FELIPE EL “Hermoso”
INSEPULTO Y VAGABUNDO POR CASTILLA
El amor es un estado del alma que hace que el
ser humano experimente unos sentimientos tan dispares en su esencia que, según
el momento y el individuo, hacen de la persona que lo profesa, un ángel o un
demonio, un rey o un villano, o lo que es peor, un ser feliz o el mayor de los
desgraciados. El amor puede elevar el alma enamorada al lugar más bello del
Paraíso o la puede hundir en el más lóbrego y profundo lugar del Averno. Por amor se puede perder el bienestar y la vida,
se puede perder la capacidad de decidir, se puede perder la honra y se puede
perder la cordura. Nuestra reina Juana I de Castilla, perdió todo lo antes
mencionado y además perdió la libertad y la corona de sus reinos, pues si bien
la historia la reconoció siempre como reina de Castilla, no es menos verdad que
estuvo recluida en Tordesillas, hasta su muerte después de 46 largos años de cautiverio. Y es que el
amor enfermizo de la reina Juana era tan grande que llegó más allá de la
muerte, manteniendo insepulto a su amado esposo en un amor “cuasi
necrófilo” durante 16 años, de los cuales, durante 2 años y medio convirtió a
su adorado Felipe en un cadáver errante por sendas, cañadas, páramos y valles
de nuestra amada Castilla.
La historia que aquí relato, quizás sabida
por muchos, es la historia de un amor real rayano en la locura. Es la historia
de una reina de Castilla que con su amor enfermizo, mantuvo a su difunto esposo
como un vagabundo en busca de la tumba donde reposar el sueño eterno de la
muerte. Es la historia del entierro más duradero que se ha conocido nunca y
cuya procesión mortuoria pasó, en el año 1.509, por nuestro querido valle del Esgueva y, por supuesto, por nuestro amado pueblo de Esguevillas de Esgueva.
Esta macabra pero bella historia de amor comienza
cuando el 17 de septiembre del año 1.506, se estaban celebrando grandes
festejos en la ciudad de Burgos en honor al nuevo rey de Castilla Felipe I el “Hermoso”, y ese día estaba
siendo agasajado por el prócer D. Juan
Manuel en el castillo fortaleza de Burgos, baluarte que dominaba la Ciudad. D. Felipe desafió a uno de los guardias de su
escolta, de procedencia vasca, a jugar un partido de pelota en el frontón del
mismo castillo. Rey y vasco jugaron con ahínco durante mucho tiempo, pues
ninguno de los dos se quería dar por vencido. Ganó al final el guardia vasco y
Felipe quedó totalmente empapado en sudor, hasta tal punto que no podía
articular bien las palabras y tan cansado que no pidió un vaso de agua sino un
pequeño cántaro de barro de los que contienen muy fresca el agua y, tomándolo a
pecho, bebió con tanta avidez que del primer trago lo dejó mediado. Después
siguió riendo y charlando mientras sudaba tan copiosamente que tenía que secar,
entre trago y trago, el abundante sudor con la manga de su jubón.
Al siguiente día, el 18 de septiembre le
sobrevino una gran fiebre, sin embargo él no lo dio importancia y siguió los
festejos y fiestas preparados para su agasajo, pero la “parca” ya había anidado en su cuerpo. El día 20 cayó en cama y su
cuello se llenó de hinchazones y en su cuerpo apareció una gran erupción
parecida a la viruela. Se llamó a los mejores médicos, entre otros al eminente
galeno milanés Ludovico Mirlo; pero
la muerte aferrada a aquel joven cuerpo de 28 años, no quería soltar su presa y
el rey se debilitaba por momentos. La reina Juana no se separa de su cabecera,
le habla con mimo, le acaricia y ella misma le da de comer y beber, probando la
comida, la bebida y los medicamentos que le dan, por miedo a que quisieran
envenenarlo. No siente repugnancia ante las manchas oscuras y pestilentes que
llenan el cuerpo de su amado, ni ante los vómitos y diarreas que tiene y, es
más, no teme en arriesgar su vida ni la de la criatura que lleva en sus
entrañas. Juana es la viva imagen de la esposa abnegada y enamorada más perfecta que
nos podemos imaginar, una mujer casada para lo bueno y para lo malo, en la
salud y en la enfermedad y cuyo ánimo no desfalleció ni aún después de muerto
su marido.
El 25 de septiembre de 1.506 a las dos de
la tarde murió el rey Felipe en la Casa del Cordón de Burgos y la reina Juana
quedó petrificada, no echó ni una sola lágrima pero su corazón se cerró como un cofre, guardando
en su interior, cual si de un preciado tesoro se tratase, aquel enorme amor hacia su esposo. Amor
profundo que ya no liberó jamás.
Callad, no vayáis a
derpertarlo. (L. Vallés) Museo del Prado.
La infeliz Reina guardaba con extremado
celo la alcoba de su esposo y mandaba callar, evitando lamentaciones y llantos, a todos los presentes para que el Rey no se despertase; sin querer reconocer
que ya había muerto.
Al día siguiente de su óbito se trabajó en
su cuerpo para el embalsamamiento, haciendo en él, según relata Pedro Mártir de Anglería que estaba
presente, una verdadera carnicería: “Se abrió el cráneo y se extrajo la masa
encefálica, el corazón se colocó en un pequeño cofre de oro para enviarlo a
Flandes, todas las vísceras fueron quemadas, se exprimieron sus miembros para
extraerle la sangre y por último rellenaron su cuerpo con bálsamos y materiales
perfumados mezclados con cal viva”. Se colocó el cuerpo en un ataúd de plomo
dentro de otro de madera y fue llevado a hombros por la nobleza hasta la
catedral de Burgos, donde se celebraron los funerales con la mayor pompa
imaginable. Después con todo el séquito de la nobleza castellana y borgoñesa
fue trasladado al cercano monasterio "Cartuja de Miraflores" donde fue depositado en una estancia privada, ya
que él había testado que quería ser enterrado en Granada.
UNA REINA
DESAMPARADA Y UNA CASTILLA A LA DERIVA
¿Qué ocurrió aquellos
días inmediatos a la muerte de Felipe el “Hermoso”?, pues ocurrió que Burgos se
convirtió en un avispero de nobles y
poderosos que, conscientes del estado mental y anímico de la Reina, querían
sacar tajada en provecho propio. Aquella nube tormentosa de nobles y poderosos
amenazaba con desencadenar una gran tempestad, y de no haber sido por el
entonces arzobispo Francisco Jiménez de
Cisneros, aquella tempestad habría hecho zozobrar la, en aquellos días,
frágil nave de nuestra querida Castilla. Cisneros que se había presentado en
Burgos con un séquito de soldados que formaban un pequeño ejército, más
poderoso que las mesnadas que también aquellos nobles tenían, aplacó los ánimos
y se autonombró regente de Castilla hasta la venida del padre de la Reina al
que él, sin consultar con nadie, había escrito.
Fernando
el Católico estaba en Nápoles y tardaría mucho en llegar, por eso Cisneros
tuvo que ser duro para mantener la paz en Burgos entre los Grandes de Castilla
y los ambiciosos flamencos que sólo pensaban en el robo y pillaje. Publicó un
edicto que fue expuesto en toda la ciudad, el cual decía así: “Todo el que circule armado por las calles burgalesas sufrirá pena de
azotes, quien saque una daga perderá la mano y quien derrame una sola gota de
sangre será ajusticiado en aquel mismo lugar”.
Mientras Cisneros se esforzaba en mantener
el orden en aquel caos, ¿Qué hacía la reina Juana?. La Reina, desconsolada,
triste y desvalida, iba todos los días
hasta la Cartuja de Miraflores, se postraba junto al féretro del amor de su
vida, del que había tenido 5 hijos y otro más que ya palpitaba en su seno, y
allí se pasaba las horas muertas con la mirada fija en el ataúd. Su mente estaba tan ausente que ni siquiera oía
los maravillosos cantos gregorianos que, los seguidores de “San Bruno”, entonaban en aquella maravillosa iglesia. Iglesia que
ya cobijaba el gran sepulcro, obra de Gil
de Siloé, donde reposaban los restos mortales de su abuela Isabel de Portugal y su esposo Juan
II de Castilla. Por cierto aquella abuela suya allí enterrada, también se decía que había enloquecido por
amor.
Cuando Juana creía prudente y siempre
dominada por un dolor cuasi infinito, abandonaba el monasterio, y se podía ver
su enlutada figura descendiendo hasta la ciudad para refugiar su dolor en la
Casa del Cordón.
Sepulcro de Juan II de Castilla e Isabel de Portugal. (Gil de Siloé)
Así un día tras otro fueron pasando
aquellas dolorosas fechas en que la reina Juana, perfectamente enlutada,
visitaba diariamente a su amado esposo, no teniendo en su cabeza otros
pensamientos que velar sus despojos y mantener vivo el recuerdo de su gran amor.
A mediados de diciembre de un invierno tan
frío como fría había quedado su mente, una idea surge en su cabeza. Comunica a
todos su deseo de trasladar el cuerpo de Felipe a Granada, para que allí
pudiera descansar como él mismo había deseado. Los prelados no están de acuerdo
ya que un cuerpo muerto no podía ser trasladado hasta después de seis meses; pero
ella no se doblega y desconfiando que el cuerpo del difunto rey hubiera sido
robado, convoca a los obispos de Jaén, Málaga y Mondoñedo, a los embajadores
del Papa y a otros nobles importantes y manda que sea abierto el ataúd para que
certifiquen que aquel que allí está, es verdaderamente su difunto esposo. Ellos
certificaron que sí que era y así el día 20 de diciembre, prácticamente en
vísperas de navidad, sale el fúnebre cortejo con objeto de trasladar el cadáver
de Felipe el Hermoso a la ciudad de Granada.
Son muchos los escritos y autores como J. Albarellos y Miguel A. Zalama que
relatan este largo y macabro viaje, y también son muy contradictorios en las
etapas que se siguieron. De todos ellos el que más detalles da es Pedro Mártir de Anglería que acompañó a
la Reina en tan largo recorrido, y aún así tiene muchas lagunas dejando muchos
puntos en blanco. Sin embargo tenemos un dato muy fiable en cuanto a las etapas
e itinerario que se siguió, pues la Real
Cabaña de Carreteros, después de estudiar concienzudamente aquel alucinante
viaje de amor o de locura, se propuso emular aquel real sepelio en los
tiempos y lugares recorridos, para llevar hasta Tordesillas una monumental
escultura tematizada de la reina Juana. Consiste, dicha obra, en un tronco de
pino de la época de la Reina y está tallado por el escultor Humberto Abad que quiere representar, de forma alegórica, el
torreón donde estuvo encarcelada la reina Juana durante casi 50 años. Siguiéndolos
a ellos y respetando las etapas por ellos marcadas, rememoraremos aquí aquel
histórico recorrido.
Escultura tematizada sobre la reina
Juana (Humberto Abad)
COMIENZA EL LARGO ENTIERRO
Juana, aquel frío día de diciembre,
organiza la fúnebre procesión para trasladar a su difunto esposo hasta la
ciudad del Darro. Son 700 kilómetros
pero no se arredra, Ella sabe que su madre Isabel muerta en Medina del
Campo también fue trasladada, por voluntad propia hasta la misma ciudad de
Granada, y Ella se cree con fuerzas para realizar el viaje y cumplir el deseo
de su esposo; además el largo viaje es un motivo añadido para permanecer más
tiempo a su lado.
