martes, 12 de septiembre de 2017

"GALGOS EN CASTILLA"

GALGOS EN CASTILLA
    En el año 1980 publiqué en la revista TROFEO este artículo sobre los “galgueros, los galgos y las liebres en Castilla”. Yo por entonces era un cazador joven, con buenas piernas y una afición en la sangre que, ya desde niño, me habían inoculado en vena dos viejos cazadores: mi tío Gabriel y su íntimo amigo Adriano Moro. Los dos eran amigos inseparables y magníficos galgueros; y como tales siempre tuvieron rivalidad por ver quién criaba  el mejor galgo. Mi tío tenía un galgo de color barcino, color que él definía con la bella palabra “aculebrado”, que era rápido como el viento y cuyo nombre era “Talgo”.  Adriano tenía una galga negra barbuda llamada “Saeta”, quizás no tan rápida de salida pero con una codicia y una resistencia encomiables. ¡¡Cuantas discusiones entre estos buenos amigos provocaron aquella pareja de galgos con sus carreras!!.
    De los dos amigos ya ninguno vive. Adriano ha sido el último en morir y un año antes de su óbito le visité en la residencia donde, ya nonagenario, pasaba los últimos años de su vida. Me dijeron que no coordinaba bien sus pensamientos y que quizás no me reconocería, pero quise asumir el riesgo. Lo encontré sentado en una silla de ruedas, con una gorra negra y la cabeza inclinada con la mirada fija en el suelo. Sentí mucha pena al ver en tal estado a aquel hombre que yo conocí lleno de vida, y al que nunca pude cansar andando en los largos días de caza. Me senté a su lado y le pregunté:
-        ¿Me conoces?
  Él volvió la cabeza, me miró fijamente y dijo:
-        Como no te voy a conocer si, cuando eras niño, te tuve sobre mis rodillas, pero ¿Cómo es que has venido por aquí?.
-        Pues ya ves, le mentí, iba de paso y me he dicho: “Voy a ver a Adriano que hace mucho que no se de él”. Además he pensado que a lo mejor podíamos ir un día de estos de caza.
-        Tengo esta pierna averiada, y se tocó la pierna derecha, si no fuera por esto claro que podría ir todavía de caza con el “bicho”.
    Después seguimos hablando y pude ver que verdaderamente me decía cosas inconexas, pero cuando le dije que yo aún tenía galgos,  volvió a clavar su mirada en mí, sus ojos se iluminaron y me dijo:
-        ¿Te acuerdas de la “Saeta”?, esa sí que era una galga buena; mejor que las que tenéis ahora y mejor que el “Talgo” de tu tío Gabriel, aunque él no lo quería reconocer.

 Yo lo miré con cariño, le di la razón y seguimos charlando durante un buen rato, después pasando un brazo sobre sus hombros le di un beso de despedida y fue la última vez que lo vi con vida.
    A estos dos hombres, a estos dos galgueros que ya no volverán a sentir la emoción de este deporte, les  quiero dedicar el mismo artículo de entonces  en esta nueva reedición que de él hago en mi blog.


GALGUEROS, GALGOS Y LIEBRES
     Cuando amanece  un día cualquiera de enero en los amplios y desolados páramos y planicies castellanas, cualquier observador inexperto que extienda su mirada por estas llanuras estériles, atenazadas por los hielos que bruñen los ásperos cavones de los barbechos, pensará que no existe vida alguna. Pensará que el único ruido que rompa aquel frío silencio, será el silbido del norte que barre con su gélido aliento la inmensa llanura.  Pero no es así, el hombre del campo sabe que la estepa no está muerta, que duerme aletargada por el frío nocturno, pero que apenas el sol levante una cuarta por detrás de la loma que cierra el horizonte, la alondra volará sobre el barbecho y los bandos de jilgueros y pardillos, buscarán las semillas de los congelados cardos que crecieron al borde del camino. En fin el observador experto sabe que en aquella desolada llanura hay vida; que hay animales que la pueblan, pero sabe también que estos animales son duros como la estepa e indómitos como el norte que los acuchilla.
     Si el profano observador agudiza el oído podrá oír el desafiante canto del macho de perdiz que, como un estallido, rasga el silencio del amanecer desde el otero que sirve de atalaya a su feudo y si por casualidad cruzase uno de estos barbechos, quizás de de sus mismos pies se “arrancase” súbita, veloz e inesperada la liebre que, amparada en el mimetismo de su críptico pelaje aguarda hasta el último segundo acurrucada en su yacija.

