martes, 3 de julio de 2018

CUANDO "EL ESGUEVA" SE MANCHÓ DE SANGRE


CUANDO “EL ESGUEVA” SE  MANCHÓ  DE SANGRE

    El miedo se define como "el temor que el alma experimenta ante un mal inminente", pero el hombre valiente no retrocede ante ese peligro, el hombre valiente se enfrenta al enemigo a sabiendas, muchas veces, de que el contrario es superior a él. El hombre valiente también siente miedo pero, gracias a su valentía, lo supera y obra como si no lo tuviera. Pero hasta el hombre más valeroso, hasta el más esforzado guerrero siente que su corazón desfallece y su espíritu vacila cuando el enemigo al que debe enfrentarse es algo invisible, algo del otro mundo, y más aún si ese espíritu proviene o parece provenir de lo más profundo de las tumbas o del temido rey del averno. O ¿es que el hombre más avezado a los peligros y más curtido en la lucha, no siente reparo a entrar de noche y en solitario en un oscuro cementerio?. Leí, en cierta ocasión, una entrevista que el periodista Christian Sanz hizo a un guarda nocturno del cementerio de Mendoza (Argentina), llamado Darío Donoso y sus palabras hacían erizarse el vello del cuerpo.

    Darío era policía y aceptó aquel trabajo ya que él decía no sentir miedo de los vivos y, por lo tanto, mucho menos de los muertos. Pero a los pocos meses de trabajar como vigilante nocturno en el cementerio, dejó el oficio y aquel hombre bragado en los peligros y estable anímicamente, contó haber vivido horas y escenas espeluznantes. Entre muchas cosas de las que contaba, decía haber visto sombras aparecer y desaparecer entre las tumbas, haber oído conversaciones en voz baja y siseos y llantos apagados. A una de las preguntas contestaba literalmente así: “Te llaman, te silban, oyes a bebés que lloran llamando a su mamá, y esto es lo más normal, porque en noches oscuras, cuando las nubes cubren las estrellas y en las que el viento mece las copas puntiagudas de los cipreses del camposanto, he llegado a oír que me llamaban por mi nombre. ¡Daríooo…!, ¡Daríooo…!”

    Y es que cuando la vida terrenal y tangible acaba, para empezar la otra vida que ocurre después de la muerte y que para nosotros es tan misteriosa y desconocida, el temor se apodera de nuestra alma y nuestro valor zozobra y se hunde en el profundo abismo del miedo. Un poco de esto y un mucho de realidad ocurrió en la historia que voy a contar a continuación. Los personajes y los sitios son verdaderos y tan reales como la vida misma, pero algunas partes rayan con la leyenda y con el temor  que producen  los poderes sobrenaturales.

LA FACULTAD DE MEDICINA DE VALLADOLID

    El día 9 de junio de 1404, se creó en Valladolid la cátedra de Medicina mediante una real célula concedida por el rey Enrique III de Castilla. Este hecho prueba dos cosas importantes: la primera es que con este privilegio se igualaba en importancia la carrera de medicina con otros Estudios Mayores como los de Teología o Derecho. La segunda es que, este real decreto, demuestra que la Facultad de Medicina de Valladolid es la más antigua de España.

 Esta historia que voy a relatar y, que en algunas de sus partes, sobrecoge el corazón, nos traslada al siglo de oro español. Allá por el año 1550 se estableció en la ciudad de Valladolid el ilustre médico granadino D. Alfonso Rodríguez de Guevara que habiendo estudiado profusa y profundamente la  anatomía humana en las universidades italianas, se proponía trasmitir su saber en esta materia a los médicos españoles, dando sus lecciones magistrales en la Universidad de Valladolid.
   Pero, ¿quién era este doctor?.  De los comienzos de Rodríguez de Guevara se sabe más bien poco. Obtuvo el grado de licenciado en Medicina por la Universidad de Sigüenza en 1552 y más tarde, en 1557 se doctoró por la universidad de Coimbra (Portugal). El hecho de licenciarse por la universidad de Sigüenza y no por la de Valladolid  de la que  fue catedrático, ha suscitado la sospecha de que quizás compró el título en alguna “Universidad Silvestre”, ya que no tenía un certificado de limpieza de sangre por su condición de judío converso. Esto no quita para que fuera una eminencia en medicina y fundamentalmente en anatomía que había estudiado, durante dos largos años, en Italia en compañía de otros eminentes doctores, posiblemente en la universidad de Padua, teniendo como profesor a Realdo Colombo.
     Rodríguez de Guevara dio un gran empuje y prestigio a la medicina en Valladolid, pues debemos recordar que hasta entrado el siglo XV, los estudios de medicina en España, estaban considerados como menores, y se mezclaban con otras disciplinas como la alquimia y la botánica; ya que en el conocimiento de esta última se aprovechaban los poderes medicinales de las plantas para la curación de enfermos. No podemos olvidar tampoco que durante muchos siglos la mal llamada medicina era ejercida solamente por barberos, curanderos y brujos.