Aquel domingo 20 de diciembre de 1.506
amaneció frío como fríos son los amaneceres de diciembre en nuestra
Castilla, con una niebla espesa que
mojaba las capas de monjes y caballeros y una escarcha que vestía de blanco los
desnudos árboles del camino. Pero la Reina firme en su propósito ordenó la
marcha: A la cabeza de aquella magna procesión iba un grupo de lanceros a
caballo, después el féretro del Rey, ricamente adornado con ricos ropajes bordados
con los escudos de los reinos de Castilla. Iba colocado sobre un carro tirado
por cuatro imponentes caballos frisones negros como la noche. Le seguía la
desconsolada Juana en una silla de mano y rodeada de un gran séquito de
cortesanos, soldados, clérigos cantado lúgubres misereres, y músicos tañendo
tristes melodías. Prácticamente toda la comitiva portaba hachones encendidos y
rezaba en voz queda largas oraciones por el alma del finado.
En la primera etapa, la climatología
invernal hizo que se detuvieran en el pequeño pueblecito de Cavia, donde Juana depósito el féretro
en la iglesia parroquial entre cuatro hachones encendidos y tras dejar una
fuerte vigilancia de soldados, buscó en la misma aldea donde descansar, pues no
olvidemos que a pesar de ser una mujer joven de 27 años, estaba embarazada de
siete meses y la inclemencia de aquellos días no era fácil de resistir.
Al día siguiente, lunes 21 de diciembre,
ordena reanudar la marcha y hace caminar a su séquito por caminos y cañadas
intransitables a causa de los hoyos y roderones que, por aquel entonces,
estaban llenos de agua y de barro. Después de dos días de penoso caminar y
pernoctando a cielo raso con crueles heladas, deja atrás las poblaciones de Celada del Camino y Presencio llegando a Torquemada el día 23 vísperas de la
Nochebuena del año 1.506. Allí las inclemencias del tiempo: con lluvias
torrenciales, frío intenso y caminos llenos de barrizales, hacen que la real
comitiva se detenga en esta población palentina.
De pronto Torquemada se convirtió en una
plaza fuerte con más soldados que habitantes. Allí llegaron los grandes de Castilla
con sus mesnadas, allí se reunieron multitud de prelados, nobles, diputados y
embajadores, intentando todos ellos adueñarse de la voluntad de una reina que
ellos creían débil y manejable. Tanto poder y tantos soldados conviviendo en un
lugar tan reducido, amenazaban con convertir Torquemada en un polvorín pronto a
explotar, y así habría sucedido si Cisneros no se hubiese presentado con mil
lanceros al mando de un enérgico capitán italiano. Cisneros con aquella energía
que le hacía siempre superar los momentos más difíciles, se hizo dueño de la
situación y ordenó a los nobles que abandonasen la Villa con todos sus hombres
de armas, e instalasen sus campamentos fuera.
La Reina hizo trasladar el féretro real,
revestido con todas las galas disponibles, ante el altar real de la iglesia
parroquial, colocándolo entre cuatro grandes hachones encendidos, uno en cada
esquina del féretro y muchas más luminarias de cera para alumbrar todos y cada
uno de los rincones de la iglesia. Además ordenó que se oficiaran servicios
fúnebres solemnes ininterrumpidamente de día y de noche mientras se
permaneciera en la Villa.
Interior de la iglesia de Sta. Eulalia
(Torquemada)
El espectáculo empezó a ser dantesco
cuando, pasados los primeros días, el humo de tantas velas y el olor del cuerpo
putrefacto de Felipe inundaba todo el ámbito del templo. Dice uno de aquellos
veladores obligados apellidado Conchillos
que, entre el humo de las velas y el hedor pestilente del cadáver, se había
creado una atmósfera tan irrespirable que, de no ser por las órdenes reales,
allí no habría quedado nadie.
Si la fama de la locura de Juana ya era
conocida por gran parte de la nobleza, en Torquemada esa fama se hizo popular.
Tan popular que, como suele ocurrir cuando las noticias corren de boca en boca,
se empezaron a contar historias exageradas y en muchos casos carentes de
verdad. Se empezó a correr entre la gente de la calle que la Reina estaba
celosa de que las mujeres se acercasen al féretro, o que Ella creía que su
marido estaba dormido y pronto despertaría, por lo que pasaba horas y horas a
su lado esperando ese momento. Y así paso a paso y día a día se fue haciendo
popular el calificativo de Loca.
Pasó la Navidad de aquel año de 1.506, y
fueron trascurriendo los días y las semanas hasta que el jueves día 14 de
febrero de 1.507 daba a luz sin ningún problema una hermosa niña, hija póstuma
de Felipe el Hermoso. El alumbramiento llenó de regocijo a las gentes de la
Villa, que celebraron con inmensa alegría aquel nacimiento de una niña de
extirpe real. La recién nacida fue bautizada en el mismo Torquemada por el arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros que le
puso por nombre Catalina.
La Reina se repuso del parto muy
rápidamente y con la visión de su hija y sabedora de la noticia de que su
padre, el rey Fernando el Católico,
venía desde Italia, los ánimos volvieron a anidar en su corazón. Tenía ganas de
que el apoyo paterno fuera decisivo para quitarse de encima aquella colmena de
nobles que continuamente la asediaban con sus pretensiones. Pero los hados no
eran propicios para la pobre Reina y si hasta ahora la fortuna le había vuelto
la espalda, en estos momentos los acontecimientos hicieron que la suerte mudara
a peor. La peste que ya se había
declarado en Burgos, hizo su aparición en la villa de Torquemada causando la
muerte de una camarera de la corte y de ocho hombres del séquito del Arzobispo.
A esto se añadió el incendio, no menor, que se produjo en la iglesia de Santa
Eulalia a causa de un accidente provocado por
tantos hachones como había para iluminar el templo.
El temor que produjo la terrible
enfermedad, hizo que Cisneros pensase que era necesario escapar de Torquemada
ya que la muerte de Juana en aquellas circunstancias hubiera sido un autentico
cataclismo para Castilla; pues su hijo Carlos, heredero de todos los reinos de
los Reyes Católicos, era todavía un niño de apenas siete años. Así el 30 de
abril, buscando un lugar poco poblado, aislado y limpio de la peste, el fúnebre cortejo
acompañado de aquel ejército de mojes y soldados armados hasta los dientes,
salió de Torquemada y cruzando el imponente puente que unía las dos orillas del
Pisuerga, se dirigió hacia el pueblecito
de Hornillos de Cerrato.
No pudo la real comitiva cubrir la distancia en una jornada, por lo que tuvieron que pernoctar a la intemperie en pleno páramo cerca del monasterio de Santa María de Belvis (hoy desaparecido). La reina Juana pensó en un principio hacer noche en dicho monasterio y oficiar allí los oficios fúnebres que celebraba todos los días por su esposo, pero al saber que aquel convento estaba habitado por monjas Agustinas, cambió de opinión y no permitió que la comitiva descansase en el monasterio. Esta decisión hizo que los rumores de locura fueran “in crescendo”, pues las lenguas viperinas aseguraban que la Reina estaba celosa de poner a su marido entre los muros de un monasterio de monjas que al fin y al cabo eran mujeres. Sin embargo hay historiadores, como Joseph Pérez, que afirman que aquella orden fue una decisión acertada, pues meter en un monasterio femenino a cientos de soldados avezados a las guerras y sin escrúpulos hacia las mujeres, fueran religiosas o no, habría supuesto un verdadero cataclismo. Fuera como fuere, lo cierto es que allí en pleno páramo, iluminados por cientos de hachones se celebraron los oficios y el velatorio correspondiente.
No pudo la real comitiva cubrir la distancia en una jornada, por lo que tuvieron que pernoctar a la intemperie en pleno páramo cerca del monasterio de Santa María de Belvis (hoy desaparecido). La reina Juana pensó en un principio hacer noche en dicho monasterio y oficiar allí los oficios fúnebres que celebraba todos los días por su esposo, pero al saber que aquel convento estaba habitado por monjas Agustinas, cambió de opinión y no permitió que la comitiva descansase en el monasterio. Esta decisión hizo que los rumores de locura fueran “in crescendo”, pues las lenguas viperinas aseguraban que la Reina estaba celosa de poner a su marido entre los muros de un monasterio de monjas que al fin y al cabo eran mujeres. Sin embargo hay historiadores, como Joseph Pérez, que afirman que aquella orden fue una decisión acertada, pues meter en un monasterio femenino a cientos de soldados avezados a las guerras y sin escrúpulos hacia las mujeres, fueran religiosas o no, habría supuesto un verdadero cataclismo. Fuera como fuere, lo cierto es que allí en pleno páramo, iluminados por cientos de hachones se celebraron los oficios y el velatorio correspondiente.
Cuadro de Francisco Pradilla (Museo del
Prado)
Aún era de noche cuando la Reina dio la
orden de ponerse en marcha y aquella innumerable procesión de clérigos, músicos
y soldados, hacía su entrada antes de
amanecer en el pequeño pueblecito de Hornillos
de Cerrato.
Era este lugar un pequeño pueblo en el que
muchos de sus habitantes se dedicaban a extraer cristal de yeso que en el
Cerrato llamamos “guingle” y que,
después de quemarlo en los pequeños hornos que dieron nombre al pueblo, fabricaban
uno de los mejores yesos de Castilla.
La llegada al Pueblo de tan ingente comitiva asustó y desbordó a los pocos habitantes del Pueblo. Los niños miraban embobados a tantos soldados a caballo y a pie con sus relucientes armaduras y sus banderas ondeando al viento, los aldeanos fruncían el ceño preocupados por lo que pasaría a la hora de alojar y alimentar tan ingente número de personas y caballerías, temiendo al mismo tiempo por sus hijas y esposas, a las cuales ordenaron encerrarse en sus casas en espera de ver como se sucedían los acontecimientos.
La llegada al Pueblo de tan ingente comitiva asustó y desbordó a los pocos habitantes del Pueblo. Los niños miraban embobados a tantos soldados a caballo y a pie con sus relucientes armaduras y sus banderas ondeando al viento, los aldeanos fruncían el ceño preocupados por lo que pasaría a la hora de alojar y alimentar tan ingente número de personas y caballerías, temiendo al mismo tiempo por sus hijas y esposas, a las cuales ordenaron encerrarse en sus casas en espera de ver como se sucedían los acontecimientos.
No hubo ningún problema de convivencia, la
Reina mandó llevar el féretro a la iglesia parroquial de San Miguel,
colocándolo delante del altar mayor rodeado de hachones y mandó hacer guardia,
como siempre hacía, a los soldados de su mayor confianza. Después se alojó en
una humilde casa de labranza y delegó en Cisneros para que se hiciera cargo de
todo y organizase la acampada en aquella localidad, que por entonces era una
pequeña aldea de veinticinco o treinta viviendas. Cisneros respaldado por el
capitán de sus mil lanceros impuso orden y disciplina: se levantó un campamento
a extramuros de la Villa e incluso, como no se sabía cuánto duraría la epidemia
de la que estaban huyendo, los nobles se hicieron construir, por los soldados
de sus mesnadas, pequeñas viviendas para ellos.
