martes, 3 de julio de 2018

CUANDO "EL ESGUEVA" SE MANCHÓ DE SANGRE


CUANDO “EL ESGUEVA” SE  MANCHÓ  DE SANGRE

    El miedo se define como "el temor que el alma experimenta ante un mal inminente", pero el hombre valiente no retrocede ante ese peligro, el hombre valiente se enfrenta al enemigo a sabiendas, muchas veces, de que el contrario es superior a él. El hombre valiente también siente miedo pero, gracias a su valentía, lo supera y obra como si no lo tuviera. Pero hasta el hombre más valeroso, hasta el más esforzado guerrero siente que su corazón desfallece y su espíritu vacila cuando el enemigo al que debe enfrentarse es algo invisible, algo del otro mundo, y más aún si ese espíritu proviene o parece provenir de lo más profundo de las tumbas o del temido rey del averno. O ¿es que el hombre más avezado a los peligros y más curtido en la lucha, no siente reparo a entrar de noche y en solitario en un oscuro cementerio?. Leí, en cierta ocasión, una entrevista que el periodista Christian Sanz hizo a un guarda nocturno del cementerio de Mendoza (Argentina), llamado Darío Donoso y sus palabras hacían erizarse el vello del cuerpo.

    Darío era policía y aceptó aquel trabajo ya que él decía no sentir miedo de los vivos y, por lo tanto, mucho menos de los muertos. Pero a los pocos meses de trabajar como vigilante nocturno en el cementerio, dejó el oficio y aquel hombre bragado en los peligros y estable anímicamente, contó haber vivido horas y escenas espeluznantes. Entre muchas cosas de las que contaba, decía haber visto sombras aparecer y desaparecer entre las tumbas, haber oído conversaciones en voz baja y siseos y llantos apagados. A una de las preguntas contestaba literalmente así: “Te llaman, te silban, oyes a bebés que lloran llamando a su mamá, y esto es lo más normal, porque en noches oscuras, cuando las nubes cubren las estrellas y en las que el viento mece las copas puntiagudas de los cipreses del camposanto, he llegado a oír que me llamaban por mi nombre. ¡Daríooo…!, ¡Daríooo…!”

    Y es que cuando la vida terrenal y tangible acaba, para empezar la otra vida que ocurre después de la muerte y que para nosotros es tan misteriosa y desconocida, el temor se apodera de nuestra alma y nuestro valor zozobra y se hunde en el profundo abismo del miedo. Un poco de esto y un mucho de realidad ocurrió en la historia que voy a contar a continuación. Los personajes y los sitios son verdaderos y tan reales como la vida misma, pero algunas partes rayan con la leyenda y con el temor  que producen  los poderes sobrenaturales.

LA FACULTAD DE MEDICINA DE VALLADOLID

    El día 9 de junio de 1404, se creó en Valladolid la cátedra de Medicina mediante una real célula concedida por el rey Enrique III de Castilla. Este hecho prueba dos cosas importantes: la primera es que con este privilegio se igualaba en importancia la carrera de medicina con otros Estudios Mayores como los de Teología o Derecho. La segunda es que, este real decreto, demuestra que la Facultad de Medicina de Valladolid es la más antigua de España.

 Esta historia que voy a relatar y, que en algunas de sus partes, sobrecoge el corazón, nos traslada al siglo de oro español. Allá por el año 1550 se estableció en la ciudad de Valladolid el ilustre médico granadino D. Alfonso Rodríguez de Guevara que habiendo estudiado profusa y profundamente la  anatomía humana en las universidades italianas, se proponía trasmitir su saber en esta materia a los médicos españoles, dando sus lecciones magistrales en la Universidad de Valladolid.
   Pero, ¿quién era este doctor?.  De los comienzos de Rodríguez de Guevara se sabe más bien poco. Obtuvo el grado de licenciado en Medicina por la Universidad de Sigüenza en 1552 y más tarde, en 1557 se doctoró por la universidad de Coimbra (Portugal). El hecho de licenciarse por la universidad de Sigüenza y no por la de Valladolid  de la que  fue catedrático, ha suscitado la sospecha de que quizás compró el título en alguna “Universidad Silvestre”, ya que no tenía un certificado de limpieza de sangre por su condición de judío converso. Esto no quita para que fuera una eminencia en medicina y fundamentalmente en anatomía que había estudiado, durante dos largos años, en Italia en compañía de otros eminentes doctores, posiblemente en la universidad de Padua, teniendo como profesor a Realdo Colombo.
     Rodríguez de Guevara dio un gran empuje y prestigio a la medicina en Valladolid, pues debemos recordar que hasta entrado el siglo XV, los estudios de medicina en España, estaban considerados como menores, y se mezclaban con otras disciplinas como la alquimia y la botánica; ya que en el conocimiento de esta última se aprovechaban los poderes medicinales de las plantas para la curación de enfermos. No podemos olvidar tampoco que durante muchos siglos la mal llamada medicina era ejercida solamente por barberos, curanderos y brujos.



      Barbero del siglo XVI sacando una muela

    Cuando en el año 1550 D. Alonso Rodríguez de Guevara, fue autorizado a dar clases de anatomía y sobre todo de disección de cadáveres procedentes del Hospital de Corte y de La Resurrección, en el que se recogían a todos los pobres y enfermos desvalidos, la universidad de Valladolid se llenó de médicos y estudiantes de anatomía de todas las regiones de España e incluso del extranjero.

     Durante siglos el interior de las personas había sido un misterio, pues todas las religiones y sobre todo la Católica habían prohibido “profanar” con el bisturí el interior del cuerpo humano. El atrevido médico o cirujano que en alguna ocasión lo había intentado, había sido acusado de nigromante, practicante de magia negra y de estar en contacto con el diablo. Estos hombres eran salvajemente torturados y en la mayoría de los casos ahorcados o quemados vivos.

    En el siglo XV por fin el papa Sixto IV promulgó una bula en la que se permitía la disección de cadáveres humanos con fines científicos. Esta bula supuso un gran alivio para todos aquellos doctores que hasta entonces, por motivos religiosos, habían encontrado una gran muralla que les impedía conocer el interior de sus pacientes.

    En España aún tuvo que pasar un tiempo hasta que Carlos I hijo de Juana I de Castilla concediera, según consta en el Archivo General de Simancas, permiso para tal estudio. El mencionado permiso dice literalmente así: “Damos licencia y facultad para que en los meses de Noviembre, Diciembre, Enero  y Febrero de cada año se pueda hacer anatomía de un cuerpo de los que se condenasen por delitos graves a pena de muerte y se ejecutase en ellos la dicha pena, o los que muriesen en alguno de los hospitales, cual pareciese que más conviene a los médicos de dicha Villa”.

    Es fácil deducir por que se decía que fueran escogidos aquellos cadáveres procedentes de condenados a muerte o de hospitales de pobres y desvalidos. La razón no podía ser otra que tales cuerpos, en la mayoría de los casos, no tenían familiares ni nadie que se preocupase de recoger sus restos mortales para darlos cristiana sepultura. Del mismo modo el que se escogieran cuerpos humanos solamente en los meses que iban de noviembre a febrero, no tenía otra explicación que, al tratarse de fechas que en Valladolid normalmente las temperaturas son bajas, los cadáveres podían conservarse durante más tiempo, ya que en aquella época  no existían las cámaras frigoríficas de las que hoy en día disponemos.

    En la ciudad de Valladolid se eligieron  el Hospital de Corte y el  de la Resurrección pues allí iban a morir todos los vagabundos y maleantes que pululaban por las calles de la Villa.

Hospital de la Resurrección (fotografía de Adolfo Eguren)

    Se ubicaba este hospital de la Resurrección  fuera de la Puerta del Campo, lo que hoy  sería el final de la Calle Santiago (una placa en el suelo recuerda aquella puerta de la muralla), y se había construido ocupando un antiguo edificio dedicado a la casa de mancebía más importante, en aquellas fechas, de la ciudad de Valladolid.

Placa (en la C. Santiago) que recuerda el lugar donde estaba la Puerta del Campo

   El Hospital estuvo en funcionamiento durante tres siglos y es el lugar donde Miguel de Cervantes, que vivía cerca de allí, sitúa la trama de su Novela Ejemplar: “El Coloquio de los Perros”.  Más tarde sirvió incluso como hospital militar a las tropas de Napoleón cuando este ambicioso  emperador francés invadió España en el año 1808  llevando a nuestro País a una feroz guerra que llenó de sangre nuestros campos y de gloria los libros de nuestra Historia.

    Por último, cuando fue demolido en el año 1890, parte de su fachada, con la escultura de Cristo Resucitado, fue trasladada de lugar y ahora la podemos ver en los jardines delanteros de la casa de Cervantes.



Fachada del Hospital de la Resurrección ubicada en los jardines de la Casa de Cervantes

    Para  terminar la información sobre este Hospital, diré que en su solar se edificó posteriormente el bello edificio conocido, en nuestros días, con el nombre de Casa Mantilla, que hace esquina con la calle Miguel Íscar y la Acera de Recoletos.



    Casa Mantilla, construida en el mismo solar donde siglos atrás estuvo la casa de   
  Mancebía y después el Hospital de la Resurrección.


ANDRÉS DE PROAZA

    Como ya dije antes, cuando el celebérrimo doctor Alonso Rodríguez de Guevara anunció que impartiría clases de anatomía con disección real de cadáveres, en la Universidad de Valladolid, multitud de médicos y estudiantes de medicina se matricularon en sus clases.

    Uno de de estos matriculados se llamaba Andrés de Proaza, un joven médico que vivía en la CALLE ESGUEVA, llamada así porque por ella transcurría el ramal norte  del río Esgueva. Este licenciado se había hecho célebre por las curaciones que realizaba a enfermos de la Ciudad y de fuera de ella.

    Se trataba de un joven de sangre judía que había llegado de Portugal, su estatura era más bien alta, con el cabello negro como la noche y algo rizado. Su frente amplia y despejada daba paso a un rostro bien proporcionado, con una incipiente barba poblando parte de sus atezadas mejillas. Tenía la nariz aguileña y dos grandes ojos negros algo hundidos en sus órbitas que, casi siempre, miraban al suelo con timidez. Mas cuando se erguía, levantaba la mirada y aquellos tímidos ojos miraban de frente, despedían un brillo metálico indescriptible y de la  luz que en ellos brillaba, emanaba sabiduría y misterio a la vez.  Era parco en palabras, hablaba lo justo y siempre con sus enfermos de los temas relacionados con su profesión.

    Por ser un reputado médico, por su forma de vida y por correr por sus venas sangre judía, empezó a ser envidiado por los demás doctores y matasanos de la Ciudad. Esto hacía que no tuviera relación con nadie y solamente se le viera pasear de noche por la oscura orilla del Esgueva, para después entrar en su casa y pasar las noches en vela enfrascado en sus estudios; como lo delataba el resplandor de una lámpara que proyectaba su mortecina luz a través de una minúscula ventana.

   Iniciadas las clases de anatomía, Andrés de Proaza, pronto destacó entre todos los doctores y eruditos de la Universidad, llegando a superar en conocimientos, en muchas ocasiones al mismísimo D. Alonso Rodríguez de Guevara. Nadie podía explicar como aquel alumno tan joven era capaz de saber que hueso, vena, músculo o tendón, iba a aparecer antes de que el bisturí, manejado por el profesor, rasgara la piel del cadáver. 

    A los pocos meses de iniciadas las clases, se empezó a murmurar de aquella sabiduría que sólo podía ser fruto de la brujería. Se empezó a decir que los perros aullaban lastimeramente a las puertas de su casa y los gatos y otros animales que por el Río vagabundeaban, erizaban su pelo y salían corriendo al pasar por delante de su consulta. Se decía que algunas noches se oían salir de aquella casa gritos ininteligibles y sonidos inconexos, y otras veces desde lo más profundo del sótano de aquella vivienda  se oían con nitidez voces, conversaciones en hebreo y carcajadas que solamente podían salir de la garganta del mismísimo Lucifer. Pero cuando al día siguiente, Andrés acudía a las clases de la Universidad pálido, demacrado y con cara de no haber dormido, su sabiduría y sus conocimientos se habían multiplicado, causando la admiración y la envidia de todos. Y cuando los murmullos entre los colegas se hacían patentes, él levantaba la cabeza y la luz de aquellos ojos negros acallaba las murmuraciones y helaba la sangre de los que osaban mantener su mirada.

    Los rumores fueron “in crescendo” y alcanzaron su clímax cuando, una de aquellas noches oscuras de invierno, desapareció en aquel vecindario un niño de apenas 9 años al que, los últimos que lo habían visto,  aseguraban que estaba merodeando por la casa del doctor. A esto hemos de añadir que algunos vecinos aseguraban haber visto, muchos días por las mañanas, las aguas del Esgueva teñidas por hilillos de  sangre que salían por el desagüe de la casa del Judío y, que poco a poco, se iban diluyendo y desapareciendo en la corriente.  

   Esto fue ya la gota que desbordó el vaso y el  motivo suficiente para que el caso se denunciara sin más dilación a las autoridades de la Ciudad, a las que también habían llegado ciertos rumores por otras vías de investigación.

    Un día, después de que Andrés de Proaza hubiera vuelto a casa, terminadas las clases en la universidad, miembros del Santo Oficio llamaron a la entrada de la vivienda, pero ésta no se abrió y no sólo permaneció cerrada sino que también se apreciaban ruidos, carreras  y movimientos extraños en su interior, como si la casa estuviera habitada por espíritus de ultratumba.  Por fin se violentó la puerta, y cuando los representantes de la ley llegaron al sótano donde Andrés se había refugiado, el hedor de aquel lóbrego cubículo los dejó petrificados y la visión que contemplaron resultó pavorosa, incluso para  aquellos hombres acostumbrados a no sentir miedo ante nada. Mesas, paredes y armarios estaban repletos de instrumentos médicos, de cuerpos de animales despedazados y de restos humanos. También se encontró, en una mesa de madera habilitada para tal fin, el cuerpo atado en cruz, descuartizado y abierto en canal del pobre niño desaparecido días atrás. La boca abierta y los ojos desencajados eran signos fidedignos de haber sido diseccionado  en vida.

