lunes, 8 de julio de 2019

"EL LEÓN DEL DUERO"


“El León del Duero”
  
   La muy noble y heroica Castilla, madre de pueblos y naciones, fundadora de catedrales y universidades, paridora de héroes, de literatos y de santos, de nobles y de reyes pero también de campesinos  tan nobles como los anteriores, pues la nobleza no radica en el poder ni en el dinero, sino en el alma. Y el campesino castellano tiene un alma tan grande que no le cabe en el cuerpo y que sólo puede ser cobijada por el alto y limpio cielo de Castilla, de esta Castilla donde él vive, trabaja, ama, sufre y muere.

    Allá por el 2 de septiembre de  1775 Lucía Díez esposa de Juan Martín alumbró, en el humilde pueblo de Castrillo de Duero, un niño al que le fue impuesto el nombre de su Progenitor. Este niño recién nacido, que ahora lloraba como un pequeño gatito en manos de su madre, mientras el padre lo contemplaba lleno de orgullo y amor, pronto transformaría aquel tierno gemido en un poderoso rugido de león que, partiendo del las orillas del Duero, cruzaría valles y montañas y se haría oír de norte a sur y de levante a poniente, por todos los confines  de España. Un rugido que haría estremecer a los ejércitos invasores de nuestra Patria y traería de cabeza a los mejores generales de Francia. Juan Martín Díez pronto se convertiría en adalid de un ejército de campesinos que puso en jaque, ni más ni menos, al más poderoso ejército de la Tierra que, por aquel entonces, comandaba el gran emperador francés “Napoleón”.

    Son muchas las plumas que han escrito sobre Juan Martín Díez, Muchas y muy doctas; algunas tan brillantes como la de Don Benito Pérez Galdós que, en sus Episodios Nacionales, dedica un apartado especial al “Empecinado”. Después de leer a bastantes de estos autores, he llegado a la conclusión de que todos coinciden en los esencial de los  hechos por él realizados, pero cada uno los cuenta según su visión personal. Yo he leído a muchos de ellos, he recorrido bastantes de los lugares por donde él actuó, hablando con personas que sabían algo del personaje; y por último he escrito mi relato entresacando lo mejor y más creíble de cada uno, pero poniendo matices personales en la historia de este gran héroe, que merece ser más recordado por su Patria, por la que tanto luchó y por la que al final, en pago de sus hazañas, le quitó  la vida.

EL NIÑO SE CONVIERTE EN JOVEN

    El tiempo corre veloz convirtiendo las primaveras en veranos y los otoños en inviernos, y del mismo modo que convierte en ancianos a los hombres maduros, transforma también a los niños en jóvenes llenos de vida y vigor. Juanillo, pues así llamaban los adultos a este muchacho para diferenciarlo de su padre, pronto se convirtió en el chaval más fuerte y más despierto de los niños de su edad. Cuando la chiquillería que entonces poblaba Castrillo de Duero, se organizaba en cuadrillas para jugar y corretear por las calles y eras de la Villa, Juanillo siempre era el líder y estratega de su banda.  Cuando los chavales jugaban a luchar y bañarse en las  aguas de río Botijas, todos terminaban negros por la pecina de aquel arroyo que había dado a los habitantes de Castrillo el calificativo de empecinados. Pero a pesar del color negro de la pecina, Juan Martín sobresalía entre todos y brillaba por su agilidad y por su fuerza.

   Pronto, apenas terminada la escuela, Juan Martín empezó a trabajar, en los campos de su padre, arando la tierra o cavando y podando los viñedos. Estos trabajos duros al aire libre bajo los tórridos calores del sol y los gélidos rigores del invierno, fueron esculpiendo aquel cuerpo, de por sí ya musculoso, en un hercúleo joven del que se cuenta que, a la temprana edad de 14 años, era capaz de levantar y echarse a la espalda, con la mayor facilidad, los sacos de trigo de media carga. También se contaba de él que era insuperable en todos los juegos de fuerza que habitualmente se celebraban, como era costumbre, por las gentes del campo. Leí, en cierta ocasión, que un habitante de Castrillo contaba del Empecinado que ya de mozo, enfadado por la terquedad de un pollino de su Padre, le arreó tan tremendo puñetazo en la frente que el pobre borrico se desplomó como muerto sobre la basura del corral, ante el estupor de todos los presentes.

Monumento al “Empecinado.”(Luis Santiago Pardo)
Castrillo de Duero

  Cuando, para escribir estas líneas, llegué a  Castrillo de Duero, visité su Centro de Interpretación sobre “El Empecinado”, donde recabé bastante información,  pero sobre todo después,  tuve la gran suerte de conocer a Blas Paredes y a su esposa Lola; ella nos enseñó la Iglesia y después nos invitó, a mi esposa y a mí, a su casa; donde charlamos un largo rato sobre el tema que me interesaba. Resultó que Lola era una gran conocedora del Empecinado y de todos los avatares que el personaje había pasado, y ¡¡cómo no iba a ser una persona versada en el tema!!, si resultó que su esposo Blas era descendiente directo por línea materna de Dámaso Martín Díez, hermano del mismísimo Juan Martín Díez “El Empecinado” y otro gran guerrillero con él. Fue tan agradable aquella conversación y tan amable aquel matrimonio, que prometí volver a visitarlos, en otra ocasión, y así lo haré.

     En su juventud Juan Martín Díez era alegre, lleno de fuerza, ágil como una pantera y con las fuerzas de un oso; pero sobre todo era un hombre amante de su tierra y de su Patria. Por estos motivos pero sobre todo por el último, cuando en el año 1793 Francia ataca a España invadiendo nuestra Nación por Cataluña, la sangre le hierve en las venas al joven Juan y con solamente 18 años, aquel cachorro de león, se enrola en el ejército español a las órdenes del general Ricardos en la guerra del Rosellón.

    Allí aquel joven castellano supo por vez primera lo que era la guerra: el silbido de las balas, el brillo de los sables y las bayonetas, el relincho desesperado de los caballos heridos por la metralla, el gemido de los compañeros moribundos y el metálico sabor de la propia sangre. En aquella guerra fue su primer bautizo de fuego, allí conoció el dulce sabor de las primeras victorias siguiendo al insigne general Ricardos, que derrotó al ejército francés en la batalla de  Mas Deu, y tomó las fortificaciones fronterizas de: Baños y Bellegarde y las localidades del valle del Tec: Céret y Arles-sur-Tech además de otras.

   También supo de la importancia de un buen general para dirigir las tropas, pues  después de la memorable victoria lograda en la batalla de Truillás del día 22 de septiembre del año 1793, el general Ricardos a pesar de andar falto de suministros y tropas, aún venció a los ejércitos franceses en Aprés  conquistando las localidades de Port-Vendrés y Culliure, haciéndose dueño de toda la costa del Rosellón. Pero aquel insigne general no pudo hacer nada contra la muerte que le sobrevino en Madrid, cuando venía a pedir más refuerzos, a causa de una cruel pulmonía.

    La pérdida de Ricardos el mejor general español, coincidió con todo lo contrario en el ejército enemigo, pues el ejército francés que, a los largo de nueve meses de guerra, había tenido ocho comandantes en jefe, encontró por fin un gran general capaz de liderar y dirigir aquel ejército. Se trataba del general  Jacques-François Dugommier, que tomó el mando el 16 de enero y que aún venía saboreando la victoria conseguida en Tolón, donde se sabe a ciencia cierta que Napoleón había servido en sus filas como jefe de artillería.
    Dugommier impuso severa disciplina entre sus hombres, los entrenó, reclutó nuevos soldados y pertrechó  debidamente a su ejército con calzado, ropas de campaña, uniformes, fusiles y cañones. En una palabra, creó una máquina de guerra que años más tarde sería famosa bajo las órdenes del gran emperador francés Napoleón.
    Durante los años 1794 y 1795 las tropas francesas, mandadas por el general Dugommier, vencieron a las españolas en Tec, Albere y Boulou arrojando al ejército español del Rosellón y penetrando en Cataluña, las Vascongadas y Navarra llegando a tomar en su avance Miranda de Ebro.
    En esta situación tan crítica para los españoles, surge en el ejército español otro gran general, un digno sucesor de Ricardos; se trataba del general José de Urrutia y de las Casas que, con aquellas tropas maltrechas y casi descalzas expulsó a los franceses del Valle del Roncal, por cuya acción se le concedió el mando del Ejercito de la zona de Cataluña.  Urrutia reorganizó las fuerzas, hizo que se pagase a los soldados todas las pagas atrasadas e insuflando en aquellos hombres el espíritu guerrero que siempre tuvo el soldado español, logró dos importantes victorias sobre un ejército francés muy superior en hombres y pertrechos: en marzo venció en Báscara y en el mes de junio en la batalla de Pontós.
    Viendo Godoy que de esta guerra no se sacaba nada positivo firmó la Paz de Besfalia con Francia el día 22 de julio de 1795. Las condiciones de esta paz, que gracias a las victorias de Urrutia fue algo más honrosa, fueron que Francia devolviera la parte de Cataluña, Navarra y las provincias vascas ocupadas por las tropas francesas; y España concedía a Francia la parte que poseía en la  isla de La Española.
    Godoy que a la sazón era el primer ministro del rey Carlos IV, recibió por este tratado el título de “Príncipe de la Paz”.
        
EL REGRESO AL HOGAR

    Igual que el león herido regresa a su territorio para lamerse sus heridas y reponer las fuerzas entre los suyos, así Juan Martín Díez, terminada la guerra en el norte de España, es licenciado del ejército y regresa al seno de su familia en Castrillo de Duero. Tan sólo han pasado dos años pero, este corto periodo de tiempo, ha sido suficiente para que los avatares de la guerra convirtieran al joven Juan en un hombre.

    En esta guerra Juan Martín aprendió que no se puede vencer a un ejército enemigo superior en número y medios, luchando en campo abierto y de igual a igual. Aprendió lo necesaria que es la estrategia militar y sobre todo lo importante que es  tener un buen general capaz de hacerse querer y respetar por sus hombres. También, de aquella guerra, trajo reforzado su amor a España y su profundo odio a los enemigos de ella.


Casa donde nació Juan Martín Díez

    Cuando Juan Martín regresó a su Pueblo, fue gloriosamente recibido por todos sus conciudadanos, los jóvenes le admiraban con envidia sana de saber que, aquel  amigo suyo que conocían desde niños, había tenido los redaños suficientes como para abandonar el calor del hogar paterno y marchar hasta los Pirineos y el sur de Francia, para defender la Patria. En la taberna del Pueblo, reunidos en su derredor, todo eran ojos y oídos para escuchar las historias guerreras que su amigo, para ellos héroe, les transmitía. Cuentan que además de las mieles de las victorias y las hieles de las derrotas que él relataba, cuando obsesionados y absortos en el calor de la conversación, sus amigos le miraban fijamente, en el fondo de aquellos duros, vivos y centelleantes ojos, se podía ver el triste panorama de los campos llenos de muertos y heridos después de la batalla, se podía adivinar el dolor de las heridas y el dulce sabor de las felicitaciones de sus superiores, y sobre todo se podía ver con meridiana claridad el odio que, en su joven corazón, había anidado contra los franceses.

    En los pueblos donde él vivió cuentan que al regresar de la guerra, aquel joven de bizarra figura, era respetado por los mayores, envidiado por los mozos y deseado por las mozas, pero Juan Martín Díez no era hombre dispuesto a gastar el tiempo y muy pronto se enamoró de una bella muchacha, natural de Fuentecén, llamada Catalina de la Fuente y que por aquel entonces vivía en Castrillo.

    La boda se celebró el día uno de marzo de 1796 en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Castrillo de Duero y como las dos familias eran relativamente pudientes, el casamiento fue celebrado con una gran fiesta de numerosos invitados y un gran festín que, los anales de la época, califican con una palabra muy castellana  y ahora en desuso “pantagruélico”. Es decir, se comió, se bebió y se bailó hasta quedar ahítos y exhaustos.

Iglesia de Ntra. Sra. De la Asunción.
 Lugar donde se celebró la boda.

Celebrados los esponsales, Juan Martín Díez y Catalina de la Fuente, se fueron a Fuentecén pueblo del cual ella era natural y allí instalaron su hogar de recién casados; por cierto un hogar donde no reinó casi nunca la felicidad, pues según he podido constatar leyendo a D. Ignacio Moratinos (uno de los descendientes del Empecinado), ambos esposos se fueron infieles a lo largo de su vida, sobre todo  Juan Martín del que  sabemos que tuvo cuatro hijos pero todos fuera del matrimonio.  

    Durante su permanencia en Fuentecén y sin perder nunca el contacto con su pueblo natal, trabajó como labrador en las tierras de su esposa y además adquirió el cargo de recaudador de “Diezmos y Primicias” para las iglesias de Olmedo, Alcazarén y otras parroquias próximas. Estos impuestos que se remontaban a los años más antiguos de nuestra religión y que el Padre Gaspar Astete recogió en el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia, consistían en que había que pagar a la Iglesia la décima parte de todos los productos agrícolas y ganaderos que se produjeran, además de las primicias (primeros productos del campo o ganadería). Este cargo que le fue concedido por la influencia de un alto eclesiástico amigo de su familia, le reportaba magros beneficios al joven Juan Martín Díez “El Empecinado”.