Así entre misas solemnes de difuntos,
velatorios, réquiems y misereres fueron transcurriendo las semanas y los meses
hasta que, como había ocurrido en Torquemada, a causa de tantas antorchas, velas
y hachones la iglesia también se incendió, siendo aquel incendio muy devastador
pues se produjo un día de mucho viento. Juana, que estaba al lado del féretro,
viendo que las llamas amenazaban con devorar todo, no huyó sino que se abalanzó
sobre la caja mortuoria e intentó sacarla fuera sin ninguna ayuda. No habría
podido hacerlo pues el sarcófago, como ya hemos dicho antes, tenía
interiormente una caja de plomo; pero
este hecho nos da a demostrar la valentía, el coraje y el amor que esta reina
de Castilla poseía. Sin que Juana se separase de su amado, los soldados
trasladaron el féretro a un lugar seguro mientras la multitud se encargaba de
apagar el fuego.
En días posteriores Juana tuvo mejores
noticias: una buena noticia era que parecía ser que aquella peste maligna había
terminado y la otra que Cisneros le comunicó que había recibido un mensajero
que a “uña de caballo” traía un
correo anunciando que el rey Fernando, que había desembarcado en Valencia, ya venía
de camino y quería reunirse con ella para tratar asuntos de estado. La alegría
de la Reina fue muy grande y ordenó celebrar, en la abrasada iglesia, una misa
en la que se cantase un solemne “tedeum”.
Juana trató con Cisneros, y los dos
convinieron que Hornillos no era el lugar más idóneo para encontrarse con su Padre,
por lo que decidieron partir hacia el pueblo de Tórtoles de Esgueva, ya que dicha villa, por entonces, tenía un
gran monasterio de religiosas benedictinas y varias casas palaciegas; lo que
convertía a la Villa en un lugar más propicio para albergar las dos comitivas
reales que allí se iban a encontrar.
La
noche del 23 de agosto fue una noche larga y llena de actividad pues la inmensa
comitiva se la pasó en levantar el campamento y preparar el viaje. Aún faltaban
horas para que la aurora anunciara el nuevo día, cuando la enorme procesión se
puso en marcha, intentando cubrir la distancia que los separaba de Tórtoles en
una sola jornada.
Dejando atrás Hornillos de Cerrato, toman el camino de Antigüedad, pero no paran en dicho
pueblo sino que ascienden al páramo cerrateño y, por caminos intransitables
siguen en dirección a Tórtoles ante el estupor de algunos aldeanos que, a estas
alturas del año, estaban segando el
trigo a la vera del camino y que, al ver tamaño entierro y oír los lúgubres
misereres, se quitan el sombrero de paja y rodilla en tierra se santiguan en
actitud de respeto. Y es aquí, en medio
de la inmensidad de este páramo calcinado por el sol, donde sólo se oye el
canto de las chicharras y el sonido de los trigales resecos mecidos por el viento, donde se produce, según
la tradición, la célebre caída del sarcófago de Felipe el Hermoso.
Antes de escribir esta historia he
recorrido, en compañía de mi esposa, todos los pueblos y lugares que aquí se
mencionan, he hablado con algunos de sus habitantes y puedo asegurar que en las
mentes de muchos lugareños está el
recuerdo de está célebre caída. Cuenta la tradición que avanzando la real
comitiva por aquel desolado camino, llegaron al páramo que llaman de “La Muñeca”, y allí el camino era tan intransitable que apenas podían
continuar, sólo la imponente fuerza de aquellos cuatro negros caballos de
Frisia, hacia posible el avance de aquel carro sin costanas (laterales). De improviso una de las ruedas cayó en un
profundo hoyo, y el tirón dado por aquellas poderosas bestias hizo que el carro
trastabillase hasta el punto de casi volcar. No volcó, pero el brusco
movimiento hizo que el sarcófago del Rey se soltase de sus ataduras y
resbalando cayera al suelo. La Reina permaneció impasible pero una puntiaguda espina
le atravesó el corazón, las mujeres que la acompañaban gritaron como
plañideras, los monjes dejaron de rezar, los músicos callaron y la soldadesca se precipitó a levantar y colocar en su sitio la caja fúnebre. Juana paró la
comitiva, ordenó que se rezaran solemnes oficios religiosos y mando que algunos
de sus hombres se quedaran en aquel lugar para tallar y colocar una cruz de piedra, en
el mismo sitio donde se había producido la caída. Esta cruz de apenas setenta
centímetros de alta, se la conoce con el nombre de la “Cruz de la Muñeca” y aún se la puede ver en aquel desolado páramo dando fe de
lo que allí aconteció.
La “Cruz de la Muñeca”
EL ENTIERRO REAL LLEGA A
TÓRTOLES DE ESGUEVA
La llegada a Tórtoles
fue espectacular. La imponente comitiva que venía por el camino de Antigüedad,
llegó al pueblo, cuyo recinto estaba fuertemente amurallado, e hizo su entrada por la “Puerta de la Villa” ante la admiración de todos los tortoleses
que, sabiendo ya de antemano de aquella venida, salían al paso con todo el
respeto y consideración que aquel regio entierro requería. Era bien entrada la
noche del día 24 de agosto y la luz de las innumerables antorchas, el ruido de
los cascos de los caballos, las ruedas de los carros y los cantos lúgubres de
los frailes, transformaron la fisonomía tranquila y silenciosa del Pueblo en un
espectáculo tan sobrecogedor que rayaba
lo dantesco.
Se depositó el cadáver de Felipe I en la
iglesia parroquial bien escoltado, bien alumbrado y rezado permanentemente por
un grupo de monjes. Después de los rezos Juana se hospedó en una gran casa noble, la corte y
acompañantes fueron alojados en casa particulares y reservó para el rey, su padre, una magnífica casa
palacio.
El rey Fernando “El Católico” aún tardó
otros tres días en llegar, parecía no tener prisa en volver a esa Castilla cuyo
rey Felipe I, meses antes, le había arrojado fuera del ella. En su interior se
alegraba de la muerte repentina de su yerno, tan repentina que se sospechaba
que había sido envenenado aunque nunca se pudo probar. Esa Castilla que él
había gobernado con su esposa Isabel convirtiéndola, con Aragón, en la nación más poderosa de Europa y descubridora de “Nuevos Mundos”; y que ahora mal dirigida,
en el poco tiempo que su hijo político había gobernado, estaba a punto de
saltar como un polvorín. Claro que se le necesitaba y Él lo sabía, como también
sabía que necesitaba a Cisneros de su parte y por ese motivo traía ya para el
arzobispo un magnífico regalo, el “Capelo
de Cardenal” concedido por el papa Julio
II y el nombramiento de “Inquisidor
General de la Corona”.
La llegada de Fernando a Tórtoles fue
espectacular, como el que regresa de ganar una gran batalla. Montaba Fernando,
vestido con ropas de campaña, un soberbio caballo alazán e iba precedido por un poderoso
destacamento de soldados veteranos capitaneados por el célebre guerrero Pedro Navarro, y tras de sí un pequeño pero
bien disciplinado ejército con el que daba a entender que venía dispuesto a
hacerse el dueño de la situación.
Cuando el día 28 de agosto la reina Juana oyó las trompetas que anunciaban la llegada de Fernando, su cara se iluminó y
sin más preparativos salió corriendo a recibirlo seguida de sus doncellas. El
encuentro fue de lo más emotivo. Padre e Hija se fundieron en un tierno abrazo
paternofilial y así permanecieron largo rato. Se besaban en el rostro y en las
manos, al tiempo que se susurraban palabras cariñosas. Al ver a su hija en tal
estado, al rey padre le surcaban gruesas lágrimas por su rostro y, como viera
con sorpresa que su hija no lloraba,
miró fijamente aquella cara pálida y demacrada, preguntando con su
mirada por qué no había llanto en aquellos ojos. Entonces Juana le dijo estas palabras: “No
puedo acompañar, padre, vuestro llanto pues llorando las infidelidades de mi
esposo y después su muerte, mis ojos se han secado ya para siempre”. Fernando abrazó aun más tiernamente a su hija
y después los dos, cogidos del brazo, se dirigieron a la casa donde vivía la
Reina y allí permanecieron largas horas. Juana contó a su manera
todo lo que ocurría y como la nobleza castellana que le había sido tan fiel,
ahora conspiraba contra Ella y quería ponerse del lado Él, su padre que, a ojos
vistas, era el más fuerte. En aquella reunión Fernando se dio cuenta de la
incapacidad de su hija Juana y Él,
inteligente y persuasivo, logró que ella le concediera la regencia de sus
reinos, eso sí, sin renunciar Juana a seguir siendo la reina titular. También
salió de aquella reunión con la firme resolución de recluir a su hija en algún
lugar digno y seguro. Juana se puso en sus manos y dejó que Él eligiera dicho
lugar pensando que sería la residencia desde donde Ella podría gobernar, después
de que su Padre pacificara y pusiera en orden sus reinos.
Interior de la iglesia de
S. Esteban Protomártir (Tórtoles de Esgueva)
En estos momentos Tórtoles era el lugar donde se encontraba todo el poder de España.
En esta villa del Valle del Esgueva estaban juntos el rey de Aragón y la reina de
Castilla cuyos títulos eran los
siguientes: Reina de Castilla y de León, de Granada, de Toledo, de Galicia, de
Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de
Gibraltar, de las Islas Canarias y de las Islas de las Indias y tierra firme
del mar océano, princesa de Aragón y de las dos Sicilias, de Jerusalén,
archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña y de Bravante, condesa de Flandes y
de Tirol además de señora de Vizcaya y de Molina. ¿No son estos títulos
nobiliarios suficientes para hacer grande a un pueblo?; pues si esto era poco,
en Tórtoles estaba también en aquel momento: El arzobispo Cisneros, el condestable de Castilla, el almirante de
Castilla, El marqués de Villena y el obispo de Málaga además de otros nobles
importantes con sus mesnadas.
Tórtoles durante aquellos días se convirtió,
para orgullo del Valle Esgueva y para el suyo propio, en el centro neurálgico
de España, en esta pequeña villa estuvo la corte española durante unos breves
pero intensos días. ¡¡¡Con que facilidad olvidamos nuestra historia los castellanos!!!,
quizás sea porque tenemos tanta, que consideramos hechos sin importancia lo que
para otras naciones sería algo grandioso y digno de recordar.
Los días que el rey Fernando estuvo en
Tórtoles, le bastaron para darse cuenta de que su querida hija Juana alternaba
momentos de gran lucidez con otros de profunda locura. Se dio cuenta de que no
podía dejar en aquellas manos y cabeza inestables, el destino de tantos y tan
grandes reinos y por eso, aprovechando que Ella se había puesto en sus manos,
determinó que debía regresar a Burgos, donde la dejaría en un lugar seguro
mientras él ponía orden en el reino de Castilla; para ello contaba con cuatro
aliados poderosísimos: El Condestable y
el Almirante de Castilla, el Duque de Alba y Cisneros como Primado de Toledo.
Pero para instalarse en Burgos había que
reducir a uno de sus enemigos políticos:
Juan Manuel que tantas humillaciones le había hecho en tiempos de Felipe el Hermoso. Por eso Fernando salió de Tórtoles antes que su Hija y estableció la corte en Santa María del Campo, villa importante considerada “Cabeza de Behetrías de Castilla” y fuertemente amurallada. Desde
allí mando mensajeros a Juana pidiéndole que se reuniera con Él ya que no
consideraba Tórtoles como lugar idóneo
para establecer allí la corte permanente, además que Catalina, la hija
póstuma de Felipe, necesitaba cuidados infantiles que en aquel lugar no se le
podían dar.