      Barbero del siglo XVI sacando una muela

    Cuando en el año 1550 D. Alonso Rodríguez de Guevara, fue autorizado a dar clases de anatomía y sobre todo de disección de cadáveres procedentes del Hospital de Corte y de La Resurrección, en el que se recogían a todos los pobres y enfermos desvalidos, la universidad de Valladolid se llenó de médicos y estudiantes de anatomía de todas las regiones de España e incluso del extranjero.

     Durante siglos el interior de las personas había sido un misterio, pues todas las religiones y sobre todo la Católica habían prohibido “profanar” con el bisturí el interior del cuerpo humano. El atrevido médico o cirujano que en alguna ocasión lo había intentado, había sido acusado de nigromante, practicante de magia negra y de estar en contacto con el diablo. Estos hombres eran salvajemente torturados y en la mayoría de los casos ahorcados o quemados vivos.

    En el siglo XV por fin el papa Sixto IV promulgó una bula en la que se permitía la disección de cadáveres humanos con fines científicos. Esta bula supuso un gran alivio para todos aquellos doctores que hasta entonces, por motivos religiosos, habían encontrado una gran muralla que les impedía conocer el interior de sus pacientes.

    En España aún tuvo que pasar un tiempo hasta que Carlos I hijo de Juana I de Castilla concediera, según consta en el Archivo General de Simancas, permiso para tal estudio. El mencionado permiso dice literalmente así: “Damos licencia y facultad para que en los meses de Noviembre, Diciembre, Enero  y Febrero de cada año se pueda hacer anatomía de un cuerpo de los que se condenasen por delitos graves a pena de muerte y se ejecutase en ellos la dicha pena, o los que muriesen en alguno de los hospitales, cual pareciese que más conviene a los médicos de dicha Villa”.

    Es fácil deducir por que se decía que fueran escogidos aquellos cadáveres procedentes de condenados a muerte o de hospitales de pobres y desvalidos. La razón no podía ser otra que tales cuerpos, en la mayoría de los casos, no tenían familiares ni nadie que se preocupase de recoger sus restos mortales para darlos cristiana sepultura. Del mismo modo el que se escogieran cuerpos humanos solamente en los meses que iban de noviembre a febrero, no tenía otra explicación que, al tratarse de fechas que en Valladolid normalmente las temperaturas son bajas, los cadáveres podían conservarse durante más tiempo, ya que en aquella época  no existían las cámaras frigoríficas de las que hoy en día disponemos.

    En la ciudad de Valladolid se eligieron  el Hospital de Corte y el  de la Resurrección pues allí iban a morir todos los vagabundos y maleantes que pululaban por las calles de la Villa.

Hospital de la Resurrección (fotografía de Adolfo Eguren)

    Se ubicaba este hospital de la Resurrección  fuera de la Puerta del Campo, lo que hoy  sería el final de la Calle Santiago (una placa en el suelo recuerda aquella puerta de la muralla), y se había construido ocupando un antiguo edificio dedicado a la casa de mancebía más importante, en aquellas fechas, de la ciudad de Valladolid.

Placa (en la C. Santiago) que recuerda el lugar donde estaba la Puerta del Campo

   El Hospital estuvo en funcionamiento durante tres siglos y es el lugar donde Miguel de Cervantes, que vivía cerca de allí, sitúa la trama de su Novela Ejemplar: “El Coloquio de los Perros”.  Más tarde sirvió incluso como hospital militar a las tropas de Napoleón cuando este ambicioso  emperador francés invadió España en el año 1808  llevando a nuestro País a una feroz guerra que llenó de sangre nuestros campos y de gloria los libros de nuestra Historia.

