“HASTA EL FIN DEL MUNDO”
Aquella
mañana de finales de octubre, en el castillo de Monforte de Lemos, todo el
mundo estaba alborotado, en el patio de armas hombres y caballos se mezclaban
en un “totum revolutum” que sólo algunos comprendían. dominando aquella
batahola sobresalía la voz de un capitán de lanceros, que el señor conde había
designado para organizar y dirigir el viaje que, la hija de don Pedro Fernández
de Castro, iba a realizar a la lejana fortaleza de Peñafiel, en el corazón de
Castilla. en el centro del patio había una carroza de dos ejes, totalmente cubierta,
a la que estaban enganchados dos poderosos bueyes de color negro zaino y que
serían los encargados de tirar de aquel pesado carromato, que si no era lujoso al
menos era amplio, seguro y confortable para un viaje tan largo. En dicha
carroza, al amparo de las inclemencias del tiempo, viajarían Inés y su Aya,
doña Manuela Álvarez, que la había cuidado desde que nació.
Inés era una dulce y frágil niña de 9 años,
hija natural de don Pedro Fernández de Castro, a quien todos apodaban “El Señor
de la guerra”, célebre por haber participado en innumerables batallas y de quien
se decía que, en la batalla del Salado, había vencido en combate singular al
rey de Marruecos y le había arrebatado sus lujosas espuelas de oro.
.- Señor, había dicho el capitán de
lanceros, el viaje que se avecina es largo y creo que si en vez de dos bueyes unciéramos
un par de caballos de tiro, la marcha sería más ligera y reduciría el viaje en
varios días.
.- No, Martín, los caminos en esta época
del año, son auténticos barrizales con hoyos y obstáculos difíciles de salvar y
el paso lento pero firme y seguro de esa pareja de bueyes darán seguridad al
paso del carromato donde viaja mi querida hija.
Martín, el capitán de lanceros, no dijo
nada, encontró muy acertado el razonamiento de su señor y sin más preámbulos
organizó la marcha.
Don Pedro Fernández de Castro, amaba mucho
a su hija Inés, pero esta provenía de un amor extramatrimonial con Aldonza Lorenzo
de Valladares, y mientras Inés vivió con su madre, no hubo ningún problema, mas
la bella Aldonza murió cuando la niña tenía cinco años, y entonces la
convivencia con su madrastra y hermanastros, sin estar supervisada por el
Conde, ya que éste tenía que partir para la guerra en tierras de Andalucía, no
le pareció al señor de Lemos, propia para aquella frágil niña. Un día, don
Pedro, llamó a su presencia a su hija Inés y a su Aya Manuela.
.- Querida hija, le dijo mientras la
acariciaba con su mirada, voy a marchar pronto para la guerra y quiero que tú,
que ya tienes 9 años, viajes a Castilla.
La niña, miraba a su progenitor con sus
ojos azules abiertos como platos; no entendía el porqué de aquel viaje, e instintivamente
volvió el rostro hacia su Aya, buscando una explicación que doña Manuela no
tenía.
Don Pedro siguió diciendo:
.- Allá en Castilla, en la fortaleza de
Peñafiel, vive don Juan Manuel. Tiene una hija, llamada Constanza, un poco
mayor que tú y que también se encuentra muy sola. Ella y tú sois primas y como
familia podréis vivir, estudiar y jugar juntas. Contigo viajará también tu Aya
y así no notarás el cambio.
La mano de doña Manuela apretó maternalmente
el hombro de Inés, de cuyos bellos ojos se desprendían dos gruesas lágrimas,
después acarició sus áureos y delicados cabellos y la niña sollozando se abrazó
a su cintura.
.- Señor, todo se hará como vos digáis, yo
no tengo otra familia que mi niña Inés a la que desde que murió su madre hace 4
años, la he cuidado y querido como si fuera hija mía. Aquí en Galicia no dejo
nada, pues nada poseo, y los buenos recuerdos, así como los malos, tampoco los
dejo pues viajarán conmigo allá donde yo vaya.
CASTILLO
DE MONFORTE DE LEMOS
Esto había pasado ya hacía unos días, y
ahora llegaba el momento de marchar. Todos saludaban brazos en alto a la
expedición, de forma especial a Inés y a su Aya que, desde la ventana de su
carroza, decían adiós a todos los habitantes del castillo; hasta el mismo don
Pedro había bajado de su torre, y en la puerta de la fortaleza dijo el último
adiós a aquella hija que quizás ya no volvería a ver. Cuando la carroza salía
de la fortaleza, la mirada llorosa de Inés se cruzó con la de su progenitor y el
Conde sintió que su férreo corazón de “Señor de la guerra”, se enternecía y se
desgarraba como si algo muy querido se perdiera para siempre.
Martín de Cotobade, encabezaba la marcha
acompañado de seis lanceros uno de los cuales llevaba el guion del Señor de
Lemos, después seguía la pesada pero confortable carroza de la hija del conde, escoltada
por dos jinetes y guiada por dos boyeros, detrás seguía la marcha otro gran
carromato cubierto, tirado también por bueyes y que iba cargado con abundantes
víveres para mantener a los expedicionarios durante muchos días. Por último,
cerraban la comitiva cuatro soldados bien armados y montando sus respectivos
caballos. La comitiva descendió poco a poco por la serpenteante vereda que
descendía desde el castillo de Monforte y con paso seguro se adentró en el enfangado
camino del valle que cruzaba una espesa fraga de robles, castaños y acebos, a
más de otros árboles tan altos y frondosos, que no dejaban pasar la luz del sol
hasta el suelo. El sotobosque era un inmenso tapiz de líquenes, musgos y
helechos, que tapizaban la tierra como si de una inmensa alfombra se tratara.
Verdaderamente Galicia era una tierra ubérrima en vegetación debido a la gran
abundancia de lluvias y a la riqueza de su suelo.
Durante el primer día de marcha, hizo buen
tiempo y de vez en cuando algún que otro rayo de sol, atravesando las copas de
los árboles, hacía brillar las armaduras de los guerreros. Los bueyes caminaban
con paso cadencioso y el sonido de los ejes de los carromatos fue la única
música que se pudo oír durante todo el día. De vez en cuando, don Martín de
Cotobade volvía grupas y abandonando la cabeza de la expedición, se acercaba a
la carroza donde Inés y su Aya descansaban. La niña observaba, con ojos
curiosos todo lo que acontecía en su derredor, y la proximidad y la cariñosa
conversación de doña Manuela, le infundían consuelo y tranquilidad. Al día
siguiente, como era de esperar a finales del mes de octubre, el cielo se cubrió
con un grueso manto de nubes que no dejaba ver el sol, y a media mañana una
fina pero persistente lluvia empezó a caer sobre los viajeros haciendo que los
soldados tuvieran que cubrirse con sus grandes capas. En una de sus idas y
venidas controlando la marcha, el capitán comprobó como doña Manuela velaba el
sueño de Inés que, acostada en su confortable lecho, dormía plácidamente ajena
a la lluvia y los pesares que, los que viajaban a la intemperie padecían. El
joven capitán, vio a la niña dormida, miro a su Aya, sonrió y volvió a la
cabeza de la expedición con la tranquilidad de que todo marchaba bien.
El camino se había convertido en una simple
y estrecha corredoira de profundas roderas llenas de baches y
socavones, donde las ruedas de los carromatos se hundían casi hasta los ejes.
Allí se pudo dar cuenta el capitán de que el señor conde había obrado con razón;
cuando parecía que los carromatos se hundían y ya no podrían continuar, el tiro
potente, tranquilo y a pulso de los bueyes hacía desaparecer aquellas
dificultades. Llovió durante todo el día y toda la noche, y cuando tuvieron que
acampar, lo hicieron al abrigo de los muros de un semiabandonado pazo. Después
de aquella intensa lluvia, amaneció un día luminoso que hizo que al mediodía se
hiciera un alto en el camino, se encendieran hogueras y se pudiera comer al
aire libre ya que la temperatura era buena. Inés descendió también de su
carroza y pudo estirar las pierna junto con doña Manuela que no la dejaba sola
ni un momento. Los soldados pusieron sus capas a secar al calor de la lumbre y
durante un tiempo todo fue sosiego y alegría.
Durante el bien ganado descanso, pasaron
por aquel camino una familia de campesinos compuesta por los padres y dos
muchachos ya adolescentes. Todos iban cubiertos con luengas capas pardas con holgadas
capuchas que les protegían del frío y de la lluvia. El capitán se acercó a
ellos y les preguntó.
.- ¿Dónde van los paisanos? Que parece que
llevan prisa.
.- El
padre, un hombre de edad madura, se echó hacia atrás la capucha que casi le
cubría el rostro y con voz serena y modales educados contestó:
.- Señor, hemos salido hace poco de Arnado,
donde hemos estado trabajando, y ahora nos dirigimos a Villamartín; donde
queremos llegar lo antes posible, pues en este tiempo y en estos bosques, la
noche se echa pronto encima y hoy es mal día para pernoctar en campo abierto.
.- ¿Por qué decís que es mal día buen
hombre?
.- Señor, recordad que hoy es 31 de octubre
y es noche de difuntos. A buen seguro que, al caer la noche sobre esta fraga,
la “Santa Compaña” no dejará de recorrer estas veredas y pobre de
aquel mortal que no se encuentre sin protección a su paso.
La mujer y los muchachos se santiguaron al
oír el temido nombre, después el campesino continuó:
.- Vos, capitán, os creéis seguro por que
estáis bien armado y sois un hombre aguerrido rodeado además de buenos
soldados; pero tened en cuenta que las armas y la destreza en usarlas sólo vale
para con los vivos, pero nada pueden contra los muertos. Ayer por la tarde, mis
hijos y yo, recogíamos leña en el bosque para el amo en cuya casa trabajábamos,
y pudimos oír aullidos de lobos muy lastimeros, y un fuerte olor a cera era
patente en el ambiente.
.- ¿Qué
tonterías son esas de un fuerte olor a cera?
.- Sí capitán; la “Santa Compaña”
(los hijos y la mujer volvieron a santiguarse) la forman una procesión grande
de ánimas en pena, todas ellas van vestidas con un blanco sudario con gran
capucha, también blanca, que las cubre su rostro de descarnado hueso. Siguen a
otra que preside la procesión y que porta una gran cruz, y todas llevan un
cirio encendido cuya llama no se apaga por mucho viento que sople, además esos
cirios despiden un olor a cera capaz de olerse a cientos de metros y que
perdura en el bosque durante horas.
.- Dime, buen hombre, ¿para qué sirve esa
procesión de muertos deambulando de noche por estos bosques?
.- Señor, quien porta la cruz normalmente
no es un muerto como los demás. Él es el espíritu de un moribundo que está en
su casa luchando entre la vida y la muerte. Si algún viandante desgraciado topa
con la “Santa Compaña” y no se protege debidamente, tendrá que
hacerse cargo de la cruz y empezar a deambular hasta el día de su muerte que
será próxima. Mientras tanto, el alma del moribundo volverá a su cuerpo y el
enfermo sanará sin haberse dado cuenta de lo sucedido.
.- Martín de Cotobade, que al principio
sonreía ante las palabras de aquel crédulo campesino, dejó de hacerlo y él, que
jamás había temblado ante ningún enemigo, sintió que una gran preocupación le
invadía el ánimo.
El campesino se despidió del capitán, se
volvió a echar la capucha sobre la cabeza y cogiendo una corredoira que allí
mismo se desviaba, se dirigió con su mujer e hijos hacia Villamartín.
El capitán reunió a sus soldados y les dio
las órdenes pertinentes para seguir la marcha., procurando que las palabras del
campesino no hicieran mella en su espíritu de esforzado guerrero.
Puesta en marcha la columna de viajeros,
Martín de Cotobade se pudo dar cuenta de que aquella conversación con la
familia de labriegos también había sido oída por algunos de los soldados, y
estos habían corrido el rumor de la temida noche entre los demás miembros de la
expedición. Durante un par de horas todos caminaron en silencio, nadie quería
hacer ningún comentario, pero el capitán se dio cuenta de que el espíritu de
sus hombres flaqueaba; por eso al llegar a un cruce de caminos donde se
levantaba un precioso cruceiro de piedra en medio de un bien cuidado prado, dio
la orden de parar y acampar.
Reunió a sus soldados y a los criados que cuidaban
de los animales y de las carretas y les dijo así:
.- Vamos a acampar en este prado, aunque
todavía no es de noche, todos sabéis lo que esos supersticiosos campesinos me
han contado y estoy seguro que solamente son supersticiones de gentes sin
cultura influidas por viejas leyendas. Nosotros somos guerreros acostumbrados a
ver la muerte de cara y nunca nos dieron miedo los muertos propios o extraños
que dejábamos tendidos en el campo de batalla, pero para que estéis más seguros
acamparemos de la siguiente manera: Los carros y las tiendas estarán en medio
del prado y en medio de todos nosotros estará el cruceiro de piedra que aquí
veis. Quiero que dos de vosotros (se dirigió a los criados de los carros)
cojáis del carro de los víveres un saco de cal y hagáis un círculo alrededor
del campamento; esta noche todos dormiremos dentro de él. Sois gallegos y bien
sabéis que la única defensa contra la “Santa Compaña”
es permanecer dentro de un círculo o al lado de un cruceiro, pues bien, podéis
estar tranquilos porque nosotros haremos uso de esas dos defensas. Ahora
prended fuego y cenaremos con doble ración de vino y quiero que los centinelas sean
relevados cada dos horas pues la noche es fría.
La cena, al calor de la lumbre y regada con
buen vino, hizo que el ánimo de los hombres se tranquilizara, y poco a poco
unos y otros cada uno en su tienda intentaron conciliar el sueño. El último en acostarse
fue Martín de Cotobade. Cuando todo el campamento estaba en silencio, él lo
recorrió por completo deseando a todos las buenas noches y paró en la carroza
de la hija del Conde; la niña dormía, pero no así doña Manuela Álvarez que sentada
a su cabecera rezaba un rosario que tenía entre las manos. El capitán sonrió,
saludó a doña Manuela llevándose dos dedos a la frente y se dirigió a su tienda
para descansar.
Pocos o nadie pudieron conciliar el sueño
aquella noche. Apenas puestos los primeros centinelas, una espesa y fría niebla
cubrió el campamento de tal manera que apenas los soldados de guardia podían
ver lo que ocurría a pocos pasos de ellos. El aullido lastimero de algún lobo lejano
alertaba a los caballos que se movían inquietos, y los bueyes, en general
tranquilos por la noche, mugían nerviosos. Al llegar la media noche, un fuerte
viento, que parecía venir del averno, empezó a azotar las copas de los árboles haciendo
un ruido pocas veces o nunca oído por aquellos hombres. El capitán salió de su
tienda, no se había despertado porque no había llegado a conciliar el sueño; se
acercó a uno de los centinelas y se dio cuenta de que aquel hombre se mantenía
sereno a pesar del temor que le producían aquellos ruidos extraños.
.- Sin novedad en la guardia, mi capitán.
.- Además de estos aires y ruidos tan
extraños, ¿has podido ver alguna cosa fuera de lo normal?
.- Nada capitán. No he visto ningún ser
vivo ni muerto, ni humano ni animal, pero es que con esta niebla tan densa nada
se podría ver a no ser que se topasen con nosotros.
Martín de Cotobade, charló un momento con el
soldado para que se sintiera acompañado y el miedo no se apoderase de su ánimo;
después se volvió hacia la lumbre y vio que gran parte de los soldados se
habían cubierto con sus capas y estaban en derredor de la hoguera.
.-No podíamos dormir con los caballos tan
inquietos y estos ruidos tan extraños que el viento trae de lo más profundo de
la fronda (dijo el más veterano de ellos).
.- deberíais descansar, mañana reanudaremos
la marcha y la jornada será dura.
.- Capitán, dijo otro de los soldados
sonriendo, esta noche es especial y no nos la queremos perder, además si la
muerte viniera desde lo profundo del bosque, la vida de la hija de nuestro
señor, el conde, será defendida con la nuestra propia.
Martín de Cotobade, se dio cuenta del gran
valor de aquellos hombres y sintió orgullo de ser su capitán. Sonrió, habló con
ellos de cosas diversas y después continuó la ronda por el campamento.
La noche fue larga… muy larga y extraña… tremendamente
extraña. Pero poco antes del amanecer, el viento dio paso a una ligera brisa
que fue disipando poco a poco la espesa niebla, y cuando la claridad del alba
dio paso a los primeros rayos del sol, el campamento se iluminó convirtiendo los
temores de la noche en una pesadilla ya pasada. El capitán ordenó desayunar
para partir lo antes posible y mientras se alimentaban junto al fuego, todos
hablaban y reían en voz alta haciendo comentarios sobre lo que habían visto u
oído en sus horas de guardia, haciendo creer que los temores a la “Santa
Compaña” no eran más que temores de viejas y personas poseídas por el
miedo, pero que todo era normal y que allí no había pasado nada.
En estas estaban, comiendo, riendo y
bebiendo cuando apareció ante ellos Inés, la hija del conde de Lemos, y su Aya
doña Manuela. A la niña le gustaba estar con los soldados y se acercó a ellos
sonriente. En su rostro podía verse que había descansado plácidamente, no así
doña Manuela que tenía las ojeras propias de quien ha pasado la noche en vela. Los
soldados al verlas sonrieron y saludaron afablemente, pero se quedaron callados
y fríos cuando Inés, desde lo más profundo de su inocencia dijo:
.- Buenos días señores, ¿Por qué huele
tanto a cera?
Nadie supo contestar, todos lo habían olido,
pero nadie quería reconocer que aquella noche la muerte con nombre de “Santa
Compaña” había pasado tan cerca de ellos que su olor aún flotaba en el
ambiente de aquella otoñal mañana. Doña Manuela recogió a Inés bajo su capa,
como la gallina que recoge bajo sus alas a los pollitos, y se la llevó al
carromato mientras que con la mirada pedía silencio a los soldados.
Terminado el desayuno, se aparejaron los
animales, se aprestaron los carromatos, y con el sol en la cara se reanudó
aquella marcha que, según todos los cálculos, sería larga.
CORREDOIRA
Durante todo el día avanzaron sin ningún
impedimento que no fueran los propios de aquellas tortuosas veredas que los
gallegos llaman corredoiras. Caminos de la anchura de las ruedas de un carro,
con árboles milenarios que se tocan con sus ramas sobre el caminante que los
recorre y que forman bosques oscuros e impenetrables, donde cada recodo tiene
su leyenda y cada roca su historia. Tierra de curanderos y de meigas, en las
cuales aquellos duros soldados decían no creer pero que en el fondo temían. Doña
Manuela, como gallega convencida, sí que creía en todas esas cosas y por eso
tomaba todas las medidas a su alcance para proteger a su niña, Inés de Castro,
hija del Duque de Lemos que había sido encomendada a su protección. Por eso
había pasado en vela y rezando la noche de difuntos y por eso, sin que nadie lo
supiera, llevaba escondidas, bajo el colchón del lecho de la niña, varias
cabezas de ajo para librarla del mal de ojo.
El paso del puerto de la Canda que, en
gallego, dicen “La Portela da Canda”, lo hicieron con poca dificultad gracias a
la gran fuerza de aquellos magníficos bueyes, que a paso lento pero firme y
seguro, coronaron la montaña que ponía fin a las tierras gallegas y daba paso
hacia las tierras zamoranas del reino de León, por entonces ya unido
definitivamente al de Castilla. Cuando descendían de los montes de la Canda en
dirección a “Las Hedradas”, Inés contemplando el paisaje y fijando su mirada en
la gallarda figura de los soldados de su escolta, no se daba cuenta de que
estaba dejando atrás su querida tierra de Galicia. Pero doña Manuela Álvarez sí
que se daba cuenta, y mientras miraba hacia atrás, su corazón se sentía tan
herido por el dolor que sus ojos se humedecieron y dos lágrimas furtivas
resbalaron por sus mejillas; sabía doña Manuela que no volvería a ver los prados
verdes y húmedos de la tierra que le había visto nacer. Aquella tierra rica en
bosques centenarios, con sus brumas y sus leyendas, pero también tierra de
multicolores hortensias y alegres muñeiras; tierra de avezados hombres de mar y
de duros campesinos de tierra adentro. En fin, aquel mundo de su niñez y de su
juventud, que ya jamás volvería a ver.
