martes, 3 de mayo de 2016

“LA MATA DEL CAÑON”

     Siempre he querido saber donde se escribe la historia de los pueblos que no tienen historia escrita. ¿Se escribirá en el aire?, ¿se escribirá en las cosas inertes como las piedras y los ladrillos?, o se quedará en el recuerdo de los que la vivieron, para  después  caer en el pozo del olvido esfumándose  en la tumba y en  el tiempo. Otras veces he pensado que quizás estas historias sigan vivas en una tercera dimensión y nosotros no las podemos ver ni oír.

   En el aire estoy seguro que no pueden escribirse, en las cosas inertes como las piedras de nuestros castillos, la historia perdura cierto tiempo, incluso siglos, pero después desaparece y se convierte en polvo que el viento se lleva.  De lo que si estoy seguro es que la historia no escrita sólo la pueden transmitir los seres vivos que coexistieron con ella. Los hombres y mujeres que vivieron aquellos tiempos y que de generación en generación se la  han ido contando a sus hijos y nietos. Esa es la forma más fidedigna y más real de conocer los hechos históricos; y aún así, la historia se va perdiendo si alguien no la escribe para conservarla.

   Un día soleado del mes de mayo, con ganas de caminar y de llenar mis pulmones del aire límpido y puro de la mañana, salí de Esguevillas en dirección a Población de Cerrato, por la carretera que va desde Peñafiel a Dueñas.  Había caminado unos dos kilómetros y medio, cuando a mi izquierda vi, sobre un altozano, la imponente y majestuosa silueta de  “LA MATA DEL CAÑÓN” recortándose contra el cielo azul turquesa de aquella espléndida mañana de primavera. No pude resistirme a la tentación, y decidí subir a contemplarla de cerca pues aunque, a lo largo de mi ya dilatada vida,   la he visto  decenas de veces, no me canso nunca de admirarla.

    Ascendí, sin gran esfuerzo, por el estrecho sendero que lleva al caminante desde la carretera a la cima, y allí estaba como siempre yo la había visto: majestuosa, imponente, gigantesca, dominando desde su altura todo el campo que se extiende a sus pies.  Así era cuando la conocí de niño un día que mi tío Gabriel Loisele y Adriano Moro, su mejor amigo, me llevaron de caza por aquellos pagos. Así era y así es todavía mi querida “Mata del Cañón”.

    Me senté en la fresca hierba que siempre hay bajo sus ramas y recosté mi espalda en el fornido tronco. Desde allí la visión del paisaje cambia por completo; la vista se dilata y al tiempo que los ojos se llenan de luz, el alma se inunda de paz.  Desde este punto, se divisa el Caserío del Monte de San Cristóbal, Esguevillas, Villafuerte y una gran extensión de terreno hasta donde la vista alcanza. Miré en derredor mío y vi el montón de piedras que atestigua la historia que los viejos de mi juventud contaban. Allí decían, había una caseta donde se guardaba un “cañón granífugo” (de ahí viene su nombre), que servía para disipar las tormentas de granizo que tanto miedo producían, y que aún producen a los labradores de Castilla en general y de nuestro pueblo en particular. Yo, de muchacho, conocí la caseta ya empezándose a derruir pero  después alguno o algunos desaprensivos, en vez de reconstruirla, se llevaron las piedras mejores que formaban las esquinas y la puerta, y por último quedaron en un montón  los cantos rodados que, para vergüenza de quienes no saben conservar las cosas, dan testimonio de que esto que os cuento es verdad.

     Había, según nuestros mayores, otro cañón en el “Pico Fragalobos”, pico que se encuentra   al otro lado de la carretera y  justo enfrente de  la “Mata del Cañón”. Entre los dos cerraban el paso a las tormentas que desde el Pisuerga llegaban a nuestro Valle Esgueva. ¿Podrían aquellos viejos cañones contener las tormentas de granizo?; sonreí y para mis adentros pensé que esto era tan difícil como lo que, mi buen amigo y compañero de profesión Santiago, me contó un día en el colegio donde desarrollábamos nuestra labor docente. Él decía que en Camporredondo, su pueblo natal, disipaban las tormentas de granizo tocando el “Tente nube”  con una de las campanas de la torre de la Iglesia. Si difícil era lo uno, más difícil era lo otro; pero son la historia y las tradiciones de nuestros pueblos que deben ser respetadas y recordadas.

    Absorto en mis pensamientos, el tiempo pasó veloz, como pasa el corcel desbocado sin hacer caso al freno ni a las riendas; y el sol de aquella mañana de mayo, caía ya casi perpendicular sobre los sembrados que, aún de color verde esmeralda, presagiaban una buena cosecha. Levanté la mirada y pude ver la luz solar filtrarse hecha jirones, entre los ciclópeos brazos de la encina que me protegía con su sombra. Aquellos brazos de gigante y aquel tronco hercúleo, si que habían presenciado historias de los hombres de nuestro Pueblo. Desde su altozano habría presenciado el paso por aquella carretera que comunica el valle del “Arroyo Maderón” con el valle del “Río Esgueva”, de tantas gentes: labriegos, pastores, comerciantes, arrieros y soldados. ¡¡¡Cuántas vivencias, cuantas historias podrías contarme, vieja amiga, si yo conociera el lenguaje de las encinas!!!. Entonces una ligera brisa movió sus ramas y el sonido de un suave murmullo fue su contestación.   

   Por eso hoy, antes que el hacha inmisericorde de algún desaprensivo, ponga fin a tu larga vida centenaria, quiero dejar constancia de tu existencia; si de tu existencia y de tu ubicación que ya sólo conocemos los mayores de Esguevillas. Quiero que los más jóvenes motivados por la curiosidad que la lectura de estas líneas les ha de provocar, te visiten, te vean, te admiren y veneren tu inmensa grandeza; y que los responsables de protegerte, pongan manos a la obra y limpien tu derredor de las  zarzas y arbustos que  perjudican y afean tu entorno. Tú debes estar sola como siempre estuviste, dominando el paisaje, guardando en tus venas de madera la sabiduría de una historia de siglos y llenándonos de gozo con tu contemplación. ¡¡¡Ay, si yo pudiera...!!!.

LA   ENCINA DEL CAÑÓN




     ¿ Qué haces, airosa y solitaria encina,
clavando altiva tu pie en el otero,
mientras, bajo tus brazos, el tempero,
celoso guarda la futura vida?.

     ¡ Oh!, cuanto labrador de parda pana,
guardándose del sol bajo tus brazos,
merendó el duro pan de sus trabajos,
o soñó en duermevela con su amada.

     Pero Tú, dura, humilde y parda encina,
¡Cuántos secretos guardas en tus ramas!.
de los crudos inviernos las heladas
y del verano el sol que te calcina.

     A tus pequeñas hojas los rigores,
convirtieron en mísera hojarasca;
y en tus ramas, los días de borrasca,
secretearon los vientos mil rumores.

     Encina que dominas  la llanura,
¿por qué siendo tan sobria, ruda y parca,
tu sombra la enorme Castilla abarca,
y me colmas el alma de ternura?.

                                                           M. Díez





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