    Por último, cuando fue demolido en el año 1890, parte de su fachada, con la escultura de Cristo Resucitado, fue trasladada de lugar y ahora la podemos ver en los jardines delanteros de la casa de Cervantes.



Fachada del Hospital de la Resurrección ubicada en los jardines de la Casa de Cervantes

    Para  terminar la información sobre este Hospital, diré que en su solar se edificó posteriormente el bello edificio conocido, en nuestros días, con el nombre de Casa Mantilla, que hace esquina con la calle Miguel Íscar y la Acera de Recoletos.



    Casa Mantilla, construida en el mismo solar donde siglos atrás estuvo la casa de   
  Mancebía y después el Hospital de la Resurrección.


ANDRÉS DE PROAZA

    Como ya dije antes, cuando el celebérrimo doctor Alonso Rodríguez de Guevara anunció que impartiría clases de anatomía con disección real de cadáveres, en la Universidad de Valladolid, multitud de médicos y estudiantes de medicina se matricularon en sus clases.

    Uno de de estos matriculados se llamaba Andrés de Proaza, un joven médico que vivía en la CALLE ESGUEVA, llamada así porque por ella transcurría el ramal norte  del río Esgueva. Este licenciado se había hecho célebre por las curaciones que realizaba a enfermos de la Ciudad y de fuera de ella.

    Se trataba de un joven de sangre judía que había llegado de Portugal, su estatura era más bien alta, con el cabello negro como la noche y algo rizado. Su frente amplia y despejada daba paso a un rostro bien proporcionado, con una incipiente barba poblando parte de sus atezadas mejillas. Tenía la nariz aguileña y dos grandes ojos negros algo hundidos en sus órbitas que, casi siempre, miraban al suelo con timidez. Mas cuando se erguía, levantaba la mirada y aquellos tímidos ojos miraban de frente, despedían un brillo metálico indescriptible y de la  luz que en ellos brillaba, emanaba sabiduría y misterio a la vez.  Era parco en palabras, hablaba lo justo y siempre con sus enfermos de los temas relacionados con su profesión.

    Por ser un reputado médico, por su forma de vida y por correr por sus venas sangre judía, empezó a ser envidiado por los demás doctores y matasanos de la Ciudad. Esto hacía que no tuviera relación con nadie y solamente se le viera pasear de noche por la oscura orilla del Esgueva, para después entrar en su casa y pasar las noches en vela enfrascado en sus estudios; como lo delataba el resplandor de una lámpara que proyectaba su mortecina luz a través de una minúscula ventana.

   Iniciadas las clases de anatomía, Andrés de Proaza, pronto destacó entre todos los doctores y eruditos de la Universidad, llegando a superar en conocimientos, en muchas ocasiones al mismísimo D. Alonso Rodríguez de Guevara. Nadie podía explicar como aquel alumno tan joven era capaz de saber que hueso, vena, músculo o tendón, iba a aparecer antes de que el bisturí, manejado por el profesor, rasgara la piel del cadáver. 

    A los pocos meses de iniciadas las clases, se empezó a murmurar de aquella sabiduría que sólo podía ser fruto de la brujería. Se empezó a decir que los perros aullaban lastimeramente a las puertas de su casa y los gatos y otros animales que por el Río vagabundeaban, erizaban su pelo y salían corriendo al pasar por delante de su consulta. Se decía que algunas noches se oían salir de aquella casa gritos ininteligibles y sonidos inconexos, y otras veces desde lo más profundo del sótano de aquella vivienda  se oían con nitidez voces, conversaciones en hebreo y carcajadas que solamente podían salir de la garganta del mismísimo Lucifer. Pero cuando al día siguiente, Andrés acudía a las clases de la Universidad pálido, demacrado y con cara de no haber dormido, su sabiduría y sus conocimientos se habían multiplicado, causando la admiración y la envidia de todos. Y cuando los murmullos entre los colegas se hacían patentes, él levantaba la cabeza y la luz de aquellos ojos negros acallaba las murmuraciones y helaba la sangre de los que osaban mantener su mirada.