La fuerza de aquellos bueyes se hizo notar
también en la subida al puerto del Padornelo, tan alto que, en aquellas fechas,
ya estaba cubierto de nieve y un aire frio y racheado hacía embozarse el rostro
con sus capas a los soldados y hombres que viajaban a la intemperie. Doña
Manuela y su protegida Inés de Castro, bien abrigadas en el fondo de su
carromato, convertido en cómoda carroza, apenas si se asomaban al exterior
descorriendo las cortinas de la ventana. Por fin, pasado este obstáculo
descendieron hacia el valle del río Castro que nace al pie del Padornelo, y
pasando por Requejo de Sanabria desemboca en el Tera. Río que circunda las
murallas de la bien defendida Puebla de Sanabria que, por aquel entonces, era
propiedad de don Juan Alfonso de Albuquerque; el cual recibió cortésmente a los
viajeros y proveyó de cuanto necesitaban para continuar el viaje al día
siguiente.
Después del descanso en Puebla de Sanabria,
que vino muy bien a personas y animales, continuaron su marcha siguiendo los
caminos que discurrían por el valle del Tera, enfangados y heridos por las
ruedas de los carros que por allí transitaban, pero menos tortuosos que las
corredoiras gallegas que habían dejado atrás. Al segundo día de marcha pasaron
por Benavente, que encaramada sobre una gran colina que domina la llanura, a
nuestra niña Inés, le pareció la ciudad más grande y populosa que había
conocido. Un mensajero acompañado de dos jinetes le salió al paso para darles
la bienvenida en nombre del señor del castillo y comunicarles que era
conveniente que siguieran viaje en dirección a Dueñas en vez de hacia
Valladolid, pues las relaciones del infante don Juan Manuel y el rey Alfonso XI
eran bastante tirantes; y por los caminos que conducían a la ciudad del
Pisuerga, podría haber pequeños grupos de gentes que quisieran hacer daño a la
protegida del Infante. Uno de los soldados que acompañaban al mensajero era un
hombre de edad madura que el señor de Benavente les ofrecía para que les
sirviera de guía hasta Dueñas.
Martín de Cotobade, agradeció la bienvenida,
el guía y el consejo y dirigió la comitiva en dirección a Dueñas atravesando la
inmensa llanura de “Tierra de Campos”. Después de Benavente, el panorama cambió
radicalmente: el paisaje se abrió y la línea del horizonte se alejó tanto que,
allá donde la vista alcanzaba, parecía que el cielo se juntaba con la tierra,
es más el cielo se juntaba con la tierra en todas las direcciones. El color de
los campos en aquella época del año era de color ocre y su superficie estaba
despoblada de árboles; aquello era tan amplio como el mar que el capitán Martín
de Cotobade conocía en Galicia, con la salvedad que el mar gallego era de color
azul turquesa y aquí era un mar de tierras ocres y yermas.
Al segundo día de marcha, se dejó de ver el
horizonte y una densa nube de color plomizo comenzó a avanzar hacia los caminantes
hasta envolverlos en el seno de una espesa y húmeda niebla que apenas dejaba
ver el camino que seguían. Marcelino, el guía de Benavente, le dijo al capitán:
.- Vamos a tener una mañana fría. Confiemos
que se levante el viento y se lleve esta niebla meona que nos cala hasta los
huesos.
Uno de los soldados que cabalgaba a la
cabeza de la expedición, murmuró para sí: “niebla meona”, se encogió de hombros
y sonrió.
El tiempo dio la razón al guía; pasado el
mediodía, un fino y persistente viento del norte fue barriendo poco a poco la
niebla que como blanco sudario cubría la llanura.
.- Parece Marcelino, que vos teníais razón.
El viento es frío, pero ha despejado el camino llevándose la niebla que para mi
gusto es mala en tiempos de paz y peor en tiempos de guerra, ya que nunca sabes
por donde te ha de atacar el enemigo.
.- Así es, contestó el guía, pero el cielo
ha quedado raso y como el viento se pare, tendremos una noche muy fría.
.- ¿Fría… cómo de fría?
.- Pues a bastantes grados bajo cero.
Nosotros tenemos tiendas y mantas, pero los animales lo van a pasar muy mal a
no ser que acampemos en aquel pequeño bosquecillo de pinos que hay más
adelante; las copas de los pinos librarán un poco a los animales del relente de
la noche.
Acamparon allí donde el guía decía y el tiempo
dio otra vez la razón a Marcelino. Él era de “Tierra de Campos” y conocía muy
bien los cambios de temperatura que esta despoblada tierra experimenta en pocas
horas. Apenas el astro rey se ocultó en el horizonte, el frío aliento del norte
dejó de soplar y una inmensa calma se apoderó de la llanura. Miles de
titilantes estrellas cubrieron la bóveda celeste de norte a sur y de este a
oeste; el cielo estaba precioso, pero el frío se hizo tan intenso que todos
tuvieron que buscar el cobijo de las tiendas y el abrigo de mantas y capotes.
Con la clara luz del nuevo amanecer, se
pudo contemplar un fantástico paisaje helado, el rocío congelado vestía de
nívea y gélida escarcha toda la llanura, solamente el derredor de la hoguera,
que los diferentes centinelas habían tenido viva durante la noche, se había
conseguido mantener descongelado.
Inés despierta ya, apartando las lonas de
su carroza dijo llena de infantil alegría y sorpresa:
.- ¡¡Mira Aya, todo está blanco!! ¡¡Parece
polvo de azúcar!! ¡¡Mira…mira hasta las crines de los caballos están blancas!!
¡¡Qué bonito está todo!!
.- Avivaron la hoguera para el desayuno y
rápidamente se pusieron en marcha. En un principio el barro del camino estaba
tan helado que parecía de piedra, pero poco a poco el claro sol de la mañana
fue calentando la llanura y el hielo de los charcos se convirtió en agua y la
tierra endurecida del camino en un lodazal, que hacía más dificultoso el paso
de la comitiva.
Aunque las noches eran frías, los demás
días fueron soleados y poco ventosos, por lo que en poco tiempo cruzaron
Ampudia y ascendieron por el camino que pasaba junto a la ermita de Nuestra
Señora de Arconada (hoy, monasterio de Nuestra Señora de Alconada). Era media tarde
y como la ermita estaba a orillas del arroyo “Salón” y tiene una bellísima
pradera, el capitán Martín de Cotobade decidió acampar allí entre los árboles ya
que había buen agua y hierba fresca para los animales, pues ambas cosas las
habían echado de menos en la larga travesía de Tierra de Campos.
Coincidió que en la misma pradera estaban
acampados dos peregrinos, el mayor de ellos parecía ser un monje, que se
dirigían a Santiago de Compostela y, como pidieran algo de comer, el capitán los
invitó a sentarse con ellos junto al fuego para cenar.
Durante la cena los soldados hicieron un
montón de preguntas a los peregrinos, y una de ellas, fue el nombre de aquella
ermita que estaba cerrada. El que parecía monje contestó así:
.- Esta ermita custodia la imagen de
Nuestra Señora de Arconada (Hoy Nuestra Señora de Alconada), pero su historia
es muy larga y ha recibido otros nombres.
.- ¿Cómo es posible que la misma talla haya
tenido otros nombres?. Dijo Martín de Cotobade.
Doña Manuela e Inés se acercaron al fuego,
los soldados, diligentes, les hicieron sitio y ellas se dispusieron a escuchar
al peregrino, con toda atención.
.- La historia de esta Virgen se remonta
muchos años atrás. Ella era venerada en Écija, que como vos sabéis pertenece a
Sevilla, y su advocación era la de “Nuestra Señora de los Remedios”. Pero
cuando, hace muchos años, los musulmanes invadieron nuestra Patria, parecían
una plaga bíblica destruyendo nuestros templos y profanando nuestras imágenes,
así que dos capitanes cristianos del antiguo ejército visigodo, llamados Rogerio
y Fadrique, cogieron la talla de nuestra Virgen, y con sumo respeto y esmerado
cuidado, huyeron con ella hacia el norte para ponerla a salvo.
Estaba anocheciendo. El mortecino sol del
atardecer se ponía y la noche se venía encima; pero nadie se movía del círculo
que habían formado alrededor de la hoguera. Todos permanecían expectantes siguiendo
el relato del peregrino que, carraspeó para aclarar la voz, bebió un trago de
vino que uno de los soldados le ofreció y continuó diciendo:
.- El avance del ejército musulmán era tan
rápido y desolador, que no daban tregua para que los desperdigados soldados
cristianos, que huían hacia el norte, se agrupasen para ofrecer resistencia.
Aquellos capitanes, con los soldados que les seguían y gentes de los pueblos,
que con sus enseres o sin nada más que lo puesto; en carros o a pie,
acompañaban a los soldados buscando su protección mientras huían, llegaron
hasta la localidad de “Arconada” cerca de Carrión de los Condes, y en una
pequeña cueva oculta a la vista de las gentes, la depositaron y después
cerraron su entrada para que nadie la descubriera hasta que así fuera la voluntad
de la Virgen.
.- ¿Qué ocurrió después?, preguntó, llena
de infantil curiosidad, Inés.
El peregrinó miró a la niña y después al
capitán, y este le explicó que se trataba de Inés de Castro, la hija del señor conde
de Lemos a quien escoltaban en su viaje a la fortaleza de Peñafiel. Satisfecha su
curiosidad, el peregrino sonrió a la niña y después continuó hablando con voz
cada vez más sugestiva y misteriosa:
.- Esto ocurría hace siglos, allá por la primera
mitad del siglo VIII que es cuando los ejércitos del Islán invadieron nuestra
tierra. Pasados muchos años; en el año 1133, según cuenta la tradición popular,
ocurrió que la Virgen quiso ser descubierta y se valió de la colaboración de un
humilde labrador que, ya puesto el sol, volvía montado en su borrico, de la
viña donde había estado trabajando. Al llegar al lugar donde estaba la entrada
de la cueva oyó una suave música al tiempo que un tenue resplandor brotaba del lugar
donde estaba obstruida la entrada. El borrico no quería pasar, quizás asustado
por lo que veía y oía, pero nuestro campesino, puso pie en tierra y con la
ayuda de la azada con la que había estado trabajando, se puso a escarbar y al
pronto encontró la pequeña cueva iluminada con la luz que la imagen de la
Virgen irradiaba.
VIRGEN DE ARCONADA (Alconada)
Todos estaban tan abstraídos en el relato
que no se habían dado cuenta de que se había hecho de noche y empezaba a hacer
frío. El capitán rompió el silencio y le dijo:
.- ¡¡Por los clavos de Cristo!! ¡¡Continuad,
que nos tenéis en ascuas!!!
.- Pues bien. No se atrevió a tocarla.
Primeramente, postrado de rodillas le rezó cuantas oraciones sabía, le lloró de
alegría y le dio infinitas gracias por el milagro que había hecho apareciéndose
a él, que solamente era un pobre campesino. Después corrió al pueblo de
Arconada y se presentó ante el párroco y las autoridades de la villa que, al
ver el grado de excitación de aquel pobre labriego, acudieron con él a la
pequeña gruta acompañados de numerosas personas del pueblo.
La entrada de la cueva se llenó de gentes
hincadas de rodillas y, como si estuvieran hipnotizadas, permanecieron largo
rato en sepulcral silencio. Después el sacerdote entonó el “Salve Regina” y
entrando en la cueva, tomó con sumo cuidado la imagen que ya había perdido su
luz, y seguido de las autoridades y del pueblo en general la transportó al
retablo mayor de la iglesia parroquial dándola el nombre de “Nuestra Señora del
Socorro”.
Todos los oyentes, se miraron entre sí unos
a otros sin dar del todo por satisfecha su curiosidad. Entonces Marcelino, el
guía de Benavente que era natural de “Tierra de Campos”, tomó la palabra y dijo
al peregrino:
.- Todo eso está bien, amigo penitente,
pero explica, a mis compañeros de viaje, como es posible que nuestra querida
imagen de la Virgen llegó desde Torquemada, que está cerca de Carrión de los
Condes, a convertirse en Patrona de Ampudia y de la comarca de la Tierra de Campos palentina, que es la tierra
donde yo nací.
Todos los oyentes asintieron con sus
cabezas y un leve murmullo, apoyando el requerimiento que Marcelino hacía al
peregrino.
.- Durante más de cien años, nuestra
Virgen, estuvo presidiendo el altar mayor de Arconada; pero ocurrió que el año
1219, el señor conde de Carrión llamado don Juan, cuyo apellido no recuerdo ni
quiero recordar pues sólo serviría para denigrar a su noble familia, oprimía
con abusivos impuestos a todos sus vasallos y, los ciudadanos de Arconada, se
negaron a pagar aquellas injustas rentas que eran superiores a los beneficios
que ellos sacaban del campo y de sus animales. Don Juan no se conformó y mandó
a sus soldados a recaudar, casa por casa, los impuestos requeridos. Esta acción
se hizo con tal saña y violencia que los soldados no dudaban en golpear y herir
a cualquier humilde campesino que se opusiera a sus deseos recaudatorios. Tan
dura era la represión que muchas familias, recogiendo sus pobres e
indispensables enseres, se refugiaron en la iglesia acogiéndose a sagrado.
Los soldados, ante tal hecho, quedaron paralizados sin atreverse a profanar
aquel sagrado lugar; pero el maligno don Juan mandó amontonar leña a las
puertas de la “Casa de Dios” y prender fuego. (Todos los que escuchaban al
peregrino se santiguaron horrorizados).
.- ¿Qué pasó?. Dijo expectante la niña Inés
de Castro, ¿Dios los castigaría?, ¿verdad?
El peregrino, estaba pálido y sus ojos resplandecían,
como si la luz de aquella hoguera que recordaba brillara en lo más hondo de sus
oscuras pupilas. Después carraspeó, volvió a beber un sorbo del vino que el
capitán le ofreció y continuó diciendo:
.- Sí, noble doncella. El fuego era tan
grande que la puerta empezó a arder, llenándose el templo de un humo tan denso
que amenazaba con asfixiar a todos los allí refugiados que, llenos de pavor, se
volvieron hacia el altar e hincados de rodillas empezaron a rezar la Salve a
Nuestra Señora del Socorro.
Los arconadinos, resignados ya a la muerte,
siguieron reclamando a la Virgen el socorro que en su propio nombre llevaba y,
en un momento determinado, la Virgen se iluminó, los cristales de las ventanas
saltaron en mil pedazos, el fuego se apagó y el humo desapareció. Después la
imagen de la Virgen empezó a elevarse en su hornacina y envuelta en una nube de
luz celestial, ante la mirada asombrada de todos los presentes, salió por la
ventana que miraba al oriente como si en brazos de cien ángeles fuera.
.- ¡¡¡Dios mío, qué milagro tan grande!!! Dijo
doña Manuela al tiempo que se santiguaba. Nuestra Señora horrorizada marchó al
cielo ¿verdad?
.- Así lo creyeron todos los habitantes de
Torquemada, pues eran muchos los ojos que habían presenciado tan singular
prodigio. Pero he aquí que, a los tres días justos de aquel formidable milagro,
estando apacentando su rebaño en este mismo paraje, a orillas del arroyo Salón,
un humilde pastor llamado Marcos, vio como sus ovejas se dirigían hacia un
lugar determinado. Intrigado las siguió pues empezaba a oír una leve musiquilla
que le parecía celestial. Ante la mirada asombrada de Marcos, posada sobre una
piedra entre los árboles, estaba nuestra Virgen, la misma que había huido de
Arconada tres días antes. La música seguía sonando sin que el pobre pastor
supiera de donde salía, pero era tan bella que durante un largo rato permaneció
fascinado del mismo modo que sus ovejas que habían dejado de comer y también
asombradas miraban hacia la Virgen.
El cielo estaba nublado, pero en un momento
dado, un rayo de sol, rompiendo la oscura nube, vino a posarse sobre la imagen
que tomando vida habló así a nuestro pastorcillo:
.- Marcos, no tengas miedo, soy la Virgen
de Arconada que, huyendo de la proximidad del maligno conde don Juan, he venido
a este lugar donde quiero ser venerada. Ve a la villa de Ampudia y manifiesta a
las autoridades civiles y religiosas, mi deseo. Yo mientras tanto apacentaré tu
rebaño.
.- Señora mía, soy un pobre pastor, ¿Quién
me hará caso? Y ¿Qué es exactamente lo que tendré que decir?
.- Irás a Ampudia y les dirás todo lo que
te he contado, además les dices que es mi deseo que vengan a este lugar para
que me trasladen a la iglesia de su localidad hasta que, en este mismo sitio en
que estamos, se me construya un monasterio donde recibiré culto. Para que te
crean, yo te daré una señal tan grande que nadie podrá dudar de la veracidad de
tu mensaje.
.- Iré Señora, pero aún no sé cuál es la
señal que he de llevar para que mi mensaje sea creído.
.- La señal ya te la he dado. ¿No te das
cuenta de que tú eras tuerto y ahora tus dos ojos tienen el mismo brillo y tu
vista es perfecta en ambos?
Marcos, que estaba anonadado, se dio cuenta
de lo que la Virgen le decía, y lleno de alborozo, corrió hacia Ampudia para
darles tan grata y portentosa noticia. El pastorcillo cruzó las puertas de la
muralla y fueron tantas las voces que iba dando a todos los transeúntes, que la
noticia llegó a las autoridades antes que él mismo. Los ampudianos, no daban
crédito al cambio que veían en Marcos; aquel pastorcito, cobarde, introvertido
y callado, se había convertido en un hombre hablador y valiente capaz de presentarse
ante las autoridades de la Villa para contarles lo sucedido. Además,
comprobaron que aquel ojo que desde niño tenía perdido, ahora estaba sano como
el otro y su vista era perfecta. Tal prodigio solamente podía ser producto de
un gran milagro.
Las autoridades civiles y eclesiásticas,
seguidas de una gran muchedumbre acompañaron a Marcos hasta este mismo lugar, y
postrados de rodillas ante la divina imagen rezaron el Santo Rosario. Después,
todos en procesión, trasladaron la imagen al altar de la iglesia de Ampudia
hasta que se construyese el lugar de culto que la Virgen pedía. Hoy, todavía es
una ermita, pero con el tiempo será un gran santuario.
.- ¿Y los habitantes de Arconada no se
enteraron de lo sucedido? Dijo el capitán.
.- Claro que se enteraron, pues aunque la
distancia con Arconada es grande, las noticias vuelan como palomas mensajeras y
muy pronto llegaron a oídos del conde de Carrión; el cual sabiendo el milagro
ocurrido y lleno de arrepentimiento pidió perdón a Dios y reclamó a los
ampudianos la sagrada imagen de la Virgen. Pero los habitantes de Ampudia se
negaron a ello; la Virgen los había elegido a ellos y estaban dispuestos a
custodiarla con su vida si era necesario. Mas el poderoso conde don Juan, los
denunció ante el Ilustrísimo Señor D. Tello Téllez de Meneses, Obispo de
Palencia.
.- ¿Qué dijo el señor Obispo? Preguntó doña
Manuela, al tiempo que echaba una capa sobre los hombros de Inés, pues la noche
empezaba a refrescar.
.- El señor Obispo, que era un hombre
justo, quizás no creyéndose esta historia tan fantástica, sentenció que la
talla de la Virgen debía ser devuelta a la iglesia de Arconada.
Un murmullo de protestas y desaprobaciones
recorrió el nutrido grupo de personas que, al amparo del fuego, escuchaban
expectantes al peregrino. Pero éste, levantando la mano para imponer silencio
continuó:
.- Los arconadinos con el conde don Juan a
la cabeza se personaron en Ampudia, delante de la iglesia donde se custodiaba
la Virgen hasta que esta ermita fuera construida. Traían una maravillosa
carroza engalanada con un trono y tirada por bueyes para transportar la imagen,
cuya entrega sería presenciada por el señor Obispo. Pero he aquí que, puesta la
imagen en el trono sobre la carroza, los bueyes se negaron a tirar y no
conforme con eso, volvió la luz a la imagen y, ante el asombro de todos,
elevándose en el aire, volvió a colocarse ella sola en el altar de donde la
habían cogido.