    Al igual que las bellas rosas  tienen espinas, en esta vida no todo es alegría y buena fortuna; y ocurrió que para beneficiar a Juan Martín como recaudador, hubo que desposeer de ese mismo cargo a la persona que hasta entonces lo ostentaba. Se trataba de un hidalgo de Alcazarén muy petulante, engreído y altanero; que se creía superior a los demás por su ya desvaído título de nobleza. Este cacique había ocupado aquel cargo durante tantos años que ya lo consideraba de su propiedad, así que considerándose superior a Juan Martín, el día en que este fue a recaudar los diezmos a Alcazarén, le mandó venir a su presencia y llamándole por el apodo le dijo:

-Empecinado, quiero que me entregues todo lo recaudado pues aquí en mi pueblo el único capacitado para recaudar esos impuestos soy yo.

    Juan Martín ni siquiera pestañeó y, sin perder la compostura y los buenos modales, aún a sabiendas que el hecho de  llamarle empecinado era para ofenderle, contestó:

-No puedo hacer lo que me pedís, pues para darme este cargo yo empeñé mi palabra bajo juramento y Juan Martín es siempre fiel a lo que ha jurado.

    El hidalgo, era un hombre corpulento, de más edad que Juan y  con la actitud soberbia que el mismo se atribuía por su rancia nobleza, comenzó a gesticular y dar tan grandes voces que era oído por todos los transeúntes de la calle. Cree que aquel joven labriego va a amilanarse y al ver que no lo consigue le lanza una bofetada en pleno rostro. Fue le gota que colmó el vaso de la paciencia de Juan. Se abalanzó sobre el cacique y levantándolo en alto, lo arrojo contra el suelo pateándolo después.

    Las gentes del pueblo se habían concentrado a las puertas de la casa y entre todos los curiosos estaba el alcalde que, al ver al hidalgo maltrecho y ensangrentado, ordenó que  detuvieran a Juan Martín.  Al Empecinado le hierve la sangre en las venas, le brillan los ojos bajo sus pobladas cejas, sabía que estaba en un pueblo forastero y rodeado de gentes extrañas, sabía que aquel alcalducho del pueblo, con tal de alagar al cacique, se pondría en su contra y le encarcelaría. Al ver que no tenía a nadie a su favor, Juan Martín no se arredra y con las alforjas de los dineros recaudados al hombro y la capa revuelta al brazo, sacó la gran navaja que siempre llevaba en la faja y rugió amenazador como un león acorralado, exigiendo paso entre el gentío. El frío brillo del acero de Albacete en su mano, la mirada iracunda, los felinos y poderosos movimientos  y la valiente decisión reflejada en su semblante, hicieron que llegara hasta donde estaba su caballo, sin que nadie osase impedirle el paso.

    Así era el Empecinado, cortés hasta el límite, honrado en extremo y valiente entre los valientes. Un hombre parco en palabras y, quizás por ese motivo, cuando empeñaba la suya, la respetaba y cumplía como si de un contrato escrito ante notario se tratase.

DE LABRADOR A GUERRILLERO

    El día 27 de octubre del año 1807, el primer ministro español Manuel de Godoy firmó con Francia el Tratado de Fontainebleau, que nos convertía a los españoles en aliados de Francia. Napoleón haciendo uso de este tratado,  empezó a mandar en febrero de 1808 y a través de  nuestra Patria, a los ejércitos franceses que iban a guerrear a Portugal, además requirió de España tropas para reforzar sus ejércitos en Dinamarca, Portugal y las Islas Baleares; y cuando vio, este zorro de la estrategia bélica, a nuestra nación desprotegida, se volvió contra nosotros y dio orden a sus generales de ocupar las principales plazas españolas.

    El ejército español se vio sorprendido y no reaccionó a tiempo, sus mejores hombres estaban fuera de la península y aunque estaba claro que esto iba a suponer el comienzo de la guerra, España de momento quedó paralizada. Además y por medio de hábiles artimañas e intrigas contra la familia real española, se llevó a Francia a Carlos IV y a su hijo Fernando VII para hacerles abdicar a su favor. Esto ocurría el 7 de mayo de 1808  en el castillo de Marraca ubicado en la ciudad de Bayona.

    Mientras tanto, ¿qué había sido de nuestro Juan Martín Díez?. El Empecinado no podía ver con buenos ojos como las tropas francesas ocupaban nuestros pueblos y ciudades sin ninguna oposición, y es que en España cuando los dirigentes no cumplen con su deber y los gobiernos no actúan, el pueblo español se levanta, pues la raza hispana no tiene cerviz de bueyes acostumbrados al yugo, sino que son como los bravos toros de sus dehesas que, una vez provocados, arremeten contra el enemigo sin importarles el número ni las armas que poseen.

    El Empecinado, por aquellas fechas estaba instalado en Fuentecén trabajando como labrador en las tierras y el molino que su esposa había recibido como dote, pero sin perder contacto con su madre y hermanos que seguían viviendo en Castrillo de Duero y a los cuales realizaba múltiples visitas. Además había adquirido una casa de labranza situada en el camino real que unía Aranda con Peñafiel y que le servía para atender desde allí los viñedos y tierras de labor que eran de su propiedad.

    En la primavera de 1808, allá por el mes de abril, cuando los álamos del Duero ya se vestían con sus hojas nuevas,  Manuel Martín había ido a Fuentecén para visitar a los recién casados y hablar con su hermano sobre la familia, las cosas del campo y sobre todo, de las tropas francesas que a traición estaban invadiendo España.

    Sabes hermano, le decía Manuel mientras cenaban sentados a la mesa:

- Las tropas gabachas ya están por estos pueblos y con la mayor impunidad se llevan todo lo que quieren para abastecer su ejército.

- Cómo no lo voy a saber, también los he visto por Fuentecén, pero lo mío que no lo toquen porque soy capaz de…

    Y apretando su potente puño, golpeó la mesa con tanta fuerza que a punto estuvo de derramar las viandas que Catalina había servido para ellos. Después prosiguió:

-¿Qué vamos a esperar en este País que tiene unos reyes que han vendido nuestra Patria a Napoleón?. Te aseguro hermano Manuel que yo no se hasta cuando aguantaré; pero, tan cierto como que el sol, que nos alumbra, hará brotar las vides por la “Cruz de Mayo”, que algo habré de hacer.

    Juanillo García, un muchacho de apenas 17 años que tiempo atrás se había quedado huérfano y había sido acogido como hijo por los padres del Empecinado, vivía ahora con el joven matrimonio en Fuentecén, y en ese momento, sentado a la mesa con sus hermanastros, seguía la conversación con los ojos tan abiertos como platos.

-Yo estoy con vosotros hermanos, contad conmigo para lo que sea. Dijo en un arranque de valiente  espontaneidad.

    Juan Martín Díez puso su poderosa mano sobre la cabeza del muchacho y, en un gesto lleno de paternal cariño, le revolvió el ya enmarañado pelo y siguió la conversación hasta bien entrada la noche.

    En aquel año de 1808, la Semana Santa  cayó a mediados del mes de abril y, como siempre en Castilla, esta semana se celebraba con mucho recogimiento y devoción; cosa que a los franceses les resultaba jocosa. Transcurrieron los días 15 y 16 correspondientes a Jueves y Viernes Santos, con sus rezos, vigilias y procesiones; en las cuales los hombres cubiertos con sus capas y las mujeres con sus mantillas sacaban en procesión  las imágenes de la pasión del Señor por las calles de nuestros pueblos y, como no podía ser diferente, también por las de  Castrillo de Duero. Pero pasados estos días llegó el Domingo de Resurrección y aquellas sencillas pero nobles gentes, estallaron en una alegría que desbordaba sus corazones, celebrando la Pascua  de  Resurrección de Jesús; y todo lo que había sido pena y recogimiento se transformó en gozo y alegría: se comía, se bebía y se bailaba, porque en el mundo se había pasado de la noche al día, de la oscuridad a la luz y de la muerte a la vida.

    Juan Martín Díez, dejó a su esposa Catalina en su molino de Fuentecén y llegó a Castrillo para felicitar la Pascua de Resurrección a su Madre y hermanos y dos días después marchó con su joven hermanastro a su casa de campo, junto al camino real que unía Aranda con Peñafiel, para poder trabajar en las viñas que por aquellos pagos tenía.

Ruinas de la casa de campo del “Empecinado”

    Por cierto aquella casa, arruinada y reconstruida varias veces, yo la he conocido, no hace muchos años, como un magnífico restaurante de carretera, en el cual he comido varias veces con amigos y familiares. Ahora abandonada, el tiempo y la barbarie la están dejando en un estado lamentable y vergonzoso.

    A los pocos días de haberse celebrado la Pascua en Castillo de Duero, aparecieron por el pueblo un sargento de dragones y un soldado que le servía de escolta. Traían la misión de recaudar víveres, forrajes y ganados de carga para el ejército francés y, para tal misión, se entrevistaron con el alcalde del pueblo, diciéndole que en breves días llegaría a Castrillo un destacamento con carros y soldados que se encargarían de  recoger todo lo que en una lista, que le dieron, se le ordenaba. Después le pidieron que habilitase para ellos una casa donde pudieran comer y pernoctar aquel día ya que al día siguiente debían de continuar su marcha hacia Nava de Roa y Fuentecén con el mismo cometido que les  había traído hasta allí.

    En aquellos años, las familias solían ser bastante numerosas, y el espacio en las casas no era algo que sobrase;  por tal motivo, el alcalde buscó para su alojamiento la casa de un matrimonio que solamente tenía una hija que les había venido ya de mayores. La tal muchacha estaba soltera y no rebasaba en muchos años la veintena, pero su belleza era superior a la normal y no pasó desapercibida a aquel sargento de dragones que, con su reluciente armadura, había estado todo el día pavoneándose por las calles y tabernas de Castrillo de Duero.

     El humilde matrimonio puso cena abundante a los dos soldados, y estos  comieron, rieron, bebieron y vociferaron hasta bien entrada la noche, y ya ahíto de comida y vino, se fueron a descansar. Cuando todos en la casa estuvieron acostados y las luces de las velas apagadas, el sargento, tambaleante por los efectos de los vapores del vino bebido, se fue al dormitorio de la joven intentando poseer por la fuerza la joya más valiosa de aquella familia. Pero la mujer española no entrega su honra a cualquiera, y Juanita, que así se llamaba la joven, al ver entrar en su habitación a aquel hombre borracho, primero se sobresalto y después, cuando torpemente se arrojó sobre ella, se defendió con uñas y dientes como una pantera acosada. Golpeó, pataleó, arañó y gritó con tanta fuerza que despertó a sus padres, los cuales acudieron prontos a su alcoba al tiempo que también llegaba, medio vestido pero armado,  el ordenanza del sargento. Por un momento pudieron ver como aquel hombre, enemigo de España, intentaba abusar de su hija abrazándola, besuqueándola y babeando torpemente sobre ella. Intentaron acudir en su ayuda y el escolta se interpuso entre ellos, golpeando con el sable enfundado al pobre labrador desarmado, hasta casi hacerle perder en conocimiento. Después Juanita, se zafó de su atacante, sin poder evitar que una bofetada de éste estallase en su mejilla haciéndola enrojecer, y saltando de la cama, como una gata herida,  se abrazó a su madre que también gritaba e insultaba a los dos gabachos  mientras estos, tambaleantes y profiriendo amenazas y exabruptos  en francés, se retiraban a su aposento.

    A la mañana siguiente, el sargento de dragones y su ayudante salieron antes de romper el alba  para Nava de Roa y Fuentecén, mientras que la noticia de lo acontecido corría de boca en boca y la puerta de Juanita se llenaba de vecinos que consolaban y maldecían a los agresores. La violación no se había consumado pero la ofensa ya estaba hecha, el pobre viejo estaba herido por los golpes y el honor de toda la familia había sido mancillado.

    Manuel Martín también se enteró de aquel ultraje y pensó en su hermano, pues todo el mundo sabía que Juanita tenía relaciones con Juan Martín a pesar de ser un hombre casado. Cogió su caballo y saliendo del pueblo a todo galope, sube al páramo por el camino de “Las Bermejeras”,  para después cruzando a campo través por los sembrados ya crecidos, atraviesa el páramo de “Otero” y “El Palastral” y descendiendo por la ladera de “La Isilla”, llega a la casa de su Hermano en el momento en que junto con Juanillo García estaban preparándose para ir al viñedo.

    Juan Martín “El Empecinado”, escucha con atención el relato de su hermano y cada vez que va oyendo, una tras otra, las maldades de aquellos desalmados, sus dientes se aprietan cada vez más, su expresión se torna pétrea y sus ojos centellean de tal forma que parecen dos ascuas encendidas bajo sus pobladas cejas; después se irguió, cogió su sable que estaba colgado en la pared, una vieja pistola de avancarga que guardó en la faja al lado opuesto de la navaja y dijo a Manuel:

   -Quédate aquí con Juanillo y no salgáis hasta que yo vuelva.

   -¿Qué vas a hacer hermano?, le dijo Manuel.

    -Voy a hacer lo que prometí. Juré que aguantaría hasta que tocaran algo mío y esto ha sido la gota que ha colmado mi paciencia. Si como dices han ido a Fuentecén, tendrán que volver hacia Peñafiel y yo les estaré esperando; si a la noche no he venido podéis ir a buscarme.