    Los rumores fueron “in crescendo” y alcanzaron su clímax cuando, una de aquellas noches oscuras de invierno, desapareció en aquel vecindario un niño de apenas 9 años al que, los últimos que lo habían visto,  aseguraban que estaba merodeando por la casa del doctor. A esto hemos de añadir que algunos vecinos aseguraban haber visto, muchos días por las mañanas, las aguas del Esgueva teñidas por hilillos de  sangre que salían por el desagüe de la casa del Judío y, que poco a poco, se iban diluyendo y desapareciendo en la corriente.  

   Esto fue ya la gota que desbordó el vaso y el  motivo suficiente para que el caso se denunciara sin más dilación a las autoridades de la Ciudad, a las que también habían llegado ciertos rumores por otras vías de investigación.

    Un día, después de que Andrés de Proaza hubiera vuelto a casa, terminadas las clases en la universidad, miembros del Santo Oficio llamaron a la entrada de la vivienda, pero ésta no se abrió y no sólo permaneció cerrada sino que también se apreciaban ruidos, carreras  y movimientos extraños en su interior, como si la casa estuviera habitada por espíritus de ultratumba.  Por fin se violentó la puerta, y cuando los representantes de la ley llegaron al sótano donde Andrés se había refugiado, el hedor de aquel lóbrego cubículo los dejó petrificados y la visión que contemplaron resultó pavorosa, incluso para  aquellos hombres acostumbrados a no sentir miedo ante nada. Mesas, paredes y armarios estaban repletos de instrumentos médicos, de cuerpos de animales despedazados y de restos humanos. También se encontró, en una mesa de madera habilitada para tal fin, el cuerpo atado en cruz, descuartizado y abierto en canal del pobre niño desaparecido días atrás. La boca abierta y los ojos desencajados eran signos fidedignos de haber sido diseccionado  en vida.

    Andrés de Proeza no se resistió a ser detenido. Cuando lo encontraron estaba sentado en un sillón con la mirada fija en el suelo y las manos agarrando firmemente los reposabrazos como si de ellos dependieran su seguridad y su vida. No se extraño de la llegada de los representantes de la ley, como tampoco intentó huir o defenderse; solamente cuando  los alguaciles se acercaron para detenerlo, él  levantó la cabeza y clavó su mirada en ellos. Aquella mirada fría paralizó a los que le iban a apresar, pues en el fondo de aquellos grandes ojos parecía arder una pequeña llama que solamente podía provenir de lo más profundo del infierno. Después inclinó la cabeza, se levantó, alargó los brazos para que pudieran  ponerle los grilletes y se dejó llevar a los calabozos de la Inquisición.

JUICIO Y MALDICIÓN

    Andrés de Proaza fue llevado a la cárcel y torturado hasta que confesó su crimen y días después, ante el Tribunal del Santo Oficio, se declaró culpable. Culpable de haber realizado aquellos crímenes con el objeto de querer ampliar más y más sus conocimientos médicos y, por otro lado dijo, que se encontraba poseído por el propio Satanás que le comunicaba qué hacer para desarrollar su sabiduría; y que el mismo demonio le había aconsejado practicar la vivisección de animales y también la de aquel niño.

    Durante el juicio, acosado por los interrogatorios de los letrados de la Santa Inquisición, aseguró poseer un sillón que había sido fabricado por las mismas manos del Príncipe de las Tinieblas. Dicho sillón se lo había regalado un nigromante de Navarra porque cuando el franciscano natural de Durango, fray Juan de Zumárraga, encabezó la gran persecución de brujas, herejes y nigromantes en el País Vasco, él le había salvado la vida ocultándolo en su casa.