El Excelentísimo y Reverendísimo Obispo de
Palencia, quedó anonadado ante la visión que había presenciado y levantando los
ojos hacia el cielo, se volvió hacia los presentes y habló de esta manera:
.- Cuando recibí la denuncia del señor
Conde y escuché los alegatos que los habitantes de Ampudia me expusieron, pensé
que la Virgen había sido sustraída de la iglesia de Torquemada para librarla
del fuego, y que ese rescate se había llevado a cabo por algún fervoroso cristiano
que se había encargado de traerla hasta Ampudia. Ahora después de lo que han
visto mis ojos y hemos presenciado los cientos de personas que estamos aquí
presentes, he de decir que yo estaba equivocado y que la sentencia dada por mí,
ha sido revocada en el cielo y, que considerando que es voluntad de Nuestra
Señora permanecer aquí, declaro que la Virgen del Socorro permanecerá en Ampudia
hasta que se construya el santuario que ella misma ha pedido a orillas del
arroyo del Salón. Esta es mi sentencia y el escribano de la diócesis levantará
acta de ella. Después se puso de rodillas ante el altar de la Virgen y entonó
el “Salve Regina” que todo el pueblo allí reunido cantó con devoción.
.- ¿Qué dijo el señor Conde de Carrión?
Preguntó Inés con una carita inocente pero llena de alegría.
.- El señor conde, ante tales evidencias,
asumió la sentencia y comprendió que gran culpa de todo lo ocurrido había sido
suya. Pero contada ya esta historia, he de pedirle permiso, a usted capitán,
para poder descansar mi compañero y yo al lado de su fuego, pues la noche se
torna fría y mañana tenemos que continuar con nuestra peregrinación.
Don
Martín de Cotobade, concedió de buen grado el permiso, dio las órdenes
pertinentes para distribuir las guardias y todos se retiraron a descansar. Inés
quería seguir preguntando, no tenía sueño y su curiosidad infantil era
ilimitada; pero doña Manuela Álvarez, envolviéndola en la capa se la llevó a la
carroza y después de rezar sus oraciones la acostó en su abrigado lecho.
Inés, como niña que era, no dejó de pensar
aquella noche en la maravillosa e increíble historia de la Virgen de Arconada,
de la maldad del conde don Juan y de cómo aquel peregrino, que se dirigía a
Santiago de Compostela, se sabía aquella milagrosa historia que no todos
conocían. Decidió que, a la mañana siguiente, durante el desayuno, le
preguntaría algo más de su vida, de dónde venía y quién era. Después se durmió
al calor de su confortable lecho y bajo la vigilancia maternal de su Aya, doña
Manuela Álvarez, que no cesaba ni un minuto de propiciarla sus cuidados.
El día amaneció frío y una densa bruma cayó
sobre el campamento retrasando un poco la luz de la alborada. El capitán, ya
despierto, se calentaba cerca del fuego que los centinelas habían mantenido avivado,
cuando los dos monjes se le acercaron y afablemente le dieron las gracias por
su hospitalidad. Después, con la capucha sobre la cabeza, emprendieron el
camino de Ampudia y se fueron alejando poco a poco hasta que la niebla los
engulló en su seno.
Los soldados y demás miembros de la
expedición, poco apoco se fueron despertando y acercándose al fuego para
desayunar. Necesitaban del calor de las llamas para calentar sus cuerpos, pues
la mañana estaba fría y una niebla gélida y húmeda envolvía el campamento y no dejaba
ver más allá de un tiro de piedra. Inés y doña Manuela, no salieron de su
carromato, desayunaron bajo los toldos de la carroza y permanecieron arropadas
por mantas bien calientes. Inés, todavía somnolienta, preguntó al capitán que
les traía el desayuno:
.- ¿Dónde están los peregrinos de ayer?.
Quiero preguntarles algo.
.- Los peregrinos madrugaron más que
nosotros y ya hace tiempo que se han marchado.
La Niña, un tanto disgustada, desayunó y
después se aseó y más tarde se dejó peinar su larga cabellera, rubia como el oro
recién salido del crisol, por las expertas manos de su Aya que, muy
pausadamente, al tiempo que acariciaba su melena con el peine, le hacía repetir
lentamente las oraciones de la mañana.
En capitán, Martín de Cotobade, mandó preparar
la marcha y mientras todos los hombres se encargaban de preparar los animales, Marcelino
el soldado de Benavente que servía de guía, se le acercó y le dijo:
.- Capitán, estamos a los pies de los Montes
Torozos; ahora nos espera un camino tortuoso, empinado y difícil hasta que
alcancemos el páramo. Después el terreno será llano hasta descender, también
con dificultad, hasta la villa de Dueñas, donde acabará mi cometido.
El capitán asintió con la cabeza al tiempo
que le dijo:
.- Nos has sido de gran ayuda y espero que
así se lo manifiestes a tu señor el conde de Benavente.
La expedición se puso en marcha, y
efectivamente el camino, poco más ancho que una vereda de herradura, estaba
enfangado, empinado y lleno de curvas. Los bueyes, que tan previsiblemente
había seleccionado don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, hicieron gala
de aquella confianza que en ellos había depositado. Con paso lento pero seguro,
entre una niebla húmeda que mojaba la piel de los animales y las capas de los
soldados, fueron ascendiendo poco a poco hasta llegar al páramo. Allí, el gran
esfuerzo que supuso la ascensión cesó casi por completo pues el páramo era
completamente llano, si bien la espesa niebla y la estrechez del camino unidos
a la espesura del monte formado por encinas y quejigos centenarios, hacían
agobiante su tránsito.
Marcelino el soldado guía de Benavente, le
dijo al capitán:
.- Estamos cruzando parte de los montes
Torozos, terreno de lobos y jabalíes que se crían en la espesura, también es
lugar propicio para encontrarnos con malhechores, claro que con la escolta que
llevamos no se dejarán ver.
.- Por la cuenta que les tiene; he jurado
defender la vida de la hija de mi Señor con mi propia vida si fuera necesario.
A media mañana, se despejó la niebla y el
sol con sus rayos acarició a hombres y bestias, secándolos y aliviando bastante
el frío de aquella cruda mañana.
El brillo del sol y el abrigo de los
matorrales de encina que jalonaban el camino, hicieron más llevadero el paso de
aquel ancho páramo que separaba “Tierra de Campos” de la vega del Pisuerga. Cruzada
la montaraz paramera, iniciaron una larga y dificultosa bajada hacia la feraz
vega que riega el mayor afluente del Duero. Marcelino, puso su caballo al lado
del capitán Martín de Cotobade y le dijo:
.- Capitán, aquella villa amurallada que
allá abajo se ve, es Dueñas. Sería conveniente que un emisario llegara antes
que nosotros y anunciara, al señor del castillo, nuestra llegada. Creo que la
villa de Dueñas pertenece a un gran señor de la familia de los Castro
emparentado con vuestro señor el conde don Pedro Fernández de Castro, que no
opondrá ningún obstáculo a recibir a vuestra señora Inés de Castro, hija del
conde.
Así lo hizo el capitán y a media tarde un pelotón
de soldados a caballo esperaba a los viajeros a la puerta de la muralla llamada
de los “Remedios”, que daba paso a la villa después de cruzar el puente sobre el
arroyo Valdesanjuán, que circundaba gran parte de la muralla sirviendo de foso
natural. Don Martín, hombre experimentado en las cosas de la guerra, se dio
cuenta de lo bien defendida que estaba la villa. La puerta tenía doble portón y
fuerte rastrillo de férreos barrotes y estas medidas de defensa, con el foso
delante, la convertían en prácticamente inexpugnable.
.- ¿Es grande la muralla? Preguntó el
capitán al oficial que salió a recibirlos.
.- Circunda toda la población y tiene otras
tres puertas bien fortificadas, la de “San Martín”, la de la “Villa” que es la
más importante y la de “San Juan”; además el arroyo Valdesanjuán y uno de los
brazos del Pisuerga discurren pegados a sus murallas sirviendo de foso a la
villa. Por último y en lo más alto, como veréis ahora está el castillo de mi
señor que domina toda la población*.
*Hoy día, estas tres puertas, el castillo y
prácticamente toda la muralla, han desaparecido; la mayoría de sus piedras se
usaron para la construcción de las esclusas del “Canal de Castilla”.
Aquella tarde y la noche, la comitiva las
pasaron en Dueñas y, por orden del señor del castillo, se proveyó de víveres a
la expedición para poder concluir el viaje. A la mañana siguiente, después de
haber oído misa en Santa María, templo que eleva su torre como saeta de fe sobre
todo el caserío de la villa, la comitiva descendió por la calle Barbacana hasta
la puerta de San Martín, por donde cruzaron la muralla para enfilar el antiguo
puente de piedra, con seis arcos y torre fortificada, que cruzaba uno de los
brazos del Pisuerga*. Antes de iniciar la travesía del río, Marcelino, el guía
de Benavente, se despidió del capitán e inició su viaje de regreso.
.- Capitán, le dijo antes de marchar. Dueñas
ya pertenece al Cerrato y a partir de ahora, cuando crucéis la vega del
Pisuerga, solamente os faltará atravesar la comarca cerrateña y os encontraréis
junto al río Duero, a los pies del poderoso castillo de Peñafiel propiedad del infante
don Juan Manuel.
.- ¿Cómo será la travesía de esta comarca
que me decís?
.- El Cerrato es una sucesión de feraces
valles y áridos páramos poblados de espeso monte, donde no os será difícil
encontrar pasto para vuestras bestias, y la mayor dificultad estribará en los
ascensos y descensos a dichos páramos, pero para los bueyes que traéis no les
supondrá ningún esfuerzo extraordinario.
Marcelino se despidió de la comitiva y
volviendo grupas a su caballo emprendió el viaje de vuelta. El capitán don Martín
de Cotobade y todo el séquito que acompañaba a Inés de Castro, cruzó los
puentes de piedra que salvaban los dos brazos del Pisuerga y atravesando la
vega de dicho río emprendió camino hacia Peñafiel.
Antes del mediodía pasaban ya junto al
monasterio benedictino de San Babilés rodeado de viñedos donde trabajaban
algunos monjes y otros campesinos. Unos y otros interrumpieron sus tareas y se
quedaron mirando aquella caravana que fuertemente escoltada por hombres de acaballo,
iniciaban ya las rampas del camino de carros que daba acceso al páramo. Estaba
embarrado y con profundas roderas, por lo que los bueyes debieron emplearse a
fondo para ascender por aquellas rampas tortuosas y empinadas. En un par de
días, como les había anunciado Marcelino el guía de Benavente, cruzaron el
valle del río Esgueva y del arroyo Jaramiel, y antes de descender hacia la vega
que riega el Duero, descubrieron un nutrido pelotón de jinetes que avanzaba
hacia ellos guiados por su capitán, que montaba un poderoso caballo castaño
presto para la guerra. A su lado otro caballero portaba el pendón del Infante
don Juan Manuel. Al juntarse los dos grupos se detuvieron. La mañana era
soleada pero muy fría, y todos los soldados cubrían sus armas con gruesas capas,
los dos capitanes se acercaron y don Álvaro de Curiel se presentó diciendo:
.- Me llamo Álvaro de Curiel y soy capitán de las mesnadas de mi señor el Infante don Juan Manuel, Príncipe de Villena y señor de Peñafiel además de interminables villas y lugares, y él me manda a recibiros.
*El
Pisuerga tenía dos ramales, uno junto a las murallas de Dueñas y otro por donde
hoy discurre el río. Los dos puentes de piedra, que los cruzaban,
desaparecieron para aprovechar sus piedras para la esclusas del Canal de
Castilla.
.- Yo soy Martín de Cotobade, capitán a las
órdenes de mi señor don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos y perteneciente
a una de las familias más poderosas de Galicia y Castilla.
El recién llegado asintió con la cabeza, al
tiempo que esbozaba una ligera sonrisa mirando hacia Inés de Castro, que
curiosa por ver parada la marcha asomaba su angelical cabecita a través de las
gruesas cortinas de su carroza.
.- Precioso ángel traéis capitán y, por lo
que puedo apreciar, bien custodiado. Mi señor me ordena que, a partir de aquí,
os releve de vuestras funciones y me haga cargo yo de la custodia de la hija
del Conde.
.- Don Álvaro, me parece normal que vuestro
señor os haya enviado con esas órdenes que me decís, pero tened en cuenta que
don Pedro Fernández de Castro, me hizo jurar que custodiaría a su querida hija
hasta Peñafiel y se la entregara a don Juan Manuel en persona, con cartas que
mi señor me entregó para él. Comprenderéis que, fiel a mi juramento, he de
cumplir la promesa que le hice y, solamente entonces, habrá terminado mi
misión.
.- Lo entiendo capitán, a partir de ahora,
reforzaré con mis hombres vuestra escolta y los dos custodiaremos a la
“condesita” hasta la fortaleza de Peñafiel, donde ya su prima Constanza anhela
su llegada desde hace días.
Unidas las dos escoltas, se formó una gran
expedición que sin más dilaciones se dirigió hacia Peñafiel con los dos
capitanes cabalgando uno al lado del otro. El día que amaneció soleado, aunque
frío, se fue tornando cada vez más gélido y cuando ya caminaban por la feraz
vega que riega el Duero, se podía ver como una lengua de niebla se agarraba firmemente
al cauce del río y avanzaba poco a poco hacia ellos.
.- Es lo que tenemos aquí, dijo el capitán
don Alonso, tan pronto el sol calienta nuestros rostros, como la fría niebla
nos envuelve y nos mete su húmedo aliento hasta la médula de los huesos. Así
son estas tierras castellanas sobre todo en los valles de los ríos.
.- Así es en verdad, contestó don Martín, además
he comprobado que hay grandes cambios de temperatura entre el día y la noche.
No ocurre así en mi Galicia natal que, aunque es húmeda por la lluvia que
recibe, sin embargo las temperaturas nocturnas no suelen bajar tanto como en
Castilla.
.- Este clima es muy duro en verdad. Pero
cambiando de tema, ¿pensáis quedaros vos y vuestros hombres muchos días en
Peñafiel?
.- Todo depende de vuestro señor. Si él no
dispone otra cosa, apenas descansemos unos días, partiremos para Galicia para
unirnos a las fuerzas que el conde don Pedro Fernández de Castro prepara para
ir a Andalucía a luchar contra el Islán.
.- Yo no sé qué hará mi Señor, sus
relaciones con su sobrino, el rey Alfonso XI, no son muy buenas, pues entre
nosotros y bajo palabra de silencio entre caballeros, el rey le hizo desprecios
varias veces y, don Juan Manuel, que es tan poderoso o más que él, ni se lo
perdonó ni se lo perdona.
.- ¿Tan poderoso es vuestro señor?
.- Ya os digo. Sus mesnadas son tan
numerosas como puedan ser las del rey de Castilla, y sus aliados le son tan
fieles como los que pueda tener Alfonso XI.
.- Si que veo una relación complicada.
.- Y tan complicada, como que hemos estado
casi dos años en guerra entre el Infante don Juan Manuel y sus aliados contra
el propio rey y los suyos.
.- Que situación tan comprometida para vos,
capitán.
.- Ningún compromiso capitán; yo me debo a
mi señor el Infante y por él estoy dispuesto a luchar e incluso a morir. Sin embargo,
comprendo que es feo que el hombre más importante de Castilla tenga que
guerrear contra su propio rey.
.- Mirad don Martín, aquel castillo que,
encaramado en aquel risco, se divisa a nuestra izquierda, es la fortaleza de
Curiel, que es propiedad de nuestro rey Alfonso XI.
.- Pensé que ya habíamos llegado y que el
castillo era la fortaleza de Peñafiel.
.- No, Peñafiel está frente a nosotros y
ahora lo cubre la niebla. Es un gran castillo propio de reyes o de infantes
como lo es mi señor.
Apenas había dejado de hablar cuando la
niebla descendió aferrándose más al suelo y sobre todo al cauce del río;
entonces el capitán Alonso de Curiel, dijo en voz alta, al tiempo que señalaba
hacia el cielo:
.- Mirad, don Martín, la niebla ha bajado y
nuestro castillo ha quedado al descubierto y parece un barco navegando en un
mar de nubes. ¿No os parece hermoso?
CASTILLO DE PEÑAFIEL EN LA
NIEBLA
.- ¡Por todos los santos del cielo!, ¡jamás
vi nada más bello!; y volviendo grupas, se acercó a la carroza de Inés, llamó
con apremio a doña Manuela Álvarez, diciéndole que hiciera asomarse a la niña
para que viera algo tan bonito.
Doña Manuela e Inés se asomaron y quedaron
boquiabiertas ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
.- Aya, dijo la niña, mirad, parece un
palacio construido en el cielo. ¡Qué bonito! ¡Es precioso! ¡Parece que flota sobre las
nubes! ¡Es una maravilla, Aya!
Los dos capitanes y algunos de los soldados
de la escolta, que estaban más cerca, rieron ante la inocente alegría de la
niña.
La marcha continuó y ya muriendo la tarde,
la expedición hacía entrada en la fortaleza de Peñafiel. Inés y su Aya fueron
conducidos a una amplia estancia donde don Juan Manuel, sentado en un lujoso
escaño tallado en nogal y rematado con su escudo de armas, las esperaba. A la
diestra del infante y acompañada de su Aya Teresa, su hija Constanza,
permanecía de pie reflejándose en su rostro la ansiedad por conocer a su prima
Inés que llegaba, de la lejana Galicia, para ser su amiga y su dama de honor.
Don Juan Manuel, se levantó del escaño, se
acercó a Inés, acarició su largo cabello y la llevó junto a su hija Constanza
presentándosela. Las dos niñas se abrazaron y se dieron un beso, comenzando
desde entonces el principio de una larga amistad.
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Desde el momento en que Constanza e Inés se
conocieron, se convirtieron en amigas inseparables a pesar de que Inés siempre
sabía, y su Aya así se lo recordaba, que ella era la dama de compañía y
Constanza su señora. No había roces entre ellas. Y las dos, cuando estaban
solas, se contaban una a otra sus secretos. Lo mismo hacían sus Ayas que, en
los largos ratos en los que vigilaban los juegos de las niñas, ellas
comadreaban contando cuanto sabían.
.- Sabrá usted, doña Manuela, que Constanza,
a pesar de ser tan niña, ya ha sufrido más que muchas mujeres adultas. Sí; mi
niña ha tenido una vida muy azarosa.
.- ¿Cómo es posible, teniendo tan corta
edad?
Doña Teresa, miró hacia todas partes como
si tuviera miedo a que alguien oyera sus chismorreos y continuó diciendo:
.- Pues sí; a pesar de tener solamente 12
años, Constanza ya ha estado comprometida con un Noble y casada con un Rey.
.- ¡Por Dios, por Dios, por Dios! ¿Qué me decís
doña Teresa? ¿Cómo pudo ser eso?
.- Pues pudo ser, porque en este mundo en
que vivimos donde las alianzas entre familias es lo más importante, don Juan
Manuel estaba aliado con don Juan de Haro, a ese que llamaban el “Tuerto” por
haber perdido un ojo en una batalla junto a su padre. Esta alianza era para
luchar contra el rey Alfonso onceno, y para que esta alianza fuera firme, don
Juan Manuel le prometió la mano de su hija que era una niña muy chiquita.
.- Claro, la boda no se celebraría.
.- No, no se celebró; y posiblemente
Constanza no se daría ni cuenta de aquel compromiso que su padre había
contraído con el señor de Haro; pero el rey cuando se enteró, tuvo miedo de
aquella alianza y decidió romperla por todos los medios a su alcance.
.- ¿Qué pudo hacer el rey para romper una
alianza entre nobles?
.- El rey Alfonso XI, cumplidos ya los
catorce años que le otorgaban la mayoría de edad, y sabedor del gran deseo de
poder de los hombres, pidió la mano de Constanza al Infante don Juan Manuel; y
éste, viendo que este matrimonio era mucho mejor para su hija y para él mismo,
se la concedió.
