“LA MATA DEL CAÑON”
Siempre
he querido saber donde se escribe la historia de los pueblos que no tienen
historia escrita. ¿Se escribirá en el aire?, ¿se escribirá en las cosas inertes
como las piedras y los ladrillos?, o se quedará en el recuerdo de los que la
vivieron, para después caer en el pozo del olvido esfumándose en la tumba y en el tiempo. Otras veces he pensado que quizás
estas historias sigan vivas en una tercera dimensión y nosotros no las podemos
ver ni oír.
En el aire estoy seguro que no pueden
escribirse, en las cosas inertes como las piedras de nuestros castillos, la
historia perdura cierto tiempo, incluso siglos, pero después desaparece y se
convierte en polvo que el viento se lleva. De lo que si estoy seguro es que la historia
no escrita sólo la pueden transmitir los seres vivos que coexistieron con ella.
Los hombres y mujeres que vivieron aquellos tiempos y que de generación en
generación se la han ido contando a sus
hijos y nietos. Esa es la forma más fidedigna y más real de conocer los hechos
históricos; y aún así, la historia se va perdiendo si alguien no la escribe
para conservarla.
Un día soleado del mes de mayo, con ganas de
caminar y de llenar mis pulmones del aire límpido y puro de la mañana, salí de
Esguevillas en dirección a Población de Cerrato, por la carretera que va desde
Peñafiel a Dueñas. Había caminado unos
dos kilómetros y medio, cuando a mi izquierda vi, sobre un altozano, la
imponente y majestuosa silueta de “LA MATA
DEL CAÑÓN” recortándose contra el cielo azul turquesa de aquella
espléndida mañana de primavera. No pude resistirme a la tentación, y decidí
subir a contemplarla de cerca pues aunque, a lo largo de mi ya dilatada vida, la he
visto decenas de veces, no me canso nunca
de admirarla.
Ascendí, sin gran esfuerzo, por el estrecho
sendero que lleva al caminante desde la carretera a la cima, y allí estaba como
siempre yo la había visto: majestuosa, imponente, gigantesca, dominando desde
su altura todo el campo que se extiende a sus pies. Así era cuando la conocí de niño un día que
mi tío Gabriel Loisele y Adriano Moro, su mejor amigo, me llevaron de caza por aquellos
pagos. Así era y así es todavía mi querida “Mata del Cañón”.
Me senté en la fresca hierba que siempre hay
bajo sus ramas y recosté mi espalda en el fornido tronco. Desde allí la visión
del paisaje cambia por completo; la vista se dilata y al tiempo que los ojos se
llenan de luz, el alma se inunda de paz.
Desde este punto, se divisa el Caserío del Monte de San Cristóbal,
Esguevillas, Villafuerte y una gran extensión de terreno hasta donde la vista
alcanza. Miré en derredor mío y vi el montón de piedras que atestigua la
historia que los viejos de mi juventud contaban. Allí decían, había una caseta donde
se guardaba un “cañón granífugo” (de
ahí viene su nombre), que servía
para disipar las tormentas de granizo que tanto miedo producían, y que aún
producen a los labradores de Castilla en general y de nuestro pueblo en
particular. Yo, de muchacho, conocí la caseta ya empezándose a derruir pero después alguno o algunos desaprensivos, en vez
de reconstruirla, se llevaron las piedras mejores que formaban las esquinas y
la puerta, y por último quedaron en un montón
los cantos rodados que, para vergüenza de quienes no saben conservar las
cosas, dan testimonio de que esto que os cuento es verdad.
Había, según nuestros mayores, otro cañón
en el “Pico Fragalobos”, pico que se encuentra al otro lado de la carretera y justo enfrente de la “Mata del Cañón”. Entre los dos
cerraban el paso a las tormentas que desde el Pisuerga llegaban a nuestro Valle
Esgueva. ¿Podrían aquellos viejos cañones contener las tormentas de granizo?;
sonreí y para mis adentros pensé que esto era tan difícil como lo que, mi buen
amigo y compañero de profesión Santiago, me contó un día en el colegio donde
desarrollábamos nuestra labor docente. Él decía que en Camporredondo, su
pueblo natal, disipaban las tormentas de granizo tocando el “Tente nube” con una de las
campanas de la torre de la Iglesia. Si difícil era lo uno, más difícil era lo
otro; pero son la historia y las tradiciones de nuestros pueblos que deben ser
respetadas y recordadas.
Absorto en mis pensamientos, el tiempo pasó
veloz, como pasa el corcel desbocado sin hacer caso al freno ni a las riendas;
y el sol de aquella mañana de mayo, caía ya casi perpendicular sobre los
sembrados que, aún de color verde esmeralda, presagiaban una buena cosecha.
Levanté la mirada y pude ver la luz solar filtrarse hecha jirones, entre los
ciclópeos brazos de la encina que me protegía con su sombra. Aquellos brazos de
gigante y aquel tronco hercúleo, si que habían presenciado historias de los
hombres de nuestro Pueblo. Desde su altozano habría presenciado el paso por
aquella carretera que comunica el valle del “Arroyo Maderón” con el
valle del “Río Esgueva”, de tantas gentes: labriegos, pastores,
comerciantes, arrieros y soldados. ¡¡¡Cuántas vivencias, cuantas historias
podrías contarme, vieja amiga, si yo conociera el lenguaje de las encinas!!!.
Entonces una ligera brisa movió sus ramas y el sonido de un suave murmullo fue
su contestación.
Por eso hoy, antes que el hacha
inmisericorde de algún desaprensivo, ponga fin a tu larga vida centenaria,
quiero dejar constancia de tu existencia; si de tu existencia y de tu ubicación
que ya sólo conocemos los mayores de Esguevillas. Quiero que los más jóvenes
motivados por la curiosidad que la lectura de estas líneas les ha de provocar,
te visiten, te vean, te admiren y veneren tu inmensa grandeza; y que los
responsables de protegerte, pongan manos a la obra y limpien tu derredor de las
zarzas y arbustos que perjudican y afean tu entorno. Tú debes estar
sola como siempre estuviste, dominando el paisaje, guardando en tus venas de madera
la sabiduría de una historia de siglos y llenándonos de gozo con tu
contemplación. ¡¡¡Ay, si yo pudiera...!!!.
LA ENCINA DEL CAÑÓN
¿ Qué haces, airosa y solitaria encina,
clavando
altiva tu pie en el otero,
mientras,
bajo tus brazos, el tempero,
celoso
guarda la futura vida?.
¡ Oh!, cuanto labrador de parda pana,
guardándose
del sol bajo tus brazos,
merendó
el duro pan de sus trabajos,
o
soñó en duermevela con su amada.
Pero Tú, dura, humilde y parda encina,
¡Cuántos
secretos guardas en tus ramas!.
de los crudos inviernos las heladas
y
del verano el sol que te calcina.
A tus pequeñas hojas los rigores,
convirtieron
en mísera hojarasca;
y
en tus ramas, los días de borrasca,
secretearon
los vientos mil rumores.
Encina que dominas la llanura,
¿por
qué siendo tan sobria, ruda y parca,
tu
sombra la enorme Castilla abarca,
y
me colmas el alma de ternura?.
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