Liebre encamada
     La liebre, reina indiscutible de las llanuras de Castilla, es la protagonista principal e indiscutible de la caza con galgos. Este pequeño animal de apenas tres kilos de peso, es capaz de correr con sus nervudas y veloces extremidades a velocidades increíbles para un animal de su talla. La liebre conjugando la velocidad de sus patas y la resistencia de su corazón no tiene rival en la estepa. En estas planicies donde el límite es el horizonte y donde no existe obstáculo alguno, su salvación se encuentra tanto en la velocidad y resistencia de su carrera, como en un perfecto conocimiento del hábitat donde vive: no hay senda, camino, loma, espliego, linde o roderón que no esté perfectamente cartografiado en su pequeño cerebro de lagópodo.
     Este duro pero grandioso escenario, que podría ser cualquier lugar de Tierra de Campos, planicie de Guadalajara o el áspero pero llano páramo del Cerrato Castellano, es el lugar idóneo para el maravilloso lance de la caza con galgo. Aquí en esta llanura inmensa, cubierta de un cielo azul sin límites, sólo dos animales, el galgo en el suelo y el halcón peregrino en el cielo, son capaces de imponer su ley; la ley del más fuerte, la ley del más veloz; en definitiva, "la ley de la estepa”.
LOS PROTÁGONISTAS
     Para que el lance cinegético al que nos referimos pueda realizarse, son necesarios tres personajes: el galguero, el galgo y la liebre. También es verdad, y muchos aficionados abogan por su uso, el caballo es una pieza si no indispensable, muy útil, cómoda y elegante.

 El sabor del triunfo
 Pero al galguero nato le gusta sentir la tierra bajo sus botas y experimenta placer en el contacto de su galgo que, buscando la fugaz caricia, de vez en cuando se restriega cariñoso en las piernas de su amo.
     El Galguero. Del rústico cazador del Medievo, aquel que tan sólo con la ayuda de su veloz lebrel y los conocimientos cinegéticos que el continuo contacto con la naturaleza le había dado, practicaba la caza con galgos a la sombra del castillo feudal, desde cuyas torres y atalayas, llegaba a sus oídos el grito de los halcones del “Señor”, al moderno cazador de nuestros días, que amparado en su todoterreno y con potentes rifles de mira telescópica, derriba toda clases de animales, han pasado muchos siglos.
     Pero en muchos pueblos de Castilla, en muchos de estos villorrios donde el sufrido labrador sigue ligado a la tierra, abriendo en ella los surcos donde entierra sus esperanzas, su sudor, su trabajo y su vida; en estos pequeños pueblos, reliquias del pasado, donde el tiempo parece haberse detenido, todavía existe el rústico cazador medieval, de semblante rudo y noble corazón; hombres que cuidan al galgo como a un miembro más de la familia. Y es que, en la soledad de los campos, el castellano busca la compañía de su perro para no sentirse tan solo, y le habla y le mima y cuando llega el día festivo, en que el labriego deja de trabajar la tierra, el galguero con su fiel perro a la vera, vuelve a patear el campo en busca de ese fugaz pero intenso lance, que es la caza de la liebre.
     Y es que la tierra lo es todo para el castellano: es el lugar donde nace, donde trabaja, donde sufre con los rigores del clima y donde goza con la caza y la contemplación de las cosechas logradas. Y esa tierra será para él también el lugar donde su cuerpo descanse con la muerte. Por eso el castellano que, en su juventud, emigró a la ciudad, ansía volver en el otoño de su vida al lugar donde nació, al lugar donde están sus raíces, a la tierra que le vio nacer y en la que descansan todos los seres que forman su pasado.
     El galgo. Este animal nervudo, musculoso, enjuto y fuerte; de largas patas, afilado hocico y penetrante mirada, es la estrella de este maravilloso espectáculo. Cuando uno se fija detenidamente en este esbelto animal, se da cuenta que está hecho para correr. Su cuerpo es fusiforme, su cráneo dolicocéfalo, con una gran caja torácica que alberga los pulmones y el corazón, motor indispensable para este gran corredor.