    Andrés de Proeza no se resistió a ser detenido. Cuando lo encontraron estaba sentado en un sillón con la mirada fija en el suelo y las manos agarrando firmemente los reposabrazos como si de ellos dependieran su seguridad y su vida. No se extraño de la llegada de los representantes de la ley, como tampoco intentó huir o defenderse; solamente cuando  los alguaciles se acercaron para detenerlo, él  levantó la cabeza y clavó su mirada en ellos. Aquella mirada fría paralizó a los que le iban a apresar, pues en el fondo de aquellos grandes ojos parecía arder una pequeña llama que solamente podía provenir de lo más profundo del infierno. Después inclinó la cabeza, se levantó, alargó los brazos para que pudieran  ponerle los grilletes y se dejó llevar a los calabozos de la Inquisición.

JUICIO Y MALDICIÓN

    Andrés de Proaza fue llevado a la cárcel y torturado hasta que confesó su crimen y días después, ante el Tribunal del Santo Oficio, se declaró culpable. Culpable de haber realizado aquellos crímenes con el objeto de querer ampliar más y más sus conocimientos médicos y, por otro lado dijo, que se encontraba poseído por el propio Satanás que le comunicaba qué hacer para desarrollar su sabiduría; y que el mismo demonio le había aconsejado practicar la vivisección de animales y también la de aquel niño.

    Durante el juicio, acosado por los interrogatorios de los letrados de la Santa Inquisición, aseguró poseer un sillón que había sido fabricado por las mismas manos del Príncipe de las Tinieblas. Dicho sillón se lo había regalado un nigromante de Navarra porque cuando el franciscano natural de Durango, fray Juan de Zumárraga, encabezó la gran persecución de brujas, herejes y nigromantes en el País Vasco, él le había salvado la vida ocultándolo en su casa.

    Declaró públicamente que cuando él se sentaba en aquel sillón, el diablo le poseía y le insuflaba enorme sabiduría para poder curar enfermedades a cambio de una obediencia ciega y de que su alma le perteneciera. Después irguiéndose con soberbia y altanería dijo al tribunal y a los presentes estas palabras: “Quien se siente en él tres veces y no sea médico dispuesto a obedecer al Príncipe de las Tinieblas, morirá irremisiblemente y del mismo modo morirá todo aquel que osara destruir el sillón hecho por las manos de Lucifer”. Estas palabras las pronunció en voz alta y con claridad meridiana, al tiempo que dirigía su mirada a los integrantes del tribunal y a todos los asistentes al acto. Aquellos ojos de mirar inquietante helaron la sangre de muchos de los presentes, que sintieron como un escalofrío recorría su espalda y el vello del cuerpo se les erizaba, al tiempo que una sensación fría recorría sus miembros. Después, sin rechistar lo más mínimo, oyó sumisamente el fallo de los jueces que le sentenciaban a muerte y a la confiscación de todos sus bienes, que serían vendidos en pública subasta.

    Los historiadores no se ponen de acuerdo de cómo fue ajusticiado Andrés de Proaza. Unos dicen que fue condenado a morir en la horca y otros que murió en la hoguera por hereje y nigromante. Conociendo el modus operandi del Santo Tribunal que a todos los que se declaraban culpables, como medida de piedad y para evitarlos el sufrimiento, les ajusticiaban antes de ser quemados públicamente en la hoguera, es posible que primero lo ahorcasen y después quemasen su cadáver.

    Todos sus bienes fueron requisados y llevados a la Universidad para venderlos en pública subasta, pero después del revuelo que había causado la noticia, nadie quiso pujar por ninguna de las piezas de las que se componía aquel macabro conjunto.  Mucho menos se pujó por aquel sillón fabricado con madera de cedro o nogal y con asiento y respaldo de cuero repujado con dibujos geométricos, que ya se había hecho popular en todo Valladolid con el nombre del “Sillón del Diablo”.  No todos lo habían visto, pero todos conocían la maldición de aquel diabólico cirujano y, por supuesto, todos tenían miedo a poseerlo o usarlo. Durante bastante tiempo, la casa de Andrés de Proaza permaneció cerrada y nadie, absolutamente nadie, quería pararse en su puerta; tal era el pánico que a los hechos diabólicos y de brujería tenían los hombres y mujeres de aquella época.

LA CASA DEL MÉDICO JUDÍO

    Me gusta localizar, siempre que sea posible, los lugares donde se desarrollaron los hechos sobre los que escribo; y del mismo modo que localicé el lugar donde estuvo el Hospital de la Resurrección, que se había edificado en el solar donde antes estuvo la mancebía de Valladolid, también localicé la casa del judío Andrés de Proaza.




Casa de Andrés de Proaza, cuyo sótano se ha convertido
Hoy en un típico café (Cocktail Bar).
  
    El día que llegué a aquella casa, situada en la calle Esgueva nº 16, la puerta estaba cerrada pero pronto observé que se abría con una leve presión de mi mano. A sabiendas de que estaba pecando de atrevido e indiscreto, pero sabiendo que en algún lugar detrás de aquella puerta había un pequeño bar, me adentré en un portal vacío y con poca luz levantando la voz y llamando por si alguien me oía. Mi osadía tuvo su fruto pues a los pocos segundos, una voz varonil que salía del sótano contestó:

.- No abrimos hasta las cuatro.

.- No lo sabía, contesté sin ver todavía a nadie.

    Pronto apareció a mi derecha, subiendo las escaleras de un sótano, un joven moreno y bien parecido dándome  explicaciones de que el bar estaba cerrado y que por lo tanto no podía atenderme.

.- Perdone usted, le dije con la mayor cortesía que pude, después de haber franqueado sin permiso el umbral de aquella puerta.

.- ¿Qué desea?. Como le digo, no abrimos hasta las cuatro de la tarde.

.-   Estoy buscando la casa del judío Andrés de Proaza y...

    No me dejó terminar la frase.  Con gran educación y semblante sonriente me mandó pasar y bajar al sótano. Después volviéndose hacia mí, en medio de la penumbra, me aseveró con contundencia:

.- Se encuentra usted en el sótano de la casa del médico judío condenado a muerte por la Santa Inquisición.

    Después nos saludamos nos presentamos y hablamos un rato sobre el tema. Sobre los crímenes allí cometidos y sobre el célebre sillón donde el Diablo poseía al tristemente célebre Licenciado. Me sentí contento de haber encontrado el lugar estando vacío de gente, pues así pude conversar con aquel joven tan amable y pude comprobar que los siglos habían respetado aquel sótano, ahora convertido en bar, y también parte de su misterio. Al despedirme, yo le prometí volver y él me aclaró:

.- La placa de la puerta con el nombre de este café recuerda al “niño perdido” que fue  encontrado muerto y descuartizado en este sótano.


TRAS LAS HUELLAS DEL SILLÓN

    Como nadie había querido saber nada de los muebles y objetos de Andrés de Proaza, para unos de poco valor y para todos malditos, los que no fueron quemados quedaron en posesión de la Universidad y fueron guardados en un cuarto trastero donde permanecieron mucho tiempo olvidados de todos. Pero un día, cuando ya nadie recordaba los hechos acontecidos y menos quien era el amo de aquel sillón, un bedel lo vio en el almacén y quitándole el polvo se lo llevó para descansar en él durante las largas esperas entre clase y clase. El pobre bedel encontró cómodo el sillón pero, al tercer día, fue encontrado muerto en él de un ataque fulminante al corazón.

    No se dio importancia al hecho y el puesto del difunto tardó pocos días en cubrirse.  Cuando entró el nuevo bedel, nadie le dijo nada ya que consideraban como natural la muerte del anterior; así que el nuevo empleado usó aquel sillón que consideraba era para su descanso y fue su perdición pues, al tercer día de haber ocupado el cargo, apareció muerto en él víctima también de lo que llamaron un síncope.

    Fue entonces cuando se recordó la maldición de Andrés de Proaza y la dirección de la Universidad, ante el miedo a usarlo o destruirlo, decidió colocarlo “en un lugar sagrado”; y fue trasladado a la capilla universitaria pero colgado del techo junto a una pared y con las patas hacia arriba, con el fin de que nadie por ignorancia o valentía osase sentarse en aquel fatídico sillón.

    Por la Facultad de Medicina de Valladolid, fueron pasando una tras otra generaciones y generaciones de universitarios y, de todas estas generaciones, muchos de aquellos estudiantes pasaron por la capilla de su Facultad para pedir a Dios ayuda en sus estudios o en sus problemas personales. No puedo asegurar que todos los universitarios pasaran por esta Capilla, pero lo que sí estoy seguro es que todo aquel que entraba, miraba con recelo hacia el lugar donde seguía colgado aquel maldito sillón que ninguna autoridad civil ni religiosa  se atrevía a destruir.

    El sillón colgado, inmóvil y silencioso, pero infundiendo miedo con sólo su presencia, permaneció en aquel sacrosanto lugar la friolera de más tres siglos, hasta que en el año 1890, se derribó el ya viejo edificio de la Universidad y el diabólico sillón fue traspasado al Museo Provincial para ser expuesto como una pieza más del mobiliario del siglo XVI.



Museo Provincial de Valladolid (Palacio Fabio Nelly)


    Ocurrió que en este manejo, descolgado el sillón, y antes de terminarse el traslado, una joven universitaria incrédula y atrevida, se sentó un solo momento en él desafiando, con sus  risas juveniles,  la maldición producida hacía ya más de trescientos años. La infeliz joven no murió en el acto, pero  a los tres días justos, aquella alegre, atrevida y lozana muchacha, falleció en su casa también de muerte “natural”, según dijeron los doctores que examinaron su cadáver. 

    La gente de a pie, los hombres y mujeres de Valladolid, volvieron a recordar la maldición de Andrés de Proaza, aquel médico judío que teñía de sangre las aguas del Esgueva y cuyo sillón no había envejecido ni tampoco su maldición que seguía surtiendo el mismo efecto que el primer día. 



EL  SILLÓN


    El día 27 de junio de 2018 ya en pleno siglo XXI, me acerqué a ver el Museo Provincial situado en el Palacio Fabio Nelli, aunque mi objetivo principal se encontraba en la sala 14 del museo.  Allí estaba el Sillón del Diablo, como todo el mundo le llamaba y aún le llama, allí está formando parte de los muebles de aquella sala donde se exhibe un mobiliario propio del siglo XVI.




Sillón del diablo (Siglo XVI)


    Lo miré con detenimiento, de brazo a brazo tenía un cordón rojo para que nadie, hombre o mujer, niño o mayor, pudiera sentarse. El cuero repujado tenía dibujos geométricos que, según los expertos no quieren decir nada relacionado con la cabalística, pero… ¿sabrán de verdad los expertos descifrar el lenguaje de Satanás?. Yo lo miraba atentamente, entre incrédulo e hipnotizado, y por mi mente se sucedían las escenas que pudieron ser vividas, muchos siglos atrás en ese sillón, cuando estaba situado en aquel lóbrego sótano de la calle Esgueva. Por un momento sentí que me encontraba solo en medio de la sala, no reparé que allí había una persona encargada de la vigilancia de aquel lugar, yo no veía ya ningún mueble más que aquel diabólico sillón cuya apariencia era tan normal e inocente como todos los otros sillones,  pero que sin embargo algo tenía de especial cuando a mí, que no creo nada en brujerías, maldiciones, demonios y hechicerías, solamente su contemplación, me había obnubilado durante unos largos segundos.

    En aquel momento la sala estaba vacía y la persona encargada de la vigilancia se acercó a mí con una sonrisa que era fácil de descifrar. Me había visto tan obsesionado en la contemplación de aquél sillón que se dio cuenta del gran interés que despertaba en mí. Se trataba de una simpática e ilustrada señora que durante un rato compartió conmigo los detalles de la historia de aquel embrujado mueble.

 Yo le pregunté entre intrigado y curioso:

-        - ¿Ha habido alguien que se haya querido sentar en él?
-         
-        - Claro que sí, me dijo, y algunos han llegado a ofrecer dinero para obtener el permiso de sentarse sólo un momento en él; pero la dirección del Museo lo tiene totalmente prohibido.

-      - He oído, le dije, que algunas personas después de mirar el sillón atentamente durante un rato, han llegado a ver una especie de sombra sentada en él. Sin embargo yo he estado mirándole fijamente y no he logrado ver nada.

-        - Ya le he visto como miraba, dijo ella volviendo a sonreír, pero las leyendas son así.

Se oía hablar a otras visitas en la sala de al lado y yo, antes de despedirme, pedí permiso para fotografiarlo y me fue concedido.

   Poco a poco las visitas, un grupo de jóvenes extranjeros, que empezaron a entrar en la sala, rompieron con su palabrería el encanto; y yo que aún seguía allí pensativo e hipnotizado, volví de mi abstracción y después de agradecer las atenciones de la persona responsable, salí  de la sala,  no sin antes echar un último vistazo a aquel sillón que me había hecho llegar hasta allí sólo y exclusivamente  para su contemplación.

   Sé que gran parte de los que hayáis leído este relato, visitareis los lugares que describo en él: Sé que buscareis la placa dorada que, al final de la calle de Santiago, marca el lugar donde estaba la “Puerta del Campo” de Valladolid. Sé que observareis con nuevos ojos el edificio donde en el siglo XVI estuvo la “Casa de la Mancebía” de la Ciudad. También sé que buscareis los restos de la fachada del “Hospital de la Resurrección”, ahora situados en los jardines de la casa de Cervantes. No podréis resistir el hacer una visita al bar de cócteles situado en el sótano donde estuvo ubicada la casa de “Andrés de Proaza” y por último seguro que los más inquietos visitareis la sala XIV del “Museo Provincial”, para ver de cerca el célebre “Sillón del Diablo” que, después de más de cuatro siglos y medio, sigue ahí esperando que alguien se siente entre sus brazos para infundirle sabiduría, después de poseer su alma, o simplemente para matar al osado que intente burlarse de la maldición.

    Yo que no creo en maldiciones, sortilegios, ni en posesiones diabólicas y mucho menos en sillones que dan sabiduría o muerte sin ningún motivo. Creo que si por sentarse en este fatídico sillón, no ganas nada y  puedes perder la vida, lo mejor es no sentarse y que la leyenda siga su curso a través de los siglos. No juguéis con la suerte, y menos si esa suerte consiste en jugarse la vida a cara o cruz, ante esa disyuntiva, yo os recomiendo no lanzar la moneda al aire.