Como Santa María del Campo estaba cerca, la
Reina el día tres de septiembre se puso en marcha con el carro mortuorio de su
esposo y con el reducido séquito que le quedaba en Tórtoles. Iba esperanzada de
estar con su padre y aunque el camino era duro y polvoriento se le hizo más corto
que otras veces. Ya en la Villa, Juana se preocupó primero de depositar ante el
altar mayor de la iglesia el féretro de su esposo y después de celebrarle
solemnes oficios, lo dejó escoltado de sus guardias de confianza y ella se fue
a instalar en una mansión noble llamada la “Casa
del Cordón”, denominada así por tener esculpido en piedra un cordón
franciscano que recorre toda su fachada.
Casa del Cordón en Sta. Mª. Del Campo
El
rey Fernando, tenía planeado que Cisneros fuera investido cardenal en la
maravillosa iglesia de Nuestra Señora de
la Asunción, para lo cual había reunido en Santa María del Campo a todos
los Grandes del reino, a todos los Nobles, a todos Caballeros y Prelados y
sobresaliendo entre todos ellos el “ Nuncio de Su Santidad”. Sin embargo aquí el Rey chocó frontalmente
con la voluntad de su hija, pues revestida de riguroso luto en cuerpo y
espíritu y al cumplirse en aquellos días el aniversario de la muerte de Felipe,
se opuso con toda su voluntad de reina, a que se celebrase cualquier ceremonia
solemne y festiva en el mismo lugar en que su Esposo estaba de “cuerpo presente”. Fernando más que comprender a su hija, no
le quiso desairar y acató su voluntad como reina de Castilla, trasladando la
solemne ceremonia al pueblecito cercano
de Mahamud.
Ntra. Sra. De la Asunción
(Sta. Mª del Campo)
Cuando investigando este viaje póstumo de
Felipe “El Hermoso”, llegué a la noble villa de Santa María del Campo y visité
la impresionante iglesia de Nuestra Señora de la Asunción que pudo ser
colegiata y nunca lo fue, y que teniendo categoría de catedral no llegó a serlo, me impactaron profundamente
dos
cosas: la primera, la grandiosidad de un monumento tan importante que
bien pudiera haber sido la catedral de una no pequeña ciudad; la segunda saber
que yo estaba pisando el mismo piso enlosado que habían pisado los reyes de
Castilla y Aragón y donde, durante 33 días, reposaron los restos insepultos de
Felipe I “El Hermoso”.
Mientras Teresa
Santiuste, natural de esta Villa y mujer que ha vivido y vive por y para su
iglesia, hablaba y explicaba de manera exhaustiva y de forma pormenorizada
todos y cada uno de los muchos tesoros que el Templo tiene, mi mente arrebatada
por el recuerdo de la historia voló cinco siglos más atrás, y me imagine
aquella iglesia llena de la nobleza más alta de Castilla, de sus clérigos más
nombrados y el féretro de Felipe I colocado junto a los diez peldaños, símbolos
de los diez mandamientos, que permiten ascender hasta la mesa del altar.
Recordé la grandeza del amor de una mujer que amó a su esposo hasta más allá de
la muerte, que amó más allá de lo que la esencia humana permite y por eso
perdió la razón. Pude comprobar con que cariño hablaba “Teresita”, pues así le
llaman sus conciudadanos a Teresa Santiuste, de nuestra reina Juana y como la
disculpaba su locura, me di cuenta entonces de lo mal que la historia ha
tratado a la reina de Castilla y comprendí también porque los antiguos
castellanos le brindaban su cariño y disculpaban su locura.
Como dije antes, ante la oposición de Juana
a que se celebrase la imposición del “Capelo cardenalicio” a Cisneros en
la iglesia de Santa Mª del Campo, Fernando el Católico trasladó la ceremonia al
cercano pueblecito de Mahamud que
distaba 12 “estadios” castellanos (tres
kilómetros).
Muy de mañana, la villa de Mahamud andaba revuelta
en fiestas. Sus habitantes no habían visto jamás ninguna concentración de
nobles, grandes hombres, obispos, clérigos y soldados, todos vestidos con sus
mejores galas y brillantes armaduras, y al frente de todos ellos el rey
Fernando el Católico que, en su espléndida madurez pues aún tenía 52 años,
tenía un magnifico porte montando su soberbio corcel de pelo alazán que, en
aquel 23 de septiembre brillaba bajo el sol de Castilla en un día que amenazaba
caluroso. Cuando la cabeza de aquel enorme séquito entraba en la Villa, aún
salían gentes de Santa María del Campo. También llegaban curiosos de otros
pueblos limítrofes como: Ciaconcha, Villahoz, Villahizán, Presencio, Torrepadre
etc. En fin, el día iba a ser largo y
festivo pues la misma Reina que se había negado a participar en tan grandes
fastos por estar dedicada a velar en cuerpo y alma el cadáver de su esposo,
había prestado hermosos tapices bordados con seda y oro, además de terciopelos y todo lo necesario para adornar
la iglesia de San Miguel de Mahamud.
Iglesia de San Miguel (Mahamud)
Fue
tan inmenso el gentío que llegó a Mahamud que el pequeño pueblo se vio
desbordado ya desde la víspera, para contener en sus calles aquella marabunta
de personas de todas las clases sociales. Por tal motivo se establecieron
campamentos a extramuros de la Villa, y en estos campamentos, también se
instalaron casetas de feria con toda clase de artículos y baratijas. Tocaban
música los trovadores, vociferaban los vendedores, y buhoneros y soldados se
mezclaban y bebían en un ambiente de fiesta difícil de imaginar.
Mientras tanto en la Iglesia de San Miguel,
se celebraba una de las ceremonias más solemnes de las que se podían celebrar
en estos reinos. El rey Fernando, situado en un trono al lado del evangelio
presidía los actos con la iglesia llena a rebosar, ocupando los nobles, grandes
de Castilla, obispos y toda clase de clérigos, la preferencia del templo que,
con la gente llana y humilde del pueblo, se llenó hasta no caber más.
Ofició la santa misa monseñor Juan Rufo nuncio del
papa Julio II, el cual leyó en público el “breve papal” y al
terminar descendió los diez peldaños que separaban el altar con el suelo del
presbiterio donde, arrodillado, humillado y contrito, estaba Francisco
Jiménez de Cisneros. El Nuncio le impuso el anillo y el birrete de
cardenal diciendo: “Este birrete es rojo como signo de la dignidad del oficio de cardenal
y significa que estás preparado para actuar con fortaleza, hasta el punto de
derramar tu sangre por el crecimiento de la fe”. Después los dos
subieron al altar y volviéndose hacia la gente que llenaba el templo fue
presentado a todos. Así fue como un humilde franciscano culminó su carrera de
regente, guerrero, político, diplomático, fundador de universidades, arzobispo
y ahora príncipe de la Iglesia como cardenal e Inquisidor General de la Corona
de Castilla.
CARDENAL CISNEROS
La salida del Templo fue apoteósica. El
gentío exaltado, no cesaba de vitorear al Rey, al Nuncio del Papa, al Cardenal
y también a la ausente reina Juana, demostrando así el cariño que le tenían. La
reina Juana en aquellos momentos, sufría
su dolor junto al cadáver de su esposo en la iglesia de Santa María. La fiesta
duró todo el día 23 y también el 24 de septiembre. El rey Fernando no escatimó
en gastos y se celebraron bailes, grandes convites y torneos entre
caballeros.
Mahamud languidece en nuestros días como
languidecen con riesgo de morir muchos de nuestros pueblos castellanos y esta
villa que otrora fuera rica en cereales y ganadería lanar, ahora al pisar sus calles
me pareció un pueblo casi vacío. Puedo sin embargo atestiguar, que las personas
con las que hablé me trataron de forma educada y afable, charlando de su
historia y como no del día en que el arzobispo Cisneros dejó de ser arzobispo
para convertirse en cardenal. La señora Adelina,
mientras me enseñaba la iglesia, por cierto de enormes dimensiones, me
comentaba porque el gentilicio de los habitantes de Mahamud es “gorretes”. Ella me decía que cuando al cardenal Cisneros le impusieron
el capelo, que es un birrete de
color púrpura, las gentes del pueblo, confundiendo la palabra, empezaron a
gritar: “al cardenal ya le han puesto el gorrete, ya le
han puesto el gorrete…” y esta frase transmitida de boca en boca hizo
que a los de Mahamud los llamaran y les sigan llamando “gorretes”.
Pero volvamos con nuestra infeliz reina
Juana que por supuesto no había querido asistir a las fiestas, pero que dada la
pequeña distancia que separan los dos pueblos, hasta ella llegaba el ruido y la
algarabía de aquella muchedumbre que se divertía, mientras ella apenada y
triste velaba el cadáver de su esposo. ¡¡Cómo sufría la pobre!!, ¡¡Cuánto dolor
en su corazón!!. Cuando una persona sufre desconsolada y ve a los demás como se
divierten dejándola a ella y a su dolor a un lado, el sufrimiento se multiplica
y aquella mente, unas veces lúcida y otras trastornada, ¿Qué pensaría?, ¿Qué
escenas de dolor pasarían por su cabeza durante aquellas largas horas de dolor
en soledad?.
Juana se propuso que si grandes habían sido los fastos de la solemne imposición del capelo de cardenal a Cisneros, mayores serían las ceremonias religiosas que se oficiarían por el aniversario de su esposo. Y así se hizo, no habían cesado aún las algaradas de la noche del 24 de septiembre en Mahamud cuando, antes de despuntar el día 25 las campanas de de la torre de Nuestra Señora de la Asunción, empezaron a tañer de forma triste, monótona e insistente, tocando a muerto y llamando al templo a todos los habitantes de la villa y del contorno, las fiestas habían terminado y ahora la Reina los llamaba para acompañarla en su dolor.
Juana se propuso que si grandes habían sido los fastos de la solemne imposición del capelo de cardenal a Cisneros, mayores serían las ceremonias religiosas que se oficiarían por el aniversario de su esposo. Y así se hizo, no habían cesado aún las algaradas de la noche del 24 de septiembre en Mahamud cuando, antes de despuntar el día 25 las campanas de de la torre de Nuestra Señora de la Asunción, empezaron a tañer de forma triste, monótona e insistente, tocando a muerto y llamando al templo a todos los habitantes de la villa y del contorno, las fiestas habían terminado y ahora la Reina los llamaba para acompañarla en su dolor.
La corte, y los nobles que se habían trasladado
al pueblo vecino, regresaron y con ellos
todos los soldados y la muchedumbre que ya se había divertido, y ahora querían
presenciar los actos religiosos del primer aniversario de la muerte del rey
Felipe I al que muchos habían llamado el Hermoso.