    -Pero donde te buscaremos, dijo Juanillo con cara de preocupación.

    -Estaré en “El Salto del Caballo”, allí donde el sendero se estrecha entre el monte y el Duero, en el mismo lugar donde el bandido Antonio Baraso “El Chafandín” asaltaba  todos los viajeros que osaban pasar por estos lugares.  Si no vuelvo, podréis ir a buscarme porque habré muerto. Después salió de casa con la montera calada hasta las cejas y la manta al hombro tapando las armas, cogió el caballo de su hermano y se marchó hacia el río.

    Los dos hermanos se quedaron sin saber que decir ni que hacer, hasta que Juanillo, lleno de dudas y preocupación, preguntó a su hermanastro:

    -Manuel, ¿quién era ese tal “Chafandín?

    -Pues Atonio Baraso, llamado por la gente de su época “El Chafandín” fue un célebre bandido, nacido según cuentan en Pesquera de Duero, y  que llenó de terror, con los hombres de su pandilla, los valles del Duero, Duratón y  Esgueva, llevando sus correrías hasta la márgenes del río Pisuerga. 

    -Y ¿qué fue de él?

    -Lo mataron de dos balazos en la cañada real, para noviembre hará 8 años, en un lugar que llaman “La Hinojera” y lo trajeron al monasterio de S. Bernardo, para que le hiciera la autopsia D. Damián Cáceres que era el cirujano del monasterio. Creo que lo mataron los hombres de su cuadrilla.

DUELO JUNTO AL DUERO

    Juan Martín ató el caballo entre unos matorrales que le ocultaban de la vista y se emboscó en el camino dispuesto a esperar lo que fuera necesario. Pasó la mañana y el mediodía y en el célebre paso no se oía ni un solo ruido que no fuera el canto de los pájaros o el triste rumor de las aguas del Duero; pero hacia la media tarde el caballo levantó la cabeza, lanzó un relincho suave y apagado, y dirigió la mirada hacia el sendero al tiempo que ponía enhiestas las orejas como si presintiera algo.

    Juan Martín, que estaba sentado en un tocón a la vera del camino, entendió perfectamente el presagio del animal y  se puso en pie, palpó su navaja, revisó la pistola y cogió el sable  con la mano izquierda, pero sin desenvainar. A los pocos minutos, por el recodo del sendero, aparecieron dos jinetes, eran los que estaba esperando, traían  brillantes corazas y cascos con un penacho de crines que caían por detrás de la cabeza hasta los hombros; montaban buenos corceles y venían charlando entre ellos, descuidados y ajenos a cualquier peligro, pues se creían los dueños y señores de una España que atravesaba una mala  situación.

    El Empecinado, salió de la espesura y se plantó desafiante en medio del camino ante la sorpresa de los dos dragones que, mirando en todas direcciones, buscaban a más gente emboscada; pero al ver que se trataba de un solo hombre se sintieron superiores y en actitud altanera gritó el sargento:

    -¡¡Paso franco a los soldados del Emperador!!

    -¡¡Alto a los traidores que ultrajan a mujeres, que es con las que se atreven!!.

    -¿Qué decís desgraciado villano?.

    -Digo que, para ceder el paso, has de pasar sobre mi cadáver. Digo también que, aquí y sin testigos, te desafío a muerte en un combate singular entre tú y yo; y si no te atreves a jugarte la vida tú sólo contra mí, puede ayudarte tu escolta y así servirá para más que  limpiarte las botas. 

    Los dos dragones intercambiaron entre ellos unas palabras en voz baja y después súbitamente, el escolta desenvainó su sable y clavando las espuelas en los ijares de su caballo, saltó hacia adelante  como si de un rayo se tratara. Les separaban menos de 60 metros y el jinete francés encorvado sobre el cuello de su corcel, con el brazo diestro armado con el sable y estirado hacia adelante, parecía que iba a arrollar y ensartar a Juan Martín que, estático e impávido, con la mano diestra bajo la manta que pendía de su hombro, esperaba la ocasión.  El caballo, a todo galope, devoraba los últimos metros cuando sonó un disparo; el francés abrió la boca sorprendido, pues nunca esperó que aquel campesino tuviera una pistola oculta, tiró con fuerza de las riendas hasta tal punto de casi derribar a su montura, y él perdiendo el equilibrio cayó al suelo herido de muerte mientras  su sable se clavaba en el suelo, a pocos metros del Empecinado.

    -¡¡Cobarde!!, dijo Juan Martín, mandaste a la muerte a tu soldado por no tener tú las agallas suficientes para aceptar mi desafío. Pues bien ya estamos solos, puedes luchar o huir pero juro ante Dios que si  huyes, te perseguiré hasta las misma puertas del infierno y más allá si es necesario.

    - No habrá huida, vociferó el francés en mal castellano, hoy no tendrás que correr para ir hasta el infierno pues allí pienso mandarte ahora mismo.

    El sargento de dragones, veterano en la guerra y en el uso de las armas,  era consciente de que aquel hombre no tendría tiempo de cargar de nuevo su arma; y él, montado en su caballo y armado con su sable, era muy superior a cualquiera que se le enfrentara a pie. Desenvainó con lentitud, como calculando la forma más conveniente para atacar, y puso su caballo al paso.  

    El Empecinado pudo montar a caballo y enfrentarse al francés en igualdad de condiciones, pero debido a la estrechez del sendero entre las rocas, el río y lo espeso de los matorrales, el sitio no le pareció propicio para pelear y revolverse a caballo. Se envolvió el brazo izquierdo con su manta, desenvainó el sable y esperó paciente la acometida. Ahora no habría sorpresas ni armas escondidas y solamente la fuerza, la agilidad y la sangre fría, podían decidir entre la vida o la muerte.

    El sargento de dragones, igual que tantas veces había hecho en combate en las cargas de caballería, pasó del paso al trote y después al galope para aprovechar la inercia y la fuerza de su caballo en el choque. El Empecinado esperó y justo en el momento del encuentro, se hizo al lado derecho de la senda y estirando su brazo enmantado, paró el golpe del sable al tiempo que sujetó de las riendas al corcel con tanta fuerza que le dobló el cuello y lo hizo caer dando con el sargento en tierra. Esperó a que se levantara y mirándole fijamente a los ojos, le dijo con una voz que parecía  una sentencia de muerte dada en el más profundo calabozo:
    -Vas a morir gabacho, vas a pagar caro todas las ofensas que has hecho a las mujeres de esta tierra, y hoy desearás no haber pisado nunca territorio español.

    El sargento en pie, armado y diestro como era en el manejo del sable, no se intimidó y, maldiciendo en francés con frases ininteligibles para Juan Martín, se lanzó al ataque con toda la furia y destreza que tenía. Por unos minutos los sables se entrechocaron saltando chispas por el roce de sus filos, la respiración de los contendientes se hizo cada vez más fuerte en aquel campo de batalla, en aquel campo del honor. La manta del Empecinado paró algunos golpes del francés y poco a poco la hercúlea fuerza del español,  hizo retroceder a su enemigo, hasta dar de espaldas con el tronco de un árbol. Este ciego de cólera y deseoso de acabar de una vez, reunió todas sus fuerzas y se lanzó contra el Empecinado con ánimo de darle muerte, pero olvidando su guardia. Fue su último error, Juan Martín esquivó el ataque y le lanzó una certera estocada que atravesó el corazón  del francés causándole la muerte.

    Terminado el duelo, cesó el ruido de sables y por un momento sólo se oyó el murmullo de las aguas del Duero. Los caballos de los franceses, ajenos al drama que allí se había vivido, pastaban tranquilos la verde hierba que tapizaba las orillas del sendero. Juan Martín recobró el aliento, miró los dos cadáveres y por un momento le vino a la mente la célebre frase de Julio Cesar, que el maestro le había enseñado en la escuela cuando era niño: “Alea iacta est” (la suerte está echada); y efectivamente, Juan Martín sabía que, a partir de aquel momento, había dado un paso adelante que no admitía la posibilidad de retroceder. Se había convertido en un proscrito dentro de su propia Patria, había cometido la osadía de matar a dos soldados del emperador francés y eso Francia no se lo iba a perdonar jamás.

     Arrastró, sin gran esfuerzo para él, los cuerpos de los dos dragones y, después de despojarlos de sus armas, los arrojó a las aguas del Duero que los engulló en su seno. El río Duero el que durante años y años había sido frontera contra el Islán y que había presenciado tantas enconadas batallas, ahora había sido mudo testigo de cómo un español, un castellano de pro, había sido capaz de lavar con sangre la honra de una familia y el honor de una mujer, que habían sido mancillados por aquel vil sargento de dragones.

    El Empecinado recogió los dos corceles, cargó en ellos las armas de los muertos y sin soltarlos de las bridas de sentó sobre un tocón entre los árboles de la ribera. Así pensativo permaneció largos minutos con la mirada fija en los brillos que el sol hacía brotar de  las aguas del río; después montó en su caballo y con los otros dos de las bridas, se fue hacia su casa de campo meditando que debía hacer a partir de aquel momento.

    En la casa, expectantes y preocupados, estaban su hermano Manuel y su hermanastro Juanillo que, cuando vieron llegar a Juan Martín con los caballos y las armas de los franceses, no necesitaron preguntar para saber todo lo que había pasado. El porte del Empecinado era altivo, orgulloso, lleno de determinación; había cumplido con su deber y  había tomado la decisión de declarar la guerra al ejército de Napoleón. No le importaba si eso lo iba a hacer solo o acompañado pero, tan cierto como el sol que los alumbraba en aquel día de finales de abril, la guerra había empezado para él.

    Sentado ya en la mesa con sus hermanos, mientras tomaban un vaso del buen vino que el mismo producía, se dirigió a Manuel y le dijo muy serio:

    - Llenad las alforjas con comida y bebida, esta tarde iremos a Castrillo, pues tengo que despedirme de madre, y antes que el sol se ponga partiré hacia Fuentecén, donde quiero llegar antes que Catalina se entere de lo que ha pasado.

    - Nosotros estamos contigo, dijo Manuel al tiempo que su hermanastro asentía con la cabeza, y lo que sea de ti será de todos.

    -Me parece bien, pero tendréis que actuar con precaución y estar dispuestos a obedecer.

     Después continuó hablando:

    -Cuando lleguemos a casa, esconderéis los caballos en la cuadra e intentareis tranquilizar a nuestra madre y si alguno del pueblo pregunta qué ha pasado diréis que se ha hecho justicia y que el honor de Juana y de su familia se ha limpiado con sangre. Mañana, ya de noche, os espero en la taberna de Fuentecén. Id armados y llevad con vosotros a todos aquellos de confianza que nos quieran seguir.

    Cuando en Castrillo vieron llegar a los tres hermanos a caballo y con las armas de los franceses, se armó un tremendo revuelo. Todos miraban con admiración a aquel hombre que se había enfrentado y dado muerte a los soldados enemigos de la Patria y tan villanos que habían sido capaces de deshonrar a una mujer al tiempo que herían y retenían por la fuerza de las armas a sus padres. 

    Al día siguiente, ya bien entrada la noche, Juan Martín Díez había dejado a su esposa  Catalina en la casa del molino. Por cierto que cuando yo la visité, guiado por D. Carlos de las Heras vecino de Fuentecén, estaba arruinada y en un estado lamentable.


Casa, en ruinas, del molino de Catalina, en Fuentecén.

    Ahora  Juan estaba sentado en una mesa de la taberna de Fuentecén con un jarro de vino y un vaso también de barro que le servía para beber.

    Estaba pensativo y pertrechado como si fuera a salir de viaje; botas altas de montar, la manta sobre la mesa y en la faja su navaja de Albacete. En la cantina había ya pocos parroquianos y los que había le miraban intrigados pero sin atreverse a preguntar nada. Solamente el cantinero parecía saber lo que se cocía en el ambiente; y por ese motivo al oírse pisadas de caballos en el empedrado de la calle,  hizo un gesto con la cabeza al “Empecinado” y salió por la puerta de atrás. Este miró hacia la puerta y vio entrar a tres hombres con barbas pobladas y sin afeitar de varios días, todos traían el aire frío de la noche en sus ropas y todos venían preparados para un largo viaje: montera en la cabeza, botas altas con espuelas, manta doblada sobre el hombro y saliendo por encima de la faja, grandes navajas de Albacete.

    Avanzaron con decisión hacia la mesa de Juan Martín mientras echaban una fría mirada a las personas que aún estaban en la cantina y que se habían reunido en el otro extremo de ella, mientras uno de ellos decía en voz baja a los demás:

    -Son los empecinados que vienen a reunirse con Juan y para mí que algo gordo están tramando.

    Tras un breve saludo se sentaron en la mesa, al tiempo que el cantinero volvía a entrar con otro jarro de vino y tres vasos más. Los caballos están en el corral, les dijo, en voz baja, al tiempo que servía vino para todos, y después se retiró hacia la barra del establecimiento.

    -¿Sólo habéis venido vosotros?, dijo Juan Martín a su hermano Manuel.

    -Se lo he dicho a otros pero sólo Blas Peroles ha dejado todo y nos ha seguido para estar a tu lado.

  - Con Peroles ya contaba, no se puede tener un amigo más fiel sobre la faz de la tierra; dijo mientras ponía su mano sobre el hombro de Blas. Somos pocos pero no importa, valen más pocos buenos y unidos que no muchos malos y desavenidos.