    M. Díez
     


lunes, 2 de abril de 2018

FELIPE EL “Hermoso” INSEPULTO Y VAGABUNDO POR CASTILLA


FELIPE EL “Hermoso”
 INSEPULTO Y VAGABUNDO POR CASTILLA
   
 El amor es un estado del alma que hace que el ser humano experimente unos sentimientos tan dispares en su esencia que, según el momento y el individuo, hacen de la persona que lo profesa, un ángel o un demonio, un rey o un villano, o lo que es peor, un ser feliz o el mayor de los desgraciados. El amor puede elevar el alma enamorada al lugar más bello del Paraíso o la puede hundir en el más lóbrego y profundo lugar del Averno. Por  amor se puede perder el bienestar y la vida, se puede perder la capacidad de decidir, se puede perder la honra y se puede perder la cordura. Nuestra reina Juana I de Castilla, perdió todo lo antes mencionado y además perdió la libertad y la corona de sus reinos, pues si bien la historia la reconoció siempre como reina de Castilla, no es menos verdad que estuvo recluida en Tordesillas, hasta su muerte después de  46 largos años de cautiverio. Y es que el amor enfermizo de la reina Juana era tan grande que llegó más allá de la muerte, manteniendo insepulto a su amado esposo en un amor “cuasi necrófilo” durante 16 años, de los cuales, durante 2 años y medio convirtió a su adorado Felipe en un cadáver errante por sendas, cañadas, páramos y valles de nuestra amada Castilla.

    La historia que aquí relato, quizás sabida por muchos, es la historia de un amor real rayano en la locura. Es la historia de una reina de Castilla que con su amor enfermizo, mantuvo a su difunto esposo como un vagabundo en busca de la tumba donde reposar el sueño eterno de la muerte. Es la historia del entierro más duradero que se ha conocido nunca y cuya procesión mortuoria pasó, en el año 1.509, por nuestro querido valle del Esgueva y, por supuesto, por nuestro amado pueblo de Esguevillas de Esgueva.

     Esta macabra pero bella historia de amor comienza cuando el 17 de septiembre del año 1.506, se estaban celebrando grandes festejos en la ciudad de Burgos en honor al nuevo rey de Castilla Felipe I el “Hermoso”, y ese día estaba siendo agasajado por  el prócer D. Juan Manuel en el castillo fortaleza de Burgos, baluarte que dominaba la Ciudad.  D. Felipe desafió a uno de los guardias de su escolta, de procedencia vasca, a jugar un partido de pelota en el frontón del mismo castillo. Rey y vasco jugaron con ahínco durante mucho tiempo, pues ninguno de los dos se quería dar por vencido. Ganó al final el guardia vasco y Felipe quedó totalmente empapado en sudor, hasta tal punto que no podía articular bien las palabras y tan cansado que no pidió un vaso de agua sino un pequeño cántaro de barro de los que contienen muy fresca el agua y, tomándolo a pecho, bebió con tanta avidez que del primer trago lo dejó mediado. Después siguió riendo y charlando mientras sudaba tan copiosamente que tenía que secar, entre trago y trago, el abundante sudor con la manga de su jubón.

    Al siguiente día, el 18 de septiembre le sobrevino una gran fiebre, sin embargo él no lo dio importancia y siguió los festejos y fiestas preparados para su agasajo, pero la “parca” ya había anidado en su cuerpo. El día 20 cayó en cama y su cuello se llenó de hinchazones y en su cuerpo apareció una gran erupción parecida a la viruela. Se llamó a los mejores médicos, entre otros al eminente galeno milanés Ludovico Mirlo; pero la muerte aferrada a aquel joven cuerpo de 28 años, no quería soltar su presa y el rey se debilitaba por momentos. La reina Juana no se separa de su cabecera, le habla con mimo, le acaricia y ella misma le da de comer y beber, probando la comida, la bebida y los medicamentos que le dan, por miedo a que quisieran envenenarlo. No siente repugnancia ante las manchas oscuras y pestilentes que llenan el cuerpo de su amado, ni ante los vómitos y diarreas que tiene y, es más, no teme en arriesgar su vida ni la de la criatura que lleva en sus entrañas. Juana es la viva imagen de la esposa abnegada y enamorada  más perfecta que nos podemos imaginar, una mujer casada para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad y cuyo ánimo no desfalleció ni aún después de muerto su marido.

    El 25 de septiembre de 1.506 a las dos de la tarde murió el rey Felipe en la Casa del Cordón de Burgos y la reina Juana quedó petrificada, no echó ni una sola lágrima pero  su corazón se cerró como un cofre, guardando en su interior, cual si de un preciado tesoro se tratase,  aquel enorme amor hacia su esposo. Amor profundo que ya no liberó jamás. 


Callad, no vayáis a derpertarlo. (L. Vallés)  Museo del Prado.

    La infeliz Reina guardaba con extremado celo la alcoba de su esposo y mandaba callar, evitando lamentaciones y llantos, a todos los presentes para que el Rey no se despertase; sin querer reconocer que ya había muerto.

    Al día siguiente de su óbito se trabajó en su cuerpo para el embalsamamiento, haciendo en él, según relata Pedro Mártir de Anglería que estaba presente, una verdadera carnicería: “Se abrió el cráneo y se extrajo la masa encefálica, el corazón se colocó en un pequeño cofre de oro para enviarlo a Flandes, todas las vísceras fueron quemadas, se exprimieron sus miembros para extraerle la sangre y por último rellenaron su cuerpo con bálsamos y materiales perfumados mezclados con cal viva”. Se colocó el cuerpo en un ataúd de plomo dentro de otro de madera y fue llevado a hombros por la nobleza hasta la catedral de Burgos, donde se celebraron los funerales con la mayor pompa imaginable. Después con todo el séquito de la nobleza castellana y borgoñesa fue trasladado al cercano monasterio "Cartuja de Miraflores" donde fue depositado en una estancia privada, ya que él había testado que quería ser enterrado en Granada.

UNA REINA DESAMPARADA Y UNA CASTILLA A LA DERIVA

    ¿Qué ocurrió aquellos días inmediatos a la muerte de Felipe el “Hermoso”?, pues ocurrió que Burgos se convirtió  en un avispero de nobles y poderosos que, conscientes del estado mental y anímico de la Reina, querían sacar tajada en provecho propio. Aquella nube tormentosa de nobles y poderosos amenazaba con desencadenar una gran tempestad, y de no haber sido por el entonces arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros, aquella tempestad habría hecho zozobrar la, en aquellos días, frágil nave de nuestra querida Castilla. Cisneros que se había presentado en Burgos con un séquito de soldados que formaban un pequeño ejército, más poderoso que las mesnadas que también aquellos nobles tenían, aplacó los ánimos y se autonombró regente de Castilla hasta la venida del padre de la Reina al que él, sin consultar con nadie, había escrito.

    Fernando el Católico estaba en Nápoles y tardaría mucho en llegar, por eso Cisneros tuvo que ser duro para mantener la paz en Burgos entre los Grandes de Castilla y los ambiciosos flamencos que sólo pensaban en el robo y pillaje. Publicó un edicto que fue expuesto en toda la ciudad, el cual decía así: “Todo el que circule armado por las calles burgalesas sufrirá pena de azotes, quien saque una daga perderá la mano y quien derrame una sola gota de sangre será ajusticiado en aquel mismo lugar”.

    Mientras Cisneros se esforzaba en mantener el orden en aquel caos, ¿Qué hacía la reina Juana?. La Reina, desconsolada, triste y desvalida,  iba todos los días hasta la Cartuja de Miraflores, se postraba junto al féretro del amor de su vida, del que había tenido 5 hijos y otro más que ya palpitaba en su seno, y allí se pasaba las horas muertas con la mirada fija en el ataúd. Su  mente estaba tan ausente que ni siquiera oía los maravillosos cantos gregorianos que, los seguidores de “San Bruno”, entonaban en aquella maravillosa iglesia. Iglesia que ya cobijaba el gran sepulcro, obra de Gil de Siloé, donde reposaban los restos mortales  de su abuela Isabel de Portugal y su esposo Juan II de Castilla. Por cierto aquella abuela suya allí enterrada,  también se decía que había enloquecido por amor.

    Cuando Juana creía prudente y siempre dominada por un dolor cuasi infinito, abandonaba el monasterio, y se podía ver su enlutada figura descendiendo hasta la ciudad para refugiar su dolor en la Casa del Cordón.


Sepulcro de  Juan II de Castilla e Isabel de Portugal. (Gil de Siloé)

    Así un día tras otro fueron pasando aquellas dolorosas fechas en que la reina Juana, perfectamente enlutada, visitaba diariamente a su amado esposo, no teniendo en su cabeza otros pensamientos que velar sus despojos y mantener vivo el recuerdo de su gran amor.

    A mediados de diciembre de un invierno tan frío como fría había quedado su mente, una idea surge en su cabeza. Comunica a todos su deseo de trasladar el cuerpo de Felipe a Granada, para que allí pudiera descansar como él mismo había deseado. Los prelados no están de acuerdo ya que un cuerpo muerto no podía ser trasladado hasta después de seis meses; pero ella no se doblega y desconfiando que el cuerpo del difunto rey hubiera sido robado, convoca a los obispos de Jaén, Málaga y Mondoñedo, a los embajadores del Papa y a otros nobles importantes y manda que sea abierto el ataúd para que certifiquen que aquel que allí está, es verdaderamente su difunto esposo. Ellos certificaron que sí que era y así el día 20 de diciembre, prácticamente en vísperas de navidad, sale el fúnebre cortejo con objeto de trasladar el cadáver de Felipe el Hermoso a la ciudad de Granada. 

   Son muchos los escritos y autores como J. Albarellos y Miguel A. Zalama que relatan este largo y macabro viaje, y también son muy contradictorios en las etapas que se siguieron. De todos ellos el que más detalles da es Pedro Mártir de Anglería que acompañó a la Reina en tan largo recorrido, y aún así tiene muchas lagunas dejando muchos puntos en blanco. Sin embargo tenemos un dato muy fiable en cuanto a las etapas e itinerario que se siguió, pues la Real Cabaña de Carreteros, después de estudiar concienzudamente aquel alucinante viaje de amor o de  locura,  se propuso emular aquel real sepelio en los tiempos y lugares recorridos, para llevar hasta Tordesillas una monumental escultura tematizada de la reina Juana. Consiste, dicha obra, en un tronco de pino de la época de la Reina y está tallado por el escultor Humberto Abad que quiere representar, de forma alegórica, el torreón donde estuvo encarcelada la reina Juana durante casi 50 años. Siguiéndolos a ellos y respetando las etapas por ellos marcadas, rememoraremos aquí aquel histórico recorrido.




Escultura tematizada sobre la reina Juana (Humberto Abad)


COMIENZA EL LARGO ENTIERRO

        Juana, aquel frío día de diciembre, organiza la fúnebre procesión para trasladar a su difunto esposo hasta la ciudad del Darro. Son 700 kilómetros  pero no se arredra, Ella sabe que su madre Isabel muerta en Medina del Campo también fue trasladada, por voluntad propia hasta la misma ciudad de Granada, y Ella se cree con fuerzas para realizar el viaje y cumplir el deseo de su esposo; además el largo viaje es un motivo añadido para permanecer más tiempo a su lado.

    Aquel domingo 20 de diciembre de 1.506 amaneció frío como fríos son los amaneceres de diciembre en nuestra Castilla,  con una niebla espesa que mojaba las capas de monjes y caballeros y una escarcha que vestía de blanco los desnudos árboles del camino. Pero la Reina firme en su propósito ordenó la marcha: A la cabeza de aquella magna procesión iba un grupo de lanceros a caballo, después el féretro del Rey,  ricamente adornado con ricos ropajes bordados con los escudos de los reinos de Castilla. Iba colocado sobre un carro tirado por cuatro imponentes caballos frisones negros como la noche. Le seguía la desconsolada Juana en una silla de mano y rodeada de un gran séquito de cortesanos, soldados, clérigos cantado lúgubres misereres, y músicos tañendo tristes melodías. Prácticamente toda la comitiva portaba hachones encendidos y rezaba en voz queda largas oraciones por el alma del finado.

    En la primera etapa, la climatología invernal hizo que se detuvieran en el pequeño pueblecito de Cavia, donde Juana depósito el féretro en la iglesia parroquial entre cuatro hachones encendidos y tras dejar una fuerte vigilancia de soldados, buscó en la misma aldea donde descansar, pues no olvidemos que a pesar de ser una mujer joven de 27 años, estaba embarazada de siete meses y la inclemencia de aquellos días no era fácil de resistir.

    Al día siguiente, lunes 21 de diciembre, ordena reanudar la marcha y hace caminar a su séquito por caminos y cañadas intransitables a causa de los hoyos y roderones que, por aquel entonces, estaban llenos de agua y de barro. Después de dos días de penoso caminar y pernoctando a cielo raso con crueles heladas, deja atrás las poblaciones de Celada del Camino y Presencio llegando a Torquemada el día 23 vísperas de la Nochebuena del año 1.506. Allí las inclemencias del tiempo: con lluvias torrenciales, frío intenso y caminos llenos de barrizales, hacen que la real comitiva se detenga en esta población palentina.

    De pronto Torquemada se convirtió en una plaza fuerte con más soldados que habitantes. Allí llegaron los grandes de Castilla con sus mesnadas, allí se reunieron multitud de prelados, nobles, diputados y embajadores, intentando todos ellos adueñarse de la voluntad de una reina que ellos creían débil y manejable. Tanto poder y tantos soldados conviviendo en un lugar tan reducido, amenazaban con convertir Torquemada en un polvorín pronto a explotar, y así habría sucedido si Cisneros no se hubiese presentado con mil lanceros al mando de un enérgico capitán italiano. Cisneros con aquella energía que le hacía siempre superar los momentos más difíciles, se hizo dueño de la situación y ordenó a los nobles que abandonasen la Villa con todos sus hombres de armas, e instalasen sus campamentos fuera.

    La Reina hizo trasladar el féretro real, revestido con todas las galas disponibles, ante el altar real de la iglesia parroquial, colocándolo entre cuatro grandes hachones encendidos, uno en cada esquina del féretro y muchas más luminarias de cera para alumbrar todos y cada uno de los rincones de la iglesia. Además ordenó que se oficiaran servicios fúnebres solemnes ininterrumpidamente de día y de noche mientras se permaneciera en la Villa.


Interior de  la iglesia de Sta. Eulalia (Torquemada)

    El espectáculo empezó a ser dantesco cuando, pasados los primeros días, el humo de tantas velas y el olor del cuerpo putrefacto de Felipe inundaba todo el ámbito del templo. Dice uno de aquellos veladores obligados apellidado Conchillos que, entre el humo de las velas y el hedor pestilente del cadáver, se había creado una atmósfera tan irrespirable que, de no ser por las órdenes reales, allí no habría quedado nadie.