La enorme iglesia de Santa María del Campo
se llenó a rebosar, Francisco Jiménez de
Cisneros con sus títulos de: cardenal,
arzobispo de Toledo, primado de España e inquisidor general de Castilla,
oficiaba la misa solemne. A los pies del altar el féretro de Felipe I, a su
lado arrodillada, enlutada de pies a cabeza, pálida y demacrada pero con porte
firme y altivo, como correspondía a la reina de Castilla, estaba Juana. El rey
de Aragón, su padre, ocupaba un escaño preferente al lado del evangelio, y
después toda la corte en los sitios más privilegiados del templo según su
categoría. Aquel día 25 de septiembre de 1.507 se celebró la “misa
de réquiem” más solemne que se
había conocido, con la particularidad de que a pesar de ser una misa de “cabo de año”, el cadáver, aún
insepulto, estaba de cuerpo presente y además aquella mujer enamorada no se
quería desprender de él.
arcos de la llana
Con mimos besos y
halagos, pero también con mucho dolor en su corazón, el rey Fernando intentaba
llevar hasta Burgos a su hija Juana. Cada vez estaba más convencido de que su
cabeza desvariaba y aún se convenció más cuando, él que tanto amaba a sus hijos
pero mucho más a España, a esa España
que con su esposa Isabel había creado y que queriéndole hacer grande, había
casado a todos ellos con príncipes europeos, le insinuó a Juana que, con sus
jóvenes 28 años, aún podía casarse. Ella le miró sorprendida y, en aquellos
ojos bellos pero hundidos en dos profundas cuencas, Fernando vio aflicción,
angustia, congoja y el dolor de haber sufrido un largo calvario. Después Juana
llevó a su padre ante el sarcófago de su Esposo y le dijo: “Este ha sido, es y será siempre mi marido, el padre de mis seis
hijos y ningún hombre más entrará en mi
vida”. Un profundo silencio siguió a sus palabras y Fernando comprendió,
más por la mirada de aquellos ojos que
por sus palabras, que aquella locura no tenía remedio.
Como pudo convenció a su Hija que lo mejor
era ir a Burgos, ciudad emblemática de Castilla, donde ya toda la nobleza
estaba de su parte y donde ella podría establecerse y ejercer de reina en su
compañía. Juana que en su fuero interno ardía en el deseo de gobernar con su
Padre como este había gobernado con su madre Isabel, haciendo grande el lema de
“Tanto monta, monta tanto”, le
pareció bien la idea y de esta manera la real y fúnebre comitiva vuelve a los
caminos polvorientos de Castilla en dirección a Burgos. Atrás queda la villa de
Santa María del Campo y Mahamud con todas las experiencias en ellas vividas, y
otra vez el camino se torna en sacrificio acompañando los restos mortales del
esposo.
Fernando marchó por delante y, en la
soledad del campo castellano, Juana se vio invadida por uno de aquellos momentos
de preclara lucidez, su mente que muchas veces estaba ofuscada y desvariaba
pensando y diciendo cosas inconexas, empezó a comprender de forma clara lo que
estaba pasando y lo que su padre y el resto de la corte pretendían. Se dio
cuenta, y no se equivocaba, que la persona en la que ella había puesto toda su
confianza, pretendía recluirla en Burgos en el palacio llamado “La Casa del Cordón”, pero aquella Casa
del Cordón no era la que Ella había habitado en Santa María del Campo, sino que
era el palacio burgalés donde tanto
había sufrido, allí era donde su esposo Felipe I había exhalado su último
aliento y Ella, triste y afligida por los recuerdos, no podía vivir en aquella
mansión.
Al llegar a Arcos de la Llana, pequeña
villa amurallada y muy cercana a Burgos, Juana se fingió cansada y convenció a
su Padre diciéndole que era mejor descansar allí durante unos días. Fernando, no queriendo contrariar a su hija, habilita para ellos como residencia, un gran palacio que los obispos de Burgos
tenían para pasar los veranos, y allí después dejar como hacía siempre, el
sarcófago de su esposo delante del altar mayor de la iglesia parroquial de San
Miguel, se instaló en aquel muy noble y cómodo palacio episcopal.
Palacio episcopal de
Arcos de la Llana
La vida en Arcos de la Llana se tornó
tranquila para Juana, todos los días pasaba horas y horas en la iglesia
asistiendo a los actos fúnebres, que por supuesto no cesaban de celebrarse a
diario entre hachones y numerosas velas encendidas. Después se retiraba al
palacio donde gozaba de la compañía de sus hijos Fernando y Catalina, los
dos únicos de sus vástagos que habían
nacido en España.
Su Padre puso la corte en Burgos y desde
allí se dedicó a gobernar y poner orden en el reino, no obstante y dada la
proximidad de Burgos y Arcos, iba muchos días a visitar a Juana y a sus nietos y
allí le decía a su Hija las medidas de gobierno que estaba tomando; aunque la
verdad era que dándose cuenta de que Juana no mejoraba, solamente le contaba lo
que quería.
Las
damas de compañía y todas las personas que acompañaban a Juana en Arcos eran de
la total confianza del rey Fernando, por ese motivo cuando un día, al preguntar
por la salud de la Reina, le comentaron que algunas veces la habían sorprendido
en la iglesia hablando en voz baja con su Esposo, decidió hacer otro intento
para llevarla a Burgos, pero Juana se opuso con todas sus fuerzas. Ante esta
oposición y alegando que aquel modo de vivir no era el más idóneo para la
educación de un príncipe, se llevó a su nieto Fernando a la corte de Burgos
para que fuera educado como le correspondía.
Esta
separación de su hijo que ya tenía 6 años, fue otro gran disgusto para la
Reina, pues ella que ya sabía lo que era ser traicionada por un esposo infiel,
ahora se veía traicionada en su amor filial por un Padre al que le había
dedicado más que amor, adoración. Su mente se ofuscó más y más, unas veces
volviéndose intratable y montando en cólera con las personas que la rodeaban y
otras sumiéndose en un profundo mutismo y una mirada perdida que le daban un
aspecto de idiotez profunda.
Juana aún permaneció en Arcos de la Llana
hasta el mes de febrero de 1.509, y por Ella se habría quedado allí en compañía
de su esposo para siempre; pero el día 14 de ese mes, el Rey con un poderoso
séquito se personó en Arcos y tres días después, casi a la fuerza, obligó más
que convenció a Juana a emprender viaje hacia la “Muy Ilustre, Antigua, Coronada, Leal y Nobilísima” villa de Tordesillas, que bien defendida por su
muralla y con un clima más benigno que el de Arcos, parecía ser un lugar más
adecuado para que una reina se instalase. Juana pesaba que era para poner allí
su corte, pero en la mente de Fernando ya se había tomado la decisión de
recluirla.
Mucho le costó a Juana I de Castilla
abandonar Arcos de la Llana. Cuando, en compañía de mi esposa, visité este
pueblo que por su proximidad a Burgos aún mantiene en alza su población,
encontré gentes muy amables con las que pude conversar sobre el tema. He de
destacar aquí el amable trato y la interesante conversación que mantuvimos con
el señor Jerónimo y su esposa. Si
vieran, decía lleno de pena, como se ha ido perdiendo todo vestigio histórico:
del palacio sólo queda el exterior; el obispado de Burgos vendió el edificio
para que sirviera de almacén de grano y todo lo del interior se vendió o se
expolió. Ahora es propiedad privada y se usa como vivienda. Las huertas y
jardines se vendieron y, sin ir más lejos yo tengo edificada mi casa en una
parte de ellos. Nos invitó a entrar en sus jardines perfectamente cuidados, y
lleno de orgullo y poniendo pasión en sus palabras, me decía mientras apuntaba
a una puerta en arco en la muralla que,
en otros tiempos, cercaba la propiedad del palacio episcopal: “por ahí, por esa
puerta misma, entraba el rey Fernando
“El Católico” cuando venía de Burgos a ver a su Hija y a sus nietos”.
Puerta que daba acceso a los jardines
del Palacio Episcopal
¡¡¡Qué razón tenía el señor Jerónimo sobre el
expolio de aquel palacio!!!, algunas semanas más tarde, indagando en los libros y
buscando información sobre este tema, descubrí que el palacio episcopal de
Arcos de la Llana, tenía un claustro con 12 magníficas columnas de piedra,
también descubrí que dichas columnas fueron regaladas, por el obispado, al
gobierno de la Nación y, hoy día, adornan el espléndido Salón de Columnas del palacio
de la Moncloa. ¡¡¡Cómo hemos destruido los castellanos nuestro
patrimonio!!!, ¡¡¡cómo hemos olvidado nuestra historia!!!, algunos pueblos
cuando no tienen historia se la inventan, y nosotros que la tenemos, la
destruimos y la olvidamos.
HACIA TORDESILLAS
Habían transcurrido dos años y medio desde
la muerte de Felipe I cuando, como ya
dije anteriormente, el 17 de febrero de 1.509, el rey Fernando obliga a su hija
Juana a emprender camino hacia la coronada villa de Tordesillas, y esta vez sin
disculpas ni contemplaciones la comitiva real se pone en marcha con el rey
Fernando a la cabeza de su aguerrido ejército
de veteranos. En el centro de aquella larga comitiva fúnebre, el féretro
del rey Felipe I cubierto de negros reposteros con el águila
imperial bordados en oro, y en pos de él la reina Juana y la infanta Catalina
en sendas sillas de mano. El féretro y la reina iban escoltados por la fiel
guardia que formaban los “Monteros de
Espinosa”, completando la comitiva, como siempre venían haciendo, numerosos
monjes y clérigos que continuamente salmodiaban religiosas canciones.
Ahora el viaje iba a estar mejor
organizado, no habría largas paradas en pueblos y ciudades donde estar varios
días, el rey tenía prisa en resolver los muchos problemas que el Reino tenía y
antes quería dejar a buen recaudo a su hija Juana; por este motivo ya había
mandado acondicionar hacía semanas las estancias del castillo de Tordesillas.
Cuando me propuse relatar la última etapa
de esta magnífica locura de amor, me encontré que los historiadores difieren en
muchas cosas, incluso el gran cronista Pedro Mártir de Anglería “notario” de de la Reina y presente en
aquel largo y fúnebre viaje, deja en esta ocasión muchas lagunas. Después de
leer en muchas fuentes y sopesar muchas versiones, recordé otra vez aquella ruta carreteril que miembros de la Cabaña Real de Carreteros hizo en el
año 2.009, recordando el célebre recorrido de la reina Juana I de Castilla
pasando por nuestro valle del Esgueva. Me puse en contacto con D. Antonio Martín, presidente de esta antiquísima Cabaña Real de Carreteros,
fundada por la reina Isabel la Católica
en el año 1.497, y después de darme a conocer y dar a conocer el gran
interés que yo tenía en rememorar todas aquellas vicisitudes, entablamos una
muy grata y fructífera conversación, en la que pude apreciar como recordaba
aquel viaje y la parada que hicieron en Esguevillas. Hablamos de muchas cosas:
me contó como a su paso por Encinas de Esgueva, sus habitantes los llevaron
hasta una plaza llamada “Plaza de los
serranos” porque allí paraban los carreteros en tiempos ya pretéritos. Esto
me hizo recordar, y así se lo conté, aquellos años de mi infancia en que las
carretas paraban en la plaza de Esguevillas cargadas de tablas, tablones, vigas
y catorzales. Toda esa madera se vendía por los pueblos, y en Esguevillas había
cuatro talleres: dos de carpintería y dos carreterías que se dedicaban, estas
últimas, a la fabricación de carros. Le conté, y él se alegraba con el relato,
como al morir el día solían llegar las carretas, paraban en la plaza y desuncían
los bueyes que cansados de tumbaban a rumiar el último pienso del día. Después
los “serranos”, aquellos hombres duros como el duro clima de la sierra de donde
procedían, prendían un pequeño fuego para calentar su cena y al terminar, allí
bajo las carretas, se tendían en sus mantas y dormían al raso esperando el
nuevo día. Hablamos de muchas cosas pero fundamentalmente del viaje póstumo del
cadáver de Felipe el Hermoso por nuestras tierras del Valle del Esgueva, de los
amores de Juana, de su locura y hasta de la posible usurpación de la corona por
parte de su Padre y de los nobles del reino.