    Después “El Empecinado” siguió hablando y contando a sus amigos todo lo que se proponía hacer. Les expuso en breves rasgos el tipo de vida que les esperaba y lo duro que sería vivir perseguidos como lobos en el monte, sin esperar que nadie les prestase ayuda por el miedo cerval que tenían a los franceses.

   -Estáis a tiempo de volver atrás, porque cuando salgamos por esa puerta ya no podremos retroceder y si como parece, por noticias que he oído a los arrieros, España declara la guerra a Francia, pongo por testigos a Dios y a nuestra Señora de la Asunción de Castrillo, que no he de dejar de guerrear mientras quede un solo gabacho pisando el suelo de nuestra Patria.

    -¿Qué dudas y qué preguntas son esas?, dijo Blas Peroles, al tiempo que daba un puñetazo sobre la mesa que por poco derrama el vino que estaban bebiendo. Hemos venido hasta aquí para estar contigo y  te seguiremos hasta las mismísimas puertas del averno. Creo, amigo mío, que estamos perdiendo un tiempo precioso y los franceses no duermen pensando darte alcance y castigarte.

    El Empecinado levantó su vaso de barro y los demás le imitaron, bebieron hasta la última gota,  se pusieron en pie y salieron de la taberna. En silencio se dirigieron al corral donde el cantinero les tenía preparados los caballos y abandonaron Fuentecén. El manto de la noche ocultó sus siluetas y el viento del norte hizo desvanecer el sonido de los cascos de los caballos.

    Apenas salen del pueblo, abandonan el camino principal que une Aranda de Duero con Peñafiel por ser muy transitado por tropas francesas, y se internan por el valle del río Riaza siguiendo el camino de Fuentemolinos. Aunque la noche era oscura, pues la Luna en aquel día estaba en cuarto menguante, pronto vislumbran, a su izquierda, la silueta del pueblo de Haza encaramado sobre un promontorio que le hace inexpugnable; siguen caminando cual manada de lobos en la noche y pasado Adrada de Haza se desvían por el camino del torreón de la Casa de los Moros, hasta alcanzar los páramos yermos e inhóspitos de Campillo de Aranda, donde hacen alto en la desolada paramera  de “El  Blanco”. Allí al abrigo de unas paredes de piedra que sirven de corral a los rebaños, comieron y bebieron de lo que llevaban en sus alforjas, quitaron las sillas  de sus caballos, les trabaron las manos y se dispusieron a dormir un rato.

  -Así será nuestra vida en adelante, dijo “El Empecinado”, dormiremos vestidos, con las botas puestas, con la escopeta cerca y la navaja en la mano. Desconfiaremos hasta de nuestra propia sombra, dormiremos en chozos de pastores, en cuevas como las fieras o al raso; que no hay mejor techo que el cielo de Castilla. Dicho esto, se distribuyeron las guardias y así les llegó el amanecer del nuevo día.  

    Escondidos por aquellos páramos pasaron otros tres días con sus noches y, como los víveres se iban acabando, decidió Juan Martín acercarse a Aranda de Duero para reponer vituallas, ya que al ser esta una villa de numerosa población y con un gran mercado, podrían pasar desapercibidos entre la muchedumbre.

    Así que el día 4 de mayo entraron los guerrilleros, por separado en la plaza de Aranda. “El Peroles” que era muy observador, pronto se dio cuenta que la gente hablaba y hablaba en corrillos y no precisamente del precio de las mercancías. Aguzó el oído y se metió entre un grupo de aldeanos entre los cuales uno decía que, el día dos de mayo, Madrid se había levantado en armas contra los franceses y que estos andaban revueltos buscando y matando a todos los sublevados que pillaban.

    Blas Peroles, haciéndose el inocente y entrando en la conversación dijo:

    -Bueno, no creo que por aquí, con tantos soldados franceses acampados en Aranda, haya muchos sublevados.

    -No crea usted forastero, dijo otro vendedor mirando con recelo al desconocido que había hablado, han llegado noticias de que en Castrillo de Duero, un tal Juan Martín al que apodan Empecinado, ha matado a dos dragones franceses y se ha tirado al monte con otros tres de su pueblo y los buscan para darles muerte.

    Manuel y Juan García también habían oído conversaciones parecidas, así que todos, con las alforjas repletas de embutidos, pan y tocino salado, además de las botas de vino bien llenas, salieron de la Villa  por separado y al paso de sus caballos para después juntarse y cabalgar hasta sentirse seguros en la soledad del monte.

    La minúscula guerrilla avanza hacia Madrid pero retirándose del camino real que une Burgos con la capital de España, ya que aquellos días estaba muy transitado por tropas gabachas . Atravesando campos y al amparo de los montes llegan cerca de Honrubia de la Cuesta y hacen alto en un cerro que llaman “La Mojonera”; es el lugar más alto de la zona y desde allí divisaban todo el contorno evitando  ser sorprendidos.

    -Ha llegado el momento de actuar, dijo Juan Martín, por fin esta nación que tanto amamos ha declarado la guerra a Napoleón el día 2 de mayo, aunque bien sabe Dios y nosotros mismos que, los hijos de Castrillo de Duero que estamos aquí, ya la habíamos declarado por nuestra cuenta unos días antes.

    Pronto se les presentó la ocasión deseada. Un correo francés que llevaba importantes documentos y dinero hacia Madrid, fue interceptado a la altura de Honrubia de la Cuesta, por la pequeña “partida” y requisadas todas sus pertenencias. A partir de aquel día no había correo, viajero o caravana de carros con trigo, harina u otros víveres para las tropas invasoras, que no fuera asaltado por la patrulla del Empecinado. Su nombre y sus hazañas empezaron a sonar a lo largo del camino real que unía Burgos con Madrid, cometiendo asaltos en Bahabón de Esgueva, Aranda de Duero, Sepúlveda, Pedraza etc.

    A las pocas semanas, aquella pequeña partida de guerrilleros fue aumentando en número de forma proporcional al aumento de su fama. Ayudaban y eran ayudados en todos los lugares por donde pasaban, y así en muchos pueblos de la zona como: Milagros, Pradales, Buitrago, Aldeanueva de la Serrezuela, Carabias, Maderuelo o Montejo, entre otros, eran conocidos, bien recibidos y ocultados en caso de necesidad.

    La forma de operar del Empecinado era usar de la velocidad y la sorpresa para interceptar correos y mensajes y cuando, en  algunas ocasiones, tenían gran importancia militar, estos mensajes se los enviaba a los generales del ejército español, poniendo así en graves apuros a las tropas napoleónicas. Era tal el pánico que sembró en estas rutas, que los correos franceses  dejaron de ir solos y eran protegidos por  destacamentos de soldados a caballo que cada vez eran más numerosos, pues la guerrilla del Empecinado, los sorprendía y diezmaba cuando no los aniquilaba por completo.

LA BATALLA DE CABEZÓN DE PISUERGA

    Hasta tal punto alcanzó fama  la guerrilla de Juan Martín, que el general Gregorio García de la Cuesta, le mandó un mensaje pidiéndole ayuda para contener, en el puente de Cabezón, al ejército francés comandado por el mariscal Jean-Baptiste Bessiéres. El Empecinado, que ya contaba con un grupo bastante numeroso de guerrilleros dispuestos a seguirlo donde fuera, no lo duda un segundo, reúne a sus hombres y se pone en marcha con celeridad. Desde las cercanías de Aranda, cruza a marchas forzadas hacia La Horra y de allí a Guzmán, para después, a través de los páramos y aguantando los calores del mes de junio, desciende en las cercanías de Encinas al valle del río Esgueva, cuyo curso sigue en dirección a Valladolid por el Camino  Real, que recorre longitudinalmente el valle.

    Las paradas que hace son cortas y la moral que va infundiendo a la tropa es altísima, todos tienen ganas de combatir en una gran batalla y por ese motivo y sabiendo que el general García de la Cuesta los espera, buscan llegar cuanto antes. Pasando Esguevillas y antes de llegar a Piña de Esgueva, cruzan el río y el valle y, por el camino que asciende  al páramo, llegan a la confluencia de la Cañada Real Burgalesa con el solitario y estrecho camino que transita, a través de los montes de Camarasa, hasta San Martín de Balvení. Por él descienden y una vez superado éste, llegan después de dos largas jornadas de marcha a Cabezón de Pisuerga, presentándose al general Cuesta  tres días antes de la gran batalla.

    Pronto El Empecinado se dio cuenta de que los miles de soldados novatos que formaban aquel ejército que llamaron de Castilla, tenían muchísimo entusiasmo pero poca preparación militar para entablar  batalla; pues el ejército francés, bajo las órdenes del Mariscal Bessiéres, les doblaba en número y estaba mejor pertrechado: con mejores armas y más caballería, superándoles  en número de piezas de artillería. Pero habían llegado allí para luchar y pronto ocupó, junto con sus hombres, el lugar que se le destinó.

  En la mañana del día 12 de junio de 1808, los dos ejércitos se encontraron en las inmediaciones del puente de Cabezón y a pesar del mayor número de soldados franceses, la batalla se mantuvo indecisa, hasta tal punto que viendo el gran entusiasmo de las tropas a su mando, el General Cuesta ordenó cruzar el puente y entablar batalla campal contra un ejército que les doblaba en número y veterano en muchas batallas. El terrible encuentro fue desastroso para las tropas españolas, sobre todo cuando el General Lasalle dio la orden de atacar a su caballería que deshizo por completo las filas de infantería españolas.

Puente de Cabezón sobre el Río Pisuerga

    El Empecinado con sus guerrilleros a caballo se enfrentó a la caballería francesa que estaba cometiendo gran degüello entre nuestra infantería. ¡¡Dios cómo luchaba El Empecinado, sable en mano, en el lugar donde el combate era más duro!!. Buscaba enemigos por doquier y en lo más comprometido de la batalla, su amigo Blas Peroles le dijo:

    -Juan, hoy en esta batalla vamos a perder la vida.

    -Estará bien empleado el morir con honor si con ello salvamos a España de los gabachos.

    Y se lanzó a lo más cruento del combate, derribando a sablazos uno tras otro a los franceses que se encontraba a su paso; eran los zarpazos de un león entre lobos, era el “León del Duero” jugándose la vida por su Patria a las orillas del Pisuerga.

    El General Cuesta, se dio cuenta del error cometido, vio la batalla perdida y mandó, a su “cornetín de órdenes”, tocar retirada hacia Valladolid, dejando el campo de batalla al igual que las aguas del Pisuerga  lleno de cadáveres que fueron expoliados y despojados de cuanto tenían sin ser enterrados hasta  varios días después.

    No fue fácil arrancar de fragor de la batalla al Empecinado que, embelesado en la lucha, hería, tajaba, maldecía y daba mandobles a diestro y siniestro sin que su hercúleo brazo diera muestras de fatiga pero, con el ejército en fuga,  él y sus hombres se estaban quedando aislados en medio de las tropas francesas.  Blas Peroles, que con su hermano Manuel  peleaba a su lado, le dijo a voz en grito:

    -Juan, nuestro ejército se retira en desorden hacia Valladolid y la caballería francesa está masacrando la retaguardia, debemos protegerlos en la retirada.

    El Empecinado se puso de pie sobre los estribos de su caballo y, viendo que Peroles tenía razón, dio orden a sus guerrilleros de abandonar el combate y colocarse a la retaguardia del derrotado Ejército de Castilla para protegerla del ataque de los franceses; y es una gran verdad que muchos soldados españoles salvaron su vida gracias a la intervención de la guerrilla del Empecinado.

    Juan Martín y sus guerrilleros siguieron al General Cuesta que, con su ejército maltrecho y diezmado, no paró en Valladolid sino que siguió hacia Benavente, con ánimo de recibir refuerzos del ejército de Galicia dirigido por el General Joakín Blake y volver a presentar batalla.

    Mientras tanto el pueblo de Cabezón, al igual que Santovenia, Cigales y la Overuela fueron saqueados, incendiados y muchos de sus habitantes pasados a cuchillo. No obstante el Mariscal Bessiéres había dado orden a sus oficiales de no destruir Valladolid, y detuvo su ejército a la entrada de la ciudad, donde a media tarde, las autoridades formadas por: El Obispo, los miembros de la Corporación Municipal y los Magistrados de la Real Chancillería, salieron a rendirse y ofrecer al Mariscal vencedor las llaves de la ciudad, que fue ocupada por los franceses aquella misma tarde.

    El Empecinado cuando vio que el General Cuesta, con los restos de su ejército vencido, dejaba Valladolid y marchaba hacia Benavente, se dirigió hacia Viana de Cega, donde reunió y dejó  reponerse de sus heridas a sus hombres que tanto y tan bien habían peleado.

    Estando en Viana de Cega, tuvo noticias de que un destacamento de soldados franceses se aproximaba  desde Olmedo, y la derrota aun caliente sufrida en Cabezón y la muerte de algunos de sus hombres, le hicieron desear una venganza ejemplar.

    La emboscada que El Empecinado le tiende al destacamento francés, es un éxito rotundo. Los guerrilleros del Juan Martín Díez desbaratan, matan, o hieren a todos los soldados del destacamento y se apoderan de todos los pertrechos y documentos que estos llevan. La documentación incautada, es revisada por El Empecinado y se da cuenta de la gran importancia que tienen algunos pliegos escritos por el General Lassalle.  Ante tal descubrimiento, Juan Martín y su tropa de dirigen a marchas forzadas hacia Benavente, donde se reúnen con García de la Cuesta, al cual entregan la documentación.