    Si la fama de la locura de Juana ya era conocida por gran parte de la nobleza, en Torquemada esa fama se hizo popular. Tan popular que, como suele ocurrir cuando las noticias corren de boca en boca, se empezaron a contar historias exageradas y en muchos casos carentes de verdad. Se empezó a correr entre la gente de la calle que la Reina estaba celosa de que las mujeres se acercasen al féretro, o que Ella creía que su marido estaba dormido y pronto despertaría, por lo que pasaba horas y horas a su lado esperando ese momento. Y así paso a paso y día a día se fue haciendo popular el calificativo de Loca.

    Pasó la Navidad de aquel año de 1.506, y fueron trascurriendo los días y las semanas hasta que el jueves día 14 de febrero de 1.507 daba a luz sin ningún problema una hermosa niña, hija póstuma de Felipe el Hermoso. El alumbramiento llenó de regocijo a las gentes de la Villa, que celebraron con inmensa alegría aquel nacimiento de una niña de extirpe real. La recién nacida fue bautizada en  el mismo Torquemada por el arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros que le puso por nombre Catalina.

    La Reina se repuso del parto muy rápidamente y con la visión de su hija y sabedora de la noticia de que su padre, el rey Fernando el Católico, venía desde Italia, los ánimos volvieron a anidar en su corazón. Tenía ganas de que el apoyo paterno fuera decisivo para quitarse de encima aquella colmena de nobles que continuamente la asediaban con sus pretensiones. Pero los hados no eran propicios para la pobre Reina y si hasta ahora la fortuna le había vuelto la espalda, en estos momentos los acontecimientos hicieron que la suerte mudara a peor. La peste que ya se había declarado en Burgos, hizo su aparición en la villa de Torquemada causando la muerte de una camarera de la corte y de ocho hombres del séquito del Arzobispo. A esto se añadió el incendio, no menor, que se produjo en la iglesia de Santa Eulalia a causa de un accidente provocado por  tantos hachones como había para iluminar el templo.

    El temor que produjo la terrible enfermedad, hizo que Cisneros pensase que era necesario escapar de Torquemada ya que la muerte de Juana en aquellas circunstancias hubiera sido un autentico cataclismo para Castilla; pues su hijo Carlos, heredero de todos los reinos de los Reyes Católicos, era todavía un niño de apenas siete años. Así el 30 de abril, buscando un lugar poco poblado, aislado y  limpio de la peste, el fúnebre cortejo acompañado de aquel ejército de mojes y soldados armados hasta los dientes, salió de Torquemada y cruzando el imponente puente que unía las dos orillas del Pisuerga, se dirigió  hacia el pueblecito de Hornillos de Cerrato. 

    No pudo la real comitiva cubrir la distancia en una jornada, por lo que tuvieron que pernoctar a la intemperie en pleno páramo cerca del monasterio de Santa María de Belvis (hoy desaparecido). La reina Juana pensó en un principio hacer noche en dicho monasterio y oficiar allí los oficios fúnebres que celebraba todos los días por su esposo, pero al saber que aquel convento estaba habitado por monjas Agustinas, cambió de opinión y no permitió que la comitiva descansase en el monasterio. Esta decisión hizo que los rumores de locura fueran “in crescendo”, pues las lenguas viperinas aseguraban que la Reina estaba celosa de poner a su marido entre los muros de un monasterio de monjas que al fin y al cabo eran mujeres. Sin embargo hay historiadores, como Joseph Pérez, que afirman que aquella orden fue una decisión acertada, pues meter en un monasterio femenino a cientos de soldados avezados a las guerras y sin escrúpulos hacia las mujeres, fueran religiosas o no, habría supuesto un verdadero cataclismo.  Fuera como fuere, lo cierto es que allí en pleno páramo, iluminados por cientos de hachones se celebraron los oficios y el velatorio correspondiente.


Cuadro de Francisco Pradilla (Museo del Prado)

    Aún era de noche cuando la Reina dio la orden de ponerse en marcha y aquella innumerable procesión de clérigos, músicos y soldados,  hacía su entrada antes de amanecer en el pequeño pueblecito de Hornillos de Cerrato.

   Era este lugar un pequeño pueblo en el que muchos de sus habitantes se dedicaban a extraer cristal de yeso que en el Cerrato llamamos “guingle” y que, después de quemarlo en los pequeños hornos que dieron nombre al pueblo, fabricaban uno de los mejores yesos de Castilla. 

   La llegada al Pueblo de tan ingente comitiva asustó y desbordó a los pocos habitantes del Pueblo. Los niños miraban embobados a tantos soldados a caballo y a pie con sus relucientes armaduras y sus banderas ondeando al viento, los aldeanos fruncían el ceño preocupados por lo que pasaría a la hora de  alojar y alimentar tan ingente número de personas y caballerías, temiendo  al mismo tiempo  por sus hijas y esposas, a las cuales ordenaron encerrarse en sus casas en espera de ver como se sucedían los acontecimientos.

    No hubo ningún problema de convivencia, la Reina mandó llevar el féretro a la iglesia parroquial de San Miguel, colocándolo delante del altar mayor rodeado de hachones y mandó hacer guardia, como siempre hacía, a los soldados de su mayor confianza. Después se alojó en una humilde casa de labranza y delegó en Cisneros para que se hiciera cargo de todo y organizase la acampada en aquella localidad, que por entonces era una pequeña aldea de veinticinco o treinta viviendas. Cisneros respaldado por el capitán de sus mil lanceros impuso orden y disciplina: se levantó un campamento a extramuros de la Villa e incluso, como no se sabía cuánto duraría la epidemia de la que estaban huyendo, los nobles se hicieron construir, por los soldados de sus mesnadas, pequeñas viviendas para ellos.

    Así entre misas solemnes de difuntos, velatorios, réquiems y misereres fueron transcurriendo las semanas y los meses hasta que, como había ocurrido en Torquemada, a causa de tantas antorchas, velas y hachones la iglesia también se incendió, siendo aquel incendio muy devastador pues se produjo un día de mucho viento. Juana, que estaba al lado del féretro, viendo que las llamas amenazaban con devorar todo, no huyó sino que se abalanzó sobre la caja mortuoria e intentó sacarla fuera sin ninguna ayuda. No habría podido hacerlo pues el sarcófago, como ya hemos dicho antes, tenía interiormente  una caja de plomo; pero este hecho nos da a demostrar la valentía, el coraje y el amor que esta reina de Castilla poseía. Sin que Juana se separase de su amado, los soldados trasladaron el féretro a un lugar seguro mientras la multitud se encargaba de apagar el fuego.

    En días posteriores Juana tuvo mejores noticias: una buena noticia era que parecía ser que aquella peste maligna había terminado y la otra que Cisneros le comunicó que había recibido un mensajero que a “uña de caballo” traía un correo anunciando que el rey Fernando, que había desembarcado en Valencia, ya venía de camino y quería reunirse con ella para tratar asuntos de estado. La alegría de la Reina fue muy grande y ordenó celebrar, en la abrasada iglesia, una misa en la que se cantase un solemne “tedeum”.

    Juana trató con Cisneros, y los dos convinieron que Hornillos no era el lugar más idóneo para encontrarse con su Padre, por lo que decidieron partir hacia el pueblo de Tórtoles de Esgueva, ya que dicha villa, por entonces, tenía un gran monasterio de religiosas benedictinas y varias casas palaciegas; lo que convertía a la Villa en un lugar más propicio para albergar las dos comitivas reales que allí se iban a encontrar.

     La noche del 23 de agosto fue una noche larga y llena de actividad pues la inmensa comitiva se la pasó en levantar el campamento y preparar el viaje. Aún faltaban horas para que la aurora anunciara el nuevo día, cuando la enorme procesión se puso en marcha, intentando cubrir la distancia que los separaba de Tórtoles en una sola jornada.  

    Dejando atrás Hornillos de Cerrato, toman el camino de Antigüedad, pero no paran en dicho pueblo sino que ascienden al páramo cerrateño y, por caminos intransitables siguen en dirección a Tórtoles ante el estupor de algunos aldeanos que, a estas alturas del año, estaban segando  el trigo a la vera del camino y que, al ver tamaño entierro y oír los lúgubres misereres, se quitan el sombrero de paja y rodilla en tierra se santiguan en actitud de respeto.  Y es aquí, en medio de la inmensidad de este páramo calcinado por el sol, donde sólo se oye el canto de las chicharras y el sonido de los trigales resecos  mecidos por el viento, donde se produce, según la tradición, la célebre caída del sarcófago de Felipe el Hermoso.   

    Antes de escribir esta historia he recorrido, en compañía de mi esposa, todos los pueblos y lugares que aquí se mencionan, he hablado con algunos de sus habitantes y puedo asegurar que en las mentes de muchos  lugareños está el recuerdo de está célebre caída. Cuenta la tradición que avanzando la real comitiva por aquel desolado camino, llegaron al páramo que llaman de “La Muñeca”, y allí el camino era tan intransitable que apenas podían continuar, sólo la imponente fuerza de aquellos cuatro negros caballos de Frisia, hacia posible el avance de aquel carro sin costanas (laterales).  De improviso una de las ruedas cayó en un profundo hoyo, y el tirón dado por aquellas poderosas bestias hizo que el carro trastabillase hasta el punto de casi volcar. No volcó, pero el brusco movimiento hizo que el sarcófago del Rey se soltase de sus ataduras y resbalando cayera al suelo. La Reina permaneció impasible pero una puntiaguda espina le atravesó el corazón, las mujeres que la acompañaban gritaron como plañideras, los monjes dejaron de rezar, los músicos callaron y la soldadesca se precipitó a levantar y colocar en su sitio la caja fúnebre. Juana paró la comitiva, ordenó que se rezaran solemnes oficios religiosos y mando que algunos de sus hombres se quedaran en aquel lugar para tallar y colocar una cruz de piedra, en el mismo sitio donde se había producido la caída. Esta cruz de apenas setenta centímetros de alta, se la conoce con el nombre de la “Cruz de la Muñeca” y aún se la  puede ver en aquel desolado páramo dando fe de lo que allí aconteció.


La “Cruz de la Muñeca”

EL ENTIERRO REAL LLEGA A TÓRTOLES DE ESGUEVA

    La llegada a Tórtoles fue espectacular. La imponente comitiva que venía por el camino de Antigüedad, llegó al pueblo, cuyo recinto estaba fuertemente amurallado,  e hizo su entrada por la “Puerta de la Villa” ante la admiración de todos los tortoleses que, sabiendo ya de antemano de aquella venida, salían al paso con todo el respeto y consideración que aquel regio entierro requería. Era bien entrada la noche del día 24 de agosto y la luz de las innumerables antorchas, el ruido de los cascos de los caballos, las ruedas de los carros y los cantos lúgubres de los frailes, transformaron la fisonomía tranquila y silenciosa del Pueblo en un espectáculo tan sobrecogedor que  rayaba lo dantesco.

  Se depositó el cadáver de Felipe I en la iglesia parroquial bien escoltado, bien alumbrado y rezado permanentemente por un grupo de monjes. Después de los rezos Juana se hospedó  en una gran casa noble, la corte y acompañantes fueron alojados en casa particulares y  reservó para el rey, su padre, una magnífica casa palacio.



    El rey Fernando “El Católico” aún tardó otros tres días en llegar, parecía no tener prisa en volver a esa Castilla cuyo rey Felipe I, meses antes, le había arrojado fuera del ella. En su interior se alegraba de la muerte repentina de su yerno, tan repentina que se sospechaba que había sido envenenado aunque nunca se pudo probar. Esa Castilla que él había gobernado con su esposa Isabel convirtiéndola, con Aragón, en la nación  más poderosa de Europa y descubridora de “Nuevos Mundos”; y que ahora mal dirigida, en el poco tiempo que su hijo político había gobernado, estaba a punto de saltar como un polvorín. Claro que se le necesitaba y Él lo sabía, como también sabía que necesitaba a Cisneros de su parte y por ese motivo traía ya para el arzobispo un magnífico regalo, el “Capelo de Cardenal” concedido por el papa Julio II y el nombramiento de “Inquisidor General de la Corona”.

    La llegada de Fernando a Tórtoles fue espectacular, como el que regresa de ganar una gran batalla. Montaba Fernando, vestido con ropas de campaña, un soberbio  caballo alazán e iba precedido por un poderoso destacamento de soldados veteranos capitaneados por el célebre guerrero Pedro Navarro, y tras de sí un pequeño pero bien disciplinado ejército con el que daba a entender que venía dispuesto a hacerse el dueño de la situación.

    Cuando el día 28 de agosto la reina Juana oyó las trompetas que anunciaban la llegada de Fernando, su cara se iluminó y sin más preparativos salió corriendo a recibirlo seguida de sus doncellas. El encuentro fue de lo más emotivo. Padre e Hija se fundieron en un tierno abrazo paternofilial y así permanecieron largo rato. Se besaban en el rostro y en las manos, al tiempo que se susurraban palabras cariñosas. Al ver a su hija en tal estado, al rey padre le surcaban gruesas lágrimas por su rostro y, como viera con sorpresa que su hija no lloraba,  miró fijamente aquella cara pálida y demacrada, preguntando con su mirada por qué no había llanto en aquellos ojos. Entonces Juana le dijo estas palabras: “No puedo acompañar, padre, vuestro llanto pues llorando las infidelidades de mi esposo y después su muerte, mis ojos se han secado ya para siempre”.  Fernando abrazó aun más tiernamente a su hija y después los dos, cogidos del brazo, se dirigieron a la casa donde vivía la Reina y allí permanecieron largas horas. Juana contó a su manera todo lo que ocurría y como la nobleza castellana que le había sido tan fiel, ahora conspiraba contra Ella y quería ponerse del lado Él, su padre que, a ojos vistas, era el más fuerte. En aquella reunión Fernando se dio cuenta de la incapacidad  de su hija Juana y Él, inteligente y persuasivo, logró que ella le concediera la regencia de sus reinos, eso sí, sin renunciar Juana a seguir siendo la reina titular. También salió de aquella reunión con la firme resolución de recluir a su hija en algún lugar digno y seguro. Juana se puso en sus manos y dejó que Él eligiera dicho lugar pensando que sería la residencia desde donde Ella podría gobernar, después de que su Padre pacificara y pusiera en orden sus reinos.