Pero volvamos al 17 de febrero del año 1.509
y sigamos el fúnebre cortejo que ha salido de Arcos de la Llana. Muchos
historiadores, queriendo hacer más triste y lúgubre aquella marcha, cuentan que
las etapas se hacían de noche para que así fueran más penosas; pero leídos a
muchos de ellos y conociendo la forma de proceder del rey Fernando,
posiblemente no fue así. Bien es verdad que aquellas lentas marchas de colas
interminables con multitud de paradas para rezos y ceremoniales, eran muy
difíciles de mover con rapidez, y los días de febrero no son todavía muy largos
por lo que las jornadas que se prolongaban hasta bien entrada la noche. El Rey
y los nobles que le acompañaban, mandaban por delante un buen número de
soldados con carros y pertrechos para montar algunas tiendas de campaña para el
Rey y para los nobles y prelados del séquito. Otra tienda muy principal se levantaba
para cobijar en ella a la Reina y sus damas junto con el féretro de Felipe, ya
que Juana no se separaba de él, y a su lado, entre hachones encendidos, hacía
vela toda la noche.
Organizada la marcha con esta férrea
disciplina militar, y tras una breve parada el
pueblecito de Villahoz, continuó
la marcha hasta Tórtoles de Esgueva
donde la reina Juana había vivido los únicos momentos felices después del óbito
de su esposo, al encontrarse allí con su amado padre Fernando el Católico.
Aquel recuerdo de un tratamiento afable, cálido y amoroso, se había trocado
ahora en una relación cordial pero autoritaria e inflexible. Fernando había
decidido recluir a su hija en el Castillo-palacio
de Tordesillas y ya nada ni nadie se lo iba a impedir.
El día 21 de febrero de 1.509, deja nuestra
Reina la villa de Tórtoles para nunca más volver a ella. La comitiva avanza
ahora por el “Camino Real” que
recorre nuestro Valle del Esgueva, y con sólo las pausas de rigor impuestas por
la Reina, dejan atrás Castril de Luys
Díaz (Castrillo de Don Juan) y, a pesar de estar esta Villa y la de Encinas
bien amuralladas y con respectivos castillos, acampan al raso en un lugar de la vega entre Encinas y Canillas. Los habitantes de estos pueblos, nobles y
plebeyos, alertados del paso del cortejo, salían en tropel para ver pasar
aquella Reina que tanto querían e idolatraban, aquella Reina cuyo amor pasaba
los límites del amor humano y terrenal, para amar “locamente” más allá de la
muerte.
La vega del Esgueva ofrecía, en aquel mes
de febrero, agua y pasto abundante donde vivaquear y donde pastar los caballos
y demás animales de transporte; las tropas de Fernando solían escoger los
prados que la vega ofrecía y, si era posible, cerca de alguna aceña (molino) donde aprovisionarse de
grano y harina.
En la etapa siguiente, acamparon cerca de Villaco después de pasar por Castroverde de Cerrato, villa
fuertemente amurallada y que tenía por aquel entonces jurisdicción sobre Fuent
Vellida (Fombellida), Torre, Villanueva de Valdovas y Villaco. Allí pasaron la
noche acompañados de muchos habitantes de aquellos pueblos vecinos, y a la
mañana siguiente prosiguieron el viaje.
Desde primeras horas de la tarde del día 23
de febrero, las gentes de “Esguevillas
de Suso” (Esguevillas de
Esgueva), abandonando la protección de las murallas, empezaron a salir en
dirección al Camino Real con la sana
intención de ver a su Reina y a todo el cortejo real. Ya, antes de que el sol
se pusiera, la avanzadilla de los soldados del rey Fernando capitaneados por el
celebérrimo Pedro Navarro, habían
montado un pequeño campamento. Estaba situado en un pequeño y saneado altozano
a la izquierda del Camino Real.
Escogieron este lugar porque, en aquellos días como casi siempre ocurría, la
vega de Esguevillas se anegaba en la parte baja del mencionado camino y no era terreno propicio para estacionarse.
Todas las tiendas estaban situadas en
cuadro, como hacían en cada parada, y señaladas con los escudos de armas de sus
señores; y así, delante de una de las más principales se izaba el pabellón del rey de Aragón y en otra, no
menos importante, el de la reina de Castilla.
Al sol puesto de un día que había estado
nublado, se empezaron a oír los tristes cantos mortuorios de aquel entierro
interminable que, habiendo dejado atrás Villaco y Amusquillo, estaba a punto de salir del
término de “Vellosillo” (Villafuerte
de Esgueva). Al paso por este lugar, el señor del castillo Garci Franco de Guzmán, había descendido de su fortaleza y junto a
una pequeña escolta de soldados y muchos
plebeyos, se había unido a la larga procesión, después de haber rendido
pleitesía a los reyes D. Fernando y Dª
Juana.
Era ya bien entrada la noche, cuando las
largas hileras de antorchas, hachas y velas, empezaron a concentrarse en el
centro de aquel campamento, y parando el
carro de los negros caballos frisones, bajaron el féretro de Felipe I y lo
depositaron en un estrado levantado horas antes para tal efecto. El centro del
campamento quedo iluminado a causa de los cientos de luminarias; y no podía ser
menos, pues aquella obsesión de Juana en velar a su esposo, la hizo gastar,
según algunos historiadores, medio millón de maravedíes en cera, sin contar la
indemnización que el rey Fernando pagó a las parroquias de Torquemada y
Hornillos por los incendios en sus iglesias.
Rodeando el campamento, fuertemente
defendido por lanceros del Rey, había una gran multitud de gentes que habían
venido de los pueblos cercanos y que, llenos de curiosidad, respeto y de amor a
su Reina, no querían perderse aquel acontecimiento tan importante en sus vidas.
En las primeras filas estaban las personas más importantes: terratenientes, clérigos y ricos-hombres,
que habían llegado a lomo de mulas, caballos o en carros preparados para tal
efecto. Detrás de ellos, hundidos en la oscuridad de la noche, una gran
multitud formada por las gentes más humildes: vasallos, villanos, y pobres plebeyos, que se apretaban unos contra
otros estirando sus cuellos en un afán sano de no perderse detalle. Las mujeres
enlutadas y tocadas sus cabezas con negros pañuelos, los hombres con luengas
capas se habían descubierto la cabeza en señal de respeto, y todos presenciaban
aquel ritual funerario que, por mandato
de la reina Juana, se repetía todas las noches antes de retirarse a descansar.
Terminada la ceremonia, las gentes volvían
a sus domicilios satisfechos de haber visto a los reyes y a la infanta Catalina
que con dos años estaba al lado de su madre, con los ojos abiertos como platos
y sin llegar a comprender todo aquello que pasaba.
Al día siguiente, en la plaza de
Esguevillas, no es difícil imaginar la conversación que algunas tenían:
- He visto a la Reina, decía una comadre en
la fuente de la plaza, la pobre está muy
demacrada a pesar de su edad, además no me ha parecido tan loca como dicen las
malas lenguas.
-¿Será verdad que la acusan de loca porque
su Padre le quiere quitar el reino?, decía otra de las mujeres, mientras
arrimaba el cántaro al caño de la fuente. ¿Será verdad lo que dice la gente?...
-¿Qué dice la gente?, preguntó otra de mayor
edad que no había estado presente en el “Camino Real” la noche anterior.
- Pues se dice y todo el mundo repite en
Castilla que “Ni ella está tan loca ni él
era tan hermoso.”
Algo de razón tenían en
estos comentarios, ya que Juana era
una mujer más agraciada en el físico que su esposo, que no dejaba de ser un
hombre de aspecto normal, aunque a la reina en sus arrebatos amorosos le
pareciera el hombre más apuesto y más hermoso de la Tierra.
Juana
desde niña había recibido una educación esmerada en todos los aspectos,
dominando artes como la equitación, la danza y la música e idiomas como el
latín y el francés, además de conocer todas las lenguas y dialectos que se
hablaban en la península Ibérica.
Felipe I “El Hermoso”,
de este calificativo tenía más bien poco: tenía una estatura normal y a pesar
de su juventud la piorrea le había podrido la mayoría de los dientes. El labio
inferior lo tenía caído y para colmo de su “Hermosura” una de sus rótulas se
desencajaba y él mismo se la colocaba; aunque esto no era impedimento para ser
un buen deportista sobre todo en la equitación y la caza, así como en el juego
de pelota causa de su muerte según algunos autores. Además vestía siempre
elegantemente y su porte era señorial.
Los
hombres y mujeres de nuestro Valle Esgueva, tuvieron conversación para muchos
días sobre aquel célebre paso de los reyes de Castilla y Aragón con el “cadáver errante” de Felipe el Hermoso, por
sus pueblos respectivos.
El día 24 de febrero la
fúnebre comitiva sigue la marcha que de forma inexorable debía de llevar a la reina Juana hasta Tordesillas. La
noticia de este tristemente célebre viaje, se había propagado por el Valle del
Esgueva a más celeridad que los propios soldados del rey Fernando. Por este
motivo, no era de extrañar que a su paso por Piña de Esgueva y Villanueva
de los Infantes, estas villas se vaciasen de gente para acudir todos ellos
a presenciar el paso de la comitiva al tiempo que rendían vasallaje a sus Reyes.
La Reina era muy querida por sus súbditos y más cuando, según cuenta la
tradición, al ver la multitud de gentes humildes de estas villas que reunidas
salían a esperar su paso, mandaba parar el cortejo y ordenaba
a los frailes que hicieran alguna oración especial de la que pudieran
participar, aunque fuera solamente de forma presencial, aquellas humildes
personas que reverentes la homenajeaban.
Después de haber acampado al raso apenas
sobrepasado “Olmos de Valdesgueva”,
donde también fueron acompañados en sus ritos mortuorios por los habitantes de
los pueblos vecinos, llegan a Renedo la
noche del 25 de febrero. Una noche que, después de un día de intensas lluvias,
arreció el temporal de tal manera que no cupo más remedio que entrar en la
Villa y permanecer en ella durante dos días, ya que la vega del Esgueva estaba
inundada y los caminos intransitables sobre todo para las gentes de a pie.
Pero el rey Fernando, que estaba al mando
de la fúnebre comitiva, fue inflexible y apenas amainó el temporal, al amanecer
el día 28 de febrero dio la orden de continuar la marcha hacia la villa de
Valladolid. Digo villa porque todavía no había adquirido el título de ciudad,
que después del enorme incendio de 1561 fue concedido por el rey Felipe II. Este rey se implicó
personalmente en la reconstrucción del centro urbano y además de conceder a
Valladolid el título de ciudad, consiguió del Papa la creación de una diócesis
propia.
Desde Valladolid y siguiendo siempre el
camino que discurría paralelo al río Pisuerga, cruzan el río por el puente que
lleva a la histórica villa de Simancas, pero no paran hasta llegar a la
legendaria Geria, donde Fernando ordena la última parada antes de llegar a su
destino.
En Geria a Juana le vienen a la mente
tristes pensamientos. Ella conocía el castillo-palacio de Tordesillas de
aspecto oscuro y amenazador, alzándose poderoso sobre el curso caudaloso del río
Duero, pero también conocía su leyenda de que una vez cada siglo habría de
servir de cárcel a una reina. Por este motivo pensaba Juana: ¿qué razones
tendrá mi padre, el rey Fernando, para haber elegido la villa de Tordesillas
para fijar mi corte?, ¿ por qué Tordesillas y no otra de la bellas ciudades
castellanas?. Ella no tenía la respuesta pero, con toda seguridad, el católico
rey Fernando quiso llevarla a esta Villa porque era una fortaleza bien
defendida y disuasoria para algunos de los grandes castellanos, que quizás
quisieran tomar a la reina como bandera y levantarse contra Él.