Aquí mismo, en este castillo de Peñafiel,
se discutieron y acordaron las condiciones de la boda y posteriormente, el día
28 de noviembre de 1325 se celebraron los desposorios en la catedral de Valladolid.
Alfonso XI tenía 14 años y Constanza 9.
.- ¡Jesús del Gran Poder! Los dos eran unos
niños.
Aunque era diciembre, el día era soleado y Constanza
e Inés jugaban inocentemente en el patio de armas del castillo, donde la
temperatura era agradable y siempre bajo la atenta vigilancia de sus Ayas, que
no apartaban sus ojos de las niñas. Doña Teresa volvió a mirar en derredor y
continuó en voz baja.
.- Claro, claro que eran dos niños, sobre
todo Constanza, pero para alegría y gozo de don Juan Manuel, las cortes de
Castilla, ratificaron este matrimonio en la misma ciudad de Valladolid. Todo
fue un mero trámite; no hubo grandes festejos, ni torneos ni griteríos festivos
por la ciudad y lógicamente el matrimonio no se consumó.
El rey y sus consejeros decretaron que
Constanza se quedase en el palacio de Valladolid a mi cuidado hasta que ella
cumpliera doce años y así se hizo.
El Aya de Constanza, bajó aún más la voz y siguió
diciendo:
.- Pero el rey, nuestro señor, no cumplió
su palabra y dos años después se casó con María de Portugal y repudió a nuestra
niña.
.- ¡Dios mío! Y don Juan Manuel ¿Qué hizo
ante tal desprecio?
.- Don Juan Manuel, reclamó a su sobrino,
el rey, que cumpliera con su matrimonio, pero este alegó que el matrimonio no
había sido consumado y por lo tanto era nulo de todo derecho.
El infante, se enfadó tanto que el rey tuvo
miedo de su cólera y un día apartó a Constanza de mi lado y se la llevó a Toro,
fuertemente fortificado, para tenerla allí, no como prisionera, pero sí
retenida. El resto, ya lo sabéis vos y toda Castilla lo sabe.
Efectivamente, lo ocurrido era tan reciente
que todos en Castilla sabían lo sucedido. Todos sabían, que meses antes de
repudiar a Constanza, el rey pensó en debilitar la alianza que el infante tenía
con Juan de Haro “El Tuerto” y llamó a don Álvar Núñez Osorio para que le
asesinase. La trama cruel y traicionera fue así: El rey Alfonso XI, invitó a
don Juan de Haro “El Tuerto” a participar en un banquete que se celebraría en Toro
el día de Todos los Santos del año 1326; allí pensaba tener una reunión con él,
para limar tensiones y establecer una paz favorable para ambos.
Don Juan de Haro, receloso de las buenas
palabras del rey, no se fiaba del todo de aquel cambio de conducta, mas como no
podía negarse a una invitación real, acudió a ella acompañado de otros dos
nobles leoneses, García Fernández Sarmiento y Lope Aznárez de Fermoselle. Don
Álvar Núñez los recibió antes de entrar en palacio, los acompañó a entrar en él,
y en el zaguán guarnecido de fuerte vigilancia, los invitó a depositar sus
armas, dejando al cinto solamente las dagas. Después entraron a una sala
profusamente iluminada donde el rey y gran parte de su séquito los esperaba para
pasar todos juntos al comedor del palacio.
Se trataba de un amplísimo salón donde la
mesa del rey estaba colocada sobre una tarima elevada cubierta con un gran dosel,
en cuyo centro estaban bordadas las armas de Castilla y León. Todas las demás
mesas estaban colocadas en forma de “U” en torno a la mesa real. Los comensales
permanecieron de pie hasta que el rey se sentó y luego todos ellos ocuparon sus
asientos, siempre por la parte exterior de aquella gran “U”, dejando el centro
libre para el servicio.
Servida la mesa, los comensales degustaron
desde las frutas más variadas y exquisitas hasta las más sabrosas carnes de
ciervos, jabalíes y faisanes, todo ello sazonado con las más variopintas salsas
y exóticas especias. Todo ello regado con buen vino de las tierras de Toro, que
poco a poco iba haciendo subir el tono de las conversaciones, y el color rojo a
las mejillas de los comensales. Pero no todos bebían hasta perder la noción del
tiempo y del peligro, como ocurría con don Juan de Haro y sus dos acompañantes
que, al principio estaban expectantes pero que al final del banquete,
conversaban, reían y gesticulaban llenos de alegría y libres de todo recelo.
Nadie se percató de la mirada que el rey dirigió a don Álvar Núñez de Osorio y
como este levantándose de la mesa salió del salón y no regresó.
Al poco tiempo, el ágape terminó y después
de unas palabras de agradecimiento del rey, todos salieron de la residencia
real para ir a sus mansiones, pero no lo pudieron hacer así don Juan “El Tuerto” y sus dos nobles amigos,
que al atravesar los jardines de palacio, en dirección al zaguán donde habían
dejado sus espadas, don Álvar Núñez y media docena de sicarios salieron de
entre los árboles y amparados por las sombras, cayeron sobre ellos como una
manada de lobos sedientos de sangre y acuchillaron a los tres nobles, sin
darles tiempo a gritar nada más que una palabra… ¡Traición!.
La gota que rebosó el vaso de la paciencia del infante don Juan Manuel, ya lleno de por sí, se desbordó con la noticia del asesinato de sus tres grandes aliados. Montó en cólera y siendo, como era, el hombre más poderoso del reino, declaró la guerra abiertamente a su sobrino el rey Alfonso XI. A sus ya cuantiosas mesnadas se unieron tropas del reino de Aragón y del reino musulmán de Granada. Él mismo al mando de todas estas fuerzas y empuñando la legendaria espada “Lobera”*que había heredado de su abuelo el rey santo, combatió, persiguió e hizo retroceder a las tropas reales, hasta que ante tanto empuje, al rey no le cupo más remedio que solicitar la paz y devolverle a su hija Constanza, que regresó al castillo de Garcimuñoz. Allí lloró su desdicha sin el consuelo de su madre y hermanos que ya habían muerto siendo muy niños y cuyas tumbas, la desconsolada niña visitaba casi a diario.
Ante esta situación, el infante don Juan Manuel, trasladó a Constanza al castillo de Peñafiel y la trajo como compañera a Inés de Castro también huérfana de madre; para que juntas y familia como eran, se hicieran compañía y olvidasen sus penas.
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Aquí, en el castillo de Peñafiel, bajo la
tutela del infante don Juan Manuel, tenemos ya las dos jovencitas felices y
contentas. Parece que, si ambas habían tenido, como ya hemos conocido, una vida
azarosa y llena de sufrimiento, ahora sus pesares habían terminado y la vida, a
partir de estos momentos, les iba a sonreír. Pero la vida reparte las cartas y
el hombre es quien juega la partida, y en esta ocasión quien no cesaba de
pensar en cómo jugar sus cartas para adquirir poder en alguna casa real, era
don Juan Manuel. Así que, a los pocos años Constanza, vuelve a ser pieza clave
para entablar alianza con Pedro, heredero de la corona de Portugal que ahora
ostentaba su padre Alfonso IV.
El día 28 de febrero de 1336, en la iglesia
de San Francisco de Évora, se reunieron los procuradores de ambas partes,
discutieron los pormenores de aquel enlace y lo ratificaron y sellaron. Con
esta documentación en la mano, el Infante don Juan Manuel va a la alcoba de su
hija en el castillo de Peñafiel y le informa a ella y a su Aya Teresa de sus
pretensiones:
.- Habéis de preparar vuestro equipaje porque
tendréis que viajar a nuestra vecina Portugal, donde os espera vuestro futuro marido
Don Pedro, príncipe de la nación lusa y futuro rey de ella.
.- Padre mío, he sufrido tanto con la
nulidad de mi anterior matrimonio, que sólo pensar en otro nuevo compromiso con
alguien que no conozco, aflige mi corazón. Antes era una niña, pero ahora soy
una mujer y, sólo en imaginar un nuevo fracaso me llena el alma de pesadumbre.
No obstante, siempre os he obedecido y sé que todo lo que hacéis es por mi
bien, y así lo siento y acepto de todo corazón.
El Infante acarició la mejilla de su
querida hija, la besó en la frente y con suave voz, poniendo todo el cariño en
sus palabras, le dijo:
.- Hija mía, sabéis bien que desde que
nacisteis habéis sido la niña de mis ojos y que por vos he sido capaz de
empuñar mi espada contra el propio rey. Con este matrimonio, si Dios quiere,
seréis reina consorte de Portugal y en un futuro, alguno de vuestros hijos será
rey.
.- Así sea, mi padre y señor, pero os pido
que entre la servidumbre que he de llevar a Portugal, me acompañe mi querida
prima Inés; ella es mi íntima amiga y mi principal dama de honor.
.- Se hará como mi querida hija quiere.
Durante unos días, el castillo estuvo
revuelto con damas y caballeros marchando de un lugar para otro, y por último
una semana después, una gran caravana encabezada por don Juan Manuel, salió de
Peñafiel cogiendo el camino real que los llevaría hasta Toledo.
Pero el diablo que todo lo enreda hizo que
los consejeros del rey Alfonso XI, principalmente Álvar Núñez Osorio y
Garcilaso de la Vega hablaron con él de esta manera.
.- Majestad, dijo Álvar Núñez, una alianza entre
Don Juan Manuel y el rey de Portugal, no es conveniente para nuestro reino.
.- ¿Por qué motivo me decís eso?
.- Señor, puntualizó Garcilaso de la Vega,
en caso de guerra, Don Juan Manuel podría atacaros por el Este con el reino de
Aragón y por el Oeste con tropas portuguesas. Sería un desastre Majestad.
Alfonso XI, intranquilo y asesorado por
ambos consejeros, ordenó a uno de sus generales que al mando de una nutrida tropa
saliera al encuentro de la comitiva e interfiriera la marcha de Don juan Manuel
hacia Portugal. Aquella boda había que evitarla como fuera.
Ajenos a las órdenes del rey, la comitiva
que custodiaba a Constanza Manuel de Villena caminaba tranquila y segura
custodiada por su padre y una tropa de más de cincuenta lanceros. ¿Quién se
atrevería a oponerse a la marcha del señor más poderoso de Castilla?, ¿quién se
atrevería a cerrar el paso a la prometida de Don Pedro príncipe de Portugal?
Pero para Lucifer que maneja los hilos de los bajos sentimientos humanos, no
hay nada imposible; y así había ocurrido, pues un pequeño, pero bien armado
ejército ya cabalgaba a buen paso, devorando el camino, para interceptar a la
comitiva principesca; pues no olvidemos que Don Juan Manuel era Príncipe de
Villena.
A media mañana de un día de un soleado del
mes de febrero, cuando más desprevenidos y tranquilos caminaban, una nube de polvo
que, rauda y veloz se dirigía hacia ellos, llamó su atención. A los pocos
minutos, se pudo distinguir ya cercano, a un jinete que, montando un caballo
morcillo, blanco de sudor y con los ollares tan dilatados que parecían dos
ventanas abiertas de par en par, cabalgaba y se paraba ante ellos envuelto en
polvo y bañado en sudor. Pidió hablar con Don Juan Manuel y ante él lo llevaron.
.- ¿Qué grave motivo es este, que te hace
cruzar la estepa como alma que lleva el diablo para detener nuestra tranquila
marcha? Le preguntó en señor de Peñafiel; al tiempo que le mandaba serenarse y
pedía que le dieran algo para beber.
El jinete, entregó su caballo a un soldado
de la escolta, se acercó a Don Juan Manuel y, descubriendo su cabeza, con el
mayor respeto contestó:
.- Señor, vengo desde Salamanca por orden
de mi señor don Lope amigo vuestro, y me dice que le advierta de que una
nutrida tropa al mando de Garcilaso de la Vega, ha salido de Toro con la
intención de deteneros antes de llegar a Toledo y evitar los esponsales de
vuestra hija Constanza.
.- ¡¡Por las llagas de Cristo!! Que este mal
rey, sobrino mío y cuyo parentesco rechazo, se ha propuesto amargarme la vida
atacando a la persona que más amo en la vida, que es mi hija Constanza. Mas no
lo conseguirá.
¡Capitán! Llamó a don Álvaro de Curiel; cambiad de dirección y avivad la marcha en dirección a mi castillo de Garcimuñoz. Allí descansaremos y veremos qué es lo que ocurre. En cuanto a vos soldado, aseaos comed y bebed, coged víveres y que os den un caballo de refresco. Regresad junto a vuestro señor y decidle que Don Juan Manuel le agradece el aviso. Después alargó la mano y recompensó al mensajero con tres cornados de vellón*
El capitán Álvaro de Curiel, dio orden de
continuar la marcha, pero desviándose del camino de Toledo. Ahora irían hacia
la fortaleza de Garcimuñoz, donde se harían fuertes y esperarían a ver cuáles
eran las retorcidas pretensiones de Alfonso XI. Llamó a dos de sus soldados y les
dijo:
.- Quiero que elijáis dos de los caballos
más rápidos y esperéis aquí mientras nosotros marchamos. Después cabalgareis tras
de nosotros, pero siempre dejándonos llevar una ventaja de dos leguas más o
menos. No quiero que la tropa que manda Garcilaso nos de alcance por
retaguardia sin que nosotros estemos advertidos. Si los vierais llegar, galoparíais
tan rápido como vuestras monturas os permitieran hasta darnos alcance y
avisarnos de su llegada.
El cambio de destino desorientó totalmente
a las tropas del rey que habían salido en su persecución. Cuando llegaron a
Toledo, no había noticias de la comitiva del Infante don Juan Manuel, y cuando
quisieron reaccionar y corregir el rumbo, ya era tarde para interrumpir su marcha.
El Infante con su hija Constanza y todo el séquito que le acompañaba, llegaron
al castillo de Garcimuñoz, fuertemente amurallado, y allí se sintieron en casa.
Castillo de Garcimuñoz
Pasaron
dos días y, aún la aurora no iluminaba el cielo para anunciar un nuevo amanecer,
cuando el vigía de la torre hizo sonar la campana de alarma y al pronto todas
las almenas se erizaron de lanzas. No hubo necesidad de avisar a Don Juan
Manuel; él también había oído tocar la campana a arrebato, y ya atisbaba el horizonte
desde lo alto de la torre del homenaje. El castillo estaba rodeado por las tropas del
rey y algunos de los soldados habían prendido hogueras; eso demostraba que
habían venido decididos a quedarse. El capitán Álvaro de Curiel que estaba a su
lado le dijo:
.- Señor, si hacemos ahora una salida de
improviso los derrotaremos y pondremos en fuga; y con un poco de suerte
podríamos coger prisionero a ese noble que ostenta un cargo, ante el rey, que
no se merece.
.- Claro don Álvaro, que los derrotaríamos,
ahora somos más que ellos y no esperan nuestro ataque; pero debemos esperar
para ver qué es lo que pretenden.
A media mañana, dos jinetes, uno de los
cuales portaba bandera blanca, se acercaron hasta las puertas de la fortaleza.
.- ¡Ah del castillo!, dijo a voz en grito,
hablo en nombre del rey, nuestro señor Alfonso XI. Pedimos paso franco para
poder dar un mensaje de palabra al Infante Don Juan Manuel, príncipe de Villena.
A una orden del capitán, se alzó el
rastrillo y se abrieron las puertas para dar paso a los dos jinetes que, bajo
el amparo de la bandera blanca, fueron llevados por el capitán y dos soldados
más a presencia del Infante.
.- ¿Se puede saber qué quiere mi sobrino?
.- Señor, dijo con todo respeto el portavoz
de la misiva, nuestro señor el Rey, os pide que declinéis en vuestro intento de
viajar a Portugal para casar a vuestra hija con el príncipe Don Pedro. Él, os
lo pide de buenas maneras, pero de no hacerlo, os lo impedirá por la fuerza de
las armas.
El rostro de Don Juan Manuel, de por sí
tranquilo, se puso rojo de ira y sus ojos se dilataron tanto que parecían echar
chispas por sus pupilas, después intentando dominar sus impulsos contestó a los
portadores de aquel mensaje.
.- ¿De buenas maneras decís,? ¿de buenas
maneras?; y en vez de mandar un mensajero, envía tras de mí un ejército para
darme caza, como se manda a una jauría para apresar un venado. Decidle a ese
aprendiz de monarca, que a mí nadie me impone ninguna orden. Que yo Don Juan
Manuel, Príncipe de Villena, soy nieto y sobrino de reyes y tengo en mis venas
tanta sangre real o más como pueda tener él. Yo no me amedrento ante nadie en
este mundo y sólo doblo mi rodilla ante Dios Nuestro Señor.
.- Así será informado nuestro Señor, pero
sabed que esta contestación supone una declaración de guerra.
.- Sea pues. Si no me amedrenta en la paz,
menos temor le tengo en la guerra.
Los
dos emisarios se irguieron, juntaron sus talones con tanta fuerza que el ruido
de sus espuelas resonó en la sala, luego retrocedieron unos pasos sin dar la
espalda para después girarse y salir por la misma puerta por donde habían
entrado. La guerra estaba servida.
Lo primero que hizo Don Juan Manuel antes
de lanzarse a la guerra abierta, fue asegurar los esponsales de Constanza, para
lo cual mandó mensajeros al rey Alfonso IV de Portugal con intención de
celebrar las bodas por poderes ya que el Rey le tenía cortado el camino hacia
Portugal. El cometido se cumplió sin contratiempos y semanas más tarde, una
delegación del país luso burlaba el cerco al castillo de Garcimuñoz y el 28 de
marzo de 1336, Constanza Manuel de Villena contraía matrimonio por poderes con
el Príncipe Pedro de Portugal.
Otra boda triste para la pobre Constanza. En
estas fechas ya rondaba los 20 años y sabía muy bien lo que era contraer
matrimonio; pero la verdad es que estaba delante del altar de la capilla de su
castillo y lo hacía cogida de la mano de un señor que no conocía, el cual
representaba a un príncipe extranjero que nunca había visto. Su padre Don juan
Manuel estaba muy contento con aquella unión, pero ella ¿qué pensaría? Además,
se trataba de un matrimonio por poderes, sin consumación, y esto el rey Alfonso
con toda su fuerza podría hacerlo fracasar; de ser así sería el tercer fracaso
en su todavía corta vida.
Terminados los esponsales de su hija, el
Infante, dejando bien defendido su castillo de Garcimuñoz, burló en la
oscuridad de la noche el cerco de las tropas reales y marchó hacia su castillo
de Peñafiel, desde donde pensaba organizar un potente ejército que plantaría
cara a las tropas del rey.
Pero esta vez, Don Juan Manuel se
equivocaba en cuanto la capacidad bélica de Alfonso XI como estratega. El Rey
no sólo no permitió a Don Juan Manuel juntar un gran ejército, sino que cercó a
sus principales aliados antes de que estos reaccionaran. Así el mismo rey,
cercó Lerma donde estaba Don Juan Núñez III de Lara, aliado del Infante. Ordenó
a los Maestres de las Órdenes de Santiago y Calatrava poner sitio a Peñafiel
sin dejar salir a Don Juan Manuel y otro ejército puso sitio a Torrelobatón. Las
tropas del Infante estaban divididas y cercadas, por lo tanto, no podían
presentar batalla al ejército real. Había que asumir que Alfonso XI se había
adelantado y ahora los tenía en sus manos, solamente le quedaba a Don Juan
Manuel que el rey de Portugal pasara la frontera con su ejército y le ayudara.
No se hizo esperar mucho Alfonso IV de
Portugal, que cruzando la frontera castellana con un poderoso ejército fue
destruyendo villas y poblados hasta llegar a la ciudad de Badajoz, a la que
puso un férreo cerco. Intentó tomarla al asalto; pero los bravos pacenses
opusieron tal resistencia, que al rey portugués no le cupo más remedio que asediarla
para rendirla por hambre y sed.