    El General Cuesta satisfecho con el Empecinado, no sólo por esta acción sino también por su comportamiento en la batalla y retirada de Cabezón, le dice que habrá una segunda oportunidad y le concede el mando de un escuadrón de soldados, la mayoría novatos pero con ansias locas de inmolarse por su Patria. De esta forma, Juan Martín pasa de ser jefe de Guerrilleros a militar de oficio al mando de tropas regulares, cosa que a él no le gustaba mucho.

   A primeros de julio, unidos el Ejército de Castilla, el de Galicia, dos regimientos de la Junta de Asturias y bastantes reclutas de León, todos ellos dirigidos por los generales Cuesta y Blake, inician la marcha para liberar Valladolid pero, antes de llegar, son interceptados por el Mariscal Bessiéres, que había pedido refuerzos y entabla batalla con ellos el día 14 en las cercanías de Medina de Rioseco, en un lugar llamado “El Moclín”. El Mariscal Francés demostró ser mucho mejor estratega que los generales españoles y los derrotó completamente, causándoles 3.000 muertos y 2.000 prisioneros que posteriormente fueron fusilados, y Medina de Rioseco saqueada y pasados a cuchillo muchos de sus habitantes, por esconder en sus casas a soldados huidos de la Batalla. Fue tan importante para Francia esta victoria que se la puede ver todavía escrita en el Arco de Triunfo de París.

   El Empecinado, que había perdido a bastantes de sus hombres en estas dos batallas, se dio cuenta que él hacía más servicio a España con sus guerras de guerrillas, que al mando de tropas regulares y dirigido por generales ineptos que sólo hacían que sacrificar a sus hombres, enfrentándolos a tropas más numerosas, mejor pertrechadas, mejor preparadas y con mandos más expertos.

    Reúne Juan Martín a todos los hombres de su cuadrilla que sobrevivieron a la batalla y emprende el camino de regreso a su Castrillo de Duero, evitando los núcleos más grandes de población donde había tropas enemigas. Así, se dirige a Villalba de los Alcores y Corcos, luego, sin llegar a Dueñas donde había una fuerte guarnición de tropas francesa, cruza el Pisuerga hacia Valoria la Buena y dejando el valle del arroyo Maderón, cruza el valle del Esgueva por los pueblos de Esguevillas y Villafuerte en dirección a Pesquera de Duero y desde allí por Mélida a su querido Castrillo de Duero, donde para el tiempo justo de ver a su madre y tranquilizarla.

    Parte otra vez hacia el camino real que une Burgos y Madrid y esta vez su cuadrilla es más numerosa que cuando salió de Fuentecén por primera vez. Ahora se le han unido  sus hermanos Dámaso y Antonio y más jóvenes campesinos que, enardecidos por su fama y descontentos con los invasores, se echan al monte para seguirlo.

    La guerrilla del Empecinado impone su ley en el camino real de Burgos a Madrid, no hay correo ni convoy que tenga que hacer este recorrido que no tema a los guerrilleros del Empecinado. Atacan y vencen a una guarnición francesa en el pueblo de Milagros haciéndose con todas sus armas y demás pertrechos. Los habitantes del pueblo los reciben entre vítores y agasajos y ya nunca dejaran de ayudarlos y esconderlos  después de cada asalto. Ataca a los franceses acantonados en Aranda, atacan y eliminan un destacamento de tropas francesas en las cercanías de Fuentidueña y el paso de Somosierra se hace casi imposible para los convoyes de Napoleón.

    La fama de Juan Martín Díez es tan grande que sólo la supera el miedo que Francia le tiene, por eso no es de extrañar que se ofrezca recompensa a quien le capture o a quien le delate. Lejos de conseguir sus propósitos, la tropa del Empecinado crece y crece sin parar y con la fuerza de su número Juan Martin se vuelve más osado y ataca objetivos más importantes. 

    En España la guerra se ha extendido como se extiende el fuego en los trigales resecos. De momento las tropas invasoras eran más y mejor preparadas, pero las tierras españolas paren hijos que se unen en cuadrillas tan numerosas como las amapolas de sus trigales, y se levantan como manadas de lobos contra el opresor. Así al igual que Castrillo de Duero parió a Juan Martín Díez, surgen multitud de guerrilleros como: El Charro en tierras salmantinas, El Chambergo en Ciudad Real, El Tío Camuñas en el pueblo manchego de Camuñas, El Chaleco en Valdepeñas, Saturnino Abuín El Manco en Tordesillas, Jerónimo Saornil en Pozal de Gallinas o Vicente Sardina en Sigüenza (Guadalajara) y qué decir de Jerónimo Merino Cob de Villoviado cerca de Lerma, que fue conocido como El Cura Merino, ya que  era sacerdote y del que hablaré más adelante.

   A finales de 1808 se le unen otros jefes guerrilleros con sus cuadrillas, tales como José Mondedeu y Saturnino Abuín, más tarde apodado “El Manco” al haber perdido una mano a causa de las heridas de guerra. Estos dos guerrilleros serán más adelante oficiales del Empecinado.


Juan Martín Díez “El Empecinado” (Cuadro de Goya)
   La carrera militar del Empecinado es tan fulgurante como los son todos sus hechos de armas. En marzo de 1809 vistos los méritos adquiridos por tan célebre guerrillero, la Junta Central le nombra Capitán de Caballería y antes de acabar el año es ascendido a Comandante. Su fama era tan grande que la Junta de Guadalajara le llamó para que acudiera a las tierras de La Alcarria, poniendo bajo su mando otra guerrilla comandada por Vicente Sardina, guerrillero de Sigüenza;  y así Juan Martín, que entonces estaba peleando por tierras de Soria, se traslada hacia Cogolludo donde se encuentra con una columna francesa a la que planta cara junto a Fontanar. El ataque es un éxito y la columna es totalmente desbaratada. Dos meses más tarde entraba El Empecinado con doscientos guerrilleros, entre vítores y manifestaciones de júbilo, en la misma ciudad de Guadalajara.
    El ejército francés, es herido en lo más hondo de su orgullo, no puede permitir el deshonor de perder una ciudad como Guadalajara a manos de un guerrillero y cerca la ciudad con numerosas tropas con el fin de acabar con aquel grupo osado que ha tenido la desfachatez de desafiar al ejército de Napoleón, ocupando la ciudad. El Empecinado reúne a sus hombres, les dice que se encuentran cercados y lo difícil que será escapar del férreo cerco que les han puesto, pero les da ánimos diciéndoles que son españoles  y que es preferible la muerte en la batalla a la rendición, luego mandándolos desenvainar, se lanzan, sables en mano, contra el grueso de las tropas francesas rompiendo el cerco en un acto heroico sin parangón; en la refriega Juan Martín, se eleva en los estribos de su caballo, busca con la mirada al comandante enemigo y lo ve luchando junto a la puerta de Bejanque, se abre paso hacia él y, después de enfrentarse en combate singular, le da muerte. Los franceses, sin comandante que los guíe, se desalientan y zozobran durante unos minutos, momento este que favorece  la huida del Empecinado y sus guerrilleros.

Puerta de Bejanque
    Napoleón, harto de ver como aquel labrador, convertido en guerrillero, era capaz de tener en jaque a gran parte de sus tropas y de causar miedo y desasosiego además de  cuantiosas bajas a lo mejor de sus hombres, llamó al general Joseph Leopold Sigisbert Hugo, para que se dedicara, con todas las tropas que necesitara, exclusivamente a perseguir y matar Juan Martín Díez.
    Este general, por cierto padre del celebérrimo escritor Víctor Hugo, se había hecho famoso en la guerra de Italia persiguiendo y capturando al famoso guerrillero italiano Michele Piezza, conocido por todos como  Fra Diavolo (Hermano Diablo). Pronto se hizo cargo de numerosos soldados de caballería que al mando de capitanes escogidos se diseminaron por todos los lugares de las sierras, buscando los sitios estratégicos y oprimiendo a las poblaciones para que no sólo no dieran cobijo a los guerrilleros, sino que delatasen todos sus movimientos. Pero el Empecinado tenía una forma de guerrear que les desconcertaba, conocía todos los vericuetos del monte y en más de una ocasión era él quien perseguía a los franceses, pasando de ser perseguido a perseguidor. No era un perro que huye apaleado, era un autentico león que defendía el suelo español como los leones defienden el territorio donde vive su familia. Así sus victorias se sucedían unas a otras: en marzo de 1810 vencía a los franceses en Mirabueno y dos meses más tarde lograba otra gran victoria en Solanillos, causando numerosas bajas al enemigo en las dos batallas.

Joseph Leopold Sigisbert Hugo. (Perseguidor del Empecinado)

    El general francés, después de intentar por todos los medios atrapar a Juan Martín y no poder conseguirlo, se le ocurrió encarcelar a su madre, amenazando al Empecinado de ejecutarla si él no se entregaba. La reacción del guerrillero no se hizo esperar, le mandó una misiva diciendo que si inmediatamente no liberaba a su madre, fusilaría a 100 soldados y oficiales que tenía prisioneros, y esa sería la primera acción, pues en adelante no habría cuartel y todos los franceses que cayeran en sus manos serían pasados por las armas. El general, creyéndolo capaz de llevar a cabo aquella amenaza y, vergonzoso de tener que valerse de una pobre mujer para capturar a un soldado, ordenó su pronta liberación.
    Ese mismo año, la Junta Central le asciende a Brigadier de Caballería y sus tropas ya son tan numerosas que  se enfrenta a los franceses en batallas importantes: toma Sigüenza y vence a las tropas del general Hugo en la batalla de “Las Alcantarillas de Fuentes, haciendo retroceder al ejército enemigo hasta refugiarse dentro de las murallas de Brihuega, también vence y le hace rendirse al general suizo Preuxy otra victoria sonada es la que logra en el puente Auñón , en el lugar donde  el río Tajo se  hace angosto en “Entrepeñas” .
    Durante el año 1811, siguió venciendo de forma inexorable a los enemigos de la Patria en numerosas batallas y liberando de franceses las villas de Molina de Aragón y Calatayud. En este año es ascendido a “Coronel del Regimiento de caballería de Cazadores de Guadalajara” y se le asigna el mando de la 5ª División del 2º Ejército.
    Pero no todo fueron días de vino y rosas ni de victorias tras victorias, pues también El Empecinado fue traicionado por algunos de sus hombres que, pasados al  enemigo, pelearon contra él. En este mismo año, El Empecinado sufrió una derrota cerca de Tamajón, donde los franceses cogieron prisionero a una de sus mejores capitanes, Saturnino Abuín “El Manco”, excelente jinete que, convencido a base de dinero y otros beneficios, se pasó al ejército francés y con el cargo de capitán luchó enconadamente contra su anterior jefe.
    Así el general francés Duye con sus tropas y más de 600 españoles renegados, entre los que figuraba ya Saturnino Abuín, infringieron a las tropas de Juan Martín en el Monte del Rebollar cerca de Sigüenza, la mayor derrota que sufriera El Empecinado a lo largo de su vida. Entre los renegados iba también uno de los más valientes guerrilleros que habían peleado codo con codo al lado suyo, se trataba de Nicolás  Villagarcía, hombre muy joven que había sido ayudante de caballería del Empecinado.
    Juan Martín nunca hubiera pensado que El Manco, que tantas veces había peleado a su lado, fuera capaz de traicionarle, pero si analizamos la vida de este guerrillero tordesillano, vemos que no tenía fuertes convicciones patrióticas y obraba según sus intereses.