Por fin llegó el día, ningún historiador
pone fecha fidedigna de la llegada, pero según se habían desarrollado las
anteriores etapas tuvo que ser entre el 1 y el 4 de marzo, cuando al morir el
día, las trompetas y tambores anunciaron la llegada de la comitiva real a la “Muy Ilustre, Antigua, Coronada, Leal y
Nobilísima” villa de Tordesillas.
Fernando a la cabeza de sus tropas abría la
marcha montado con gallardía en su caballo alazán, y la Reina, que hasta ahora
había hecho el recorrido en silla de mano, mando alto a sus Monteros se Espinosa y reclamando para
sí un bello caballo tordo, montó en él con la soltura y prestancia que lo había
hecho siempre. Estaba pálida y demacrada pero a sus 29 años aún era joven,
conservaba su belleza y sobre todo el orgullo de ser la reina de Castilla. Los
Monteros de Espinosa, antiquísima fuerza que sólo servía directamente a reyes o
reinas, se sintieron orgullosos de Juana y rodearon su caballo con un fervor
que daba calor en aquella fría noche. ¡¡Ella era la reina de Castilla!! y
quería que sus súbditos la vieran a la altura de su Padre.
Al llegar a la Plaza Mayor una gran
multitud de tordesillanos rodeó el cortejo, primero aclamando a su Reina y
después guardando un reverente silencio ante el féretro de su esposo. Aquel
abigarrado tropel de gentes de toda clase y condición, paró por momentos el desfile
de soldados, monjes y lacayos. Se hizo un silencio sepulcral cuando el carro
con los restos mortales de Felipe el “Hermoso” pararon en la plaza y, por un
rato corto pero que pareció interminable, se oyó el chisporroteo de las hachas
y cirios que, junto con los cantos funerales de los monjes y el tañer de las
campanas de las diez parroquias, y las de los monasterios de San Juan de Jerusalén, Santa Clara y Mater Dei,
impregnaron de profunda tristeza y gran respeto a todos los habitantes de
Tordesillas.
Quedó impresionado el rey Fernando ante tal
recibimiento, pero Él además de un gran rey era también un gran guerrero y
pronto se hizo dueño de la situación. Dominó al gentío con su mirada desde los
lomos de su caballo, y ordenó a sus capitanes abrir paso para continuar hasta
el Castillo-palacio donde, una vez continuada la marcha, por fin entró Juana I
de Castilla sin saber que ya nunca saldría viva de allí. El gran historiador y
jesuita español, Juan de Mariana describe aquella llegada así: “…llegó
Juana más muerta que viva” y en cuanto a Fernando dice que había
comentado: “Para mí hubiera sido más fácil hacer pasar toda la artillería de
España y Venecia juntas, por los pasos de los Pirineos, que haber conducido a
mi hija Juana desde Arcos a Tordesillas”.
Juana RECLUÍDA en Tordesillas
Juana quedó instalada en el Castillo
tordesillano y con ella su pequeña hija Catalina de Austria que ya tenía dos
años. Ordenó colocar los restos de su esposo en una cámara contigua a la suya y
el carro fúnebre fue llevado a un almacén del convento de Santa Clara, pues
según cuenta el historiador Townsend
Miller en su libro “Los castillos y la Corona”, la Reina pensaba en breve
tiempo continuar viaje y llevar a su esposo hasta Granada, como habían sido los
deseos de Felipe I el “Hermoso”.
Juana y su hija Catalina recién llegadas a Tordesillas(F.Pradilla)
Durante bastante tiempo estuvo el regio
cadáver colocado allí, transformada aquella habitación en una capilla ardiente
con sus hachones encendidos y donde, a través de una ventana Ella podía verlo.
¡¡Cuánto amor se albergaba en el corazón de aquella mujer!!, ¡¡qué obsesión por
no entregar el cuerpo de su amado a la muerte!!, nunca en la historia se ha
conocido nada igual y posiblemente no se conocerá jamás.
Transcurrido un tiempo, aquella habitación
no le pareció lo suficientemente digna para su amado y decidió trasladar el
féretro al altar mayor de la capilla pública del Monasterio de Santa Clara.
Sin embargo no terminaron aquí las
penalidades y desdichas de Juana. Es verdad que su Padre había mandado
acondicionar muy bien el Castillo, adornándolo con tapices y alfombras. Había mandado también construir una gran
chimenea para el invierno y había puesto para su servicio a Luis de Ferrer y a la aristócrata María de Ulloa al mando de bastante
servidumbre. Pero también es cierto que, pasado algún tiempo, estos dos
personajes resultaron muy rígidos en su trato a la Reina; motivo este por el
cual a Juana le siguió aumentando su dolor y agravando su esquizofrenia.
El
23 de enero de 1516 muere, de hemorragia cerebral, su querido padre Fernando en
la localidad extremeña de Madrigalejo y la reina se siente más sola y
abandonada que nunca. Ahora espera con ansiedad la llegada de Carlos su hijo, a
quien Fernando en su testamento había nombrado heredero de todos sus reinos.
Carlos I de España llegó a nuestra patria en
el año 1517 y nada más desembarcar en Tazones,
se dirigió con todo su séquito a Tordesillas donde visitó muy brevemente, en
compañía de su hermana Leonor, a su madre y a su hermana Catalina. A pesar de
la brevedad de la visita, Carlos obtuvo de su madre el acta de autorización para reinar
en su nombre y después ordenó que siguiera recluida. ¡Pobre
reina!, ¡pobre esposa!, ¡pobre hija! y ¡pobre
madre!, que hasta el hijo de sus entrañas no dudó en mantenerla semicautiva.
Carlos
y Leonor vieron a su hermana
Catalina junto a Juana y sintieron pena por ella, ya que había pasado toda su
vida con su Madre y ni vestía ni se arreglaba de manera conveniente a su
alcurnia. Por este motivo Carlos ordenó a algunos servidores de su máxima
confianza que, yendo a Tordesillas de noche, con el máximo sigilo y cautela,
sacaran a Catalina de sus aposentos y la trajeran a la corte de Valladolid, donde
sería instalada con el título de Infanta
de España.
Por supuesto que las órdenes se cumplieron,
pero ¿Cómo hacerlo sin que Juana no se diera cuenta?. Cuentan los cronistas de
aquella época, que los servidores del Rey penetraron en la cámara de la Infanta
de noche a través de un hueco hecho en
la pared, y después, con la máxima celeridad, la llevaron a Valladolid donde
sus hermanos Carlos y Leonor la esperaban intranquilos y llenos de ternura.
A la mañana siguiente, un grito desgarrador
salió del ventanal del palacio de la Reina y rasgó como el filo de un puñal el
limpio cielo del amanecer en Tordesillas: ¡¡“A mí guardias, a mí sirvientes,
me
han robado a mi hija”!!, ¡¡ “Por Dios bendito, se han llevado a la niña de mis
ojos”!!.
Así gritaba desesperada aquella madre que, en el paroxismo de su locura, no podía comprender cómo ni por qué había
desaparecido su niña querida. Los gritos de Juana eran tan desgarradores que
helaban la sangre de los habitantes de Tordesillas. Aquellos hombres y mujeres
que ya estaban acostumbrados a oír suspiros y voces inconexas que salían por los
ventanales de los aposentos de Juana, ahora no podían soportar aquel sufrir de
su Reina. Fueron tantos y tan desgarradores los gritos, que no sólo
fueron oídos por los habitantes de la Villa, sino que el eco de aquel dolor
inhumano llegó también al palacio de la Corte en Valladolid. Carlos, con gran dolor de su corazón, ordenó
que su querida hermana fuera devuelta a Tordesillas en compañía de su Madre, no
sin antes prometerle a Catalina que pronto sería sacada de aquel cautiverio y
tendría una vida acorde a su dignidad.
Esa vida digna aún tuvo que esperar más de
7 años, pues Catalina abandonó Tordesillas el día 2 de enero de 1.525, para
casarse con el rey de Portugal Juan III. La pobre Infanta, ya cerca de cumplir
18 años, abandonó aquel palacio-prisión donde aún quedaba su Madre y donde Ella
había padecido, los últimos años, los malos tratos de Bernardo de Sandoval marqués de Denia y de su Esposa, que ahora
eran los encargados de la vigilancia y custodia de Juana.
LOS COMUNEROS LLEGAN A TORDESILLAS
Tambores de guerra resuenan en Castilla y el
son de las trompetas llama a la batalla. Los castellanos no están de acuerdo
con tener un rey joven, que no sabe hablar Castellano y que, rodeado de amigos extranjeros, quita cargos a
castellanos de rancia raigambre para dárselos a flamencos advenedizos que nada
saben de nuestras costumbres y fueros.
Efectivamente, Carlos I puso su corte en
Valladolid sin apenas saber hablar su lengua materna y rodeándose de nobles y
clérigos flamencos. Este hecho hizo que las élites sociales castellanas, se
sintieran desplazadas y despreciadas perdiendo poder y estatus social. Pronto
este descontento llegó al pueblo llano y poco a poco se fraguó un levantamiento
de las comunidades castellanas encabezado por los líderes Padilla, Bravo, y Maldonado.
Los líderes comuneros buscando un apoyo a su
rebelión y una razón a su proceder, toman Tordesillas en septiembre de 1520 y
se presentan ante Juana, aclamándola como justa
reina de Castilla y poniendo la rebelión a su servicio. Le piden que firme
algún documento que acredite que está de acuerdo en aquel levantamiento contra
su hijo Carlos que la tiene allí recluida; pero Ella se niega y por encima de
todos sus sufrimientos, a pesar de su proclamada incapacidad o locura, surge en
su corazón el amor materno y no acepta encabezar una rebelión contra el Hijo por
cuyas venas corre su propia sangre.
Los caudillos comuneros quedaron
contrariados, pues ya no tenían una reina por la que luchar en una guerra que
ellos consideraban justa. Entre sus hombres cundió el desaliento, y en esta
situación de desánimo, el ejército comunero fue alcanzado junto a Villalar por el ejército fiel al
emperador Carlos I. Era el día 23 de
abril del año 1521 cuando el ejército comunero fue derrotado, aprisionados
sus capitanes y puestas en fuga sus mesnadas. Los vencedores no se conformaron
con la derrota y al día siguiente, en el mismo pueblo de Villalar, aquellos
bravos paladines Padilla, Bravo y
Maldonado fueron decapitados.
Muerte
de los caudillos comuneros (Antonio Gisbert)
Sigue el sufrimiento de la Soberana de Castilla cuando el
2 septiembre del año 1522 su hijo Carlos visita Tordesillas y aquel Hijo,
todavía un mozalbete, no se le ocurre otra cosa que requisar a su Madre todas
las joyas que tenía, además de perlas y otras piedras preciosas, que servirían
para sus caprichos y gastos de jovenzuelo. La Reina desesperada le gritó: “¡¡¡No
te basta Hijo mío con haberte dejado reinar, que además me robas y saqueas mi
casa!!”. Pero su Hijo ya oía hablar a su madre como aquel que oye
llover y está a cubierto; y no le hizo
caso.
Cuatro días después volvió Carlos a Tordesillas pero no con el propósito
de ver a su Madre, a la que ya había visitado y con la que había discutido días
antes, sino que da órdenes de que se
traslade los restos mortales de su Progenitor a la ciudad de Granada, como el
mismo Felipe “El Hermoso” había mandado
en su testamento. También este había sido el deseo de Juana I de Castilla, que 16 años
antes quiso llevarlo Ella misma a través de páramos y valles de nuestra amada
Castilla, caminando bajo el duro calor del estío y soportando los enormes
rigores del gélido invierno meseteño.