Interior de la iglesia de S. Esteban Protomártir (Tórtoles de Esgueva)

    En estos momentos Tórtoles era el lugar donde se encontraba todo el poder de España. En esta villa del Valle del Esgueva estaban juntos el rey de Aragón y la reina de Castilla cuyos títulos eran los siguientes: Reina de Castilla y de León, de Granada, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias y de las Islas de las Indias y tierra firme del mar océano, princesa de Aragón y de las dos Sicilias, de Jerusalén, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña y de Bravante, condesa de Flandes y de Tirol además de señora de Vizcaya y de Molina. ¿No son estos títulos nobiliarios suficientes para hacer grande a un pueblo?; pues si esto era poco, en Tórtoles estaba también en aquel momento: El arzobispo Cisneros, el condestable de Castilla, el almirante de Castilla, El marqués de Villena y el obispo de Málaga además de otros nobles importantes con sus mesnadas.

    Tórtoles durante aquellos días se convirtió, para orgullo del Valle Esgueva y para el suyo propio, en el centro neurálgico de España, en esta pequeña villa estuvo la corte española durante unos breves pero intensos días. ¡¡¡Con que facilidad olvidamos nuestra historia los castellanos!!!, quizás sea porque tenemos tanta, que consideramos hechos sin importancia lo que para otras naciones sería algo grandioso y digno de recordar.

    Los días que el rey Fernando estuvo en Tórtoles, le bastaron para darse cuenta de que su querida hija Juana alternaba momentos de gran lucidez con otros de profunda locura. Se dio cuenta de que no podía dejar en aquellas manos y cabeza inestables, el destino de tantos y tan grandes reinos y por eso, aprovechando que Ella se había puesto en sus manos, determinó que debía regresar a Burgos, donde la dejaría en un lugar seguro mientras él ponía orden en el reino de Castilla; para ello contaba con cuatro aliados poderosísimos: El Condestable y el Almirante de Castilla, el Duque de Alba y Cisneros como Primado de Toledo.

    Pero para instalarse en Burgos había que reducir  a uno de sus enemigos políticos: Juan Manuel que tantas humillaciones le había hecho en tiempos de Felipe el Hermoso. Por eso Fernando salió de Tórtoles antes que su Hija y estableció la corte en Santa María del Campo, villa importante considerada “Cabeza de Behetrías de Castilla” y fuertemente amurallada. Desde allí mando mensajeros a Juana pidiéndole que se reuniera con Él ya que no consideraba Tórtoles como  lugar idóneo para establecer allí la corte permanente, además que Catalina, la hija póstuma de Felipe, necesitaba cuidados infantiles que en aquel lugar no se le podían dar.

    Como Santa María del Campo estaba cerca, la Reina el día tres de septiembre se puso en marcha con el carro mortuorio de su esposo y con el reducido séquito que le quedaba en Tórtoles. Iba esperanzada de estar con su padre y aunque el camino era duro y polvoriento se le hizo más corto que otras veces. Ya en la Villa, Juana se preocupó primero de depositar ante el altar mayor de la iglesia el féretro de su esposo y después de celebrarle solemnes oficios, lo dejó escoltado de sus guardias de confianza y ella se fue a instalar en una mansión noble llamada la “Casa del Cordón”, denominada así por tener esculpido en piedra un cordón franciscano que recorre toda su fachada.


Casa del Cordón en Sta. Mª. Del Campo

    El rey Fernando, tenía planeado que Cisneros fuera investido cardenal en la maravillosa iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, para lo cual había reunido en Santa María del Campo a todos los Grandes del reino, a todos los Nobles, a todos Caballeros y Prelados y sobresaliendo entre todos ellos  el “ Nuncio de Su Santidad”.  Sin embargo aquí el Rey chocó frontalmente con la voluntad de su hija, pues revestida de riguroso luto en cuerpo y espíritu y al cumplirse en aquellos días el aniversario de la muerte de Felipe, se opuso con toda su voluntad de reina, a que se celebrase cualquier ceremonia solemne y festiva en el mismo lugar en que su Esposo estaba de “cuerpo presente”.  Fernando más que comprender a su hija, no le quiso desairar y acató su voluntad como reina de Castilla, trasladando la solemne ceremonia  al pueblecito cercano de Mahamud.


Ntra. Sra. De la Asunción (Sta. Mª del Campo)

    Cuando investigando este viaje póstumo de Felipe “El Hermoso”, llegué a la noble villa de Santa María del Campo y visité la impresionante iglesia de Nuestra Señora de la Asunción que pudo ser colegiata y nunca lo fue, y que teniendo categoría de catedral  no llegó a serlo, me impactaron profundamente   dos  cosas: la primera, la grandiosidad de un monumento tan importante que bien pudiera haber sido la catedral de una no pequeña ciudad; la segunda saber que yo estaba pisando el mismo piso enlosado que habían pisado los reyes de Castilla y Aragón y donde, durante 33 días, reposaron los restos insepultos de Felipe I “El Hermoso”.

    Mientras Teresa Santiuste, natural de esta Villa y mujer que ha vivido y vive por y para su iglesia, hablaba y explicaba de manera exhaustiva y de forma pormenorizada todos y cada uno de los muchos tesoros que el Templo tiene, mi mente arrebatada por el recuerdo de la historia voló cinco siglos más atrás, y me imagine aquella iglesia llena de la nobleza más alta de Castilla, de sus clérigos más nombrados y el féretro de Felipe I colocado junto a los diez peldaños, símbolos de los diez mandamientos, que permiten ascender hasta la mesa del altar. Recordé la grandeza del amor de una mujer que amó a su esposo hasta más allá de la muerte, que amó más allá de lo que la esencia humana permite y por eso perdió la razón. Pude comprobar con que cariño hablaba “Teresita”, pues así le llaman sus conciudadanos a Teresa Santiuste, de nuestra reina Juana y como la disculpaba su locura, me di cuenta entonces de lo mal que la historia ha tratado a la reina de Castilla y comprendí también porque los antiguos castellanos le brindaban su cariño y disculpaban su locura.

    Como dije antes, ante la oposición de Juana a que se celebrase la imposición del “Capelo cardenalicio” a Cisneros en la iglesia de Santa Mª del Campo, Fernando el Católico trasladó la ceremonia al cercano pueblecito de Mahamud que distaba  12 “estadios” castellanos (tres kilómetros).

    Muy de mañana, la villa de Mahamud andaba revuelta en fiestas. Sus habitantes no habían visto jamás ninguna concentración de nobles, grandes hombres, obispos, clérigos y soldados, todos vestidos con sus mejores galas y brillantes armaduras, y al frente de todos ellos el rey Fernando el Católico que, en su espléndida madurez pues aún tenía 52 años, tenía un magnifico porte montando su soberbio corcel de pelo alazán que, en aquel 23 de septiembre brillaba bajo el sol de Castilla en un día que amenazaba caluroso. Cuando la cabeza de aquel enorme séquito entraba en la Villa, aún salían gentes de Santa María del Campo. También llegaban curiosos de otros pueblos limítrofes como: Ciaconcha, Villahoz, Villahizán, Presencio, Torrepadre etc.  En fin, el día iba a ser largo y festivo pues la misma Reina que se había negado a participar en tan grandes fastos por estar dedicada a velar en cuerpo y alma el cadáver de su esposo, había prestado hermosos tapices bordados con seda y oro, además de  terciopelos y todo lo necesario para adornar la iglesia de San Miguel de Mahamud.


Iglesia de San Miguel  (Mahamud)

    Fue tan inmenso el gentío que llegó a Mahamud que el pequeño pueblo se vio desbordado ya desde la víspera, para contener en sus calles aquella marabunta de personas de todas las clases sociales. Por tal motivo se establecieron campamentos a extramuros de la Villa, y en estos campamentos, también se instalaron casetas de feria con toda clase de artículos y baratijas. Tocaban música los trovadores, vociferaban los vendedores, y buhoneros y soldados se mezclaban y bebían en un ambiente de fiesta difícil de imaginar.

    Mientras tanto en la Iglesia de San Miguel, se celebraba una de las ceremonias más solemnes de las que se podían celebrar en estos reinos. El rey Fernando, situado en un trono al lado del evangelio presidía los actos con la iglesia llena a rebosar, ocupando los nobles, grandes de Castilla, obispos y toda clase de clérigos, la preferencia del templo que, con la gente llana y humilde del pueblo, se llenó hasta no caber más.

    Ofició la santa misa monseñor Juan Rufo nuncio del papa Julio II, el cual leyó en público el “breve papal” y al terminar descendió los diez peldaños que separaban el altar con el suelo del presbiterio donde, arrodillado, humillado y contrito, estaba Francisco Jiménez de Cisneros. El Nuncio le impuso el anillo y el birrete de cardenal diciendo: “Este birrete es rojo como signo de la dignidad del oficio de cardenal y significa que estás preparado para actuar con fortaleza, hasta el punto de derramar tu sangre por el crecimiento de la fe”. Después los dos subieron al altar y volviéndose hacia la gente que llenaba el templo fue presentado a todos. Así fue como un humilde franciscano culminó su carrera de regente, guerrero, político, diplomático, fundador de universidades, arzobispo y ahora príncipe de la Iglesia como cardenal e Inquisidor General de la Corona de Castilla.


CARDENAL CISNEROS

    La salida del Templo fue apoteósica. El gentío exaltado, no cesaba de vitorear al Rey, al Nuncio del Papa, al Cardenal y también a la ausente reina Juana, demostrando así el cariño que le tenían. La reina Juana  en aquellos momentos, sufría su dolor junto al cadáver de su esposo en la iglesia de Santa María. La fiesta duró todo el día 23 y también el 24 de septiembre. El rey Fernando no escatimó en gastos y se celebraron bailes, grandes convites y torneos entre caballeros.  

    Mahamud languidece en nuestros días como languidecen con riesgo de morir muchos de nuestros pueblos castellanos y esta villa que otrora fuera rica en cereales y ganadería lanar, ahora al pisar sus calles me pareció un pueblo casi vacío. Puedo sin embargo atestiguar, que las personas con las que hablé me trataron de forma educada y afable, charlando de su historia y como no del día en que el arzobispo Cisneros dejó de ser arzobispo para convertirse en cardenal. La señora Adelina, mientras me enseñaba la iglesia, por cierto de enormes dimensiones, me comentaba porque el gentilicio de los habitantes de Mahamud es “gorretes”. Ella me decía  que cuando al cardenal Cisneros le impusieron el capelo, que es un birrete de color púrpura, las gentes del pueblo, confundiendo la palabra, empezaron a gritar: “al cardenal ya le han puesto el gorrete, ya le han puesto el gorrete…” y esta frase transmitida de boca en boca hizo que a los de Mahamud los llamaran y les sigan llamando “gorretes”.

    Pero volvamos con nuestra infeliz reina Juana que por supuesto no había querido asistir a las fiestas, pero que dada la pequeña distancia que separan los dos pueblos, hasta ella llegaba el ruido y la algarabía de aquella muchedumbre que se divertía, mientras ella apenada y triste velaba el cadáver de su esposo. ¡¡Cómo sufría la pobre!!, ¡¡Cuánto dolor en su corazón!!. Cuando una persona sufre desconsolada y ve a los demás como se divierten dejándola a ella y a su dolor a un lado, el sufrimiento se multiplica y aquella mente, unas veces lúcida y otras trastornada, ¿Qué pensaría?, ¿Qué escenas de dolor pasarían por su cabeza durante aquellas largas horas de dolor en soledad?.

 Juana se propuso que si grandes habían sido los fastos de la solemne imposición  del capelo de cardenal a Cisneros, mayores serían las ceremonias religiosas que se oficiarían por el aniversario de su esposo. Y así se hizo, no habían cesado aún las algaradas de la noche del 24 de septiembre en Mahamud cuando, antes de despuntar el día 25 las campanas de de la torre de Nuestra Señora de la Asunción, empezaron a tañer de forma triste, monótona e insistente, tocando a muerto y llamando al templo a todos los habitantes de la villa y del contorno, las fiestas habían terminado y ahora la Reina los llamaba para acompañarla en su dolor.

    La corte, y los nobles que se habían trasladado al pueblo vecino, regresaron  y con ellos todos los soldados y la muchedumbre que ya se había divertido, y ahora querían presenciar los actos religiosos del primer aniversario de la muerte del rey Felipe I al que muchos habían llamado el Hermoso.

    La enorme iglesia de Santa María del Campo se llenó a rebosar, Francisco Jiménez de Cisneros con sus títulos de: cardenal, arzobispo de Toledo, primado de España e inquisidor general de Castilla, oficiaba la misa solemne. A los pies del altar el féretro de Felipe I, a su lado arrodillada, enlutada de pies a cabeza, pálida y demacrada pero con porte firme y altivo, como correspondía a la reina de Castilla, estaba Juana. El rey de Aragón, su padre, ocupaba un escaño preferente al lado del evangelio, y después toda la corte en los sitios más privilegiados del templo según su categoría. Aquel día 25 de septiembre de 1.507 se celebró la “misa de réquiem”  más solemne que se había conocido, con la particularidad de que a pesar de ser una misa de “cabo de año”, el cadáver, aún insepulto, estaba de cuerpo presente y además aquella mujer enamorada no se quería desprender de él.
 arcos de la llana

    Con mimos besos y halagos, pero también con mucho dolor en su corazón, el rey Fernando intentaba llevar hasta Burgos a su hija Juana. Cada vez estaba más convencido de que su cabeza desvariaba y aún se convenció más cuando, él que tanto amaba a sus hijos pero mucho más a España, a  esa España que con su esposa Isabel había creado y que queriéndole hacer grande, había casado a todos ellos con príncipes europeos, le insinuó a Juana que, con sus jóvenes 28 años, aún podía casarse. Ella le miró sorprendida y, en aquellos ojos bellos pero hundidos en dos profundas cuencas, Fernando vio aflicción, angustia, congoja y el dolor de haber sufrido un largo calvario. Después Juana llevó a su padre ante el sarcófago de su Esposo y le dijo: “Este ha sido, es y será siempre mi marido, el padre de mis seis hijos  y ningún hombre más entrará en mi vida”. Un profundo silencio siguió a sus palabras y Fernando comprendió, más por la mirada de aquellos ojos  que por sus palabras, que aquella locura no tenía remedio.

