escondida fuera de los muros de su ciudad. Él podría haber dicho si la imagen era la misma, pero murió sin verla en Valladolid.

EL DESASTRE DE UCLÉS

    La vida, a través de la experiencia de los hechos vividos, nos enseña que ni los castillos más fuertes ni las torres más altas, perduran eternamente. El rey Alfonso VI el Bravo, creyéndose superior, y entonces lo era, a todos los reinos de taifas, los dominó y exprimió con el pago de impuestos durante muchos años. Era tan superior, que él que era rey de Castilla, León Galicia y Toledo, llegó a proclamarse a sí mismo “Emperador de toda España”. Pero la cruel fortuna hizo que con la llegada de los almorávides se le truncase la suerte y ahora se sintiera inferior ante la gran amenaza venida del norte de África.

    La derrota más terrible que el rey Alfonso VI sufrió, no fue Zalaca, o Consuegra, que verdaderamente fueron dos grandes desastres con la pérdida de hombres tierras y riquezas. La derrota mayor, la sufrió el rey Alfonso VI en Uclés.

    Muerto el Cid Campeador, su viuda Jimena resistió en Valencia otros dos años, pero llegado el 5 de mayo de 1102, convino con el rey que mantener la ciudad tan alejada de Castilla, suponía mucho riesgo y muchos gastos. Por tanto ordenó la evacuación de la ciudad y regresó a Castilla con las huestes cidianas escoltando el ataúd que guardaba los restos mortales de su esposo. Por todos los lugares que pasaba aquel féretro, era mirado con respeto y admiración; se contaban y cantaban las hazañas del Cid, que pronto pasó a las páginas de la historia, a los romances de la literatura y a las leyendas de las gentes del pueblo.

    Igual que cien años atrás, la muerte del célebre caudillo Almanzor, supuso un gran descanso para la cristiandad, ahora la muerte del Cid Campeador fue acogida con gran  alivio por los hijos del Islán.

    Tras la muerte de Yussuf en el mes septiembre del año 1106, su hijo Alí ibn Yussuf, le sucedió en el trono y decidió continuar con las campañas militares de su padre; y con un poderoso ejército cuyo mando encomendó a su hermano Tamím, partió de Granada y fue engrosando sus filas con soldados de Córdoba, Valencia y Murcia. Avanzó saqueando pueblos y ciudades y llegando de improviso a Uclés, asaltó sus murallas y arrasó la población el 27 de mayo de 1108.

    El rey Alfonso VI, ya de edad avanzada se encontraba en Sahagún preparando su quinto y último casamiento con Beatriz de Aquitania. Casamiento que se celebró dos días después de la batalla. Además sus años y las secuelas de una herida en la pierna, no permitían a Alfonso VI el Bravo, acudir a frenar  las temibles fuerzas almorávides que según los espías cristianos avanzaban sobre Uclés. El conde Ansúrez algo mayor que él tampoco formaba parte del ejército cristiano que salió hacia Uclés para frenar la acometida almorávide. Su hija María, casada con Armengol V conde de Urgel, había enviudado al morir éste  en la batalla de Mollerusa el día 14 de septiembre de 1102 y su hijo y heredero Armengol VI solamente tenía seis años, por lo que Pedro Ansúrez se trasladó a Urgel y como tutor de su nieto estaba, en estas fechas, gobernando el condado y guerreando contra los musulmanes en la conquista de Balaguer.

    Sancho Alfónsez era  único hijo varón de Alfonso VI y, algunos miembros de la rancia nobleza castellano-leonesa, no le miraban con buenos ojos por considerarlo bastardo y no tener la pureza de la sangre goda, pues era hijo de una princesa mora llamada Zaida que más tarde se hizo católica con el nombre de Isabel. A pesar de todo esto, este hijo varón fue para el rey Alfonso como una bendición de Dios y sin haber cumplido 15 años, ya gobernaba en Toledo en nombre de su padre que le había nombrado heredero de todos sus reinos.

    El infante Sancho, acompañado de Álvar Fáñez y el conde García Ordóñez junto con otros nobles y caballeros, formaron el ejército que iba a enfrentarse a los almorávides para defender el reino cristiano.

    El viernes 29 de mayo de 1108, los dos ejércitos se avistaron en la llanura de Uclés, que ya había sido saqueada a excepción de su castillo que aún resistía. Las tropas musulmanas habían realizado sus oraciones a la salida del sol y las cristianas habían oído misa y recibida la bendición. Tamím ibn Yussuf dispuso sus tropas de la siguiente manera: la vanguardia la formarían las tropas cordobesas que serían las primeras en recibir la acometida de la temible caballería pesada de Álvar Fáñez, cuyos potentes caballos iban prácticamente acorazados y producían un efecto demoledor entre la infantería. Detrás, en el centro, iba Tamím con sus tropas granadinas y en las alas la caballería ligera de Murcia y Valencia.