    Declaró públicamente que cuando él se sentaba en aquel sillón, el diablo le poseía y le insuflaba enorme sabiduría para poder curar enfermedades a cambio de una obediencia ciega y de que su alma le perteneciera. Después irguiéndose con soberbia y altanería dijo al tribunal y a los presentes estas palabras: “Quien se siente en él tres veces y no sea médico dispuesto a obedecer al Príncipe de las Tinieblas, morirá irremisiblemente y del mismo modo morirá todo aquel que osara destruir el sillón hecho por las manos de Lucifer”. Estas palabras las pronunció en voz alta y con claridad meridiana, al tiempo que dirigía su mirada a los integrantes del tribunal y a todos los asistentes al acto. Aquellos ojos de mirar inquietante helaron la sangre de muchos de los presentes, que sintieron como un escalofrío recorría su espalda y el vello del cuerpo se les erizaba, al tiempo que una sensación fría recorría sus miembros. Después, sin rechistar lo más mínimo, oyó sumisamente el fallo de los jueces que le sentenciaban a muerte y a la confiscación de todos sus bienes, que serían vendidos en pública subasta.

    Los historiadores no se ponen de acuerdo de cómo fue ajusticiado Andrés de Proaza. Unos dicen que fue condenado a morir en la horca y otros que murió en la hoguera por hereje y nigromante. Conociendo el modus operandi del Santo Tribunal que a todos los que se declaraban culpables, como medida de piedad y para evitarlos el sufrimiento, les ajusticiaban antes de ser quemados públicamente en la hoguera, es posible que primero lo ahorcasen y después quemasen su cadáver.

    Todos sus bienes fueron requisados y llevados a la Universidad para venderlos en pública subasta, pero después del revuelo que había causado la noticia, nadie quiso pujar por ninguna de las piezas de las que se componía aquel macabro conjunto.  Mucho menos se pujó por aquel sillón fabricado con madera de cedro o nogal y con asiento y respaldo de cuero repujado con dibujos geométricos, que ya se había hecho popular en todo Valladolid con el nombre del “Sillón del Diablo”.  No todos lo habían visto, pero todos conocían la maldición de aquel diabólico cirujano y, por supuesto, todos tenían miedo a poseerlo o usarlo. Durante bastante tiempo, la casa de Andrés de Proaza permaneció cerrada y nadie, absolutamente nadie, quería pararse en su puerta; tal era el pánico que a los hechos diabólicos y de brujería tenían los hombres y mujeres de aquella época.

LA CASA DEL MÉDICO JUDÍO

    Me gusta localizar, siempre que sea posible, los lugares donde se desarrollaron los hechos sobre los que escribo; y del mismo modo que localicé el lugar donde estuvo el Hospital de la Resurrección, que se había edificado en el solar donde antes estuvo la mancebía de Valladolid, también localicé la casa del judío Andrés de Proaza.




Casa de Andrés de Proaza, cuyo sótano se ha convertido
Hoy en un típico café (Cocktail Bar).
  
    El día que llegué a aquella casa, situada en la calle Esgueva nº 16, la puerta estaba cerrada pero pronto observé que se abría con una leve presión de mi mano. A sabiendas de que estaba pecando de atrevido e indiscreto, pero sabiendo que en algún lugar detrás de aquella puerta había un pequeño bar, me adentré en un portal vacío y con poca luz levantando la voz y llamando por si alguien me oía. Mi osadía tuvo su fruto pues a los pocos segundos, una voz varonil que salía del sótano contestó:

.- No abrimos hasta las cuatro.

.- No lo sabía, contesté sin ver todavía a nadie.

    Pronto apareció a mi derecha, subiendo las escaleras de un sótano, un joven moreno y bien parecido dándome  explicaciones de que el bar estaba cerrado y que por lo tanto no podía atenderme.

.- Perdone usted, le dije con la mayor cortesía que pude, después de haber franqueado sin permiso el umbral de aquella puerta.

.- ¿Qué desea?. Como le digo, no abrimos hasta las cuatro de la tarde.

.-   Estoy buscando la casa del judío Andrés de Proaza y...

    No me dejó terminar la frase.  Con gran educación y semblante sonriente me mandó pasar y bajar al sótano. Después volviéndose hacia mí, en medio de la penumbra, me aseveró con contundencia:

.- Se encuentra usted en el sótano de la casa del médico judío condenado a muerte por la Santa Inquisición.