Estando en el asedio de Badajoz, Alfonso IV
de Portugal se enteró de que un ejército castellanoleonés al mando de Enrique
Enríquez (El Mozo), le había devuelto el agravio y había invadido
Portugal. Rápidamente llamó a uno de sus nobles más importantes llamado Don
Pedro Alonso de Sousa, y le ordenó dirigirse con sus tropas a Villanueva
de Barcarrota, donde se había acuartelado Enrique Enríquez con órdenes de
derrotarlo, de hacerlo prisionero e incendiar el municipio.
Cuando desde las torres de Villanueva de
Barcarrota, vieron llegar al ejército portugués, se dieron cuenta de que era
más numeroso que el castellanoleonés; pero aun sabiéndose inferiores, Enrique
Enríquez el Mozo, abandonó el seguro refugio de las murallas y salió en
formación para presentar batalla a los portugueses.
Pedro Alonso de Sousa, sintiéndose seguro
por la superioridad de su ejército, acampó en lo alto de una loma y allí esperó
el ataque de los castellanos. Fue su gran error, pues los castellanos
recibieron noticias de que, a marchas forzadas y sin dar descanso a hombres ni
animales, el Rey les había mandado refuerzos. Desde Sevilla venía Juan Alonso Pérez de
Guzmán, con las mesnadas de dicha ciudad y también le acompañaba el señor de
Bailén, don Pedro Ponce de León “El Viejo”.
Cuando estas tropas llegaron a Villanueva
de Barcarrota, estaban exhaustas y no estaban en disposición de entablar
combate. Pero esto no lo sabía el comandante portugués, que al ver el gran número
de efectivos que formaban aquel ejército, dio la orden de retirada y eso fue su
perdición; pues la caballería castellanoleonesa, al mando de Enrique Enríquez
“El Mozo”, persiguió y alcanzó a la infantería lusa, cuyos soldados al verse arrollados
por fuerzas de caballería, arrojaron sus armas y se dieron a la fuga de forma
desordenada. La matanza fue considerable, pues los castellanoleoneses
persiguieron a la indefensa infantería lusitana durante dos leguas castellanas,
sembrando el campo de muerte y desolación.
Cuando el rey portugués Alfonso IV, que
todavía estaba cercando Badajoz, se enteró de la derrota y que don Pedro
Fernández de Castro “El de la Guerra”, venía con sus tropas a socorrer a los sitiados,
levantó el cerco y marchó para Portugal.
Sí algo tenía de sobra el Infante Don Juan
Manuel además de dinero y poder, era inteligencia. Inteligencia que había
heredado de su tío el rey sabio. Resistió cercado por las tropas reales durante
mucho tiempo, pero pronto se dio cuenta que la única salida de aquella guerra,
que ya se estaba prolongando demasiado, era concertar una paz que no fuera
deshonrosa y que tampoco disminuyera su poder. Después de varios meses de
negociaciones, en los cuales el rey Alfonso XI, que también quería tener al
Infante como aliado mejor que como enemigo, le ofreció una paz que resultaba
ventajosa para los dos.
Don Juan Manuel se
comprometía a jurar al rey fidelidad y no volverse a levantar en armas contra
él; y a cambio recibía otros títulos y prebendas además de recibir la total
libertad para viajar a Portugal y casar a su hija Constanza con el príncipe
portugués.
Firmada la paz, la tranquilidad volvió al
reino de Castilla, y mientras se preparaba el viaje de Constanza hacia Portugal,
Don Juan Manuel trasladó a sus seres queridos a la fortaleza de Peñafiel y allí
dedicó parte de su tiempo a las dos aficiones más importantes que tenía: La
escritura y la caza. Si en toda Castilla, no había pluma más locuaz y más culta;
tampoco había ningún halconero que poseyera mejores aves adiestradas para la
caza que él. En sus halconeras se podían encontrar desde gerifaltes nórdicos a
sacres saharianos, pasando por los estilizados neblíes y terminando por los
veloces, acrobáticos y diminutos esmerejones. También podían contemplarse poderosos
azores mudados con sus ojos como rubíes y raudos gavilanes. Pero si de algún
ave de cetrería se sentía orgulloso era de sus halcones baharíes que anidaban
en los cortados fluviales de la Meseta. Bellos, señoriales, capaces de
remontar, en la caza por altanería, a grandes alturas para después lanzarse en
suicidas picados a casi 400 kilómetros por hora, para impactar en sus presas.
Con ellos Don Juan Manuel, que tantas tierras dominaba, también se sentía
dominador de los cielos abiertos, pudiendo dar caza a las aves señoras del
aire.
Por fin, una luminosa mañana de últimos del
mes de julio del año 1339, se alzaron los férreos rastrillos y se abrieron las
herradas puertas del castillo de Peñafiel, para despedir a Constanza Manuel que
partía con destino a Portugal. Con ella viajaba su amiga y prima Inés de Castro;
era su dama de honor, y con ella otras cuantas jóvenes formaban su séquito
femenino. La expedición iba al mando de su “medio hermano” Enrique Manuel, hijo
bastardo del Infante y de Inés de Castañeda.
Encabezaban la marcha media docena de
heraldos del sequito de Don Juan. Llevaban casullas de seda con los escudos del
Infante bordados en oro y plata; cubiertas sus cabezas con vistosas gorras guarnecidas
con plumas de aves exóticas. Tras de ellos, un grupo de trompeteros rasgaban el
limpio cielo de Castilla con sus agudas notas musicales. Después, uno de los
más fieles escuderos de Don Juan Manuel, armado como para la guerra y montando
un poderoso y ágil alazán cuyas rubias crines parecían llamaradas de fuego
ondeando al viento, portaba en su mano diestra el pendón de Don Juan Manuel “Príncipe
de Villena” y señor de Peñafiel, haciendo descansar el cuento del hasta en el
acerado estribo al lado de su pie derecho.
En medio de todo aquel séquito, montando un
soberbio caballo castaño, marchaba don Enrique Manuel hijo bastardo del
Infante. Iba rodeado de pajes y ricos hombres que con más de cien lanzas de a
caballo, servían de escolta a las carrozas de las damas y los carros cargados
de víveres y regalos, que completaban la expedición.
La principesca caravana llamaba la atención
a cuantos la veían pasar y nadie había visto nunca tanta pompa, tanta riqueza y
tanto poderío, desfilar por las calles y caminos del reino de Castilla. Los
campesinos interrumpían las labores del campo en aquellos días de julio,
dejando de segar los campos para contemplar mientras pasaba aquella enorme
comitiva llena de riqueza, elegancia y poderío.
Si grande fue la admiración en las tierras
castellanas, mayor lo fue cuando en la frontera de Portugal, salió a recibirles
un gran número de caballeros con banderas y pendones portugueses, que el rey
Alfonso IV había mandado para acompañar hasta Lisboa, a la ya esposa por
poderes de su hijo Pedro. En la capital les estaban esperando el Rey y su Hijo
acompañados de toda la nobleza portuguesa. La fiesta que aquel día se celebró
fue tan fastuosa que dejo a la imaginación del lector los detalles, pues mi
pobre pluma necesitaría muchas líneas para poder describir una minúscula parte
de lo que fue aquel recibimiento.
La recepción y presentación de la novia a
su prometido el príncipe Carlos y a su padre el rey Alfonso IV, se hizo en el
Gran Salón del palacio real “Castillo de San Jorge”. Sobre un estrado, el rey
estaba sentado en su trono, un escaño labrado con gran profusión de dibujos,
sobre todo en su altísimo respaldo que tenía en su centro
tallado el escudo de Portugal. A su mano derecha, en otro lujoso escaño de
menor tamaño estaba el príncipe, expectante por ver a su esposa que aún no
conocía. Delante de ellos, sentados a ambos lados del salón, estaban los
principales miembros de la nobleza portuguesa, hablando en tenue voz. De pronto
todos callaron y giraron sus cabezas hacia la entrada, cuando las puertas de la
gran sala se abrieron y un uniformado ujier dio un fuerte golpe con su bastón
en el suelo, anunciando la entrada de Constanza Manuel y su séquito.
Se abrieron las puertas de par en par y
cogida de la mano de, su medio hermano, Don Enrique Manuel, avanzaron los dos con
las cabezas erguidas y el paso firme y acompasado. Tras de ellos caminaban Inés
de Castro, dama de honor, y otras cuatro doncellas de noble porte; y cerraban
el séquito un grupo de caballeros de rancia alcurnia que acompañaban a la ya
casada por poderes Constanza Manuel.
Carlos, el príncipe, quedó gratamente
impresionado ante la belleza de Constanza. Sus ojos castaños, su larga cabellera
cayendo sobre los bien torneados hombros, sus labios carnosos y bien definidos dejaban
ver, de vez en cuando, una sana y bien formada dentadura. Esto y una grácil cintura
sobre sus bien marcadas caderas, componían una figura propia de ser lucida por
cualquier reina y ser deseada por cualquier hombre.
Constanza también quedó prendada de la
figura del príncipe que le había sido escogido por su padre para esposo. Hasta
este momento no lo había visto, pero ahora que le conocía en persona, se dio
cuenta de que la apostura, gallardía y nobleza que emanaba aquel joven
príncipe, le resultaba muy grata y pensó que, después de tantos sufrimientos,
la vida le había sonreído concediéndole por esposo a un hombre tan gentil.
Pero la vida no le iba a resultar tan de
color de rosa como ella se la imaginaba en aquel momento; pues los hados habían
destinado un fatal destino a aquella bella mujer que había nacido en el seno de
la familia más noble de Castilla e iba a contraer matrimonio con el príncipe
heredero de Portugal. Para más desgracia, la semilla de aquella cruel fatalidad
se iba a sembrar en el corazón de su esposo justo en aquel momento en que tan
agradablemente se estaban conociendo y saludando.
El rey y su hijo se habían levantado de sus
escaños para dar la bienvenida a Doña Constanza, y el príncipe adelantándose
unos pasos tendió su mano hacia su esposa para ayudarla a subir al estrado
donde él estaba, y así presentarla a toda la nobleza portuguesa. Ella se apoyó
en su mano y subió al estrado; y justo en ese momento, la cruel fortuna hizo
que los ojos de Carlos se posaran en los ojos de Inés de Castro y su mirada naufragara
en aquellos luceros azules como el mar de Galicia. La doncella de honor mantuvo
unos segundos la mirada y después bajó la vista ruborizada y aturdida; pero el
príncipe ya no podía apartar los ojos de ella; aquel azul profundo de sus ojos,
el carmín de sus labios, las perlas que guardaba su boca, las dos rosas en que
se habían convertido sus ruborizadas mejillas, aquel junco delicado que era su
talle, el oro de su larga cabellera cayendo sobre sus hombros hasta cubrir casi
por completo sus erguidos senos… si Constanza le había parecido bella, aquella mujer
era la reencarnación de la diosa Venus que tanto cantaban los poetas. A partir
de aquel momento, Cupido hirió el corazón de Carlos y el amor hacia Inés empezó
a vivir en él.
Al principio, Carlos creyó que su atracción
hacia Inés era solamente un deseo carnal, y como su boda con Constanza ya se
había realizado hacía tiempo, por poderes, apartó aquellos pensamientos de su
cabeza y se centró en la belleza de aquella esposa que ya tenía a su lado y
cuyos esponsales se iban a celebrar, con el beneplácito de su padre y de toda
la nobleza portuguesa, en la catedral de Lisboa dos días después.
El
24 de agosto de 1339 se volvió a celebrar la boda en la catedral lisboeta; y
esta vez se celebraría con todo boato y suntuosidad, como correspondía a un
enlace de la alcurnia de los contrayentes Esta vez sí sería una boda a la
altura de los contrayentes.
INTERIOR DE LA CATEDRAL DE
LISBOA
Con bastante tiempo antes de la llegada de
la novia, ya estaba el príncipe Carlos delante del altar mayor de la catedral
cuyo retablo presidía una talla de la Virgen María; y con estricta puntualidad,
al contraluz de la puerta principal del templo apareció la esbelta figura de
Constanza que, del brazo de su medio hermano Enrique Manuel, avanzaba hacia el
altar arrastrando la cola de su níveo vestido de novia, al tiempo que el órgano
de la catedral llenaba de acordes nupciales las naves y bóvedas del templo. La
nobleza portuguesa y castellana, que llenaba la basílica, se puso en pie y boquiabiertos
y llenos de admiración contemplaron el desfile hasta que la novia llegó al lado
del príncipe heredero. Una vez colocada la novia al lado izquierdo del novio y
de pie frente al altar, el obispo de Lisboa Monseñor Don Joâo Alfonso de Brito,
se levantó de su cátedra y después de saludar al rey Alfonso IV y a su esposa Beatriz
de Castilla, a los contrayentes y a todos los presentes, empezó el oficio de la
Santa Misa. Leído el evangelio y pronunciada la homilía, el señor Obispo se
acercó a los novios y les recordó que, aunque ya hacía tiempo que habían
contraído nupcias por poderes, ahora iban a celebrar su matrimonio ratificando
ante Dios las promesas que estando muy distantes ya se habían hecho.
Toda la ceremonia había transcurrido
normalmente según el protocolo previsto, pero he aquí que el azar que todo lo
enreda hizo que un rayo de sol traspasando las emplomadas vidrieras multicolores
de una ventana ojival, atravesó las altas bóvedas del templo y fue a posarse al
lado donde las damas de honor de Constanza estaban presenciando la ceremonia.
El Príncipe desvió su mirada y su corazón dio un salto dentro del pecho. El
rayo de sol iluminaba a las damas de honor, pero de una forma especial a Inés
de Castro que, al igual que Venus-Afrodita emergía de la espuma del mar, así aquella
doncella de cabellos de oro emergía de entre las demás damas; los dos cruzaron
sus miradas y un bello calor inexplicable hizo latir más fuerte sus corazones
acelerando la sangre que corría por sus venas. El príncipe se dio cuenta de que
sin lugar a duda estaba enamorado de aquella mujer.
Estaba absorto, ausente, ensimismado en
aquella visión; por eso cuando el señor Obispo le preguntó si estaba decidido a
tomar por esposa a Constanza Manuel, dudó unos segundos, pero después aceptó ya
que así se había acordado y así tenía que ser para que aquella mujer de noble
linaje le diera un heredero a la corona de Portugal.
Aquel “Sí Quiero” pronunciado por el
príncipe Pedro, sonó en los oídos de Inés como una sentencia de muerte para aquel
amor que había empezado a nacer en su corazón. Sin embargo, ella que se sentía
culpable de que aquel sentimiento pudiera hacer daño a su querida prima y amiga
Constanza, también se sintió aliviada; pues aquel matrimonio acabaría para
siempre con aquellos pensamientos que sólo traerían sufrimientos a la nueva
esposa y a ella misma.
Aquella noche, en el tálamo nupcial y en
presencia de representantes de la nobleza y el clero, se consumó el matrimonio. Las fiestas de las bodas, que habían empezado
ya días antes continuaron durante una semana más. Los novios se intercambiaron
regalos, entre otros Constanza recibió en arras la ciudad de Viseu y las villas
de Alenquer y Montemor. En fin, aquellos días en Lisboa desde el rey al más
bajo de los súbditos, estaba alegre. Por todas las plazas y calles resonaba la
música y se repartía comida para los más necesitados, que con gran algarabía y
alborozo celebraban los esponsales de su príncipe heredero.
Pasaban los días y ni el vino, ni las
fiestas, ni el baile alegraban por entero el corazón del Príncipe. Su cuerpo
yacía en el lecho todas las noches con su esposa Constanza, pero su pensamiento
y su corazón estaban con Inés; y cada vez que sus pasos se cruzaban, ella
bajaba los ojos ruborizada al ver que él la devoraba con la mirada encendida
por el deseo.
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Según iba pasando el tiempo, el amor también
iba creciendo en aquellos corazones. Los dos sabían que aquel amor era un
sentimiento prohibido, pero ¿Quién puede frenar las olas de un mar
embravecido?, ¿Quién puede poner freno a un caballo desbocado? Y menos aún
¿Quién podría contener el deseo de dos corazones desbordados por el amor? Cada día
Pedro, buscaba más y más los momentos de encontrarse con Inés y esta ya no le rehuía,
sino que mantenía la mirada e incluso sonreía a los saludos del Príncipe.
La primera persona en darse cuenta de lo
que estaba pasando, fue la reina, la toresana Beatriz de Castilla. pronto se
dio cuenta de las miradas y requiebros del Príncipe, así como de las sonrisas
de la dama gallega de ojos azules, cabellos de oro y cuello de garza. Como
mujer de fuerte carácter castellano, llamó a la doncella y se lo recriminó.
.- Majestad, dijo Inés de Castro tan
azorada como niño que es pillado infraganti robando una golosina, no hay nadie en
palacio que quiera más a Constanza que yo, ella es mi prima y mi amiga, y por
nada del mundo yo la ofendería, de otra forma no podría mirarle a la cara.
.- Inés, las dos somos españolas y las dos
somos mujeres aunque yo, por edad, con mucha más experiencia que tú.
Posiblemente aún no te has dado cuenta, pero el Príncipe anda que bebe los
vientos por ti, y todos sabemos que no existe la mujer que pueda resistirse a
los galanteos de mi hijo. Creo que antes de que él llegue a más, es el momento
de decirle esto que me has dicho a mí.
.- Así lo haré majestad en la primera
ocasión que se me brinde.
La ocasión se le presentó a Inés de Castro muy
pronto. Igual que el halcón, desde las alturas, vigila el vuelo de la paloma,
así el príncipe Pedro, vigilaba desde su ventana los paseos que todas las
noches, después de la cena y terminadas sus labores, Inés daba por el jardín de
palacio. Una noche cálida y tranquila de primeros de septiembre, paseaba Inés
pensando en la conversación que había tenido con la reina y cómo haría para disuadir
al príncipe de sus pretensiones amorosas. De pronto, a pocos metros de ella e
iluminado por la luz de la luna, vio a Pedro que se le acercaba en silencio.
Llegó a ella y la rodeó con sus brazos al tiempo que le susurraba palabras de
amor. Ella, en un principio mantuvo sus brazos inertes pendiendo sin fuerzas al
lado del cuerpo, pero después le abrazó. Él la besó en la frente, después en el
cuello, aquel cuello de garza que tanto admiraba, y luego cogió su cabeza
suavemente y atrayéndola hacia si la besó en la boca. Inés, después de aquel beso, supo que el
Príncipe era el hombre de su vida, no tenía fuerzas para desasirse de aquel
abrazo, además no quería abandonar aquel lazo de amor, le devolvió el beso y le
entregó su virtud.
Aquella noche no fue el final de un
capricho principesco, sino el principio de una larga, tórrida y dramática
historia de amor.
INÉS Y PEDRO
Después de aquella noche,
los encuentros en el jardín de palacio eran continuos, y más tarde Pedro pasaba
muchas horas en las habitaciones de Inés. La reina Beatriz de Castilla, su
madre, habló con él para disuadirle de aquel amor pecaminoso, pero el Príncipe no
le hizo caso. Su vida pronto se dividió entre las obligaciones conyugales, como
esposo, y su amor desenfrenado con Inés; estaba convencido, Constanza podría
ser su esposa, pero su verdadero amor era Inés de Castro.
Pronto, aquellos amores eran conocidos por
todos los integrantes de la corte del rey Alfonso IV, y no era bien visto por
la nobleza portuguesa que encabezados por D. Pero Coelho y acompañados por el
obispo de Lisboa, se reunieron con el rey para manifestarle su desacuerdo y sus
temores.
.- Majestad, dijo don Pero Coelho, suponemos
que vos estáis al corriente de los amoríos de vuestro hijo. Esto no supondría ningún
peligro para nuestra nación siempre que sus obligaciones conyugales se
cumplieran, como parece ser que así es, pero hay otros factores que convierten
en peligrosa esta relación.
Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco, que
acompañaban a don Pero, asintieron con la cabeza al tiempo que con gestos
hacían ver su desaprobación.
.- Insignes caballeros, dijo el rey,
supongo que os daréis cuenta de que yo puedo hablar y aconsejar al príncipe,
pero no puedo hacer nada contra su persona pues es mi hijo y esto supondría un
gran enfrentamiento. Además ¿qué cosas son las que, según vos decís, convierten
en peligrosa esta relación?