    Álvar Fáñez, necesitaba poco para buscar la cara del enemigo. Acostumbrado a combatir y ganar batallas al lado del Cid Campeador, no conocía el miedo y fue el primero, con su caballería, en lanzarse al ataque de la vanguardia cordobesa, que rotas sus filas, pisoteados y ensartados en las lanzas cristianas los moros cordobeses, retrocedieron víctimas de aquel huracán de cascos, lanzas y hierro que hacía retumbar el suelo del campo de batalla; y se habrían desbandado en loca huida si Tamím que estaba detrás con los granadinos, no los hubieran contenido y obligado a pelear. Al mismo tiempo, las huestes de Murcia y Valencia con su caballería ligera avanzaron por los flancos rodeando el ejército cristiano por los cuatro costados. Aquellos caballos árabes, de poca alzada pero veloces e incansables, sin armaduras pesadas que les entorpecieran sus movimientos, sembraron el desconcierto en las filas cristianas. Sus jinetes, diestros en el manejo del arco, aplicaban la táctica del tornafuye propia de las tribus del Magreb y que consistía en atacar velozmente, descargar una nube de flechas y escapar a toda velocidad de sus monturas. Desbordadas las filas cristianas, ya sólo pensaron en huir y defender la vida del infante Sancho que, con 15 años no cumplidos dependía de la protección del conde de Nájera.

    El hijo del rey, no había entrado en batalla, pero pronto se vio rodeado por los guerreros lanthunos, de negros turbantes y ojos inyectados en sangre, que hirieron su caballo haciéndole caer al suelo con su armadura. El joven Sancho quedó maltrecho de la caída y García Ordóñez reclamó ayuda a otros condes y soldados que pronto rodearon al infante, le proporcionaron otro caballo y todos juntos emprendieron la huida hacia Belinchón , mientras que Álvar Fáñez, con la otra mitad del ejército y manteniendo la formación, rompió las filas enemigas y se dirigió a Toledo, cuya defensa era primordial para el reino.

    Cuando Tamín ibn Yussuf se dio cuenta de que el infante estaba herido y huía, rodeado de muchos de sus nobles hacia Belinchón, dio la orden a su caballería de perseguirlos. La ventaja que habían tomado en la huida no fue suficiente para evitar que la rápida caballería musulmana los diera alcance. Entre Uclés y Belinchón hay una distancia de unos 20 kilómetros, pero el joven infante no podía cabalgar rápido a causa de sus heridas y ya muy cerca del refugio del castillo de Belinchón, la caballería almorávide los iba pisando los talones. En aquella desesperada cabalgada, acompañaban a Sancho Alfónsez su ayo García Ordóñez y seis condes más con lo que quedaba de sus mesnadas. Se sabían alcanzados, la polvareda de la caballería enemiga se veía enorme y tan  cerca estaban que se oía con nitidez el griterío de sus jinetes habidos de sangre. Martín Flaínez, conde leonés, mando detenerse a la tropa y dijo:

      __Señor conde de Nájera, vos sois el ayo de nuestro infante y nuestro señor el rey Alfonso VI os ha encomendado su vida; coged un pelotón de soldados y llevad a Sancho al castillo. Los demás estamos artos de huir  y plantaremos cara a estos salvajes que nos siguen. Sé que no seremos capaces de frenarlos ya que son demasiados, pero sí sé que seremos capaces de detenerlos lo suficiente para que vos protejáis a nuestro infante tras los muros de Belinchón que ya se divisan en la lejanía.  

    García Ordóñez con un grupo de caballeros partieron hacia la fortaleza dejando a la flor de la nobleza castellano-leonesa cerrando el paso al enemigo. El encontronazo fue brutal, los condes y sus mermadas mesnadas se enfrentaron a un ejército de musulmanes mucho mayor, pero aguantaron, espada en mano, hasta caer muerto el último hombre. El lugar de aquel sacrificio se llama Sicuendes (siete condes), aunque los musulmanes lo llamaron siete puercos. He buscado el nombre de aquellos condes que se inmolaron por su infante, por su religión y por su patria y son los siguientes: Martín Flaínez, Gómez Martínez, Fernando Díaz, Diego Sánchez y su hermano Lope Sánchez  junto con su tío Lope Jiménez. El séptimo conde sería García Ordoñez que murió poco después.