Por fin aquel regio Cadáver que
tantos kilómetros recorrió por nuestras tierras, como un alma en pena que busca
el descanso final, encontró cristiana sepultura, 16 años después de su muerte,
en la Capilla Real de Granada, donde algún día llegaría a reunirse
con Él la Esposa que tanto le amó.
Parece que la Reina ya no tiene corazón para más sufrimientos pero con
razón, un refrán castellano dice: “Dios no te de todo el sufrimiento que puedas resistir”, y que razón
tiene nuestro refrán. Juana quería morir, el amor de su vida había sido llevado
definitivamente a la tumba donde
esperaría su llegada, ya no podía visitar su sarcófago en el altar de del
convento de Santa Clara, ya no podía musitarle palabras de amor en voz baja, ya
no lo tenía; pero nuestra Reina levantó un altar dentro de su corazón y en él depositó el recuerdo de su
Amado.
A la Reina ya sólo le quedaba el consuelo
de la compañía de su hija Catalina, pero ese consuelo le duró muy poco pues,
como dije anteriormente, el día 2 de
enero de 1525, fue cuando su hijo Carlos
sacó de su reclusión a su hermana Catalina, faltándole 12 días para cumplir 18
años de edad, para casarla con Juan III rey de Portugal.
La pérdida de la compañía de aquella hija que había sido durante tanto
tiempo su consuelo, hizo que Juana perdiera la única luz que todavía brillaba
en sus ojos. Aquella madre prolífica en hijos, ya no tenía ninguno a su lado
que le sirviera de báculo en su vejez. Los médicos habían dicho a su padre
Fernando, que las personas que padecían aquella enfermedad de Juana, no eran
muy longevas. Otro error de los muchos que se cometieron con nuestra Reina de
Castilla, ya que aquella solitaria y dolorida Reina aún viviría 30 años más de
calvario. Fue tan grande su soledad, fue tan grande su dolor y fue tan grande
su desamor por la vida, que abandonó su cuerpo y su alma; y a uno y otra les
privó de sus cuidados respectivos. Aquella mujer que había sido hermosa y de
porte altivo y señorial, se convirtió en una sombra vieja y taciturna que vagaba
meditabunda por las dependencias del
palacio. Hablaba sola, no quería asearse, no quería que la peinaran y cuando
alguien le insinuaba que se pusiera otras ropas, rompía en gritos estentóreos y
arrojaba objetos contra el suelo. En cuanto a su alma, aquella Reina que había
sido tan católica, se negó a asistir a misa y a participar en los sacramentos,
hasta tal punto que algunos pensaron que estaba endemoniada y así se lo
manifestaron a su Hijo.
Tanta fue la preocupación de
Carlos que mandó ir a Tordesillas a diferentes religiosos para que, de una
forma o de otra, salvasen el alma de su Madre, pero ninguno lograba sacarla de
su apatía religiosa. Por último en el mes de abril del año 1554, su nieto Felipe II manda al santo jesuita Francisco
de Borja.
Cuando Francisco de Borja vio
a la reina Juana desaseada, despeinada y con las piernas paralizadas por las
llagas purulentas que en ellas tenía, pensó para sus adentros que se encontraba
ante la reina más rica y más desgraciada del mundo. Volvió a comprobar que él
había tenido razón en dejar de servir a los reyes y señores de este mundo, para
dedicarse a servir a Dios.
La razón de estos pensamientos
se debía a que Francisco de Borja
que, entre otros títulos de nobleza había sido: Virrey de Cataluña, Conde de
Gandía y Gran Privado del Emperador, cuando murió en Toledo la bellísima emperatriz
Isabel de Portugal, a la que Él servía
como caballerizo y de cuya hermosura, según algunos coetáneos, Francisco estaba
enamorado platónicamente sin que Ella nunca lo sospechase; fue encargado de
escoltar el cadáver hasta Granada. Antes
de depositarlo en el panteón había que reconocerlo, se abrió el sarcófago y vio
el cadáver de aquella Mujer que él había idolatrado como compendio de toda
hermosura, y se dio cuenta que en los
días que habían pasado desde su muerte, ya estaba descomponiéndose y con signos
de ser pasto de gusanos. Francisco de Borja comprobó lo efímeros que son el
lujo, y las riquezas así como el poder, la fama y la belleza, y levantando los
ojos al cielo dijo: “Juro nunca más servir a señor que pueda morir.” Él era un hombre casado
pero cuando en 1546 murió su esposa, dejó sus títulos de nobleza a su hijo e
ingresó en la Compañía de Jesús. Francisco
de Borja vivió el resto de su vida dedicado a Dios y, a su muerte, fue
proclamado santo y subido a los altares por el papa Clemente X.
Francisco de
Borja estuvo bastante tiempo en Tordesillas, hospedado en el Hospital Mater Dei, visitando todos los
días a la Reina a la cual ya veía a las puertas de la muerte. Su elocuencia y dulzura
así como sus dotes de comprensión y persuasión hicieron mella en el agrio carácter de la Reina; y por
fin la convenció para que asistiera a los oficios religiosos y a recibir la
absolución de sus pecados así como a rezar el “símbolo de los apóstoles” (el credo). Comprobó y así lo dejó
escrito, la vida de sufrimiento de aquella Reina que, según su parecer, no
estaba poseída, sino que solamente era una pobre mujer terriblemente martirizada
por la vida.
Por fin llegó la Semana Santa del año 1555, y
el día 11 de abril, Jueves Santo en toda la cristiandad, la Reina empeoró de
tal manera que claramente se veía que la muerte llamaba a su puerta. Los
médicos dieron por terminado su trabajo y cedieron el paso a los sacerdotes. El
Padre Borja le administró el sacramento de la Extremaunción sin poder darle el
Viático por los continuos vómitos que
padecía y ya no se separó de Ella.
Pasada la media noche, el P.
Borja se acercó a la Reina con un crucifijo en la mano y dulcemente le dijo que
la hora de su muerte había llegado y era menester pedir perdón a Dios por los
pecados cometidos. En estos momentos Juana recobró totalmente la cordura, y
como apenas podía hablar mandó a Francisco que rezara el Credo en voz alta y
Ella le seguiría. Así lo hizo el santo jesuita y, al terminar la oración
símbolo de nuestra fe, le dio a besar el
crucifijo. La Reina lo besó y sacando fuerzas de un cuerpo que sólo era
debilidad y flaqueza, dijo en voz alta y con el crucifijo en la mano: “¡¡¡Jesucristo crucificado, ayudadme en la
hora de mi muerte!!!”. Después se quedó tranquila y, a las seis de la
madrugada del día 12 de abril de 1555, murió la Reina sin que ninguno de sus
seis hijos estuviera en la cabecera del lecho en la hora de su muerte. Hijos
que por orden de nacimiento eran los siguientes: Leonor (reina de Portugal y Francia); Carlos I (rey de España y emperador del Sacro Imperio), Isabel (reina de Dinamarca), Fernando (emperador, con su Hermano,
del Sacro Imperio), María (reina de
Hungría y Bohemia) y Catalina (reina
de Portugal).
Las campanas de Tordesillas no
tocaron a difuntos, pues era Viernes Santo y en ese día, en toda la
cristiandad, hasta las campanas guardan silencio por la muerte del Hijo de Dios; pero los habitantes de
los reinos de España y sobre todo los hombres y mujeres de Tordesillas si que
lloraron lágrimas de dolor por su Reina.
EPILÓLOGO
El mismo día de su muerte fue
embalsamado el cuerpo y expuesto, en capilla ardiente, en el mismo palacio
donde había residido. Allí estuvo de “cuerpo presente”, visitado por todos los
tordesillanos y todos cuantos a la Villa Coronada tuvieron a bien venir para
llorar a su Reina, hasta el lunes 15 de abril.
El lunes 15 se celebró el funeral con los máximos honores y su féretro,
llevado a hombros por la nobleza de Castilla, fue depositado en el Real
Monasterio de Santa Clara.
Hasta después de muerta hubo de esperar para reunirse con su Amado, pues
tuvieron de pasar 18 años más hasta que su nieto y rey de España Felipe II, en
el año 1573, reclamara a la venerable Abadesa del Monasterio, los restos de su
abuela y reina Juana I de Castilla. Entregados éstos, fueron llevados al
Monasterio de San Lorenzo del Escorial, desde donde un año más tarde, el día 9 de
febrero de 1574, fueron trasladados a
Granada para que descansaran ya definitivamente al lado de su idolatrado esposo
Felipe I “El Hermoso”, como había sido siempre su voluntad.
Tumba de Felipe y Juana (0bra de Bartolomé Ordóñez)
Para
escribir esta historia de amor, dolor y muerte, he visitado los pueblos, he hablado con sus gentes y he
transitado por los caminos que recorren
los páramos y los valles donde se desarrolló esta historia. De los habitantes de los pueblos por donde pasó el triste
entierro, muchos lo han olvidado y otros
cuentan retazos de la historia mezclados con la leyenda. Pero sí que
puedo asegurar, que todos guardan un cariñoso recuerdo de aquella Reina que
nunca reinó y que tanto amor entregó sin ser correspondida. Yo hoy puedo
asegurar que, al recorrer aquellos solitarios caminos, en el silencio de la
paramera y en el crepúsculo de los valles, los aquilones racheados del
norte y los céfiros suaves del ocaso, parecen traer a nuestros oídos, rumores
y cantos funerarios de aquel largo entierro que surcó nuestras tierras. Y
cuando la luz del sol crepuscular tiñe de rojo la línea del horizonte, nos hace
recordar el resplandor de hachas, velas y antorchas en larga procesión,
iluminando aquella fantástica historia de amor conyugal.
Si Juana estuvo loca o no, vosotros juzgareis
después de haber leído estas líneas, pero si lo estuvo, yo la comprendo. Porque
¿Cuántas personas con menos traiciones y menos engaños de los que Ella sufrió?
y ¿Cuántas con menos desprecios y no tan malos
tratos, sin contar los 46 años de encierro, se habrían mantenido
cuerdas?, sinceramente creo que muy pocas. Por ese motivo y porque en su lecho
de muerte, no teniendo a quien pedir ayuda, recurrió a Jesucristo Crucificado,
evitemos calificar de loca a nuestra maltratada y querida
reina Juana I de Castilla.
M.
Díez
Bibliografía
Juana la cautiva de Tordesillas (M. F.
Álvarez
Tragedia de la reina Juana (Eusebio G.
Herrera)
Fernando el Católico (Luis Suárez)
Juana la Loca (Santiago Sevilla
Crónicas de Pedro Mártir de Anglería
Historia de Tordesillas (Eleuterio
Fernández Torres)
Castilla (Azorín)
Dña. Juana la Loca (A. Rodríguez Vila)
Los Castillos y la Corona (Townsend
Miller
Comuneros (A.G. Pérez)
El Cerrato Castellano (Manuel V. del
Busto)
Itinerario de una Locura de Amor (Elías
Rubio Marcos)
Efemérides Burgalesas (J. Albarellos)
Etc.
Interesantísima y magníficamente explicada la triste vida de la Reina Juana I de Castilla. Felicidades al autor de esta narración por hacernos entender un capítulo importantísimo de nuestra historia. Gracias por su trabajo.
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