    Como pudo convenció a su Hija que lo mejor era ir a Burgos, ciudad emblemática de Castilla, donde ya toda la nobleza estaba de su parte y donde ella podría establecerse y ejercer de reina en su compañía. Juana que en su fuero interno ardía en el deseo de gobernar con su Padre como este había gobernado con su madre Isabel, haciendo grande el lema de “Tanto monta, monta tanto”, le pareció bien la idea y de esta manera la real y fúnebre comitiva vuelve a los caminos polvorientos de Castilla en dirección a Burgos. Atrás queda la villa de Santa María del Campo y Mahamud con todas las experiencias en ellas vividas, y otra vez el camino se torna en sacrificio acompañando los restos mortales del esposo.

    Fernando marchó por delante y, en la soledad del campo castellano, Juana se vio invadida por uno de aquellos momentos de preclara lucidez, su mente que muchas veces estaba ofuscada y desvariaba pensando y diciendo cosas inconexas, empezó a comprender de forma clara lo que estaba pasando y lo que su padre y el resto de la corte pretendían. Se dio cuenta, y no se equivocaba, que la persona en la que ella había puesto toda su confianza, pretendía recluirla en Burgos en el palacio llamado “La Casa del Cordón”, pero aquella Casa del Cordón no era la que Ella había habitado en Santa María del Campo, sino que era el palacio burgalés donde  tanto había sufrido, allí era donde su esposo Felipe I había exhalado su último aliento y Ella, triste y afligida por los recuerdos, no podía vivir en aquella mansión.

    Al llegar a Arcos de la Llana, pequeña villa amurallada y muy cercana a Burgos, Juana se fingió cansada y convenció a su Padre diciéndole que era mejor descansar allí durante unos días. Fernando, no  queriendo contrariar a su hija, habilita para ellos como residencia, un gran palacio que los obispos de Burgos tenían para pasar los veranos, y allí después dejar como hacía siempre, el sarcófago de su esposo delante del altar mayor de la iglesia parroquial de San Miguel, se instaló en aquel muy noble y cómodo palacio episcopal.


Palacio episcopal de Arcos de la Llana

    La vida en Arcos de la Llana se tornó tranquila para Juana, todos los días pasaba horas y horas en la iglesia asistiendo a los actos fúnebres, que por supuesto no cesaban de celebrarse a diario entre hachones y numerosas velas encendidas. Después se retiraba al palacio donde  gozaba de la compañía de sus hijos Fernando y Catalina, los dos únicos de sus  vástagos que habían nacido en España.

    Su Padre puso la corte en Burgos y desde allí se dedicó a gobernar y poner orden en el reino, no obstante y dada la proximidad de Burgos y Arcos, iba muchos días a visitar a Juana y a sus nietos y allí le decía a su Hija las medidas de gobierno que estaba tomando; aunque la verdad era que dándose cuenta de que Juana no mejoraba, solamente le contaba lo que quería.

     Las damas de compañía y todas las personas que acompañaban a Juana en Arcos eran de la total confianza del rey Fernando, por ese motivo cuando un día, al preguntar por la salud de la Reina, le comentaron que algunas veces la habían sorprendido en la iglesia hablando en voz baja con su Esposo, decidió hacer otro intento para llevarla a Burgos, pero Juana se opuso con todas sus fuerzas. Ante esta oposición y alegando que aquel modo de vivir no era el más idóneo para la educación de un príncipe, se llevó a su nieto Fernando a la corte de Burgos para que fuera educado como le correspondía.

   Esta separación de su hijo que ya tenía 6 años, fue otro gran disgusto para la Reina, pues ella que ya sabía lo que era ser traicionada por un esposo infiel, ahora se veía traicionada en su amor filial por un Padre al que le había dedicado más que amor, adoración. Su mente se ofuscó más y más, unas veces volviéndose intratable y montando en cólera con las personas que la rodeaban y otras sumiéndose en un profundo mutismo y una mirada perdida que le daban un aspecto de idiotez profunda. 

   Juana aún permaneció en Arcos de la Llana hasta el mes de febrero de 1.509, y por Ella se habría quedado allí en compañía de su esposo para siempre; pero el día 14 de ese mes, el Rey con un poderoso séquito se personó en Arcos y tres días después, casi a la fuerza, obligó más que convenció a Juana a emprender viaje hacia la “Muy Ilustre, Antigua, Coronada, Leal y Nobilísima” villa de  Tordesillas, que bien defendida por su muralla y con un clima más benigno que el de Arcos, parecía ser un lugar más adecuado para que una reina se instalase. Juana pesaba que era para poner allí su corte, pero en la mente de Fernando ya se había tomado la decisión de recluirla.

   Mucho le costó a Juana I de Castilla abandonar Arcos de la Llana. Cuando, en compañía de mi esposa, visité este pueblo que por su proximidad a Burgos aún mantiene en alza su población, encontré gentes muy amables con las que pude conversar sobre el tema. He de destacar aquí el amable trato y la interesante conversación que mantuvimos con el señor Jerónimo y su esposa. Si vieran, decía lleno de pena, como se ha ido perdiendo todo vestigio histórico: del palacio sólo queda el exterior; el obispado de Burgos vendió el edificio para que sirviera de almacén de grano y todo lo del interior se vendió o se expolió. Ahora es propiedad privada y se usa como vivienda. Las huertas y jardines se vendieron y, sin ir más lejos yo tengo edificada mi casa en una parte de ellos. Nos invitó a entrar en sus jardines perfectamente cuidados, y lleno de orgullo y poniendo pasión en sus palabras, me decía mientras apuntaba a una puerta  en arco en la muralla que, en otros tiempos, cercaba la propiedad del palacio episcopal: “por ahí, por esa puerta misma, entraba el rey Fernando “El Católico” cuando venía de Burgos a ver a su Hija y a sus nietos”.


Puerta que daba acceso a los jardines del Palacio Episcopal

    ¡¡¡Qué razón tenía el señor Jerónimo sobre el expolio de aquel palacio!!!, algunas semanas más tarde, indagando en los libros y buscando información sobre este tema, descubrí que el palacio episcopal de Arcos de la Llana, tenía un claustro con 12 magníficas columnas de piedra, también descubrí que dichas columnas fueron regaladas, por el obispado, al gobierno de la Nación y, hoy día, adornan el espléndido Salón de Columnas del palacio de la Moncloa. ¡¡¡Cómo hemos destruido los castellanos nuestro patrimonio!!!, ¡¡¡cómo hemos olvidado nuestra historia!!!, algunos pueblos cuando no tienen historia se la inventan, y nosotros que la tenemos, la destruimos y la olvidamos.

HACIA TORDESILLAS
   
    Habían transcurrido dos años y medio desde la muerte de Felipe I  cuando, como ya dije anteriormente, el 17 de febrero de 1.509, el rey Fernando obliga a su hija Juana a emprender camino hacia la coronada villa de Tordesillas, y esta vez sin disculpas ni contemplaciones la comitiva real se pone en marcha con el rey Fernando a la cabeza de su aguerrido ejército  de veteranos. En el centro de aquella larga comitiva fúnebre, el féretro del rey Felipe I cubierto de negros reposteros con el águila imperial bordados en oro, y en pos de él la reina Juana y la infanta Catalina en sendas sillas de mano. El féretro y la reina iban escoltados por la fiel guardia que formaban los “Monteros de Espinosa”, completando la comitiva, como siempre venían haciendo, numerosos monjes y clérigos que continuamente salmodiaban religiosas canciones.

    Ahora el viaje iba a estar mejor organizado, no habría largas paradas en pueblos y ciudades donde estar varios días, el rey tenía prisa en resolver los muchos problemas que el Reino tenía y antes quería dejar a buen recaudo a su hija Juana; por este motivo ya había mandado acondicionar hacía semanas las estancias del castillo de Tordesillas.
    Cuando me propuse relatar la última etapa de esta magnífica locura de amor, me encontré que los historiadores difieren en muchas cosas, incluso el gran cronista Pedro Mártir de Anglería “notario” de de la Reina y presente en aquel largo y fúnebre viaje, deja en esta ocasión muchas lagunas. Después de leer en muchas fuentes y sopesar muchas versiones, recordé otra vez aquella ruta carreteril que miembros de la Cabaña Real de Carreteros hizo en el año 2.009, recordando el célebre recorrido de la reina Juana I de Castilla pasando por nuestro valle del Esgueva. Me puse en contacto con D. Antonio Martín, presidente de esta antiquísima Cabaña Real de Carreteros, fundada por la reina Isabel la Católica en el año 1.497, y después de darme a conocer y dar a conocer el gran interés que yo tenía en rememorar todas aquellas vicisitudes, entablamos una muy grata y fructífera conversación, en la que pude apreciar como recordaba aquel viaje y la parada que hicieron en Esguevillas. Hablamos de muchas cosas: me contó como a su paso por Encinas de Esgueva, sus habitantes los llevaron hasta una plaza llamada “Plaza de los serranos” porque allí paraban los carreteros en tiempos ya pretéritos. Esto me hizo recordar, y así se lo conté, aquellos años de mi infancia en que las carretas paraban en la plaza de Esguevillas cargadas de tablas, tablones, vigas y catorzales. Toda esa madera se vendía por los pueblos, y en Esguevillas había cuatro talleres: dos de carpintería y dos carreterías que se dedicaban, estas últimas, a la fabricación de carros. Le conté, y él se alegraba con el relato, como al morir el día solían llegar las carretas, paraban en la plaza y desuncían los bueyes que cansados de tumbaban a rumiar el último pienso del día. Después los “serranos”, aquellos hombres duros como el duro clima de la sierra de donde procedían, prendían un pequeño fuego para calentar su cena y al terminar, allí bajo las carretas, se tendían en sus mantas y dormían al raso esperando el nuevo día. Hablamos de muchas cosas pero fundamentalmente del viaje póstumo del cadáver de Felipe el Hermoso por nuestras tierras del Valle del Esgueva, de los amores de Juana, de su locura y hasta de la posible usurpación de la corona por parte de su Padre y de los nobles del reino.

    Pero volvamos al 17 de febrero del año 1.509 y sigamos el fúnebre cortejo que ha salido de Arcos de la Llana. Muchos historiadores, queriendo hacer más triste y lúgubre aquella marcha, cuentan que las etapas se hacían de noche para que así fueran más penosas; pero leídos a muchos de ellos y conociendo la forma de proceder del rey Fernando, posiblemente no fue así. Bien es verdad que aquellas lentas marchas de colas interminables con multitud de paradas para rezos y ceremoniales, eran muy difíciles de mover con rapidez, y los días de febrero no son todavía muy largos por lo que las jornadas que se prolongaban hasta bien entrada la noche. El Rey y los nobles que le acompañaban, mandaban por delante un buen número de soldados con carros y pertrechos para montar algunas tiendas de campaña para el Rey y para los nobles y prelados del séquito. Otra tienda muy principal se levantaba para cobijar en ella a la Reina y sus damas junto con el féretro de Felipe, ya que Juana no se separaba de él, y a su lado, entre hachones encendidos, hacía vela toda la noche.

    Organizada la marcha con esta férrea disciplina militar, y tras una breve parada el  pueblecito de Villahoz, continuó la marcha hasta Tórtoles de Esgueva donde la reina Juana había vivido los únicos momentos felices después del óbito de su esposo, al encontrarse allí con su amado padre Fernando el Católico. Aquel recuerdo de un tratamiento afable, cálido y amoroso, se había trocado ahora en una relación cordial pero autoritaria e inflexible. Fernando había decidido recluir a su hija en el Castillo-palacio de Tordesillas y ya nada ni nadie se lo iba a impedir.

    El día 21 de febrero de 1.509, deja nuestra Reina la villa de Tórtoles para nunca más volver a ella. La comitiva avanza ahora por el “Camino Real” que recorre nuestro Valle del Esgueva, y con sólo las pausas de rigor impuestas por la Reina, dejan atrás Castril de Luys Díaz (Castrillo de Don Juan) y, a pesar de estar esta Villa y la de Encinas bien amuralladas y con respectivos castillos,  acampan al raso en un lugar de  la vega entre Encinas y Canillas. Los habitantes de estos pueblos, nobles y plebeyos, alertados del paso del cortejo, salían en tropel para ver pasar aquella Reina que tanto querían e idolatraban, aquella Reina cuyo amor pasaba los límites del amor humano y terrenal, para amar “locamente” más allá de la muerte.

    La vega del Esgueva ofrecía, en aquel mes de febrero, agua y pasto abundante donde vivaquear y donde pastar los caballos y demás animales de transporte; las tropas de Fernando solían escoger los prados que la vega ofrecía y, si era posible, cerca de alguna aceña (molino) donde aprovisionarse de grano y harina.

    En la etapa siguiente, acamparon cerca de Villaco después de pasar por Castroverde de Cerrato, villa fuertemente amurallada y que tenía por aquel entonces jurisdicción sobre Fuent Vellida (Fombellida), Torre, Villanueva de Valdovas y Villaco. Allí pasaron la noche acompañados de muchos habitantes de aquellos pueblos vecinos, y a la mañana siguiente prosiguieron el viaje.

    Desde primeras horas de la tarde del día 23 de febrero, las gentes de “Esguevillas de Suso” (Esguevillas de Esgueva), abandonando la protección de las murallas, empezaron a salir en dirección al Camino Real con la sana intención de ver a su Reina y a todo el cortejo real. Ya, antes de que el sol se pusiera, la avanzadilla de los soldados del rey Fernando capitaneados por el celebérrimo Pedro Navarro, habían montado un pequeño campamento. Estaba situado en un pequeño y saneado altozano a la izquierda del Camino Real. Escogieron este lugar porque, en aquellos días como casi siempre ocurría, la vega de Esguevillas se anegaba en la parte baja del mencionado camino  y no era terreno propicio para estacionarse.

    Todas las tiendas estaban situadas en cuadro, como hacían en cada parada, y señaladas con los escudos de armas de sus señores; y así, delante de una de las más principales se izaba el  pabellón del rey de Aragón y en otra, no menos importante, el de la reina de Castilla.

   Al sol puesto de un día que había estado nublado, se empezaron a oír los tristes cantos mortuorios de aquel entierro interminable que, habiendo dejado atrás Villaco y   Amusquillo, estaba a punto de salir del término de “Vellosillo” (Villafuerte de Esgueva). Al paso por este lugar, el señor del castillo Garci Franco de Guzmán, había descendido de su fortaleza y junto a una pequeña escolta  de soldados y muchos plebeyos, se había unido a la larga procesión, después de haber rendido pleitesía a los reyes D. Fernando y Dª Juana.