    Ojalá este sacrificio hubiera dado los frutos deseados, pero la fortuna es algunas veces tan ingrata que no se cansa de añadir penas a penas. Cuando el conde de Nájera con su  pequeño número de jinetes llegó a Belinchón dando escolta al hijo del rey, se creyeron a salvo, pero en la ciudad había una gran mayoría de mudéjares (musulmanes que vivían en territorio cristiano), que sabiendo de la llegada de los almorávides, se sublevaron y pasaron a cuchillo a toda la escolta y al infante Sancho junto con su Ayo, el conde García Ordoñez, que lo protegió hasta morir. 

    Aquella derrota en los campos de Uclés, además de terrible, fue extremadamente dolorosa. El sanguinario caudillo Tamím, no tuvo piedad con los heridos, mandándolos decapitar en el acto y, como era tradicional en sus batallas, mandó hacer una gran pirámide con los miles de cabezas cristianas,  y al amanecer del día siguiente, el almuecín se colocó en su vértice y llamó a la oración a todos los soldados vencedores, para cantar las glorias de Alá, el Poderoso por haberles dado la victoria.

    Cuando Álvar Fáñez llegó a presencia del rey con lo que quedaba de su ejército, cayó de hinojos y con el puño derecho en el pecho y la cabeza inclinada guardó silencio, pues ya sabía que Alfonso había recibido la fatal noticia:

      ___¿Dónde está mi hijo?_ dijo Alfonso_ ¿Dónde está mi heredero?, el consuelo de mi vejez, la luz de mis ojos y la alegría de mi corazón.

    Un largo y profundo  silencio fue la respuesta primera, después puesto ya en pie, volvió a relatar los luctuosos hechos acontecidos en Uclés.

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    El conde Ansúrez, a  pocos días de estos acontecimientos, llegó a Toledo para visitar a su amigo y señor Alfonso VI “El Bravo” que, profundamente afectado, se encontraba sumido en una gran depresión.

    El Conde dobló su rodilla ante el rey y éste lo levantó y abrazó efusivamente.

      __Amigo Ansúrez, ya estaréis al corriente de tan ingrata noticia. ¿Será este un castigo de Dios por mis pecados cometidos?. En Sagrajas, vos mismo me hicisteis ver que poner a García Ordóñez protegiendo al hijo del Cid, había sido una equivocación y una temeridad mías. Yo juro que no busqué su muerte, pero pequé de soberbio al no hacer caso de vuestra objeción. Ahora la historia se ha repetido y el muerto ha sido mi querido hijo Sancho, aunque sé que García Ordóñez protegió su vida hasta el último aliento.

      __Majestad, los dos hemos vivido muchos años. Desde nuestra infancia hemos tenido momentos alegres y momentos luctuosos, días de gloria y días de dolor. Yo también he sentido el dolor de perder a mi único hijo varón y sé que ese dolor hiere tan profundamente el corazón, que esa herida nunca llega a cicatrizar. Pero nuestro Dios es sumamente misericordioso y no castiga a sus hijos, somos nosotros los que sintiéndonos culpables, nos infringimos ese dolor.

      __Ansúrez, vos conocéis mi vida y sabéis cuanto deseaba tener ese hijo varón. La gente murmura que después de cinco esposas cristianas y dos concubinas sólo una princesa musulmana ha sido la que me ha dado el fruto que yo deseaba.

      __No os torturéis más señor. Todo el mundo sabe que vos habéis sido un gran rey, que habéis unificado los reinos cristianos y habéis llevado la frontera hasta el río Tajo, recuperando Toledo para la cristiandad.

      __Espero que Dios, que es justo y misericordioso, tenga en cuenta cuanto decís a la hora de mi muerte, pero aún quiero haceros un mandato.

      __Dispuesto estoy a serviros señor pues, aunque los años me pesan, aún mi brazo puede sostener la espada.

      __No, Ansúrez, _ dijo sonriendo levemente_  no habrá batallas que celebrar ni espadas que levantar, he concertado el matrimonio de mi hija y heredera Urraca, con el rey Alfonso I “El Batallador” y como tú eres su ayo, quiero que si yo faltara,  te encargues de todo lo necesario para celebrar los esponsales.

    Un año después, el monarca murió en Toledo el uno de agosto de 1109 y Pedro Ansúrez lloró la muerte de un rey y de un amigo. Después acompañó el cuerpo de Alfonso VI al monasterio de San Benito de Sahagún, donde éste recibió  sepultura según había sido su voluntad mientras vivió.