    Después nos saludamos nos presentamos y hablamos un rato sobre el tema. Sobre los crímenes allí cometidos y sobre el célebre sillón donde el Diablo poseía al tristemente célebre Licenciado. Me sentí contento de haber encontrado el lugar estando vacío de gente, pues así pude conversar con aquel joven tan amable y pude comprobar que los siglos habían respetado aquel sótano, ahora convertido en bar, y también parte de su misterio. Al despedirme, yo le prometí volver y él me aclaró:

.- La placa de la puerta con el nombre de este café recuerda al “niño perdido” que fue  encontrado muerto y descuartizado en este sótano.


TRAS LAS HUELLAS DEL SILLÓN

    Como nadie había querido saber nada de los muebles y objetos de Andrés de Proaza, para unos de poco valor y para todos malditos, los que no fueron quemados quedaron en posesión de la Universidad y fueron guardados en un cuarto trastero donde permanecieron mucho tiempo olvidados de todos. Pero un día, cuando ya nadie recordaba los hechos acontecidos y menos quien era el amo de aquel sillón, un bedel lo vio en el almacén y quitándole el polvo se lo llevó para descansar en él durante las largas esperas entre clase y clase. El pobre bedel encontró cómodo el sillón pero, al tercer día, fue encontrado muerto en él de un ataque fulminante al corazón.

    No se dio importancia al hecho y el puesto del difunto tardó pocos días en cubrirse.  Cuando entró el nuevo bedel, nadie le dijo nada ya que consideraban como natural la muerte del anterior; así que el nuevo empleado usó aquel sillón que consideraba era para su descanso y fue su perdición pues, al tercer día de haber ocupado el cargo, apareció muerto en él víctima también de lo que llamaron un síncope.

    Fue entonces cuando se recordó la maldición de Andrés de Proaza y la dirección de la Universidad, ante el miedo a usarlo o destruirlo, decidió colocarlo “en un lugar sagrado”; y fue trasladado a la capilla universitaria pero colgado del techo junto a una pared y con las patas hacia arriba, con el fin de que nadie por ignorancia o valentía osase sentarse en aquel fatídico sillón.

    Por la Facultad de Medicina de Valladolid, fueron pasando una tras otra generaciones y generaciones de universitarios y, de todas estas generaciones, muchos de aquellos estudiantes pasaron por la capilla de su Facultad para pedir a Dios ayuda en sus estudios o en sus problemas personales. No puedo asegurar que todos los universitarios pasaran por esta Capilla, pero lo que sí estoy seguro es que todo aquel que entraba, miraba con recelo hacia el lugar donde seguía colgado aquel maldito sillón que ninguna autoridad civil ni religiosa  se atrevía a destruir.

    El sillón colgado, inmóvil y silencioso, pero infundiendo miedo con sólo su presencia, permaneció en aquel sacrosanto lugar la friolera de más tres siglos, hasta que en el año 1890, se derribó el ya viejo edificio de la Universidad y el diabólico sillón fue traspasado al Museo Provincial para ser expuesto como una pieza más del mobiliario del siglo XVI.



Museo Provincial de Valladolid (Palacio Fabio Nelly)


    Ocurrió que en este manejo, descolgado el sillón, y antes de terminarse el traslado, una joven universitaria incrédula y atrevida, se sentó un solo momento en él desafiando, con sus  risas juveniles,  la maldición producida hacía ya más de trescientos años. La infeliz joven no murió en el acto, pero  a los tres días justos, aquella alegre, atrevida y lozana muchacha, falleció en su casa también de muerte “natural”, según dijeron los doctores que examinaron su cadáver. 

    La gente de a pie, los hombres y mujeres de Valladolid, volvieron a recordar la maldición de Andrés de Proaza, aquel médico judío que teñía de sangre las aguas del Esgueva y cuyo sillón no había envejecido ni tampoco su maldición que seguía surtiendo el mismo efecto que el primer día. 



EL  SILLÓN


    El día 27 de junio de 2018 ya en pleno siglo XXI, me acerqué a ver el Museo Provincial situado en el Palacio Fabio Nelli, aunque mi objetivo principal se encontraba en la sala 14 del museo.  Allí estaba el Sillón del Diablo, como todo el mundo le llamaba y aún le llama, allí está formando parte de los muebles de aquella sala donde se exhibe un mobiliario propio del siglo XVI.