.- Señor, los hermanos de Inés, sabiendo
que el Príncipe profesa un amor irrefrenable hacia su hermana, están empezando
a influir en vuestro hijo, y tememos que esto haga cambiar el destino de
nuestra patria.
.- Si es así como me decís, desterraré de
Portugal a Inés de Castro de por vida y así quedará separada de mi hijo, pero
antes de eso trataré de buscar otra solución.
.- Hay otra forma de hacer las cosas que
además es menos cruenta. Dijo el señor Obispo don Joâo Alfonso. La reina ya ha tenido
su primera hija y según los doctores está en estado de un segundo vástago;
cuando nazca y Dios quiera que lo haga bien, la reina podría pedir a su dama de
honor Inés de Castro que, dados su parentesco y amistad, fuera madrina del
recién nacido en el Sacramento del Bautismo.
.- Señor Obispo, aun no comprendo que
solución aportaría dicho amadrinamiento.
.- Majestad, si doña Inés de Castro fuera
madrina de vuestro nieto, sería su madre espiritual y la relación carnal entre
el Príncipe y ella sería una relación incestuosa ante los ojos de Dios. Todos
sabemos que doña Inés y vuestro hijo son creyentes y respetuosos con las leyes
de nuestra Santa Madre Iglesia, por tanto, este problema creo que así estaría
zanjado.
Los nobles, a regañadientes, mostraron su conformidad,
aunque hubieran preferido su encarcelación indefinida o incluso su muerte.
Doña Constanza, recibió aquella noticia con
satisfacción, pues aunque los celos le corroían el alma, también era verdad que
su amor hacia su prima y amiga Inés todavía anidaba en su corazón. ¿Sería
posible que el nacimiento de su hijo trajera la paz a la corte? ¿sería posible
que el nuevo niño volviera a unirlas a ella y a Inés como lo habían estado
desde niñas? Estaba tan alegre que un día en que su esposo estaba de buen humor
le dijo:
.- Amado mío, corren rumores por palacio de
que vos tenéis amores con una de mis damas; y hasta mis oídos ha llegado la
noticia de que esa dama es nada menos que mi querida prima Inés de Castro. Hay cosas
que no puedo creer, así que, después de hablar con los reyes, hemos decidido
que cuando nazca nuestro hijo, que como vos queréis, se llamará Luis, la
madrina en su bautizo sea mi prima Inés. Como este hecho creará entre nosotros
y ella una relación espiritual, servirá para acallar las malas lenguas en la
corte.
El Príncipe escuchaba a su esposa
asintiendo con la cabeza, pero prácticamente no oía lo que le decía y mucho
menos comprendía lo del parentesco espiritual. Él tenía su pensamiento puesto
en Inés y no entendía como nada ni nadie podía apartarle de ella. Acarició la
cabeza de Constanza y le dijo:
.- Se hará como decís, pero estás llevando
un embarazo muy delicado y ahora te interesa descansar. Le dio un beso en la
frente y salió de la alcoba.
El destino se escribe en páginas muy
caprichosas; y la suerte que no había estado del lado de Constanza, no lo iba a
estar nunca. Nació su segundo hijo que, para regocijo de todos, era un varón al
que bautizaron con el nombre de Luis, siendo su madrina Inés de Castro. Parecía
que todos los problemas estaban zanjados; el Príncipe y doña Inés habían
contraído un parentesco espiritual, que convertía en incestuosa cualquier
relación sexual.
Este freno espiritual duró solamente unos
días, pues de forma inexplicable, al infante Luis, la Parca se lo llevó a los
pocos días de ser bautizado. Otra vez los problemas volvieron a la corte
portuguesa, pues el Príncipe e Inés siguieron con sus ardorosos e incontenibles
amores.
Ante esta delicada situación, la Iglesia y
la nobleza portuguesas, siguieron presionando al rey Alfonso IV, y a este no le
cupo más remedio que cumplir aquello que había prometido, ordenando que Inés
fuera conducida al destierro, sin que su hijo lo supiera. Sería llevada fuera
de las fronteras de Portugal, al castillo de Alburquerque donde permanecería
alojada, ya que el señor de dicha fortaleza, aunque ubicada en Castilla, era de
origen portugués, y el rey confiaba en que tendría a Inés retenida en secreto,
pero no encarcelada.
Sólo los humanos conocemos las fronteras
entre territorios y naciones, pero no así las bestias del campo y mucho menos
las aves del cielo. ¿Acaso las águilas saben respetar las fronteras de los
humanos?, ¿Acaso las golondrinas respetan las fronteras cuando emigran en otoño
y regresan en primavera?; claro que no; y tampoco la frontera fue obstáculo
para que, a través de amistades y con algún que otro soborno, el príncipe
Pedro, diera con el lugar donde estaba retenido su amor. Pronto negoció con don
Juan Alfonso, señor de Alburquerque, el permiso para entrar y salir del
castillo y así poder ver a su amada dentro de la misma fortaleza. Los caminos
sendas y veredas que unían Portugal con el lugar donde su amada estaba retenida,
fueron ollados una y mil veces por los cascos de los veloces caballos del
Príncipe, haciendo que lo que el lugar que estaba designado a ser prácticamente
una cárcel, fuera en realidad un bello nido de amor que ellos mantenían en
secreto.
Al año siguiente de morir su hijo Luis,
Constanza Manuel alumbró en Coímbra otro hijo varón nacido el día 31 de octubre
de 1345. La alegría dentro de la corte portuguesa fue inmensa, pues Portugal
volvía a tener un heredero varón que fue bautizado con el nombre de Fernando. Pero
no era la fortuna la que se había cebado en la pobre Constanza, y bien que se
lo merecía, ya que la mayor parte de su vida había transcurrido de desgracia en
desgracia. El nacimiento de Fernando fue muy traumático, con grandes
hemorragias y quebranto para la salud de la madre. Los médicos más preciados,
por aquel entonces, eran de raza judía, y a ellos se recurrió para salvar la
vida de Constanza que, según algunos historiadores, apenas pudo esbozar una pálida
sonrisa cuando pusieron en su regazo al recién nacido. Las hemorragias no
cesaban y aquellos “sabios del medievo” no tenían otra solución que efectuarle
sangrías que, en vez de remediar, agravaban la salud de la parturienta. Sus
damas asustadas al ver que a su señora se le escapaba la vida, lloraban e
intentaban, con paños mojados, bajar la fiebre que manifestaba su ardor incontenible
en la frente.
Allí, además de médicos, sacerdotes y servidumbre, estaban presentes el rey de Portugal Alfonso IV y su esposa la reina Beatriz de Castilla. Pero Constanza Manuel, en el paroxismo de su agonía, volvía la cabeza de un lado a otro y con los ojos extremadamente abiertos y con palabras balbucientes, buscaba entre todos a su esposo Pedro y a su querida amiga Inés de Castro. Esta no podía estar presente porque estaba desterrada, y él, tampoco estaba porque, ajeno a lo que ocurría en aquel lecho de muerte, se encontraba con Inés. Aquellos días tan tristes y dolorosos, desembocaron en la muerte de Constanza el día 13 de noviembre de 1345*. La esposa del Príncipe fue enterrada en la iglesia de Sto. Domingo en Santarem*
* Años más tarde, siendo rey su hijo Fernando, fue trasladada al convento de San Francisco de dicha ciudad, donde ahora reposa.
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El príncipe Pedro, no sintió la muerte de
su desafortunada esposa de modo especial. Aquella muerte, le liberaba de muchos
problemas que su matrimonio le acarreaba y tras los funerales de Constanza, se
entregó sin ningún tipo de reparos a su amor verdadero que no era otro que Inés
de Castro.
Una cruda tarde de mediados de febrero, la fría lluvia azotaba los rostros de los doce soldados de caballería que, guiados por un capitán de la guardia personal de don Pedro, escoltaban una cómoda carroza tirada por cuatro caballos blancos como la nieve. En el interior de aquella carroza, que ya cruzaba la frontera entre Portugal y Castilla, viajaba el Príncipe. Su corazón latía con desenfreno y su pulso se aceleraba cada vez más, según se iban acercando al castillo de Alburquerque donde su amada Inés que ya conocía la noticia de su prima, le esperaba.
Pronto, aquellos briosos
caballos lusitanos, con su orgulloso e incansable braceo, fueron devorando la
distancia; y al morir la tarde, sin que el cielo dejase de diluviar, se
presentaron frente al portón del castillo.
Se abrieron las puertas, se levantó el doble
rastrillo y carroza y soldados entraron al patio de armas. Allí, por orden de
don Juan Alfonso de Alburquerque, señor de la fortaleza, una veintena de criados
atendieron a los caballos y a los recién llegados, cuyas capas empapadas por la
lluvia, ya no les servían de resguardo.
El Príncipe e Inés se fundieron en un
amoroso abrazo, pues hacía días que no se veían.
.- Amor mío, dijo Carlos, aunque la muerte
de Constanza me ha producido dolor, ahora soy un hombre libre y nada ni nadie
me separará jamás de ti.
.- Pero vuestro padre, el rey Alfonso IV,
os echará en cara que sin guardar el pertinente luto, pretendáis desposarme.
.- Por ahora no celebraremos nuestro
casamiento. Mañana os libraré de este destierro y partiremos hacia un
maravilloso lugar de Portugal que ya os tengo preparado. Por supuesto lo
haremos en secreto y allí dejaremos que pase el tiempo necesario para que mi
padre y la envidiosa nobleza se olviden de nuestro amor.
.- Tengo miedo de que las intrigas
cortesanas acaben separándonos, yo os amo y no sé qué haría si me viera privada
de vuestro amor.
.- De mi amor Inés, nadie os privará, os
querré siempre.
.- Yo también os amaré hasta que la muerte
nos separe.
.- Mis sentimientos Inés, no terminarán con
la muerte. La muerte solamente será un paréntesis en nuestro amor. Cuando
llegue el final del mundo y la vida de los hombres acabe en la Tierra, sabemos
porque creemos en Dios, que la trompeta celestial del Ángel sonará llamando a
la resurrección de los muertos, y entonces yo despertaré a tu lado para
continuar con nuestro amor toda la eternidad.
Pasó la noche y a la mañana siguiente, un
sol limpio y resplandeciente entró por las cristaleras del castillo, iluminando
la estancia donde los dos enamorados habían pasado la noche; y en el patio de
armas, los soldados de la escolta ya estaban preparando la marcha, según les
había indicado su capitán.
Después de desayunar, el príncipe e Inés se
acomodaron en su carroza, se abrieron las puertas, cayó el puente levadizo y la
expedición partió hacia Portugal. Apenas cruzaron la frontera, el príncipe
Pedro llamó a don Tiago Silva, pues así se llamaba el capitán de su escolta y una
vez que este situó su caballo a la altura de la ventanilla de la carroza, le
dijo:
.- Don Tiago, el lugar a donde nos
dirigimos sólo vos y yo lo sabremos. No vamos a Lisboa, a partir de este
momento nos dirigiremos hacia Guarda y una vez allí os comunicaré el siguiente
destino.
.- Señor, se hará como vos decís y ninguno
de mis hombres sabrá cual es nuestro destino. Ellos son soldados escogidos y
disciplinados, no preguntan nunca el dónde y el por qué, sólo obedecen y saben
pelear como nadie.
.- Durante la marcha elegid los caminos menos
transitados, no llevéis desplegado mi estandarte sino bien guardado en su funda
y sin acercarnos a la frontera con Castilla,
no quiero ser descubierto por fuerzas de
mi padre, el rey Alfonso, pues quiero guardar este viaje en secreto.
.- Así se hará, Señor.
Y picando espuelas se puso a la cabeza de
la comitiva, que se dirigió rápida hacia Guarda. Los soldados se miraron entre
sí como preguntándose con las miradas si alguno conocía aquel cambio en la
marcha, pero nadie lo manifestó de palabra. Don Tiago Silva, dirigía la
expedición con más prisa que sosiego, parando el tiempo imprescindible para
descansar y comer los hombres. En cada parada, mandaba a algunos hombres
forrajear lo indispensable para los caballos de la tropa, ya que los tordos
lusitanos que tiraban de la carroza disponían de buen grano para mantener
intactas sus fuerzas.
La marcha continuó sin contratiempos, pues
en capitán Tiago mandaba continuamente exploradores para ir reconociendo el
camino y así evitar sobresaltos. Algunas veces el Príncipe se apeaba de la
carroza que compartía con Inés y montado en su caballo cabalgaba junto a su
fiel capitán, dándole órdenes y cambiando opiniones sobre los caminos y lugares
por donde iban a transitar.
Ya cerca de Guarda, en una de esas
cabalgadas, le comunicó que no era su intención entrar en la ciudad y debían
desviar la marcha hacia el noroeste, para cruzar el río Duero por Paso da Regua
y después dirigirse hacia Moledo, donde pensaba instalar a doña Inés, en la
preciosa “Quinta de Caniledo” que poseía cerca de Paço da Serra.
Un día, llegando ya a su destino, le dijo Don
Pedro a su amada:
.- Querida Inés, estamos llegando ya a Canidelo.
Es una maravillosa quinta que tiene un palacete, y allí nos instalaremos con escolta
y servidumbre; es un lugar precioso y en él te encontrarás muy a gusto.
.- Amado mío, allá donde me llevéis, si vos
estáis conmigo, os aseguro que seré feliz. He observado que llevamos varios
días viajando desde el orto hasta el ocaso, sin apenas parar para alimentarnos;
y lo hemos hecho viajando hacia el norte.
.- Habéis observado bien, las tierras que
ahora contemplamos a través de la ventanilla de nuestra carroza, se parecen
mucho a las tierras donde nacisteis; y es que estamos muy cerca de vuestra
Galicia.
.- Sí, a mí ya me lo parecía pero ¿Por qué
tan al norte?
.- No quiero que mi padre descubra nuestro
“Nido de amor” y si por casualidad
descubriera que habéis escapado de vuestro destierro y quisiera
perseguiros, apenas con cruzar el río Miño ya estaríamos en las tierras que
domina vuestra familia.
.- Mi familia…,dijo con tristeza Inés. Mi
padre ya ha muerto.
.- Sí, vuestro padre murió, pero yo
mantengo buena relación con vuestros hermanos, don Álvaro y don Fernando de
Castro.
Estas explicaciones y la compañía del
hombre que amaba tranquilizaron a Inés y dos días después llegaron al palacio
que su amado Pedro había preparado para ellos.
Durante unos meses, aquel lugar se convirtió
en un paraíso para la bellísima Inés que, al lado de su amado, veía pasar el
tiempo como si lo contemplase desde lo alto de una nube. ¿Se podría ser más
feliz?, se preguntaba Inés. No, no se podía. Ella había llegado a alcanzar la más
maravillosa felicidad; aquella felicidad tan ansiada durante años y que todos
perseguían por el hecho de estar Casado el príncipe. Ahora eran libres, pero ¿podrían
ser felices de verdad?; sólo el tiempo daría contestación a esta pregunta.
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La felicidad plena es un gran tesoro, pero
si lo que se quiere es que esa plena felicidad sea para siempre, el tesoro se
convierte en inalcanzable. La fatalidad, que todo lo enreda y tergiversa para
que las cosas, que disponen las personas, no salgan como ellas quieren si no
como los hados tienen destinado, hizo que la vida de Inés de Castro, fuera tan
trágica y cruel como lo había sido la de su prima y amiga Constanza.
Durante unos meses, los dos amantes
vivieron juntos su sueño de amor en la apacible quinta de Moledo; pero después el
príncipe Pedro tuvo que dejar a su amada sola durante largas temporadas en las
que tenía que acudir a la corte para que el rey no sospechara nada. Cuando
marchaba dejaba la quinta bien atendida por doncellas y criados además de vigilada
por su fiel capitán y una docena de soldados.
Un día del mes de julio de 1346, al regresar
el Príncipe a Moledo, después de estrechar en sus brazos a Inés, su capitán le
dijo:
.- Señor, tengo malas noticias que daros. Hace
unos días, en el camino que conduce a Galicia uno de vuestros criados descubrió
muerto a un hombre a la orilla del sendero. Se acercó a él, pero no le tocó
pues las bubas negras que tenía en el cuello le hicieron sospechar que aquel
desgraciado podía haber sido víctima de la peste.
.- Capitán, ¿de qué peste me habláis que yo
no tengo noticias?
.- De la “Peste Negra” Señor, de la que ya
hace más de un mes se habla por aquí.
.- En la quinta, ¿todos están bien?
.- Sí. He dado órdenes de que nadie salga
de ella y de que no se deje entrar a ninguna persona sin el permiso debido.
.- Habéis hecho bien. Yo tampoco traigo
buenas nuevas; pues la nobleza, no se como ni cuando, se ha enterado de nuestra
situación e intentan influir de malas formas a mi padre contra mí. Sin embargo,
esta quinta está situada muy cerca de Galicia y los Castro, hermanos de doña
Inés, no dudarían en acudir en nuestra ayuda si esta fuera necesaria.
Pasaron unas semanas y rápidamente, como la
niebla cubre los campos en las crudas mañanas de invierno, así la muerte
disfrazada de enfermedad “La Peste Negra” cubrió con su frío hálito todo
Portugal. Los cadáveres insepultos yacían en los campos y en las calles de los
pueblos y ciudades, como si el ángel exterminador hubiera pasado por allí
cumpliendo un castigo divino. La gente empezó a pensar que alguien había
cometido algún pecado tan grande, tan grande, que Dios había decidido
castigarlos como siglos atrás había castigado a Sodoma y Gomorra. Tan grande
fue esta creencia y tan extendida; pues algunos eclesiásticos, desde sus
púlpitos, así lo hacían ver, que muchos nobles empezaron a insinuar al rey que la
culpable era Doña Inés, por mantener relaciones pecaminosas con el príncipe
Pedro.
Pronto estas acusaciones se difuminaron a
la misma velocidad con que se habían formado, pues de toda la Península
llegaron noticias de la temible enfermedad que durante cuatro o cinco años se
llevó las vidas del 40% de la población de Europa. Por otro lado, sí Inés de
Castro hubiera sido la culpable de aquella terrible maldición, Dios se la
habría llevado la primera y sin embargo la quinta de Moledo fue respetada por
la peste sin que sus habitantes murieran.
Instigado el rey Alfonso IV por la nobleza,
y sabiendo que su hijo Pedro marchaba hasta Moledo continuamente, se le ocurrió
imponerle la obligación de asistir a cuantas reuniones de Las Cortes se
celebrasen, e hizo además que estas celebraciones fueran en lugares diferentes,
haciendo que la Corte se trasladase de una ciudad a otra sin previo aviso. Este
contratiempo hizo que el Príncipe, también trasladase la residencia de Inés a
Caniledo, Laurinha y Atouguía para terminar instalándose definitivamente en la
“Quinta do Pombal” que era un coto de caza perteneciente a la familia real en
la margen del río Mondego. Estaba
situada en la freguesía de Santa Clara, que pertenecía a la ciudad de Coímbra.
Durante la estancia en este lugar Inés de
Castro alumbró a cuatro hijos de los cuales sólo sobrevivieron Beatriz, Juan y
Dionisio ya que el primero de los hijos de nombre Alfonso, murió al poco de
nacer. El Príncipe Pedro veía crecer a sus hijos fuertes y sanos, al lado de su
madre, el amor de su vida, y esta contemplación hacía que su corazón se llenara
de inmenso gozo y enorme satisfacción. Allí en el palacio y jardines de aquella
finca, Pedro e Inés vivieron con sus hijos los días más maravillosos de sus
vidas.
Fuera
de aquel paraíso de luz y alegría, las tinieblas y la tristeza que la “Peste
Negra” acarreaba, sumían a Portugal en la más cruel desesperación. Los
agricultores marchaban de sus campos hacia otros lugares dejando abandonadas
sus tierras, algunas familias huían de las villas y ciudades dejando sus
tiendas y talleres, para buscar en las montañas alguna cueva donde poder vivir
sin mezclarse con nadie que les pudiera contaminar. Todo esto y las pérdidas de
juventud por la muerte que la peste sembraba hicieron que Portugal se fuera a
la ruina.