    Aquel frío día 2 del mes de febrero durante la durísima batalla dada en El Rebollar de Sigüenza, El Empecinado ve con gran asombro cómo, a la cabeza de un destacamento de jinetes franceses, está Saturnino Abuín que luce ahora el uniforme de capitán francés. La cólera, hierve en la sangre de nuestro héroe, la sed de venganza le recorre todo el cuerpo y desenvainando el sable se lanza, en medio de una lluvia de balas, en su persecución sin percatarse de que aquel mal español, le está dirigiendo hacia lo más intrincado del combate y que por todas partes van apareciendo más y más tropas enemigas que el general Duye tenía escondidas. En ese momento Juan Martín se dio cuenta que El Manco le había tendido una embocada y él había caído en ella; estaban rodeados por delante y por los costados, teniendo detrás un profundo barranco que no admitía la retirada. Por fin los franceses iban a coger prisionero al temible Empecinado y esto les hacía redoblar su entusiasmo y aumentar su valentía.
    Juan Martín Díez, sable en mano, era un coloso que no sentía el cansancio y no retrocedía ante el peligro; gritaba, arengaba a sus tropas e insultaba a aquel traidor que había osado luchar contra sus propios hermanos, por su cabeza no pasaba el rendirse o retroceder, su caballo había caído herido y él seguía luchando como un autentico león pero, en lo más cruento de la refriega,  una  voz fuerte y clara le gritó:
   -Juan toma mi caballo y huye, los enemigos son muchos y la batalla está perdida.
   Era Vicente Sardina que, con la flor de los empecinados, peleaba sable en mano junto a su Jefe, sin retroceder un palmo.
   -¡¡¡Sardina!!!, ¿Cuándo has visto retroceder al Empecinado?
   -Piensa, Juan, que si tú no te repliegas y ordenas la retirada, condenas a todos tus hombres a morir, pues ya sabes que te seguiremos hasta la muerte.
    El Empecinado, se dio cuenta de que Vicente Sardina tenía razón, vio como sus guerrilleros uno a uno iban cayendo en el campo de batalla y, rugiendo como un león herido, dio la orden de retirarse a sus hombres; después se acercó al borde del barranco y se arrojó al precipicio buscando la muerte antes que la rendición. Los jinetes franceses, que ya le tenían al alcance de sus lanzas, llegaron al borde de aquel abismo al que no podían bajar y contemplaron, en el fondo del precipici, entre rocas y matorrales, el cuerpo despeñado de aquel hombre al que tanto odiaban pero cuyo valor  también admiraban, y dándole por muerto se retiraron victoriosos. Aquel día, El Empecinado, perdió 1.200 de sus hombres entre muertos, heridos y prisioneros.
Barranco del Rebollar de Sigüenza
    Juan Martín Díez, no murió en aquel despeñadero, aunque sí que quedó muy mal herido. Pasado un tiempo recobró el conocimiento, pero eran tantas sus heridas y tanta la sangre perdida que, aquel hombre de fortaleza sobrehumana, no tenía fuerzas para caminar; como pudo se arrastró y se escondió entre las rocas para no ser descubierto por los franceses y esperó a que alguno de los suyos bajase al fondo del barranco y le socorriese. Pasaron las horas y, como todos le habían dado por muerto, y sus hombres, como rebaño sin pastor, se habían desperdigado por los montes, nadie aparecía por allí; hasta que un molinero que, con su recua de burros, pasaba por el estrecho sendero que recorre el fondo del desfiladero, lo encontró y reconociéndolo lo llevó en uno de sus pollinos hasta el apartado molino donde vivía y trabajaba. Allí escondido y bien cuidado por él y su familia, se repuso pronto de sus heridas.  
    Aquella traición nunca la perdonó El Empecinado. Curado  por completo de sus magulladuras y repuestas sus fuerzas por los buenos cuidados de la familia del molinero, no tardó en  encontrar a sus hombres, organizó su guerrilla y volvió a la carga contra los franceses con más coraje que nunca: En marzo  de 1812 amenaza la ciudad de Guadalajara y el 9 de mayo entra en la ciudad, haciendo que los defensores galos se encierren en la Casa de la Inquisición y en el hospital de Santiago.
   Las tropas francesas en las que militaba Saturnino Abuín, andaban cerca y él no cesaba nunca de perseguir a aquel traidor, por lo que al fin el 21 de mayo de ese mismo año se lo encontró y derrotó en la batalla de Masegoso, aunque el escurridizo Manco escapó con vida sin ser capturado.
   El 16 de agosto de 1812 Juan Martín Díez terminó de liberar Guadalajara, haciendo que se rindieran las tropas francesas y cogiendo 800 prisioneros entre los que estaba aquel joven traidor al que llamaban “Villagarcía”.

LOS FRANCESES EN EL VALLE ESGUEVA

    En el año 1812, los generales franceses ya habían conocido el sabor de las derrotas en múltiples ocasiones, pero el día 22 de julio de este año iban a saber lo que era perder una gran batalla como la que tuvo lugar en  Los Arapiles cerca de Salamanca. Allí el tercer ejército francés al completo comandado por los generales franceses Auguste Marmont y Bertrannd Clausel, sufrió una tremenda derrota por un ejército anglo-hispano-luso, comandado por el conde de Wellington que le hizo retroceder hacia Valladolid con su ejército muy maltrecho; aunque este ejército derrotado, no pudo detenerse en Valladolid porque los vencedores le venían pisando los talones.
    La situación en Valladolid, ya no era muy favorable para los franceses, pues llegaban continuamente noticias de todos los lugares de España, que no eran muy halagüeñas para ellos. Tropas inglesas y portuguesas unidas a las españolas estaban dando buena cuenta de los destacamentos galos distribuidos por toda nuestra “Piel de toro”.
    El ejército francés del norte, cuyo mando estaba instalado en Burgos había pedido refuerzos en hombres y material, y el día 25 de junio de 1812, un mes antes de la batalla de Los Arapiles, llegó a Valladolid el general polaco Ludwir Mateusz Dembowski, que ya se había enfrentado al Empecinado entre Trillo y Brihuega, llevando en las dos ocasiones las de perder. Venía con un convoy de 360 carros de los que 29 de ellos iban cargados de plomo para munición; el resto iba ocupado por suministros y heridos; además traía 650 prisioneros españoles. Al llegar a la Ciudad pide primeramente al duque de Ragusa y después al gobernador que le sea proporcionada más escolta para continuar con su misión, pero uno y otro se la niegan. Entonces, no teniendo a quien recurrir, manda un mensajero con una carta suya al conde Caffarelli, ayudante de campo del Emperador.
    Ludwir Mateusz Dembowski nacido en Gora (Gran Ducado de Varsovia), era un militar muy apreciado por Napoleón y pensó que se le haría caso a sus demandas pues consideraba que para tan magno e importante convoy era poca la escolta de 600 soldados, estando como estaban los caminos infectados de guerrilleros. 
    Él, que se había distinguido en España en batallas como: Puente del Arzobispo, Ocaña y Arroyomolinos  y que, ascendido a general, había sido llamado por Napoleón para tomar el mando de una división e  incorporarse a La Gran Armée, que estaba preparándose  para invadir Rusia, nunca llegaría a abandonar Valladolid. El día 16 de julio, después de duras discusiones con el gobernador francés, general D´Etoquigny, se produjo entre ambos un duelo a pistola, en el que el polaco resultó gravemente herido de un balazo. Fue trasladado a la casa donde se hospedaba, que no era otra que la de la viuda de Durando, y la gravedad de la herida era tan grande que, a consecuencia de ella, le sobrevino la muerte el día 18 del mismo mes. El campo del honor, donde se celebró dicho duelo, fue la Rondilla de Santa Teresa (entonces huertas) y fue enterrado con honores militares en la iglesia de Santiago el día 19 de julio de 1812 a las 11 horas de la mañana, según consta en el libro de difuntos de dicha parroquia (1787-1851), folio 223.
    Todas estas cosas estaban pasando en la capital del Pisuerga, cuando tres días después del entierro se producía la derrota del general Marmont en Los Arapiles y su retirada, como antes hemos visto, hacia Valladolid, donde llegó el ejército vencido con 6000 soldados franceses entre heridos y enfermos. Ante esta situación  el general francés no quiso  quedarse en la ciudad, pues sabía que el ejército vencedor estaba cerca; y  saqueando todo cuanto pudieron llevarse abandonaron Valladolid el día 29 de julio por la noche siguiendo el curso del río Esgueva. La retirada se hizo en absoluto secreto y las avanzadillas españolas no lograron saber si el destino era Aranda o Burgos.
     El tránsito de aquel gran ejército por el valle del Esgueva fue una autentica maldición bíblica. En aquella retirada, los franceses trajeron al Valle: la guerra, la muerte y el hambre, (tres de los cuatro jinetes de la Apocalipsis). Caían sobre  los pueblos por los que  pasaban, como las temibles nubes de langosta caen sobre los trigales; robaban el grano de las eras, sacrificaban los rebaños, asaltaban las bodegas para llenar todos sus pellejos y cubas de vino y lo que no podían llevar lo embarraban dejando abiertos y rotos los toneles. Las mujeres eran violadas, los hombres asesinados, las iglesias expoliadas sacrílegamente, llevándose imágenes valiosas, cruces, cálices y vasos sagrados sin ningún escrúpulo,  y muchas de las humildes casas eran incendiadas sin piedad.
   Del expolio de nuestro valle se podría escribir largo y tendido. Durante toda la ocupación  de Valladolid, las tropas francesas habían recorrido los pueblos del Valle exigiendo y rapiñando dineros y comida, para alimentar los destacamentos acantonados en la Ciudad. Bien es verdad que algunos guerrilleros como el conocido Saornil solían esperarlos emboscados a la entrada de la ciudad para arrebatarles  lo que ellos habían robado. Olmos, por ejemplo, tuvo que enajenar muchos terrenos del ayuntamiento para sufragar los cuantiosos gastos ocasionados por las tropas invasoras mandadas por el mariscal Kellermann. En Piña de Esgueva saquearon, además de otras muchas casas, el Pósito Real y el Pósito Pío; el Pósito Real era un almacén de cereales, administrado por la autoridad municipal, que servía para prestar grano a los vecinos, en condiciones favorables, siempre que fuera necesario; y el Pósito Pío pertenecía a la Iglesia y tenía fines benéficos y caritativos hacia las personas más pobres y necesitadas.
    La villa de Esguevillas de Esgueva, sufrió mucho con la invasión francesa. Como además por sus campos habían pasado guerrilleros como El Empecinado, ya había sido asaltada, como castigo, duramente en el año 1810. Ahora, dos años después, el saqueo fue mayor, se incendiaron casas, se robaron sus paneras y ganados, se quemaron sus campos, se vacío por completo el Real Afolí  que había servido para suministrar sal a bastantes pueblos del Cerrato y comarca de Peñafiel, y por último  se mató a muchos de sus habitantes. Tan grande fue la masacre que D. José Flores López, alcalde constitucional en 1813, hace constar que fue necesario enajenar muchos bienes y terrenos concejiles para paliar, dentro de lo posible, los destrozos que, junto con las pérdidas humanas habían causado las tropas napoleónicas en las casas y haciendas de Esguevillas de Esgueva.  
    De esta forma fueron marchando, las tropas invasoras del Mariscal Marmont, valle arriba, devastando uno a uno todos los pueblos de nuestro querido Valle Esgueva. En algunos lugares los habitantes escondían sus dineros y alhajas  y las gentes piadosas enterraban o emparedaban algunas de sus imágenes y vasos sagrados más valiosos; pero ocurrió que, como algunas veces estas personas fueron asesinadas, estos pequeños tesoros quedaron en el olvido. Después de muchos años algunos de estos han vuelto a ver la luz al realizarse obras en viejos edificios o iglesias. En el año 1970, estando realizando obras de restauración en la iglesia de Amusquillo de Esgueva, los hermanos albañiles de Esguevillas Andrés y Fermín Samaniego, apareció emparedada la imagen de su santo patrón, San Esteban Protomártir. Se trata de una valiosa imagen del siglo XIII, que había permanecido oculta en la oscuridad de su pequeño habitáculo durante más de siglo y medio. ¿Sería esta invasión la causa por la que los fieles cristianos de Amusquillo emparedaron a su Patrón?; nadie lo sabe, lo cierto es que ahora San Esteban, después de su largo cautiverio en la oscuridad de la pared, preside el lugar de honor del magnífico retablo de Amusquillo de Esgueva.
     Gracias a Dios este paso se hizo en breves días, pues se tiene constancia escrita de que el día uno de agosto el mariscal Marmont había instalado su cuartel general en Encinas de Esgueva,  para poco después,  evacuando Roa, Aranda y Lerma dirigirse hacia Burgos, donde esperaba encontrarse con el rey intruso (así llamaban los españoles a José I hermano de Napoleón) que había abandonado Madrid.
    Juan Martín Díez mientras tanto había pasado varios meses hostigando, con un gran ejército, a los franceses en las cercanías de la capital de España, no dejando salir ni entrar víveres, refuerzos o correos; convirtiendo las tierras aledañas a Madrid en un verdadero infierno para los franceses, y tentado estuvo de entrar con sus tropas en la ciudad en busca del rey galo, pero enterado de la gran victoria lograda en Arapiles se mantuvo expectante a la espera de órdenes de la Junta Central.
    Después de la mencionada batalla el día 22 de julio de 1812, José I Bonaparte junto con su séquito y multitud de españoles afrancesados, tuvieron que abandonar Madrid, pues sabían que Wellington había tomado Valladolid el día 30 de julio y avanzaba imparable hacia la capital de España que estaba rodeada de un ejército  de guerrilleros. La corte del rey francés quería llegar a Burgos para encontrarse con el ejército del mariscal Marmont que se había replegado siguiendo el curso del río Esgueva.
    El día 12 de agosto el ejército anglo-hispano-luso entró en Madrid, donde sus habitantes, famélicos por la hambruna pasada, les vitorearon y ovacionaron con todas las fuerzas que el hambre y el sufrimiento les había dejado en sus cuerpos; las campanas de todos los templos de la Villa repicaron a gloria y todo el mundo desde el más anciano al más niño, se aprestaron a ver el pomposo desfile que, al caer la tarde, se iba a celebrar. En este desfile también participaron los temibles guerrilleros castellanos con su jefe “El Empecinado” a la cabeza de todos ellos, y mucho más vitoreado y agasajado que los generales Wellington, Álava y Conde de Amarante que desfilaban al frente de las tropas regulares. Juan Martín Díez fue el gran ídolo ovacionado aquel día 12 del mes de agosto de 1812.
  En medio de aquella alegría por la liberación, se hizo saber, por orden de los generales vencedores, a todas las autoridades de Madrid que el nuevo gobierno de la ciudad, se formaría según las directrices de la Constitución Española que se había promulgado en Cádiz el día 19 de marzo de 1812. En España se empezaba a respirar aires de libertad y Napoleón empezaba a darse cuenta del gran error que había supuesto para él invadir de aquella forma traidora nuestra Patria.
    Con la toma de Madrid aún no había terminado aquella guerra salvaje que estaba desangrando nuestra nación. Durante los meses de marzo y abril de 1813, los hijos de Castrillo de Duero, los temibles y heroicos empecinados capitaneados por Juan Martín Díez, siguieron luchando y derrotando a cuantas tropas francesas se ponían por delante. En Talamanca de Jarama, su hermano Antonio Martín derrotó a un gran número de franceses en una lucha en la que se llegó al cuerpo a cuerpo; y Juan Martín dio, el 22 de mayo, la batalla definitiva para liberar Alcalá de Henares, en los barrancos de Zulema y Villalvilla. Fue tan importante aquella victoria que en Alcalá se levantó una estatua al Empecinado.