Sillón del diablo (Siglo XVI)


    Lo miré con detenimiento, de brazo a brazo tenía un cordón rojo para que nadie, hombre o mujer, niño o mayor, pudiera sentarse. El cuero repujado tenía dibujos geométricos que, según los expertos no quieren decir nada relacionado con la cabalística, pero… ¿sabrán de verdad los expertos descifrar el lenguaje de Satanás?. Yo lo miraba atentamente, entre incrédulo e hipnotizado, y por mi mente se sucedían las escenas que pudieron ser vividas, muchos siglos atrás en ese sillón, cuando estaba situado en aquel lóbrego sótano de la calle Esgueva. Por un momento sentí que me encontraba solo en medio de la sala, no reparé que allí había una persona encargada de la vigilancia de aquel lugar, yo no veía ya ningún mueble más que aquel diabólico sillón cuya apariencia era tan normal e inocente como todos los otros sillones,  pero que sin embargo algo tenía de especial cuando a mí, que no creo nada en brujerías, maldiciones, demonios y hechicerías, solamente su contemplación, me había obnubilado durante unos largos segundos.

    En aquel momento la sala estaba vacía y la persona encargada de la vigilancia se acercó a mí con una sonrisa que era fácil de descifrar. Me había visto tan obsesionado en la contemplación de aquél sillón que se dio cuenta del gran interés que despertaba en mí. Se trataba de una simpática e ilustrada señora que durante un rato compartió conmigo los detalles de la historia de aquel embrujado mueble.

 Yo le pregunté entre intrigado y curioso:

-        - ¿Ha habido alguien que se haya querido sentar en él?
-         
-        - Claro que sí, me dijo, y algunos han llegado a ofrecer dinero para obtener el permiso de sentarse sólo un momento en él; pero la dirección del Museo lo tiene totalmente prohibido.

-      - He oído, le dije, que algunas personas después de mirar el sillón atentamente durante un rato, han llegado a ver una especie de sombra sentada en él. Sin embargo yo he estado mirándole fijamente y no he logrado ver nada.

-        - Ya le he visto como miraba, dijo ella volviendo a sonreír, pero las leyendas son así.

Se oía hablar a otras visitas en la sala de al lado y yo, antes de despedirme, pedí permiso para fotografiarlo y me fue concedido.

   Poco a poco las visitas, un grupo de jóvenes extranjeros, que empezaron a entrar en la sala, rompieron con su palabrería el encanto; y yo que aún seguía allí pensativo e hipnotizado, volví de mi abstracción y después de agradecer las atenciones de la persona responsable, salí  de la sala,  no sin antes echar un último vistazo a aquel sillón que me había hecho llegar hasta allí sólo y exclusivamente  para su contemplación.

   Sé que gran parte de los que hayáis leído este relato, visitareis los lugares que describo en él: Sé que buscareis la placa dorada que, al final de la calle de Santiago, marca el lugar donde estaba la “Puerta del Campo” de Valladolid. Sé que observareis con nuevos ojos el edificio donde en el siglo XVI estuvo la “Casa de la Mancebía” de la Ciudad. También sé que buscareis los restos de la fachada del “Hospital de la Resurrección”, ahora situados en los jardines de la casa de Cervantes. No podréis resistir el hacer una visita al bar de cócteles situado en el sótano donde estuvo ubicada la casa de “Andrés de Proaza” y por último seguro que los más inquietos visitareis la sala XIV del “Museo Provincial”, para ver de cerca el célebre “Sillón del Diablo” que, después de más de cuatro siglos y medio, sigue ahí esperando que alguien se siente entre sus brazos para infundirle sabiduría, después de poseer su alma, o simplemente para matar al osado que intente burlarse de la maldición.

    Yo que no creo en maldiciones, sortilegios, ni en posesiones diabólicas y mucho menos en sillones que dan sabiduría o muerte sin ningún motivo. Creo que si por sentarse en este fatídico sillón, no ganas nada y  puedes perder la vida, lo mejor es no sentarse y que la leyenda siga su curso a través de los siglos. No juguéis con la suerte, y menos si esa suerte consiste en jugarse la vida a cara o cruz, ante esa disyuntiva, yo os recomiendo no lanzar la moneda al aire.

    M. Díez