El rey Alfonso IV, se vio desbordado por la
situación sin poder controlar la economía durante aquellos años terribles, y
buscando alguna solución llegó a publicar las “Leyes del Trabajo”, pero ni aún
así se pudo controlar la ruina económica que, añadiendo penas a penas, hizo que
las personas que no morían de la peste, murieran de inanición; pues una gran
hambruna se extendió por toda la nación, haciendo pensar a los más humildes y
crédulos, otra vez, que la culpable de aquella maldición divina, no era otra
que Inés de Castro.
Como nada en esta vida es eterno, la
temible “Peste Negra” se extinguió después de haber más que diezmado la
población, no solo de Portugal sino también de Castilla y de toda Europa. Los
supervivientes volvieron a su vida normal, a sus trabajos y a sus rezos al
Señor, pidiéndole les librase de volver a ser victimas de aquella temible plaga
bíblica.
El rey Alfonso IV, solo en parte se vio
aliviado con la extinción de la enfermedad y con la suerte de que a él y a su
familia le hubiera respetado. La nobleza encabezada por tres de sus más altos
consejeros, Pero Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego Lopes Pacheco, le seguían
calentando la cabeza con sus maniobras conspiradoras. Según ellos, don Pedro
estaba tan enamorado de Inés, que ofrecía donaciones y presentes a los hermanos
de esta que eran muy ambiciosos. La mayor parte de la nobleza portuguesa sentía
odio hacia la poderosa familia gallega de los Castro, que tenían raíces en el
norte de Portugal. Un día después de las navideña fiesta de Navidad del año 1354,
se reunieron con el rey en el castillo de Montemor-o-Velho y le expusieron sus
temores.
.- Majestad, dijo don Pero Coelho, Los
hijos de Inés crecen sanos y fuertes y tememos por la vida de vuestro nieto
Fernando, hijo de Constanza Manuel.
.- ¿Qué decís, Don Pero?. Fernando es mi
nieto legítimo, la peste, gracias a Dios, le ha respetado y él será en su día
el sucesor de mi hijo Pedro.
.- Toda la nobleza portuguesa estamos de
acuerdo con vos, dijo Don Álvaro Gonçalves, pero los Castro tienen a gentes
infiltradas en nuestra tierra y sus tentáculos son tan largos que pudieran alcanzar
a vuestro querido nieto.
.- Decidme pues, ¿Qué puedo hacer yo? ¿No
os dais cuenta de que, si el niño Fernando es mi nieto, Pedro es mi hijo
legítimo y heredero al trono?
Diego Lopes Pacheco, que había permanecido
callado, tomo la palabra y apoyando el parecer de sus compañeros dijo:
.- Rey Alfonso, nosotros estamos aquí solamente
buscando el bien de nuestra nación y porque vos nos habéis elegido como
consejeros. No pedimos ni deseamos ningún daño físico para el Príncipe Pedro; para
quien pedimos un duro castigo, es para la mujer que le tiene totalmente
hechizado y que cada día que pasa le aleja más y más de sus deberes como
heredero a la corona de Portugal.
El rey, estaba pensativo y ensimismado,
mirando fijamente los ojos de sus tres consejeros. Veía en aquellas punzantes
miradas que se clavaban en él como puñales, tal determinación, que le helaba la
sangre.
.- ¿Qué se puede hacer contra esa mujer,
que habiéndose entregado en cuerpo y alma a mi hijo Pedro, le ha dado tres
hijos sanos y bellos que son su alegría? Cualquier daño que hagamos a Inés, se
lo haremos también a ellos. Sí, al Príncipe y a los niños que, queramos o no,
son también mis nietos, sangre de mi sangre.
.- Sabemos Majestad, que la situación es
delicada, dijo Don Pero Coelho. Es delicada y dolorosa su solución. Los
hermanos de Inés de Castro son muy poderosos y aunque su padre ya hace años que
murió, ellos cada vez están más unidos a vuestro hijo y el nexo de unión entre
el Príncipe y estos, no es otro que Inés. Solamente rompiendo ese vínculo
Portugal quedará libre de los Castro, y para quedar libre hemos decidido pedir
a su Majestad, la ejecución de Inés.
Todos guardaron un silencio expectante; el
rey que tenía la cabeza erguida y los ojos muy abiertos, los entrecerró
mientras su diestra mano acariciaba suavemente su luenga barba e inclinaba su regia
cabeza pensativo. Los tres consejeros le observaban atentos sin saber cual
sería la decisión que el rey iba a tomar. Por fin Alfonso IV los miró
atentamente, como si hubiera despertado de un sueño, y les dijo:
.- He meditado vuestra propuesta, que es
tan drástica como dolorosa y si creéis que debo de poner el futuro de la nación
por encima de la felicidad de mi hijo, haremos como decís.
.- La sentencia esta dada, dijo Don Álvaro
Gonçalves, pero otra cosa será su ejecución. Nadie puede entrar en la quinta
donde está Inés, porque allí está Don Pedro y un centenar de soldados
capitaneados por Tiago Silva, su hombre de confianza. Todos están dispuestos a
dar la vida por su señor y entrar allí por la fuerza supondría una batalla
campal con enorme derramamiento de sangre.
Tomando la palabra Don Pedro Coelho dijo:
.- Durante días hemos estado pensando la
forma de acceder a la quinta donde reside Inés de Castro y solo hay una forma
posible.
.- ¿Cuál es esa forma? Dijo el rey.
.- Estamos terminando diciembre, y después
de la Epifanía el príncipe marchará
hacia el norte para realizar sus cacerías de invierno. Cacerías estas que
pueden durar dos o tres meses, y a las cuales el Príncipe lleva consigo a su
capitán y gran parte de los soldados, quedando en la quinta una pequeña
guarnición. Si en esas fechas acudimos a la “Quinta do Pombal” acompañando a vuestra
Majestad, las puertas nos serán francas y nadie se opondrá al rey que va a
visitar a sus nietos. Estamos de acuerdo de que esta ejecución es un hecho muy
doloroso para vos Majestad, pero pensad ¿Qué ocurriría si vuestro hijo, a la
vuelta de su cacería, contrajera matrimonio con doña Inés? Sus hijos se convertirían
en legítimos, y esto pondría en peligro la vida del hijo de Constanza y también
la corona de Portugal *
.- Sea pues, dijo con firmeza el rey, el
día 7 de enero partiremos con una pequeña escolta hacia la “Quinta do Pombal” para
llevar a buen término nuestro plan.
El día 6 de enero, Don Pedro y sus hombres se
preparaban para partir a su cacería de invierno, y cuenta una vieja historia que,
estando en el patio del palacete despidiéndose de su amada Inés, ocurrió un
hecho que pasado el tiempo se dio como un mal presagio. Hombres caballos y
perros estaban muy nerviosos barruntando la cacería ya próxima, cuando un gran
mastín de color negro empezó a gruñir amenazador en dirección a Inés, que aferrada
al brazo de su amor le pedía que no partiese. De pronto, con los ojos echando
fuego y espuma en la boca, el gigantesco perro corrió veloz hacia Inés, que paralizada
no podía moverse. El Príncipe, que se dio cuenta, desenvainó su espada y atravesó
los costillares del perro que cayó muerto a los pies de Inés manchando con su
sangre los bajos de su albo vestido.
Don Pedro, sin dar más importancia al hecho,
pues sabía que los perros fieles, cuando alguien agarra a su amo, suelen atacar
al agresor, montó en su caballo y se despidió de Inés diciendo: “Adiós, amor
mío, volveré pronto”
*- No sabían en la corte que
el príncipe Pedro ya había contraído matrimonio en secreto oficiado por el
Obispo de Guarda Monseñor Lourenço Rodríguez
Al
día siguiente, el 7 de enero de 1355, el rey Alfonso IV con un pequeño séquito
en el que iban sus tres consejeros: Pero Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López
Pacheco, que serían los verdugos de aquella triste sentencia, llegaban a media
mañana a la residencia de Inés.
Los centinelas dejaron pasar al rey con sus
acompañantes que se quedaron en la entrada del palacete, en el cual solamente
entraron Alfonso IV y sus tres consejeros. El rey pasó al salón principal del palacio,
se sentó en un escaño, pues a su edad estaba cansado de la cabalgada, y mandó
llamar a Inés de Castro que se presentó con dos de sus hijos, con la cara
sonriente y ajena a todo lo que se la venía encima.
.- Majestad, ¿Cómo vos por acá? Vuestro
hijo Pedro partió ayer mismo de cacería, de haber sabido de vuestra visita os
habría esperado.
INÉS de CASTRO ante ALFONSO
IV
Alfonso IV no conocía a sus nietos, pero
mientras Inés hablaba uno de ellos se le acercó y el rey sintió que alguna
fibra sensible vibró en su corazón de abuelo.
.- Sí, ya sé que partió, pero el motivo de
mi visita es para comunicaros que la corte y el pueblo de Portugal os han
juzgado y os ha condenado a morir.
El rostro de Inés se quedó pálido como la
nieve, sus grandes ojos azules y limpios como el mar de sus tierras gallegas,
se llenaron de lágrimas y puesta de rodillas pidió compasión por ella y por sus
tiernos hijos que aún necesitaban de una madre. En la calle empezó a llover y
en los vidrios de las ojivales ventanas del salón, las gotas de agua empezaron
a descender como si el cielo acompañase en su llanto las lágrimas de Inés. La
escena era tan dolorosa que el Rey, a punto estuvo de anular la sentencia y
marchar, pero los ojos inyectados en sangre de sus tres nobles verdugos le
hicieron cambiar de opinión. Poniéndose en pie, llamó a la servidumbre para que
se llevaran a los niños y mirando a los tres verdugos les dijo:
.- Aquí no. No se la ejecutará en mi
presencia. Sacadla al jardín.
Los tres nobles cogieron del brazo a Inés y
sin que ella opusiera resistencia la condujeron, como blanca corderilla que van
a sacrificar, al jardín donde tantas y tantas veces había paseado feliz en
compañía de Pedro, a quien ya nunca volvería a ver.
Llegaron a una fuente donde ella y su amado
habían pasado muchos ratos prometiéndose amores infinitos mientras Dios les
diera vida. Había dejado de llover y el día estaba ahora claro pero frío; tan
frío como la hoja de acero del primer puñal que se clavó en su tierno costado.
Después, otro y otro; don Pero, don Álvaro y don Diego hundieron con saña sus
dagas en la inocente carne de Inés de Castro, y para estar aún más seguros de
su muerte, la degollaron dándole un profundo tajo en la garganta.
Inés se desplomó sin gemir siquiera y la
sangre que manaba de su cuello cayó suave y abundante sobre el manantial tiñendo
su fondo de rojo; luego fueron en busca del rey y le comunicaron que la
sentencia había sido cumplida.
Sin grandes ceremonias y por supuesto sin dar
aviso al Príncipe, el cadáver de Inés de Castro fue inhumado en el cercano
monasterio de Santa Clara.
Se hizo un gran esfuerzo en guardar en
secreto aquella acción que muchas personas conocían, pero aquel acontecimiento
pronto corrió de boca en boca; y la gente del pueblo, que otrora maldecía a
Inés de Castro declarándola culpable de todos los males que acontecían en
Portugal, ahora se tornaron compasivos y divulgaban su amor a los cuatro
vientos hacia esa pobre mujer enamorada, que había sido asesinada por el rey y
los poderosos, dejando a sus tiernos hijos sin madre. Este sentimiento,
transmitido de padres a hijos durante siglos, fue tan fuerte que la “Quinta
do Pombal” cambió de nombre y hoy se llama la “Quinta das
Lagrimas” y la fuente donde cayó muerta Inés la llaman “Fuente de
los Amores”. En las piedras del fondo de esta fuente nace un musgo
rojizo, y la tradición dice que es la sangre de Doña Inés que ni el agua ni el
tiempo han podido borrar.
FUENTE DE LOS AMORES
A
finales de enero de 1355, el príncipe Pedro y su séquito de caza, se
encontraban refugiados en su castillo de la sierra de la Estrella, pues desde
hacía siete días no dejaba de nevar y la práctica de la montería se había hecho
imposible.
La chimenea del salón estaba repleta de
chisporroteantes troncos de roble. Frente a ella, sentado en un escaño, el
Príncipe tenía la mirada fija y perdida en las llamas que tenía delante, pero
sus pensamientos estaban en su amada Inés cuya compañía añoraba. Con la mano
izquierda, acariciaba la enorme cabeza de uno de sus perros de caza, mientras
su mano derecha sostenía una larga barra metálica que le servía para mover, de
vez en cuando, los troncos de la chimenea, los cuales crepitaban cada vez que el
joven los hurgaba. De pronto su fiel capitán Tiago Silva, entró en el salón
después de llamar a la puerta.
.- Señor, uno de mis fieles soldados que
dejamos custodiando a Doña Inés y a vuestros hijos, ha llegado al castillo
desafiando la tempestad y exponiéndose a morir despeñado al transitar por esos
senderos, que la nieve helada ha borrado de la faz de la tierra. Dice traer
noticias muy importantes para vos y pide ser recibido cuanto antes.
.- Hacedlo pasar, dijo Don Pedro poniéndose
en pie dando la espalda al fuego.
El soldado era un joven alto y fuerte,
venía cubierto con un gran capote rematado en el cuello por una piel de lobo,
que le cubría los hombros y gran parte de la espalda. Entró en la sala con
decisión y paso firme, mientras se iba quitando los guantes de piel y de su
capote se desprendía abundante agua, producto de la nieve derretida por efecto
del calor que reinaba en la sala. Al llegar junto al Príncipe, hizo una
reverencia y después se cuadró frente a él dándose, con su puño derecho, un
golpe de obediencia en el pecho.
.- Soldado, acercaos más al fuego y decidme
¿Cuáles son esas noticias tan importantes que ha hecho que hayáis expuesto
vuestra vida, en estos montes donde ni los lobos son capaces de salir de sus
loberas estos días?
.- Señor, dijo afligido el soldado cuyo
taciturno rostro presagiaba tristes noticias. Vuestra querida señora Doña Inés
ha sido asesinada sin que la guarnición que allí estábamos hayamos podido hacer
nada.
.- ¿Cómo que no habéis podido hacer nada?.
Dijo el capitán Tiago, que había acompañado al soldado en su entrada. ¿Acaso no
os deje yo allí para defenderla con vuestra vida?
Don Pedro había quedado paralizado, parecía
una estatua de mármol cuyo rostro petrificado no tuviera ninguna expresión.
Después volviendo a la vida se dirigió al soldado y arrastrando las palabras
dijo:
.- ¿Cómo ha sido posible tal villanía sin
que vosotros hayáis muerto primero?. Decidme como ha sido tan ruin hecho o juro
por lo más sagrado que aquí mismo moriréis por mi propia espada.
.- Señor, podéis matarme u ordenarme que
aquí mismo me mate yo; pero los autores de tan grande crimen han sido vuestro
padre el rey Alfonso IV y tres de los más altos nobles de Portugal y que son
sus consejeros.
.- ¿Mi propio padre?
.- Vuestro padre, que estaba allí, dio la
orden y sus consejeros la ejecutaron. Vuestros hijos, por propia voluntad del
Rey, están sanos y salvos.
.- ¿Quiénes eran esos nobles que derramaron
tan inocente sangre?. Decidme quienes eran y juro solemnemente no descansar
hasta hacerlos pagar este crimen con su propia vida.
.- Los nobles: Don Pero Coelho, que en
tiempos fue vuestro tutor, Don Álvaro Gonçales y Don Diego López Pacheco. Ellos
fueron Señor, lo juro; sin embargo ¿Cómo íbamos a levantar nuestras espadas
contra nuestro rey? Señor, vuestra es mi vida y podéis disponer de ella como
queráis. Después el soldado se volvió a erguir y esperó la respuesta.
.- Descansad soldado, no sois culpable de
nada. Y luego, dirigiéndose al capitán, dijo:
.- Don Diego, ordenad que atiendan a este
fiel soldado, que sequen sus ropas, le alimenten y dejen descansar el tiempo
necesario; en su rostro se ve que está agotado. Cuando termine el temporal
daremos por terminada la cacería y pensaré que hacer contra mi padre.
Tres días más duró la tormenta de nieve,
pero hasta el quinto día no estuvieron transitables los caminos de la montaña.
Mientras tanto, el Príncipe, estuvo pensativo y cabizbajo; apenas comía y
pronto su meditabundo rostro empezó a estar demacrado y tener síntomas
enfermizos.
Todos estos signos desaparecieron cuando al
estar libres los caminos, ordenó a su capitán llamar a sus hombres y
prepararlos para marchar.
.- Capitán, dijo Don Pedro, nuestra marcha
no será hacia la corte de mi padre, pues seguro que nos estará esperando con
gran número de soldados. Marcharemos hacia el norte.
.- ¿Hacia el norte, Señor? El invierno está
siendo duro y cuanto más al norte el tiempo será peor.
.- Lo sé, pertrechad bien a vuestros hombres
y marchemos cuanto antes hacia la frontera de Galicia. Ah, y no deis explicaciones,
sabed que desde ahora estamos en guerra.
.- ¿En guerra, Señor, contra quién?
.- Contra mi padre y contra los traidores
que han perpetrado tan vil crimen. Pronto experimentarán en sus carnes el sabor
de mi venganza.
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Pedro,
ya muy cerca de Braganza, quiso mandar un emisario a Don Fernán Ruiz de Castro,
hermano por parte de padre de su amada Inés y a la sazón Conde de Lemos desde
la muerte de su padre Don Pedro Fernández de Castro. Para ello mandó llamar a
uno de sus mejores jinetes y le dijo:
.- Quiero que escojáis el mejor de los
caballos y voléis, si es necesario, sobre los montes, cruzad la frontera de
Galicia y llegad cuanto antes a Monforte de Lemos. Este salvoconducto que os
doy os dejará franco el paso ante cualquier patrulla de soldados del conde, que
podáis encontraros en el camino. Presentaos ante Don Fernán Ruiz de Castro y dadle
este mensaje. Mientras decía esto, enrollaba un manuscrito y lo introducía en
un cilindro alargado de cuero. Lo cerró, selló el cierre con lacre y despidió al
correo que, guardando los documentos en un zurrón, se cuadró se dio un golpe en
el pecho, giró sobre su talones y se alejó raudo a cumplir su cometido.
Fernán Ruiz de Castro, se sintió
consternado al leer el mensaje que el fiel soldado del Príncipe le había
entregado. Nunca pensó que Alfonso IV, rey de Portugal, fuera capaz de ordenar
un crimen tan cruel en la persona de la que era madre de sus nietos; bastardos sí,
pero sus nietos, sangre de su sangre. ¡Qué muerte tan dolorosa había padecido
su hermana Inés! Si ahora el Príncipe Pedro quería vengarse de aquellos nobles
asesinos y necesitaba su ayuda, claro que se la darían. Por eso, cuando vio que,
en aquel mensaje, don Pedro les apremiaba a él y a su hermano Álvar, para que
acudieran a Braganza y discutir los tres la forma de vengar la muerte de su amada,
acudió con su hermano lo más rápido posible.
El Príncipe se había instalado con sus
tropas en el castillo fortaleza de la ciudad y allí recibió a los hermanos
Castro, a quienes trató como cuñados pues, según él, había contraído nupcias en
secreto con Doña Inés.
Durante la cena el Príncipe habló así a los
hermanos Castro:
.- Como ya sabéis, el rey Alfonso IV, mi
padre, ha permitido que tres de sus nobles más allegados matasen a vuestra
hermana, a mi amada Inés. Vivo sin corazón desde que recibí la noticia y he
jurado arrancarles el suyo en acto de justa venganza; sobre todo a ese traidor
de Pero Coelho que fue tutor mío durante la infancia. Os he convocado aquí para
preguntaros si vosotros, como hermanos de sangre, también albergáis deseos de
vengarla. Si es así, uniremos nuestras fuerzas y marcharemos contra los
asesinos de Inés.