    Era ya bien entrada la noche, cuando las largas hileras de antorchas, hachas y velas, empezaron a concentrarse en el centro de aquel campamento, y  parando el carro de los negros caballos frisones, bajaron el féretro de Felipe I y lo depositaron en un estrado levantado horas antes para tal efecto. El centro del campamento quedo iluminado a causa de los cientos de luminarias; y no podía ser menos, pues aquella obsesión de Juana en velar a su esposo, la hizo gastar, según algunos historiadores, medio millón de maravedíes en cera, sin contar la indemnización que el rey Fernando pagó a las parroquias de Torquemada y Hornillos por los incendios en sus iglesias.   
    Rodeando el campamento, fuertemente defendido por lanceros del Rey, había una gran multitud de gentes que habían venido de los pueblos cercanos y que, llenos de curiosidad, respeto y de amor a su Reina, no querían perderse aquel acontecimiento tan importante en sus vidas. En las primeras filas estaban las personas más importantes: terratenientes, clérigos y ricos-hombres, que habían llegado a lomo de mulas, caballos o en carros preparados para tal efecto. Detrás de ellos, hundidos en la oscuridad de la noche, una gran multitud formada por las gentes más humildes: vasallos, villanos, y  pobres plebeyos, que se apretaban unos contra otros estirando sus cuellos en un afán sano de no perderse detalle. Las mujeres enlutadas y tocadas sus cabezas con negros pañuelos, los hombres con luengas capas se habían descubierto la cabeza en señal de respeto, y todos presenciaban aquel  ritual funerario que, por mandato de la reina Juana, se repetía todas las noches antes de retirarse a descansar.

    Terminada la ceremonia, las gentes volvían a sus domicilios satisfechos de haber visto a los reyes y a la infanta Catalina que con dos años estaba al lado de su madre, con los ojos abiertos como platos y sin llegar a comprender todo aquello que pasaba.

    Al día siguiente, en la plaza de Esguevillas, no es difícil imaginar la conversación que algunas tenían:
   - He visto a la Reina, decía una comadre en la fuente de la plaza,  la pobre está muy demacrada a pesar de su edad, además no me ha parecido tan loca como dicen las malas lenguas.
   -¿Será verdad que la acusan de loca porque su Padre le quiere quitar el reino?, decía otra de las mujeres, mientras arrimaba el cántaro al caño de la fuente. ¿Será verdad lo que dice la gente?...
   -¿Qué dice la gente?, preguntó otra de mayor edad que no había estado presente en el “Camino Real” la noche anterior.
   - Pues se dice y todo el mundo repite en Castilla que “Ni ella está tan loca ni él era tan hermoso.”

        

   Algo de razón tenían en estos comentarios, ya que Juana era una mujer más agraciada en el físico que su esposo, que no dejaba de ser un hombre de aspecto normal, aunque a la reina en sus arrebatos amorosos le pareciera el hombre más apuesto y más hermoso de la Tierra.

     Juana desde niña había recibido una educación esmerada en todos los aspectos, dominando artes como la equitación, la danza y la música e idiomas como el latín y el francés, además de conocer todas las lenguas y dialectos que se hablaban en la península Ibérica.

    Felipe I “El Hermoso”, de este calificativo tenía más bien poco: tenía una estatura normal y a pesar de su juventud la piorrea le había podrido la mayoría de los dientes. El labio inferior lo tenía caído y para colmo de su “Hermosura” una de sus rótulas se desencajaba y él mismo se la colocaba; aunque esto no era impedimento para ser un buen deportista sobre todo en la equitación y la caza, así como en el juego de pelota causa de su muerte según algunos autores. Además vestía siempre elegantemente y su porte era señorial.

  Los hombres y mujeres de nuestro Valle Esgueva, tuvieron conversación para muchos días sobre aquel célebre paso de los reyes de Castilla y Aragón con el “cadáver errante” de Felipe el Hermoso, por sus pueblos respectivos. 

    El día 24 de febrero la fúnebre comitiva sigue la marcha que de forma inexorable debía de llevar  a la reina Juana hasta Tordesillas. La noticia de este tristemente célebre viaje, se había propagado por el Valle del Esgueva a más celeridad que los propios soldados del rey Fernando. Por este motivo, no era de extrañar que a su paso por Piña de Esgueva y Villanueva de los Infantes, estas villas se vaciasen de gente para acudir todos ellos a presenciar el paso de la comitiva al tiempo que rendían vasallaje a sus Reyes. La Reina era muy querida por sus súbditos y más cuando, según cuenta la tradición, al ver la multitud de gentes humildes de estas villas que reunidas salían a esperar su paso, mandaba parar el cortejo y ordenaba a los frailes que hicieran alguna oración especial de la que pudieran participar, aunque fuera solamente de forma presencial, aquellas humildes personas que reverentes la homenajeaban. 

    Después de haber acampado al raso apenas sobrepasado “Olmos de Valdesgueva”, donde también fueron acompañados en sus ritos mortuorios por los habitantes de los pueblos vecinos, llegan a  Renedo la noche del 25 de febrero. Una noche que, después de un día de intensas lluvias, arreció el temporal de tal manera que no cupo más remedio que entrar en la Villa y permanecer en ella durante dos días, ya que la vega del Esgueva estaba inundada y los caminos intransitables sobre todo para las gentes de a pie.

    Pero el rey Fernando, que estaba al mando de la fúnebre comitiva, fue inflexible y apenas amainó el temporal, al amanecer el día 28 de febrero dio la orden de continuar la marcha hacia la villa de Valladolid. Digo villa porque todavía no había adquirido el título de ciudad, que después del enorme incendio de 1561 fue concedido por el rey Felipe II. Este rey se implicó personalmente en la reconstrucción del centro urbano y además de conceder a Valladolid el título de ciudad, consiguió del Papa la creación de una diócesis propia.

    Desde Valladolid y siguiendo siempre el camino que discurría paralelo al río Pisuerga, cruzan el río por el puente que lleva a la histórica villa de Simancas, pero no paran hasta llegar a la legendaria Geria, donde Fernando ordena la última parada antes de llegar a su destino.  
    En Geria a Juana le vienen a la mente tristes pensamientos. Ella conocía el castillo-palacio de Tordesillas de aspecto oscuro y amenazador, alzándose poderoso sobre el curso caudaloso del río Duero, pero también conocía su leyenda de que una vez cada siglo habría de servir de cárcel a una reina. Por este motivo pensaba Juana: ¿qué razones tendrá mi padre, el rey Fernando, para haber elegido la villa de Tordesillas para fijar mi corte?, ¿ por qué Tordesillas y no otra de la bellas ciudades castellanas?. Ella no tenía la respuesta pero, con toda seguridad, el católico rey Fernando quiso llevarla a esta Villa porque era una fortaleza bien defendida y disuasoria para algunos de los grandes castellanos, que quizás quisieran tomar a la reina como bandera y levantarse contra Él.

   Por fin llegó el día, ningún historiador pone fecha fidedigna de la llegada, pero según se habían desarrollado las anteriores etapas tuvo que ser entre el 1 y el 4 de marzo, cuando al morir el día, las trompetas y tambores anunciaron la llegada de la comitiva real a la “Muy Ilustre, Antigua, Coronada, Leal y Nobilísima” villa de Tordesillas.

    Fernando a la cabeza de sus tropas abría la marcha montado con gallardía en su caballo alazán, y la Reina, que hasta ahora había hecho el recorrido en silla de mano, mando alto a sus Monteros se Espinosa y reclamando para sí un bello caballo tordo, montó en él con la soltura y prestancia que lo había hecho siempre. Estaba pálida y demacrada pero a sus 29 años aún era joven, conservaba su belleza y sobre todo el orgullo de ser la reina de Castilla. Los Monteros de Espinosa, antiquísima fuerza que sólo servía directamente a reyes o reinas, se sintieron orgullosos de Juana y rodearon su caballo con un fervor que daba calor en aquella fría noche. ¡¡Ella era la reina de Castilla!! y quería que sus súbditos la vieran a la altura de su Padre.

    Al llegar a la Plaza Mayor una gran multitud de tordesillanos rodeó el cortejo, primero aclamando a su Reina y después guardando un reverente silencio ante el féretro de su esposo. Aquel abigarrado tropel de gentes de toda clase y condición, paró por momentos el desfile de soldados, monjes y lacayos. Se hizo un silencio sepulcral cuando el carro con los restos mortales de Felipe el “Hermoso” pararon en la plaza y, por un rato corto pero que pareció interminable, se oyó el chisporroteo de las hachas y cirios que, junto con los cantos funerales de los monjes y el tañer de las campanas de las diez parroquias, y las de los monasterios de San Juan de Jerusalén, Santa Clara y Mater Dei, impregnaron de profunda tristeza y gran respeto a todos los habitantes de Tordesillas.

   Quedó impresionado el rey Fernando ante tal recibimiento, pero Él además de un gran rey era también un gran guerrero y pronto se hizo dueño de la situación. Dominó al gentío con su mirada desde los lomos de su caballo, y ordenó a sus capitanes abrir paso para continuar hasta el Castillo-palacio donde, una vez continuada la marcha, por fin entró Juana I de Castilla sin saber que ya nunca saldría viva de allí. El gran historiador y jesuita español, Juan de Mariana describe aquella llegada así: “…llegó Juana más muerta que viva” y en cuanto a Fernando dice que había comentado: “Para mí hubiera sido más fácil hacer pasar toda la artillería de España y Venecia juntas, por los pasos de los Pirineos, que haber conducido a mi hija Juana desde Arcos a Tordesillas”.
   
Juana RECLUÍDA en Tordesillas

    Juana quedó instalada en el Castillo tordesillano y con ella su pequeña hija Catalina de Austria que ya tenía dos años. Ordenó colocar los restos de su esposo en una cámara contigua a la suya y el carro fúnebre fue llevado a un almacén del convento de Santa Clara, pues según cuenta el historiador Townsend Miller en su libro “Los castillos y la Corona”, la Reina pensaba en breve tiempo continuar viaje y llevar a su esposo hasta Granada, como habían sido los deseos de Felipe I el “Hermoso”.


Juana y su hija Catalina recién llegadas a Tordesillas(F.Pradilla)

    Durante bastante tiempo estuvo el regio cadáver colocado allí, transformada aquella habitación en una capilla ardiente con sus hachones encendidos y donde, a través de una ventana Ella podía verlo. ¡¡Cuánto amor se albergaba en el corazón de aquella mujer!!, ¡¡qué obsesión por no entregar el cuerpo de su amado a la muerte!!, nunca en la historia se ha conocido nada igual y posiblemente no se conocerá jamás.

    Transcurrido un tiempo, aquella habitación no le pareció lo suficientemente digna para su amado y decidió trasladar el féretro al altar mayor de la capilla pública del Monasterio de Santa Clara.

    Sin embargo no terminaron aquí las penalidades y desdichas de Juana. Es verdad que su Padre había mandado acondicionar muy bien el Castillo, adornándolo con tapices y alfombras.  Había mandado también construir una gran chimenea para el invierno y había puesto para su servicio a Luis de Ferrer y a la aristócrata María de Ulloa al mando de bastante servidumbre. Pero también es cierto que, pasado algún tiempo, estos dos personajes resultaron muy rígidos en su trato a la Reina; motivo este por el cual a Juana le siguió aumentando su dolor y agravando su esquizofrenia.

     El 23 de enero de 1516 muere, de hemorragia cerebral, su querido padre Fernando en la localidad extremeña de Madrigalejo y la reina se siente más sola y abandonada que nunca. Ahora espera con ansiedad la llegada de Carlos su hijo, a quien Fernando en su testamento había nombrado heredero de todos sus reinos.

   Carlos I de España llegó a nuestra patria en el año 1517 y nada más desembarcar en Tazones, se dirigió con todo su séquito a Tordesillas donde visitó muy brevemente, en compañía de su hermana Leonor, a su madre y a su hermana Catalina. A pesar de la brevedad de la visita, Carlos obtuvo de su madre el acta de autorización para reinar en su nombre y después ordenó que siguiera recluida. ¡Pobre reina!, ¡pobre esposa!, ¡pobre hija!  y ¡pobre madre!, que hasta el hijo de sus entrañas no dudó en mantenerla semicautiva.

    Carlos y Leonor vieron a  su hermana Catalina junto a Juana y sintieron pena por ella, ya que había pasado toda su vida con su Madre y ni vestía ni se arreglaba de manera conveniente a su alcurnia. Por este motivo Carlos ordenó a algunos servidores de su máxima confianza que, yendo a Tordesillas de noche, con el máximo sigilo y cautela, sacaran a Catalina de sus aposentos y la trajeran a la corte de Valladolid, donde sería instalada con el título de Infanta de España. 

    Por supuesto que las órdenes se cumplieron, pero ¿Cómo hacerlo sin que Juana no se diera cuenta?. Cuentan los cronistas de aquella época, que los servidores del Rey penetraron en la cámara de la Infanta de noche  a través de un hueco hecho en la pared, y después, con la máxima celeridad, la llevaron a Valladolid donde sus hermanos Carlos y Leonor la esperaban intranquilos y llenos de ternura.

   A la mañana siguiente, un grito desgarrador salió del ventanal del palacio de la Reina y rasgó como el filo de un puñal el limpio cielo del amanecer en Tordesillas: ¡¡“A mí guardias, a mí sirvientes, me han robado a mi hija”!!, ¡¡ “Por Dios bendito, se han llevado a la niña de mis ojos”!!. Así gritaba desesperada aquella madre que, en el paroxismo de su locura,  no podía comprender cómo ni por qué había desaparecido su niña querida. Los gritos de Juana eran tan desgarradores que helaban la sangre de los habitantes de Tordesillas. Aquellos hombres y mujeres que ya estaban acostumbrados a oír suspiros y voces inconexas que salían por los ventanales de los aposentos de Juana, ahora no podían soportar aquel sufrir de su Reina.  Fueron tantos  y tan desgarradores los gritos, que no sólo fueron oídos por los habitantes de la Villa, sino que el eco de aquel dolor inhumano llegó también al palacio de la Corte en Valladolid.  Carlos, con gran dolor de su corazón, ordenó que su querida hermana fuera devuelta a Tordesillas en compañía de su Madre, no sin antes prometerle a Catalina que pronto sería sacada de aquel cautiverio y tendría una vida acorde a su dignidad.