Un cuerpo hecho para correr

     El buen aficionado, aquel que quiera triunfar en este deporte, ha de escoger el tipo y raza de galgo más adecuado para el terreno donde se va a desarrollar su futura actividad: las menudas y vivaces galgas para los terrenos quebrados y pedregosos, y los más grandes, “latizos” y poderosos galgos para las interminables llanuras de Tierra de Campos, la Mancha o los páramos de Castilla.
     El galguero buscará, por todos los medios, el mejor ejemplar, los mejores padres, los más veloces, los de líneas más puras, los de mejor raza; y criará su galgo desde pequeño, desde que da sus primeros y vacilantes pasos, hasta sus primeros retozos con otros jóvenes perros. Los siete u ocho primeros meses en la crianza de un galgo son fundamentales e influirán en nuestro pupilo para el resto de su vida.
     El galgo ha de medir sus fuerzas con la liebre, un animal salvaje, nacida y criada en una tierra brava, con un clima indómito no apto para los débiles; y para poder competir con ella, el galgo además de raza y estampa ha de estar perfectamente entrenado y musculado; en una palabra, puesto a punto. Otra cosa importante que el galguero debe cuidar son los pies de su galgo, sus “pisos”. El galgo ha de pisar con los dedos recogidos, sus uñas cortas y sus callos duros y en buen estado. Un perro criado en la ciudad o sin haber salido de casa, no habrá corrido doscientos metros por el áspero páramo cuando se haya destrozado sus patas. Al aficionado de ciudad, aquel que no puede tener a su galgo en contacto directo con el campo, no le queda otro remedio que entrenarlo una o dos veces por semana, haciéndole correr por algún camino en buen estado con una motocicleta o un automóvil que será conducido por el propio galguero, buscando con este ejercicio que el galgo se muscule, se endurezca, que lime sus uñas, que haga callo en sus pies y ejercite sus pulmones y corazón para tener fondo después en la caza.
EMOCIÓN SUPREMA
     El Lance. El momento cumbre y más ansiado por el galguero, es el día que por primera vez su galgo sale al campo, pero no para entrenar sino a cazar. En este momento el galgo va a poner de manifiesto su clase, su raza, su velocidad y, sobre todo, la preparación que su amo le ha dado. Porque cuando el galgo se “arranque” detrás de la liebre con él se arranca también nuestra ilusión, nuestra esperanza y nuestra experiencia.
     El galguero novel, aquel que con el corazón en un puño y la ilusión puesta en su galgo, sale al campo a cazar por primera vez, ha de elegir el día y el lugar apropiados, así como la compañía, pues el hacerse acompañar por un veterano, por un experto cazador, le librará de muchas fatigas, sufrimientos y quebrantos en el momento de buscar el encame de la liebre.
     El día escogido será una apacible mañana de otoño, cuando el campo de Castilla huele a tierra recién labrada, a rastrojos humedecidos por la escarcha, cuando la chopera que escolta al arroyo aún no ha perdido sus ya amarillas hojas y el alcotán que no ha emigrado, dibuja en el azul del cielo la arabesca filigrana de su vuelo tras el bando de alondras. El galguero avanzará despacio, escrudiñando el terreno con su mirada, silencioso, parándose de vez en cuando y con el galgo a su vera sin dejar que se aleje. Buscará la liebre en el barbecho junto al camino e intentará verla echada en la “cama”, aunque esto resulte difícil para el nuevo cazador.

¡¡¡Ahí va la liebre!!!
Y cuando más descuidado esté, súbita e inesperada la “rabona” saltará de la cama como un meteoro en dirección a la senda o camino más próximo, y tras ella, sin dudarlo un momento se arrancará el galgo: la persigue con fe y va a alcanzarla ante los ojos atónitos e ilusionados de su amo, cuando con un quiebro brusco y espectacular, la liebre, ante la perplejidad del galguero, burla a su rival y alcanza el camino rauda como una centella, poniendo 20 ó 30 metros de distancia entre ella y las fauces de su perseguidor. Pero aún no se ha perdido todo y es ahora cuando vamos a conocer nuestro galgo, vamos a ver lo que da de sí su estirpe, su clase y su preparación. Efectivamente el galgo, haciendo un portentoso derroche de facultades, hunde el hocico entre las manos e impulsado por unos músculos de acero, acorta distancias. Lenta pero inexorablemente la ventaja disminuye y la esperanza del cazador renace a la par que corre y grita emocionado, mientras contempla aquel duelo portentoso de una belleza inimaginable.


Con la liebre al morro
     La liebre corre ahora casi en el morro del galgo, siente a su espalda el resoplar de su enemigo, de aquel diablo que la persigue a muerte; pero ella está dispuesta a vender cara su vida y corre en “zigzag”, hace fintas resistiéndose a dejar el sendero y, en el momento crítico, cuando el galgo se abalanza sobre ella, la liebre en un portento de facultades, se aplasta contra el suelo y cambia de dirección abandonando el camino y volviendo a ganar unos metros al perro, que clava sus uñas en el polvo en un desesperado intento de no perder contacto con su presa.
     Ahora la carrera se desarrolla en la tierra hueca de un campo labrado recientemente, y aquí el galgo domina netamente a la liebre, la cual de no ocurrir nada imprevisto acaba, después de algunos quiebros y regates, colgada en los colmillos de su rival.
     Mientras, el galguero corre jadeante, sudoroso y emocionado hacia su galgo, que con la liebre ya muerta en su boca se acerca satisfecho con el rabo en alto, orgulloso de su hazaña. Habrá que dejarle un rato la liebre, que la muerda y la huela, al tiempo que se le palmea con cariño llamándole por su nombre.
     Después de un merecido descanso, en el que el veterano acompañante  comentará sabiamente la carrera, se prosigue la cacería pues, si todo transcurre normalmente, el lance podrá ser repetido una o dos veces más y nuestro cazador novel habrá recibido su “bautismo galguero”.
     Cada vez que un lance como este se repita, cada vez que la silueta del galguero, con su visera sobre la frente y la “cacha” en la mano, se recorte en el frío pero limpio amanecer de Castilla, podremos decir orgullosos que nuestro ancestral deporte no ha muerto, que aún vive en el  sufrido corazón del cazador. Y es que mientras en  Castilla, la liebre y el galgo existan, siempre habrá un galguero dispuesto a salir al campo, a sufrir sus rigores y a gozar con el más bello, con el más duro y con el más espectacular deporte: la caza con galgo.
M. Díez