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    El rey de Aragón, Alfonso I “El Batallador”, fue el más aguerrido caudillo en los tiempos que siguieron a Rodrigo Díaz de Vivar. Tenía 36 años y aún no se había casado, cosa rara en las monarquías de aquellos tiempos, vivía austeramente como un monje y dedicado en cuerpo y alma, como si de un caballero cruzado se tratara, a pelear contra los enemigos de Cristo. Antes de morir  Alfonso VI, pensó en él para casar a su hija Urraca, cuyo tutor era el conde Ansúrez, y así unir todos los reinos cristianos en su lucha contra los musulmanes.

   Don Pedro Ansúrez, señor de Valladolid, no echó en olvido el mandato de su Señor y, siendo ya reina Urraca I, organizó los esponsales en el castillo de Monzón de Campos, (Palencia) que era de su propiedad. En la ceremonia que se produjo a finales de septiembre, actúo Pedro Ansúrez como padrino y las fiestas de tal unión fueron tan grandes como grande fue la alegría de todos los reinos cristianos; pues se habían unido los reinos de Aragón, Navarra, Castilla y León, haciendo una fortísima coalición que tenía a la cabeza un rey muy valeroso y diestro en las artes de la guerra.

    Pero estas expectativas y estas alegrías no duraron mucho tiempo, pues la reina Urraca I, era caprichosa, sensual e indomable y chocó contra el carácter de su marido que era austero, autoritario y, según algunos historiadores, misógino y violento. 

     Tan poco duró esta felicidad que al mes de las bodas, el 26 de octubre de 1111, los dos esposos ya se enfrentaron en la batalla de Candespina, cerca de Sepúlveda. Parte de la nobleza castellano-leonesa y una buena porción del clero castellano, en vez de intentar mediar entre los esposos, pidieron  al Papa Pascual II la anulación matrimonial alegando parentesco entre los dos por ser bisnietos de Sancho Garcés III de Pamplona.

    El conde don Pedro Ansúrez, vivió años muy tristes a partir de los desgraciados  esponsales celebrados en Monzón, donde su esposa doña Eylo y él habían sido los anfitriones de aquella unión tan deseada. Su querida esposa murió un año después de esta unión en Valladolid, la ciudad que tanto había engrandecido y amado. El  dolor le partió el corazón y como había deseado en vida acompaño al féretro de su esposa hasta el monasterio de San Benito de Sahagún donde fue inhumada. Aquel hombre de bronce, curtido en cien batallas y capaz de soportar todas las adversidades imaginables, recibió tan duro golpe que marcó los últimos años de su vida. Por si fuera poco todo esto, su ahijada la reina Urraca I estaba en pésimas relaciones con su marido, situación esta que le ponía a don Pedro en una encrucijada de acción muy difícil de resolver.

     Él había jurado fidelidad a Alfonso I cuando estuvo de regente en Urgel, por lo tanto era su vasallo; por otro lado debía fidelidad ciega a su reina Urraca I y ser fiel a ésta le convertía en enemigo del marido; así que cuando el Papa, amenazó con la excomunión a ambos cónyuges en caso de permanecer juntos debido a su consanguinidad, y Alfonso I “El Batallador” la repudió, fue la gota que colmó el vaso de la incertidumbre del honorable conde.



Urraca I (José Mª Rodríguez de Losada)


    Ansúrez había soportado con dolor las veces, hasta cinco, que aquellos esposos irreconciliables se habían separado y otras tantas se habían reconciliado. Él había intentado mediar entre ambos cónyuges, haciéndoles ver que la amenaza de los almorávides era evidente y que sólo la unión de los reinos les hacía lo suficientemente fuertes como para seguir con la reconquista.

    Todo había sido inútil y ahora para colmo de desdichas, ante la amenaza del Papa,  Alfonso había repudiado a su esposa. Había que tomar una determinación pues, tenía su palabra y por lo tanto su honor empeñado en ambas partes.

    Cuentan los cronistas de la época que el Conde Ansúrez vestido totalmente de rojo, montando un caballo blanco y con una soga anudada a su cuello, se presentó ante el rey de Aragón, que por aquel entonces andaba en guerra con su esposa. El revuelo que se armó dentro y fuera del palacio, con la presencia de don Pedro, fue tal que el propio rey Alfonso salió con su escolta a la puerta quedando admirado del arrojo de aquel hombre.



Costado del pedestal de la estatua

 

      __Señor conde, ¿Qué misión os trae hoy aquí vestido de rojo y sobre un caballo blanco como si fuerais un jinete de la apocalipsis?.

      __Majestad, permitidme descabalgar y ante vos, elevaré mi petición.

      __Sea, _dijo escuetamente el rey_ descabalgad y haced uso de la palabra para que yo sepa qué extraño cometido os trae hasta mí de esa guisa.