FIN DE LA GUERRA

       Después de la liberación de Madrid el inglés Duque de Wellington fue nombrado General en Jefe de los ejércitos aliados que luchaban en España contra los franceses. El brillante sol del que presumía Napoleón, ya se empezaba a eclipsar en nuestro País y  las tropas imperiales se batían en retirada, primero hacia Burgos y después hacia Vitoria donde esperaban hacerse fuertes y comenzar un gran contraataque. Pero nuestros ejércitos, comandados por Wellington, empujaban imparables a los invasores, e infringieron a las fuerzas napoleónicas una gran derrota, el 21 de junio de 1813, en la batalla de Vitoria. Tan importante fue esta victoria española que el rey “Intruso” José I, a quien los españoles apodaban Pepe Botella, tuvo que montar precipitadamente en su caballo y, olvidando sus tesoros e incluso su espada y sello real, huyó como alma que persigue el diablo al otro lado de los Pirineos.
    José I Bonaparte, pretendía llevarse a Francia un gran tesoro en dinero y obras de arte, entre las que figuraban cuadros de Velázquez, Rafael, Murillo y otros grandes pintores de categoría mundial. Muchos de estos cuadros fueron devueltos a España por Wellington, aunque Fernando VII, que por entonces los españoles le llamaban “El Deseado”, le regaló 83 de estos magníficos lienzos que aún pueden verse en el Wellington Museum de Londres; y es que de nuestra España “todos los gatos se llevaban carne en las uñas”.
    Napoleón dio por perdida esta guerra y Europa entera respiró un poco más tranquila al ver que el “temible corso” también podía ser vencido.
    El 11 de diciembre de 1813 Napoleón, en el Tratado de Valençay, devolvió la corona de España y de las Indias a Fernando VII, exigiendo en dicho tratado que se perdonase a todos los “afrancesados” (españoles traidores que habían apoyado a los franceses) y se soltase a todos los prisioneros que había en suelo español. Pero como buen estratega, hasta que no se cumplieron estas condiciones, no soltó al rey de España; al cual dejó en libertad el día 13 de marzo de 1814, cuando ya los ejércitos aliados habían invadido el sur de Francia.   
Fernando VII (Cuadro de Goya)
    La España que se encontró Fernando VII a su regreso, era una España devastada por la guerra, con ciudades y pueblos semidestruidos, con sus arcas depauperadas y con la falta de muchos de sus tesoros artísticos, que habían sido expoliados por las tropas invasoras. Su población había disminuido notablemente, ya que, según los historiadores, de una población de apenas 11 millones de habitantes murieron, entre soldados y civiles, la tremenda suma de 600.000 españoles, dejando sus campos sin mano de obra joven para trabajarlos. En esta situación, la pobreza trajo a nuestros pueblos el hambre y las enfermedades, algunas tan temibles como el tifus y el cólera.
    A pesar de esta situación tan angustiosa, el rey Fernando VII fue recibido con todo el entusiasmo y alegría, por parte de un pueblo que había sido capaz de olvidar la traición que, él y su padre, habían causado a  España en las Abdicaciones de Bayona. Allí habían entregado la corona de España y sus posesiones a Napoleón, para que se la regalara a su hermano José I. Sin embargo los españoles habían sido capaces de sufrir, luchar y morir por su Patria y por su Rey, al cual la historia le llamó “El Deseado”.
    El rey Fernando VII llegó a España y entre sus muchos actos llamó a su presencia a Juan Martín Díez y le nombró Mariscal de Campo reconociéndole el derecho a firmar de forma oficial con su apodo de “El Empecinado”, haciendo que aquel mote se convirtiera en un autentico blasón, digno de orgullo, para él, para sus descendientes y para todos los habitantes de Castrillo de Duero.

UN REY FELÓN Y UN HÉROE VILIPENDIADO

    Pronto se le olvidó a Fernando VII el sacrificio de las españoles, pronto olvidó que miles de personas habían luchado y muerto por su causa, pronto olvidó que el gran nexo de unión de todos los españoles, había sido la Constitución de 1812 promulgada en Cádiz. Y así, despreciando todo este sacrificio, este rey que la Patria nunca mereció tener, apenas pisó en España, mediante un real decreto, disolvió la Constitución el día 4 de mayo de 1814 y restableció el absolutismo.
    Fernando VII aconsejado por algunos militares y por afrancesados perdonados, disolvió la “División Empecinada”, que era defensora de la constitución, empezó a perseguir a todos aquellos que consideraba enemigos de la monarquía y Juan Martín recientemente ascendido a mariscal, fue desterrado a Valladolid. Pero no se puede sujetar a un león cuando se le provoca, y “El León del Duero”, el hijo de Castrillo de Duero, era mucho enemigo para permanecer humillado mucho tiempo. Por eso cuando parte del pueblo español, acaudillado por el Teniente Coronel Riego, se levantó en armas en defensa de la constitución, El Empecinado se unió al levantamiento el día 1 de enero de 1820.
    España, como tristemente ha ocurrido muchas veces a lo largo de su historia, se enzarzó en una guerra civil que restauró la constitución durante  tres años, en la cual los españoles, unos a favor del Rey y otros a favor de la Constitución, se mataron unos contra otros en una lucha feroz. El propio Empecinado tuvo que enfrentarse a celebres guerrilleros que, habiendo sido sus amigos,  esta vez luchaban a favor de Fernando VII; entre ellos el célebre clérigo Jerónimo Merino conocido por todos como “El Cura Merino”.
    El rápido apoyo al levantamiento en la mayor parte del territorio español, hizo que el Rey acatase y jurase la Constitución el día 18 de marzo en Madrid. Él juró la constitución por miedo al levantamiento y para ganar tiempo ya que nunca creyó en ella y su deseo oculto fue siempre volver al absolutismo (poder absoluto del rey). Fernando VII hizo que los defensores de la constitución se confiasen y así, la Junta Central, nombró al Empecinado Gobernador Militar de Zamora; cargo que le permitió vivir bastante tranquilo alejado de los campos de batalla. Mientras tanto el Rey Deseado que ya era apodado Rey Felón, había pedido ayuda a la Triple Alianza, formada por Austria, Rusia y Prusia y que se habían comprometido a mantener las monarquías europeas, en contra de las ideas liberales surgidas después de la Revolución Francesa.
    Por estas fechas, el Rey mandó una delegación suya a parlamentar con Juan Martín Díez, para atraerlo hacia su causa, pues Fernando VII sabía que El Empecinado era persona muy conocida y respetada por el pueblo español, y le quería tener a su lado como aliado y no enfrente como enemigo. Aquella delegación le propuso que el Rey se comprometía a concederle un título nobiliario (Conde de Burgos)y una suma en dinero de un millón de reales. Juan Martín escuchó con atención la oferta y después, sin dudar un solo instante contestó: “Digan ustedes al Rey que si no quería la Constitución, que no la hubiera jurado; que El Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a su juramento”. Después despidió la delegación con cajas destempladas.
    El rey recibió aquella respuesta como quien recibe una bofetada en pleno rostro y el odio que desde aquel momento anidó en su rencoroso corazón, le llevó a tomar toda clase de medidas contra aquel celebérrimo héroe español.
    Fernando VII aguanto como rey constitucional hasta que en abril de 1823, Francia decide hacer caso al rey español y manda un formidable ejército para ayudarle a restituir el absolutismo. Este ejército, conocido como “Los Cien Mil Hijos de San Luis”, bajo el mando de Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema,  cruzó los Pirineos y, sorprendiendo al ejército defensor de la constitución, le hizo retroceder rápidamente hacia el sur de España. En su avance se le unieron miles de partidarios de Fernando VII y todos los traidores afrancesados que con él habían vuelto de Francia, haciendo que los liberales, defensores de la constitución que había nacido en Cádiz, retrocedieran hasta Sevilla y desde allí a Cádiz, llevándose como rehén al propio Rey.
    De nada les sirvió a los constitucionalistas, en esta ocasión, las defensas de la ciudad de Cádiz, las muy superiores fuerzas  atacantes, ahogaron y dieron muerte con su victoria a la constitución, en la misma ciudad donde había nacido; y el Rey Felón que la había jurado con aquella frase tan bonita pero tan falsa en sus labios de “Marchemos todos juntos y yo el primero por la senda constitucional”, fue liberado.
    Juan Martín Díez “El Empecinado”, había vuelto a empuñar su sable, había montado en su caballo y rugiendo como un león, intentó reorganizar un ejército para tomar la ciudad de Zamora de la que él había sido gobernador, pero los vecinos de la Ciudad ayudaron a las tropas realistas y le salieron al paso en el arrabal de San Frontis. Juan Martín ya no contaba con sus ejercito de guerrilleros, ya no contaba con su manada de leones que sabían luchar y morir a su lado sin dar nunca un paso atrás, y esta vez le tocó perder y retirarse hacia Morales perseguido por una columna realista capitaneada por El Cura Merino, antes amigo suyo contra Napoleón y ahora enemigo en esta guerra civil entre españoles.
    Sabiendo El Empecinado que todo estaba perdido, que Cádiz había caído en manos de los Cien Mil Hijos de San Luis, que el Rey estaba en libertad y había decretado una cruel persecución a todos los defensores de la constitución, pasó la frontera de Portugal con unos cuantos hombres de su escolta y se refugió en el país vecino a la espera de acontecimientos.
    El Rey no sabía cómo apresar a Juan Martín ya que éste había cruzado la frontera del país vecino. Mientras tanto el general Rafael de Riego, jefe indiscutible de los constitucionalistas, fue apresado, llevado a Madrid  y después de ser martirizado cruelmente, ahorcado en la Plaza de la Cebada ante todo el pueblo madrileño.
    Fernando VII de Borbón, el rey sin palabra y sin honor, había prometido amnistía hacia los defensores de la constitución, pero los compromisos de este Rey estaban hechos para no ser cumplidos; por eso volvió a abolir la constitución y ordenó represalias tan crueles y despiadadas, que hicieron que más de 30.000 españoles, que pensaban diferente a él pero que habían luchado por él contra Napoleón, fueran perseguidos y ejecutados durante unos años que los historiadores calificaron como la “década ominosa”.
    Había que capturar a Juan Martín Díez a toda costa y para ello, se le ocurrió, el día 1 de mayo de 1824,  decretar solemnemente una amnistía  hacia  los huidos o escondidos. Muchos de estos huidos, si tenían medios para poder vivir, se habían exiliado a Londres, entre ellos estaban lo mejor de los intelectuales españoles que, enterados del real decreto, no quisieron venir por no creer las falsas palabras del Rey, y se quedaron allí sobrellevando una vida, la mayoría de ellos, muy precaria.   
    El Empecinado pidió permiso, directamente al Rey, para regresar a España sin peligro y le fue concedido. Pero Fernando VII había ya tomado la decisión de llevar a cabo su venganza en él y ordenó que se espiase su regreso a la Patria sin levantar sospechas.
    Juan Martín Díez, cruzó la frontera lusa con sesenta hombres que le habían seguido fielmente, pues los demás le habían ido abandonando poco a poco como abandonan las ratas el barco que se empieza a hundir. Caminó por tierras castellanas y haciendo un alto en el camino,  dijo a sus hombres:
   -Gracias a todos por haber sido fieles a España y a mí. Militarmente ya nada hay que se pueda hacer y conmigo  corréis más peligro que si me dejáis y marcháis a vuestras casas. Yo me fiaré una vez más de este Rey sin palabra y marcharé hacia la mía.
    Ninguno de aquellos aguerridos hombres  se mueve, ni siquiera se miran entre ellos, todos están seguros de su fidelidad y después de un breve pero elocuente silencio, todos le juran lealtad hasta el final.
  ¡¡¡Ay Empecinado!!!, ¿No sabes que España es una nación de grandes héroes pero también de grandes traidores?. ¿No recuerdas Empecinado, que siglo y medio antes de Cristo, Viriato fue otro gran guerrillero como tú y, por dinero y honores, Audax, Ditalco y Minuro, hombres de su confianza, le asesinaron. ¿ No recuerdas Empecinado, que Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, el más grande y fiel guerrero de Castilla, también fue envidiado y desterrado por su propio rey Alfonso VI?. ¿No sabes Empecinado, que la envidia es un pecado muy arraigado en España, y a ti te tienen mucha envidia por la fama que has ganado con tu valor?. ¿No sabes Empecinado, que los caudillos comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado, que tu tanto admiras y que tanto lucharon contra la tiranía, también fueron condenados a muerte por su rey Carlos I ?. ¿No te das cuenta Empecinado que, cuando pasas por los pueblos y ciudades que antes te vitoreaban, ahora sus habitantes te vuelven la espalda o te lanzan torvas miradas?. ¡¡¡Ay Empecinado!!!, ¿no será que estás caminando hacia la muerte y no te quieres dar cuenta de ello?.
    Juan Martín Díez, sabía muchas de estas cosas y las iba digiriendo y  dando vueltas en su cabeza pero, era tanto el amor por su Patria, era tanta la nostalgia que sentía por su Castrillo de Duero natal, que una fuerza interior le impulsaba a cabalgar remontando el valle  del río Duero, testigo de su primera hazaña contra los gabachos invasores.
    En la segunda quincena del mes de noviembre de 1823, los días en Castilla eran cortos y fríos; el minúsculo grupo de jinetes cabalgaba en silencio envueltos sus cuerpos en gruesos capotes y calados sus gorros hasta las cejas, y a la hora en que el sol se ponía, aquel frío 21 de noviembre, ya estaban cerca de Olmos de Peñafiel. La niebla húmeda les calaba las ropas y el Empecinado decidió pasar la noche en el Pueblo, ya que allí vivía un labrador llamado Gabriel Díez  que era primo de su Madre.
   -Ya estamos cerca de tu casa. Le dijo en voz queda uno de sus hombres.
   -Sí, pero la noche está muy fría y los hombres y caballos cansados. Hoy descansaremos en Olmos y mañana, si Dios quiere, llegaremos a mi casa de campo donde hay sitio para descansar todos de este largo viaje. 
   -¿Qué haremos después?.
   -Sólo Dios lo sabe, disolveremos el grupo y cada uno marchará con su familia o  donde quiera. Yo iré a Castrillo con mi madre a la que tengo ganas de estrechar entre mis brazos.
    En esto, la pequeña comitiva entro en Olmos de Peñafiel ya cerrada la noche y el Empecinado llamó en la casa de su pariente Gabriel.
    -¿Hay posada para un exiliado?
    -Antes de ser exiliado eres un héroe de la Patria y además mi familia. Pasad que en mi casa sois bien recibidos.
    Gabriel y su esposa prepararon diligentemente alojamiento para todos, en su casa y en casa de otros amigos; más tarde el Empecinado, después de cenar en la grata compañía de aquel matrimonio, se retiró a su aposento para descansar. Él no sabía que aquella sería la última noche de su vida que iba a dormir en una cama confortable.
    Aún no habían cantado los gallos de la madrugada de aquel día 22 de noviembre, cuando a Juan Martín Díez le sobresaltaron voces y ruido de caballos en la calle; también se oían gritos dentro de la casa y cuando, despierto ya, saltó del lecho en busca de sus armas, vio su habitación llena de soldados apuntándole con sus fusiles.
   -¿Qué hacéis miserables?, tengo permiso directo del Rey para volver a mis tierras.
   -Tu irás donde te llevemos. Le contestó un agresivo absolutista.
   -¿De quién recibís órdenes?.
   -Del Corregidor de Roa. Él es quien nos ha dado las órdenes y a él te llevaremos.
    Sin apenas dejarle vestir, le pusieron unos grilletes y a empujones le sacaron a la  calle, donde pudo ver aunque aún era de noche a sus hombres, también semidesnudos y maniatados. 