    Esa vida digna aún tuvo que esperar más de 7 años, pues Catalina abandonó Tordesillas el día 2 de enero de 1.525, para casarse con el rey de Portugal Juan III. La pobre Infanta, ya cerca de cumplir 18 años, abandonó aquel palacio-prisión donde aún quedaba su Madre y donde Ella había padecido, los últimos años, los malos tratos de Bernardo de Sandoval marqués de Denia y de su Esposa, que ahora eran los encargados de la vigilancia y custodia de Juana.

LOS COMUNEROS LLEGAN A TORDESILLAS

    Tambores de guerra resuenan en Castilla y el son de las trompetas llama a la batalla. Los castellanos no están de acuerdo con tener un rey joven, que no sabe hablar Castellano y que,  rodeado de amigos extranjeros, quita cargos a castellanos de rancia raigambre para dárselos a flamencos advenedizos que nada saben de nuestras costumbres y fueros.

    Efectivamente, Carlos I puso su corte en Valladolid sin apenas saber hablar su lengua materna y rodeándose de nobles y clérigos flamencos. Este hecho hizo que las élites sociales castellanas, se sintieran desplazadas y despreciadas perdiendo poder y estatus social. Pronto este descontento llegó al pueblo llano y poco a poco se fraguó un levantamiento de las comunidades castellanas encabezado por los líderes Padilla, Bravo, y Maldonado.

   Los líderes comuneros buscando un apoyo a su rebelión y una razón a su proceder, toman Tordesillas en septiembre de 1520 y se presentan ante Juana, aclamándola como justa  reina de Castilla y poniendo la rebelión a su servicio. Le piden que firme algún documento que acredite que está de acuerdo en aquel levantamiento contra su hijo Carlos que la tiene allí recluida; pero Ella se niega y por encima de todos sus sufrimientos, a pesar de su proclamada incapacidad o locura, surge en su corazón el amor materno y no acepta encabezar una rebelión contra el Hijo por cuyas venas corre su propia sangre.

    Los caudillos comuneros quedaron contrariados, pues ya no tenían una reina por la que luchar en una guerra que ellos consideraban justa. Entre sus hombres cundió el desaliento, y en esta situación de desánimo, el ejército comunero fue alcanzado junto a Villalar por el ejército fiel al emperador Carlos I. Era el día 23 de abril del año 1521 cuando el ejército comunero fue derrotado, aprisionados sus capitanes y puestas en fuga sus mesnadas. Los vencedores no se conformaron con la derrota y al día siguiente, en el mismo pueblo de Villalar, aquellos bravos paladines Padilla, Bravo y Maldonado fueron decapitados.


Muerte de los caudillos comuneros (Antonio Gisbert)

    Sigue el sufrimiento de la Soberana de Castilla cuando el 2 septiembre del año 1522 su hijo Carlos visita Tordesillas y aquel Hijo, todavía un mozalbete, no se le ocurre otra cosa que requisar a su Madre todas las joyas que tenía, además de perlas y otras piedras preciosas, que servirían para sus caprichos y gastos de jovenzuelo. La Reina desesperada le gritó: “¡¡¡No te basta Hijo mío con haberte dejado reinar, que además me robas y saqueas mi casa!!”. Pero su Hijo ya oía hablar a su madre como aquel que oye llover y está a cubierto; y no le hizo  caso.
    Cuatro días después volvió Carlos a Tordesillas pero no con el propósito de ver a su Madre, a la que ya había visitado y con la que había discutido días antes, sino que  da órdenes de que se traslade los restos mortales de su Progenitor a la ciudad de Granada, como el mismo Felipe “El Hermoso”  había mandado en su testamento. También este había sido  el deseo de Juana I de Castilla, que 16 años antes quiso llevarlo Ella misma a través de páramos y valles de nuestra amada Castilla, caminando bajo el duro calor del estío y soportando los enormes rigores del gélido invierno meseteño.
     Por fin aquel regio Cadáver que tantos kilómetros recorrió por nuestras tierras, como un alma en pena que busca el descanso final, encontró cristiana sepultura, 16 años después de su muerte, en la Capilla Real de Granada, donde algún día llegaría a reunirse con Él la Esposa que tanto le amó.
    Parece que la Reina ya no tiene corazón para más sufrimientos pero con razón, un refrán castellano dice: “Dios no te de todo el sufrimiento  que puedas resistir”, y que razón tiene nuestro refrán. Juana quería morir, el amor de su vida había sido llevado definitivamente a  la tumba donde esperaría su llegada, ya no podía visitar su sarcófago en el altar de del convento de Santa Clara, ya no podía musitarle palabras de amor en voz baja, ya no lo tenía; pero nuestra Reina levantó un altar dentro de  su corazón y en él depositó el recuerdo de su Amado.
   A la Reina ya sólo le quedaba el consuelo de la compañía de su hija Catalina, pero ese consuelo le duró muy poco pues, como dije anteriormente,  el día 2 de enero de 1525,  fue cuando su hijo Carlos sacó de su reclusión a su hermana Catalina, faltándole 12 días para cumplir 18 años de edad, para casarla con Juan III rey de Portugal.
    La pérdida de la compañía de aquella hija que había sido durante tanto tiempo su consuelo, hizo que Juana perdiera la única luz que todavía brillaba en sus ojos. Aquella madre prolífica en hijos, ya no tenía ninguno a su lado que le sirviera de báculo en su vejez. Los médicos habían dicho a su padre Fernando, que las personas que padecían aquella enfermedad de Juana, no eran muy longevas. Otro error de los muchos que se cometieron con nuestra Reina de Castilla, ya que aquella solitaria y dolorida Reina aún viviría 30 años más de calvario. Fue tan grande su soledad, fue tan grande su dolor y fue tan grande su desamor por la vida, que abandonó su cuerpo y su alma; y a uno y otra les privó de sus cuidados respectivos. Aquella mujer que había sido hermosa y de porte altivo y señorial, se convirtió en una sombra vieja y taciturna que vagaba meditabunda  por las dependencias del palacio. Hablaba sola, no quería asearse, no quería que la peinaran y cuando alguien le insinuaba que se pusiera otras ropas, rompía en gritos estentóreos y arrojaba objetos contra el suelo. En cuanto a su alma, aquella Reina que había sido tan católica, se negó a asistir a misa y a participar en los sacramentos, hasta tal punto que algunos pensaron que estaba endemoniada y así se lo manifestaron a su Hijo.
    Tanta fue la preocupación de Carlos que mandó ir a Tordesillas a diferentes religiosos para que, de una forma o de otra, salvasen el alma de su Madre, pero ninguno lograba sacarla de su apatía religiosa. Por último en el mes de abril del año 1554, su nieto Felipe II manda al santo jesuita Francisco de Borja.
    Cuando Francisco de Borja vio a la reina Juana desaseada, despeinada y con las piernas paralizadas por las llagas purulentas que en ellas tenía, pensó para sus adentros que se encontraba ante la reina más rica y más desgraciada del mundo. Volvió a comprobar que él había tenido razón en dejar de servir a los reyes y señores de este mundo, para dedicarse a servir a Dios.
    La razón de estos pensamientos se debía a que Francisco de Borja que, entre otros títulos de nobleza había sido: Virrey de Cataluña, Conde de Gandía y Gran Privado del Emperador,  cuando murió en Toledo la bellísima emperatriz Isabel de Portugal, a la que Él servía como caballerizo y de cuya hermosura, según algunos coetáneos, Francisco estaba enamorado platónicamente sin que Ella nunca lo sospechase; fue encargado de escoltar el cadáver  hasta Granada. Antes de depositarlo en el panteón había que reconocerlo, se abrió el sarcófago y vio el cadáver de aquella Mujer que él había idolatrado como compendio de toda hermosura, y se dio cuenta  que en los días que habían pasado desde su muerte, ya estaba descomponiéndose y con signos de ser pasto de gusanos. Francisco de Borja comprobó lo efímeros que son el lujo, y las riquezas así como el poder, la fama y la belleza, y levantando los ojos al cielo  dijo: “Juro nunca más servir a señor que  pueda morir.” Él era un hombre casado pero cuando en 1546 murió su esposa, dejó sus títulos de nobleza a su hijo e ingresó en la Compañía de Jesús. Francisco de Borja vivió el resto de su vida dedicado a Dios y, a su muerte, fue proclamado santo y subido a los altares por el papa Clemente X.
    Francisco de Borja estuvo bastante tiempo en Tordesillas, hospedado en el Hospital Mater Dei, visitando todos los días a la Reina a la cual ya veía a las puertas de la muerte. Su elocuencia y dulzura así como sus dotes de comprensión y persuasión hicieron  mella en el agrio carácter de la Reina; y por fin la convenció para que asistiera a los oficios religiosos y a recibir la absolución de sus pecados así como a rezar el “símbolo de los apóstoles” (el credo). Comprobó y así lo dejó escrito, la vida de sufrimiento de aquella Reina que, según su parecer, no estaba poseída, sino que solamente era una pobre mujer terriblemente martirizada por la vida.
    Por fin llegó la Semana Santa del año 1555, y el día 11 de abril, Jueves Santo en toda la cristiandad, la Reina empeoró de tal manera que claramente se veía que la muerte llamaba a su puerta. Los médicos dieron por terminado su trabajo y cedieron el paso a los sacerdotes. El Padre Borja le administró el sacramento de la Extremaunción sin poder darle el Viático  por los continuos vómitos que padecía y ya no se separó de Ella.   
    Pasada la media noche, el P. Borja se acercó a la Reina con un crucifijo en la mano y dulcemente le dijo que la hora de su muerte había llegado y era menester pedir perdón a Dios por los pecados cometidos. En estos momentos Juana recobró totalmente la cordura, y como apenas podía hablar mandó a Francisco que rezara el Credo en voz alta y Ella le seguiría. Así lo hizo el santo jesuita y, al terminar la oración símbolo de nuestra fe, le dio  a besar el crucifijo. La Reina lo besó y sacando fuerzas de un cuerpo que sólo era debilidad y flaqueza, dijo en voz alta y con el crucifijo en la mano: “¡¡¡Jesucristo crucificado, ayudadme en la hora de mi muerte!!!”. Después se quedó tranquila y, a las seis de la madrugada del día 12 de abril de 1555, murió la Reina sin que ninguno de sus seis hijos estuviera en la cabecera del lecho en la hora de su muerte. Hijos que por orden de nacimiento eran los siguientes: Leonor (reina de Portugal y Francia); Carlos I (rey de España y emperador del Sacro Imperio), Isabel (reina de Dinamarca), Fernando (emperador, con su Hermano, del Sacro Imperio), María (reina de Hungría y Bohemia) y Catalina (reina de Portugal).
    Las campanas de Tordesillas no tocaron a difuntos, pues era Viernes Santo y en ese día, en toda la cristiandad, hasta las campanas guardan silencio por la muerte del Hijo de Dios; pero los habitantes de los reinos de España y sobre todo los hombres y mujeres de Tordesillas si que lloraron lágrimas de dolor por su Reina.

EPILÓLOGO

   El mismo día de su muerte fue embalsamado el cuerpo y expuesto, en capilla ardiente, en el mismo palacio donde había residido. Allí estuvo de “cuerpo presente”, visitado por todos los tordesillanos y todos cuantos a la Villa Coronada tuvieron a bien venir para llorar a su Reina, hasta el lunes 15 de abril.
    El lunes 15 se celebró el funeral con los máximos honores y su féretro, llevado a hombros por la nobleza de Castilla, fue depositado en el Real Monasterio de Santa Clara.
    Hasta después de muerta hubo de esperar para reunirse con su Amado, pues tuvieron de pasar 18 años más hasta que su nieto y rey de España Felipe II, en el año 1573, reclamara a la venerable Abadesa del Monasterio, los restos de su abuela y reina Juana I de Castilla. Entregados éstos, fueron llevados al Monasterio de San Lorenzo del Escorial,  desde donde un año más tarde, el día 9 de febrero de 1574, fueron trasladados  a Granada para que descansaran ya definitivamente al lado de su idolatrado esposo Felipe I “El Hermoso”, como había sido siempre su voluntad.


Tumba de Felipe y Juana (0bra de Bartolomé Ordóñez)

    Para escribir esta historia de amor, dolor y muerte, he visitado los pueblos, he hablado con sus gentes y he transitado por los caminos que recorren  los páramos y los valles donde se desarrolló esta historia.  De los habitantes  de los pueblos por donde pasó el triste entierro, muchos lo han olvidado y otros  cuentan retazos de la historia mezclados con la leyenda. Pero sí que puedo asegurar, que todos guardan un cariñoso recuerdo de aquella Reina que nunca reinó y que tanto amor entregó sin ser correspondida. Yo hoy puedo asegurar que, al recorrer aquellos solitarios caminos, en el silencio de la paramera y en el crepúsculo de los valles, los aquilones racheados del norte y los céfiros suaves del ocaso, parecen traer a nuestros oídos, rumores y cantos funerarios de aquel largo entierro que surcó nuestras tierras. Y cuando la luz del sol crepuscular tiñe de rojo la línea del horizonte, nos hace recordar el resplandor de hachas, velas y antorchas en larga procesión, iluminando aquella fantástica historia de amor conyugal.

    Si Juana estuvo loca o no, vosotros juzgareis después de haber leído estas líneas, pero si lo estuvo, yo la comprendo. Porque ¿Cuántas personas con menos traiciones y menos engaños de los que Ella sufrió? y ¿Cuántas con menos desprecios y no tan malos  tratos, sin contar los 46 años de encierro, se habrían mantenido cuerdas?, sinceramente creo que muy pocas. Por ese motivo y porque en su lecho de muerte, no teniendo a quien pedir ayuda, recurrió a Jesucristo Crucificado, evitemos calificar de loca a nuestra maltratada y querida reina Juana I de Castilla.

                                                                                                              M. Díez




Bibliografía
Juana la cautiva de Tordesillas (M. F. Álvarez
Tragedia de la reina Juana (Eusebio G. Herrera)
Fernando el Católico (Luis Suárez)
Juana la Loca (Santiago Sevilla
Crónicas de Pedro Mártir de Anglería
Historia de Tordesillas (Eleuterio Fernández Torres)
Castilla (Azorín)
Dña. Juana la Loca (A. Rodríguez Vila)
Los Castillos y la Corona (Townsend Miller
Comuneros (A.G. Pérez)
El Cerrato Castellano (Manuel V. del Busto)
Itinerario de una Locura de Amor (Elías Rubio Marcos)
Efemérides Burgalesas (J. Albarellos)
Etc.