    El Conde Ansúrez, echó pie a tierra con más soltura de la esperada para un hombre de su edad, dio las riendas de su montura a uno de los soldados, se sacudió levemente el polvo de sus ropas y después, erguido y resuelto, encaminó sus pasos hasta el pie de las escaleras sobre las que estaba Alfonso I. Su paso era marcial, de viejo soldado, su roja capa arrastraba tras de sí por el suelo enlosado y aunque sus largos cabellos y su barba eran canos, la complexión de su cuerpo denotaba fortaleza. Llegó hasta el pie de la escalinata, dobló su rodilla derecha e inclinando la cerviz, descubrió su cabeza.

      __¡¡¡Por el amor de Dios, Ansúrez!!!. Levantaos y cubrid vuestra cabeza; un hombre de vuestra alcurnia no está obligado a tales signos. Después decidme a qué venís en actitud tan solemne.

      __Señor, vos sois cristiano como yo y conocéis las escrituras mejor que yo. Sabéis que como dice el evangelista San Lucas, “un siervo no puede servir a dos señores a la vez”. Y yo añado, que menos se les puede servir  si estos señores son enemigos.

    Hace años, estando yo en Urgel, os juré vasallaje y como fiel vasallo os serví; pero ahora mi reina es Urraca I y no puedo ser fiel a uno de los dos sin romper mi juramento con el otro. He decidido servir a mi reina  natural y de la cual he sido tutor y padrino; por tanto me presento ante vos para que me eximáis de mi juramento de vasallaje o que dispongáis de mi vida, por eso traigo esta soga rodeando mi cuello. Y cogiendo el extremo libre de la cuerda se la ofreció al rey. (Esta escena se puede ver en un costado del pedestal de la estatua situada en la Plaza Mayor de Valladolid).

    El rey Alfonso I de Aragón, quedó perplejo ante la muestra de lealtad y valor que el anciano conde demostraba y descendiendo las escaleras que los separaban, se puso a su altura, le quitó del cuello la humillante soga y, hablando en alto para que le oyeran los presentes dijo:

    __Así se comportan los hombres de honor, hoy habéis demostrado ser valeroso ante las circunstancias que estamos viviendo y fiel al juramento que, hace  tiempo, me hicisteis. Nada tengo que reprocharos y desde este momento quedáis exento de la pesada carga que para vos implica tal juramento de vasallaje. Volved a vuestra querida ciudad de Valladolid, sed fiel a vuestra reina y llevad la frente muy alta, pues ningún noble ha estado ante mí que os supere en valentía y en limpieza de honra.

    El Conde Ansúrez, volvió a Valladolid y siguió engrandeciéndola hasta el final de sus días. Murió en su querida ciudad un 9 de septiembre del año 1119, siendo su cuerpo inhumado en la colegiata de Santa María la Mayor que, él y su esposa Dª Eylo habían mandado construir. Siglos después, cuando la colegiata fue demolida para dar paso a la construcción de la catedral, sus restos fueron traslados a esta y allí se puede visitar su sepultura en uno de los lados de la nave del lado del evangelio.

 


 

Sepulcro del Conde Ansúrez (catedral de Valladolid)  

    Castellano, leonés, español o extranjero que, de visita a nuestra querida ciudad de Valladolid, habéis llegado a la Plaza Mayor de la ciudad, veréis en su centro la formidable estatua del Conde Ansúrez, señor de Valladolid, conde  de Liébana de Carrión y de Saldaña, gobernador de Zamora, Toro, Melgar, Simancas y Cabezón y otros innumerables títulos. Contempladla con admiración pues es la estatua de uno de los más grandes próceres de nuestra historia. Un hombre que vivió y luchó teniendo siempre como lema la lealtad a sus reyes y el sacrificio por su patria y que, por encima de todo, supo mantener su honor limpio hasta la muerte aún en las más adversas circunstancias

    M. Díez

Bibliografía:

De entre los muchos artículos y libros consultados destacaré:

El Cid Campeador (Ramón Menéndez Pidal)

El Conde Ansúrez (Julio Valdeón Varuque)

El Puente Mayor (E. Feijóo de Mendoza)

El Puente Mayor y la leyenda del diablo (Antonio Martínez Viergol)

Escritos de Rodrigo Jiménez de Rada sobre Pedro Ansúrez, Alfonso VI y García Ordóñez.

Alfonso VI Señor del Cid y conquistador de Toledo. (G. Martínez Díez)

Consultas puntuales en la enciclopedia Espasa Calpe

Otros autores relacionados con el tema tratado.