   -Nos han traicionado, les dijo, el Rey me ha tendido una trampa y en ella habéis caído todos vosotros por haberme sido fieles.

    Los soldados los ataron unos a otros haciéndoles caminar en hilera formando una cuerda de presos, a la cabeza de la cual caminaba erguido Juan Martín Díez. Iban semidesnudos aunque la temperatura era fría, pero ninguno de ellos se quejaba. Cuando llegaron a Nava de Roa el sol lucía alto y aunque era noviembre calentó un poco los ateridos y doloridos cuerpos de los presos. Allí delante de los habitantes del pueblo, fueron despojados de las pocas pertenecías que aún les quedaban y llevados a la cárcel en espera del nuevo día.

    Al día siguiente llegó a Nava de Roa Gregorio González Arranz, alcalde de Roa y enconado enemigo del Empecinado desde hacía mucho tiempo; y después de dirigirle algunas palabras que destilaban ponzoña, ordenó que Juan Martín fuera atado con una soga a su caballo, para vanagloriarse de ser él quien le llevara cautivo a la cárcel de Roa. Después ordenó que se informase a todas las localidades cercanas de que el Empecinado y sus secuaces habían sido apresados; y así de esta manera, humillado el mejor guerrillero de España, caminó zaherido y maltratado hasta Roa, atado con gruesas cadenas y humillado por todos.



Monumento al EMPECINADO encadenado en Roa
Obra  de José Ignacio Ruiz
  
    Más tarde fue llevado a la cárcel y en una oscura y hedionda celda permaneció Juan Martín Díez  cerca de dos años, sufriendo insultos y vejaciones así como malos tratos físicos; entre otros, una precaria y miserable alimentación para debilitar su poderosa anatomía.

    Tan grande era el rencor de aquel bárbaro corregidor, que ordenó que los días de mercado se sacara al Empecinado, dentro de una jaula con barrotes de hierro, para que fuera objeto de burlas e insultos y que los chiquillos y algunas personas ruines le arrojaran basuras de animales y todo tipo de verduras podridas.

    ¡¡¡Cuánto sufrió El Empecinado en Roa!!!, ¡¡¡Cuantos pensamientos se le vendrían a la mente!!!. Acaso pensó, ¿no es esta la Villa que yo liberé de los franceses exponiendo mi vida y las vidas de mis hombres?. Y haciendo caso omiso a los insultos y objetos que le arrojaban, recordó como una noche, juntando sus guerrilleros a los del Cura Merino, asaltaron Roa de Duero a sangre y cuchillo, causando incontables muertos entre la guarnición francesa. Recordó como al amanecer de aquel día de lucha, sangre y gloria, los habitantes de Roa le vitoreaban y aplaudían como su héroe libertador. Y ahora, ¿qué había sido de tanta gloria?, ¿dónde estaban todos aquellos que le vitorearon como su paladín?. ¡¡¡Ay Empecinado!!!, ¿no sabes que la fama y la gloria, es como la belleza de una flor?. Si Empecinado, el mismo sol que, con la aurora, le da la vida y hace brillar su belleza, la abrasa y mata en apenas lo que dura un fugaz día.

    Se hizo tan conocido el maltrato dado a tan insigne héroe de la Independencia, que la noticia llegó al otro lado de nuestras fronteras, y este obsceno y cruel proceder con un héroe de la Patria llegó a Inglaterra que, a través de su embajador, hizo gestiones para que Juan Martín fuera trasladado a Valladolid para ser juzgado más justamente. Sin embargo el muy cobarde Alcalde de Roa, se opuso ya que alegó que tenía órdenes directas y secretas del Rey para que fuera juzgado allí y ajusticiado y que tales órdenes le habían llegado a través del ministro Calomarde.

    Ni a los habitantes de Roa y a nadie en aquella España que él había regado con su sangre, se les ocurrió levantar un dedo a su favor; solamente Catalina Díez, su madre, ella sí que rogó, lloró, imploró y luchó por su hijo hasta el final. Ella habría dado su vida y cien vidas que hubiera tenido por él, y es que ¿hay alguna madre que no defienda a su hijo hasta las últimas consecuencias?. Catalina Díez llegó a escribir al propio Rey y llegó a decirle que si Él no hubiera abandonado su trono vendiéndolo a Napoleón, su hijo habría estado junto a ella hasta poder cerrarle los ojos el día de su muerte; en cambio para poder rescatar a su Rey de las garras del Emperador de Francia, su hijo había cogido las armas y había regado los campos de batalla con su sangre y la de sus hermanos. Pero el Rey, aquel rey felón que entonces reinaba en España, nunca hizo caso a aquellos ruegos de una madre desgarrada por el dolor.

    Por fin, el juicio o mejor dicho la pantomima de juicio, se celebró en Roa y Juan Martín Díez “El EMPECINADO”, fue condenado a morir en la horca como un vulgar delincuente.

   -¿No hay balas en España para fusilar a un General del ejército?. Gritó alto y claro Juan Martín.

  Ante el silencio de los jueces, supo El Empecinado que no había nada que hacer, y resignado se dejó conducir al calabozo en espera de su segura muerte. Aquel rey tan deseado por él y por todos los españoles, le había vuelto la espalda; el rey “Deseado” se había convertido en un rey “Felón”.

    Por fin, el día 20 de agosto de 1825 (en algún tratado se habla del día 19), por la tarde y bajo un sol de justicia, se presentaron en la cárcel para llevar al Empecinado al patíbulo. El número de soldados realistas que le escoltan es numerosísimo, lleva puestos unos grilletes en sus muñecas y para más indignidad le suben en un jumento flaco y desorejado que era la mayor deshonra que a un héroe se le podía hacer. De las gentes de Roa, la mayoría le gritan e insultan, algunos pocos bajan las cabezas tapando los rostros con sus sombreros, avergonzados de tal infamia. Delante de la escolta un alguacil va pregonando en alta voz: “Esta es la justicia que el Rey, nuestro Señor, manda hacer con este traidor, por haberse rebelado contra su  Patria y su Rey...” y seguía relatando crímenes y falsedades sin número.



Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción (Roa)
   
    Al llegar a la plaza donde se alzaba el cadalso, delante de la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción, Juan Martín Díez parece despertar de su letargo, levanta iracundo la cabeza, da un rugido aterrador y, haciendo gala de su fuerza sobrehumana, salta del burro y rompe los grilletes que atenazaban sus muñecas. Después intenta coger el sable al capitán de la guardia y, al no conseguirlo, se lanza contra los soldados derribando a muchos de ellos con sólo sus puños. Ha visto abiertas las puertas de la Colegiata y sabe que si puede llegar a ella y entrar, se acogerá a sagrado y el Rey poco o nada podrá hacer contra él.

    No era una escolta normal, los soldados eran cientos y estaban bien advertidos; cayeron sobre él como la manada de hienas cae sobre el viejo león solitario y alguna de las bayonetas, de aquellas hienas traidoras, atravesó aquella carne ya de por si  llena de gloriosas cicatrices. Lo sujetaron y, herido como estaba, le envolvieron el cuerpo con una gruesa maroma, llevándolo arrastras hasta lo alto del estrado; después sin que el Empecinado exhalara una sola queja le colgaron en presencia de todos.
   
    Pero la cruel venganza del Rey, secundada por el alcalde de Roa y el Corregidor Domingo Fuentenebro, no quedó en el ahorcamiento. Se obligó a pasar por debajo del muerto a todos los constitucionalistas que había presos en la Villa, para que les sirviera de advertencia y escarmiento, después se le enterró sin féretro en una fosa excavada en el cementerio y se le cubrió con piedras y tierra.

    La sentencia del Rey también llegó a los miembros de su familia y a todos sus allegados, embargando todos los bienes que tenía el Empecinado y haciendo pagar a los familiares todos los gastos que, su estancia en la cárcel, había ocasionado; es más, dice Moratinos descendiente en séptima generación del Empecinado, que hasta las maderas  de la horca tuvieron que ser pagadas por la familia. Después, El Rey Fernando VII, el gran felón, ordenó destruir todos los documentos relacionados con el juicio y que su nombre fuera borrado del Congreso y de todos los lugares oficiales. Quería hacer desaparecer de la historia el nombre de aquel héroe que tanto había luchado por él y por España, quería que el Empecinado desapareciera de la memoria de los castellanos como si, en vez de ser una realidad histórica, hubiera sido un mal sueño o una pesadilla nocturna que se desvanece con el nuevo día. Pero los héroes nunca mueren del todo, pues cada pueblo por donde pasó, cada lugar de la sierra donde él peleó, cada barranco o recodo de los caminos que él transitó, son páginas de su vida que cantan sus hazañas y su gloria.
   
     Castilla y España poco han hecho para recordar a este gran héroe y a su pueblo, Castrillo de Duero, que tantos hijos heroicos alumbró y que dieron su sangre en las tierras españolas contra los invasores franceses. Hoy los restos de Juan Martín Díez “El Empecinado” reposan  en un monumento dedicado a él en la avenida Fernán González de la ciudad de Burgos; digo reposan porque los huesos del Empecinado no descansarán en paz hasta que sean llevados a su Pueblo natal con todos los suyos.

    Viajero si alguna vez remontando el valle del río Botijas, llegas a Castrillo de Duero, pisa con veneración el pavimento de esas  calles que alumbraron tantos guerrilleros, y mira con admiración y respeto a sus gentes, pues son dignos descendientes de aquellos hombres que hicieron temblar a Napoleón luchando y muriendo por España.

M. Díez

    Bibliografía consultada:
La España de Fernando VII (Ramón M. Pidal)
Episodios Nacionales (Benito Pérez Galdós)
El Empecinado visto por un inglés. (Frederick Hardman)
Juan Martín Díez (Revista de Historia)
El Empecinado (Biblioteca Digital de Castilla y León)
Diferentes escritos sobre El Empecinado de (Ignacio Moratinos)
Un General guerrillero (Los Escritos de Herrera)
Juan Martín Díez (Legado Historia)    


   
   
   
   
   
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