.- Príncipe Pedro, dijo el mayor de los
Castro, he hablado durante el viaje con mi hermano Álvar y estamos dispuestos a
ayudaros a hacer justicia. Pero creo don Pedro que los nobles que asesinaron a
nuestra hermana estarán protegidos por vuestro padre, el rey Alfonso IV. Si
marchamos contra ellos marcharemos también contra el rey; a vos no os conviene
y nosotros ¿Qué provecho sacaremos?
.- Los pros y los contras de esta guerra
que me propongo iniciar, ya los he pensado; y si marchar contra los asesinos de
Inés supone marchar contra mi padre, contra mi padre lucharé.
Los hermanos Castro, más ambiciosos que
dolidos, pensando que de una guerra civil entre padre e hijo ellos podían sacar
gran provecho, le ofrecieron su total colaboración.
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Con el apoyo de algunos nobles que, con la
disculpa de ayudar a la venganza del Príncipe, querían luchar contra el
absolutismo del rey, y con las huestes gallegas de los hermanos Castro que,
cruzando la frontera se unieron a Pedro, empezó la guerra por el norte de
Portugal.
Igual que un ciclón tropical, arrasa las
tierras, destruye las casas y deja yermos los campos arrancando sus árboles de
raíz, así las tropas del Príncipe sembraron el terror por todo el territorio
portugués comprendido entre el río Miño y Duero. Asaltaron castillos, saquearon
ciudades y quemaron pueblos y aldeas; sobre todo atacaban con más saña todos
aquellos lugares que eran propiedad de los nobles protegidos por el rey. Así sufrieron
el ataque devastador las regiones de Ponte de Lima, Braga, Viana do Castello y
Vila Real entre otras. Los cascos de los caballos del ejército sublevado hollaron
e hicieron temblar todo el norte de la nación durante largos meses en los cuales
parecía que aquellos ataques no iban a tener fin.
El rey Alfonso IV, aconsejado por los
nobles culpables de todo aquel desastre, armó un poderoso ejército y marchó
hacia el norte para ocupar la ciudad de Oporto que, situada a la desembocadura
del río Duero, estaba fuertemente defendida; pero antes que el rey, había llegado
Pedro con su ejército y tenía cercada la ciudad, esperando que su padre llegase
a socorrerla y así presentar batalla campal. Alfonso IV, antes de llegar a
Oporto supo que la ciudad estaba cercada y se dirigió a Guimarães al norte de
Oporto, para preparar el ataque; tenía pensado derrotarlo y al mismo tiempo
cortarle la ruta hacia las tierras gallegas propiedades de los Castro y de
donde recibían continuos refuerzos.
Estando en esta situación, la reina Beatriz
de Castilla, reina consorte y madre del príncipe heredero Pedro, acompañada del
arzobispo de Braga don Guillermo de Garde, se dirigió a la ciudad de Canaveses,
situada prácticamente en medio de los dos protagonistas de aquella guerra paternofilial,
y allí cita a su esposo Alfonso IV y a su hijo el príncipe Carlos, dispuesta a
parar como fuera aquella locura.
Beatriz de Castilla era una toresana de
temple conciliador y gran personalidad; digna hija de Sancho IV y la reina
María de Molina que tan gran papel desarrolló en Castilla y que tanta relación
tuvo con la ciudad de Valladolid, lugar donde descansa en la iglesia de las Huelgas
Reales de dicha ciudad castellana.
Doña Beatriz, reina consorte de Portugal, y
don Guillermo de Garde, arzobispo de Braga, convocaron con carácter urgente a
los dos contendientes antes de que la sangre corriera junto a las murallas de
Oporto. La asamblea se llevó a efecto en la Capilla del Espíritu Santo de
Canaveses, y allí acudieron padre e hijo con un séquito de consejeros por ambas
partes; todos tomaron asiento en los bancos, colocándose unos a un lado y otros
a otro. La situación era tensa, todos eran hombres de armas y todos estaban
dispuestos a usarlas. Al pie del altar mayor de la ermita se situaron: el rey,
la reina, el señor arzobispo y el príncipe Pedro.
El señor arzobispo se puso en pie y
dirigiéndose primero a los reyes y después a los nobles sentados en la iglesia dijo:
.- Estamos aquí por voluntad expresa de
nuestra reina Beatriz, que sufre más que nadie en su corazón los efectos de
esta guerra civil que divide nuestra patria. Los sufre más que nadie, porque
son las dos personas más queridas que ella tiene quienes acaudillan los ejércitos
que están dispuestos a atacarse, con el consiguiente derramamiento de sangre y
la pérdida de jóvenes vidas humanas. Yo soy solamente vuestro mediador y
consejero y el que, en nombre de Dios Todopoderoso, pido la paz para Portugal.
Ahora será la reina quien os hable pues ella y solamente ella ha sido la
convocante de esta reunión.
.- Esposo e hijo mío, dijo la reina Beatriz.
Sangra mi corazón de dolor, al ver a las dos personas que más amo, enfrentadas
en una lucha paternofilial que solo puede acarrear dolor, muerte y ruina para
Portugal. Hace no más de siete años que la temible “Peste Negra” dejó de asolar
nuestro reino, dejándole sumido en la más triste pobreza. Muchos son los padres
y muchas son las madres que vieron morir a sus hijos víctimas de esa cruel
enfermedad, que la mayoría creíamos que era un castigo divino; y ahora que todo
ha pasado y Portugal se recupera, ¿vais a usar vuestros esfuerzos, en
sacrificar a esos miles de jóvenes cuyas vidas tanto necesita nuestra nación?
Pido desde lo más profundo de mi alma, que el Santo Espíritu de Dios, en cuya
capilla estamos, ilumine vuestros pensamientos y pongáis fin a esta lucha sin
sentido.
La reina, profundamente emocionada, dejó de
hablar durante unos instantes; los justos para poder respirar profundamente y
recobrar el ánimo para poder proseguir. Después dirigiéndose al rey continuó:
.- Rey Alfonso, esposo mío, vos tenéis la última
palabra para poner fin a esta locura y vos Pedro, hijo de mis entrañas, espero
que no defraudéis las esperanzas que yo, vuestra madre, tengo puestas en
vuestro recto proceder. No levantéis vuestras espadas el uno contra el otro;
pues una acción así entre padre e hijo, Dios jamás os la perdonará. Dicho esto,
se volvió hacia los asistentes y con voz casi rota dijo: Si como tengo
entendido, sois buenos consejeros, habéis de hacer esfuerzos para que vuestros
consejos den los frutos deseados, que no son otros que la paz entre padre e
hijo y la paz para nuestro reino de Portugal.
Después volvió a tomar asiento en su escaño.
Calló la reina Beatriz y un silencio sepulcral
se adueñó de la iglesia. Los nobles de uno y otro lado se miraban unos a otros,
pero ya de sus rostros había desaparecido el odio y pronto todos empezaron a
manifestar sus opiniones. La reina Beatriz, acompañada del señor arzobispo,
cogió de la mano a su hijo y llevándole junto a su padre hizo que ambos se
fundieran en un abrazo. Después empezaron unas negociaciones que acabaron con
la paz tan deseada; era el día 5 de agosto de 1355.
En algunos de los puntos del acuerdo se
decía que el Príncipe perdonaba a los asesinos de Inés de Castro y el Rey a su
vez perdonaba a todos los nobles que habían acompañado a Pedro en la sublevación.
También, el rey Alfonso IV, concedía a su hijo la potestad de ejercer
jurisdicción en todo el país, en nombre del rey; aunque en los casos de pena de
muerte u otras penas de especial gravedad, debía comunicárselo a su padre para
que éste tuviera la última palabra.
Durante casi dos años después de haberse
firmado este acuerdo, Portugal vivió en paz y se fue recuperando de las
secuelas que la peste y la guerra habían dejado en el país. Padre e hijo desempeñaron acertadamente sus
cargos en el reino y todo parecía que la paz y la cordura reinaban en Portugal;
pero el 28 de mayo de 1357 murió en Lisboa el rey Alfonso IV y su hijo el
príncipe Pedro ascendió al trono con el nombre de Pedro I. Esto iba a cambiar
el equilibrio que el tratado de Canaveses había logrado en el país.
El sepelio del rey duró varios días, hasta que por fin se le dio sepultura en la catedral de Lisboa. Durante este tiempo, toda la nobleza de Portugal pasó junto al cadáver expuesto de Alfonso IV para darle su última despedida, y prometer al nuevo rey Pedro I su lealtad. Todos los nobles asistieron a esta ceremonia. Todos lo hicieron menos, Pero Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco. Estos tres nobles, temerosos de la venganza de Pedro y sin la protección ya del rey, huyeron de Portugal cargados de cuantas riquezas pudieron y pasando la frontera se refugiaron en el reino de Castilla; cuyo rey, por cierto también llamado Pedro I de Castilla y apodado por sus enemigos de la casa de Trastámara “El Cruel”, los acogió.
PEDRO I
de PORTUGAL
Cuando Pedro ciñó en sus sienes la regia
corona de Portugal, su carácter volvió a cambiar. El rencor y ánimo de venganza
contenidos desde que firmó la paz de Canaveses, afloraron otra vez en su
corazón y la obsesión de venganza hacia los asesinos de su amor, fue su
objetivo principal. Rápidamente ordenó su búsqueda y fue informado de que los
tres ejecutores de la sentencia contra Inés de Castro habían huido a Castilla.
Esto no aminoró su ánimo de venganza, sino que acució su mente y encontró una
solución para poder capturarlos.
Como ya he dicho, en estos reyes, hay un
par de coincidencias que pueden causar fácil equívoco, y es que ambos reyes se
llamaban Pedro I, uno de Portugal y el otro de Castilla; además para mayor confusión,
por su forma de proceder, a los dos la historia les apoda con el apelativo de
“El Cruel”. Por ello, en este relato y para que no haya confusión, les
llamaremos por su nombre a uno de Portugal y al otro de Castilla.
Pedro I de Portugal era tío de Pedro I de
Castilla y ambos tenían en sus cárceles o bajo su protección como exiliados, a
varios nobles de cada uno de los reinos contrarios. Por tanto, muy astutamente,
Pedro I de Portugal propuso a su sobrino el intercambio de prisioneros y
exiliados por ambas partes, poniendo como condición que entre los exiliados
debían de estar los tres asesinos de Inés.
El rey castellano no se opuso a la
propuesta de su tío y rápidamente y en absoluto secreto, dio orden a sus
hombres de apresar a don Pero Coelho, a don Álvaro Gonçalves y a don Diego
López Pacheco. La detención de los tres mayores enemigos de Pedro I de
Portugal, aunque se hicieron a la mayor rapidez y con el máximo secreto, no
resultaron del todo satisfactorias. Cuentan algunos cronistas de la época, que un
sencillo mendigo que sobrevivía a base de limosnear de aldea en aldea y de
castillo en castillo, vio como detenían y encadenaban a don Álvaro Gonçalves y
a base de preguntar entre los lugareños, dio con uno de sus vasallos que,
llorando amargamente la detención de su señor, le contó todo lo que sabía sobre
el aherrojamiento de su amo. El mendigo, viendo la posibilidad de sacar
provecho de aquella información, se presentó ante don Diego López Pacheco y a
cambio de una suculenta bolsa de monedas, le contó que hombres del rey de
Castilla, hasta ahora su protector, venían raudos a detenerlo para llevarlo
prisionero a Portugal.
Con tan valiosa información, don Diego, con
media docena de sus más valiosos hombres y con los équidos más veloces de sus
cuadras, a uña de caballo, como alma que lleva el diablo, partió de Castilla
hacia Aragón, donde fue bien acogido por el rey Pedro IV “El Ceremonioso”. Poco
más tarde, sabiéndose perseguido y muy cerca de Castilla, marchó a Francia y
dentro de Francia a la ciudad de Aviñón. Allí pidió asilo y protección al Papa
Inocencio VI, que entonces residía en dicha ciudad. Éste se lo concedió,
quedando así a salvo de la cruel persecución de Pedro I de Portugal, aunque no
así de su remordimiento; pues se contaba que muchas noches, en sueños, le
perseguía el fantasma de Inés de Castro implorando y suplicando por su vida.
Aherrojados, sucios y maltratados;
colocados en un carro jaula para transportar prisioneros, don Pero Coelho y don
Álvaro Gonçalves, fueron llevados a Portugal y conducidos ante la presencia del
Rey que, ávido de venganza, mandó fueran llevados a los calabozos más lóbregos
de Coímbra, con la orden de ser torturados pero conservados con vida, pues
quería reservarlos para el acto de justicia final.
Pedro I convocó en su palacio de Santarém a
lo más granado de la nobleza portuguesa y después de haberlos recibido, entró
con ellos al gran salón donde se impartía justicia. Todos fueron entrando con
aires de preocupación en sus rostros, pues el rey no les había dado ninguna
explicación sobre el motivo de aquella convocatoria. Pero si grande era su
intriga por saber el motivo de aquella reunión, mayor fue la sorpresa que se
llevaron al ver encadenados y contra la pared, a don Pero Coelho y a don Álvaro
Gonçalves, custodiados por cuatro soldados del rey. Aquellos dos poderosos nobles
que habían sido de los más allegados al rey Alfonso IV de Portugal, ahora
estaban maniatados y en estado lastimero con señales inequívocas de haber sido
torturados durante varios días.
.- Nobles de Portugal, dijo Pedro I, hoy
habéis sido convocados aquí, para que veáis la justicia que vuestro rey hace en
las personas de estos dos traidores asesinos de la reina doña Inés de Castro.
Todos quedaron pasmados, pues era la
primera vez que habían oído que Inés era reina, pero nadie hizo ningún
comentario.
El rey continuó:
.- Sí. Algún día, haré público mi
matrimonio con la mujer que tanto he amado, al poco tiempo de morir mi esposa Constanza
Manuel. Ahora toca hacer justicia, y para todo aquel que mata a un rey o una
reina, la pena es de muerte.
El silencio era total en el gran salón.
Fuera, en el patio, se oía el monótono y a veces acompasado ruido de unos
martillos golpeando en la madera. Eran los carpinteros preparando el patíbulo
donde serían ajusticiados los dos prisioneros.
.- ¿Hay alguien, entre la nobleza
portuguesa, que tenga que alegar algo en defensa de estos asesinos?.
Nadie osó levantar la voz, la sentencia
dictada por el rey era inapelable, y ninguno quería significarse en la defensa
de una causa perdida que supondría el enemistarse con Pedro I.
.- Siendo así… yo os condeno a morir en el
cadalso y que vuestra ejecución sea pública, para que toda la nación portuguesa
sea testigo de la justicia que hace el rey. Don Pero y don Álvaro, por vuestra culpa
vuestro rey, está viviendo sin corazón; pues el día que matasteis a doña Inés,
me lo arrancasteis del pecho. Ahora para hacer justicia yo os arrancaré el
vuestro mientras estéis vivos y así podréis experimentar en vuestras carnes lo
que es vivir sin corazón, como yo estoy viviendo.
Los dos acusados callaban, pero de pronto,
don Pero Coelho, se irguió, miró de frente al rey y sacando fuerzas de su
flaqueza dijo con voz tan alta y clara, que todos podían oír.
.- Majestad, yo que he sido vuestro tutor
de niño y que os quise como a un hijo, os digo que lo que hicimos fue por el
bien de Portugal y siguiendo el deseo de nuestro rey Alfonso IV, vuestro padre.
“Cuando abráis mi pecho encontrareis un corazón fuerte como el de un toro y tan
noble como el mejor de los caballos”.
Calló don Pero, miró con fijeza y desafío
acusador a todos los asistentes y luego, rendido por el esfuerzo, dejó caer su
cabeza sobre el pecho incapaz de mantenerla erguida.
Después todos salieron al patio del palacio
donde ya habían entrado bastantes gentes del pueblo; y los acusados fueron subidos
al patíbulo con el torso desnudo y atados a una argolla de hierro por encima de
sus cabezas, que había en sendos postes de madera. Después el verdugo, bien
advertido por el rey, abrió el pecho de don Pero Coelho con precisión de
cirujano, para no causarle la muerte prematura; y luego con mano de hierro,
cogió el corazón palpitante y se lo arrancó de un tirón, mostrándoselo primero
a él, que con los ojos extremadamente abiertos lo miró y después cayó muerto. Después,
se volvió hacia todos los concurrentes, y con el corazón en alto y el brazo
chorreando sangre, se lo enseñó a todos que horrorizados contemplaban la
escena.
La misma escena se repitió con don Álvaro
Gonçalves, pero a este el rey ordenó que el corazón le fuera extraído por la
espalda.
Después de tan temible ejecución, a Pedro I
de Portugal, las gentes del pueblo le llamaron, unos “El Justiciero” y otros
“El Cruel”.
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-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
En el mes de junio de 1360, el rey Carlos I
acompañado del conde de Barcelos y de gran número de cortesanos, se hallaba en
Cantanhede, y allí con ambas manos puestas sobre los Santos evangelios, hizo
solemne juramento de que, en el año 1353, había contraído matrimonio ante el
excelentísimo y reverendísimo Obispo de Guarda don Gil Cabral de Viana, y había
recibido a Inés de Castro por esposa con palabras de presencia según manda
nuestra Santa Madre Iglesia. También afirmó, que había mantenido este
matrimonio en secreto, por temor a la reacción que pudiera haber tenido su
padre el rey Alfonso IV. Ante este sagrado juramento y a exigencias del rey,
las Cortes de Portugal, concedieron a Inés de Castro el título de reina. Pocos
días después, Pedro I realizó un acto solemne en la ciudad de Coímbra e hizo público,
ante numerosos obispos, representantes de la nobleza y gentes del pueblo, su matrimonio
con Inés, así como su reconocimiento como reina por las Cortes de Portugal.
Todo Portugal pensaba que aquí habían
terminado las venganzas y desesperadas manifestaciones de amor de su rey, pero
no fue así. Todavía, el “Rey Justiciero”, se reservaba otros actos tan
fantásticos e impensables que nadie podía imaginar, pero que Pedro I tenía
guardados en su mente y que le hacían obrar con actos rayanos en la locura. Una
locura a la que había llegado por haberse visto privado de Inés de Castro, el
único y gran amor de su vida, a quien había prometido amar hasta más allá de la
muerte.
Después de haber hecho reconocer por nobles
y eclesiásticos su casamiento, y después de haber promulgado que Inés de Castro
era reina de Portugal, llamó a los mejores escultores de la nación, que por
entonces se hallaban en la región de Coímbra, y les encargó la construcción de dos
túmulos funerarios como nunca se hubieran visto en toda la nación. Dichos
túmulos debían ser construidos en la mejor y más nívea piedra caliza de las
cercanas canteras de la región de Coímbra. Los artistas visitaron las más
nombradas canteras, entre otras, las de Anca, Portunhos y Pena, hasta dar con
el material requerido por el rey; una piedra blanca, suave al tacto y de tal
finura que, a pesar de su dureza, parecía cera.
El mismo Pedro I, supervisaba a diario la
labor de los artistas cuyos cinceles, día a día y sin tregua, iban
transformando la dura piedra en figuras, calados, relieves y filigranas propias
del más puro estilo gótico portugués.
TUMBA de INÉS DE CASTRO
El trabajo se centró primero en el túmulo
funerario de doña Inés. En los frisos, se esculpieron escenas de los evangelios,
en el lado de la cabecera se puso un hermoso Calvario y a los pies se
representó el Juicio Final. En la parte superior del sepulcro se talló con sumo
cuidado y esmero la figura yacente de Inés de Castro vestida con las ropas
propias de una reina; teniendo su cabeza recostada sobre un almohadón y
coronada con corona real. Toda la escultura está rodeada de ángeles y a sus
pies hay un perro echado que representa la fidelidad y la compañía en la
soledad de la muerte.
Nadie sabía por qué el rey quería que el
sepulcro de doña Inés fuera el primero en ser terminado. Él supervisaba los
trabajos, y sobre todo cuidó mucho de que las facciones de la cara de su amor
fueran tan bellas en la talla, como habían sido en la realidad.
Nadie sabía el motivo de las prisas,
solamente él los conocía, pues aún no había terminado de consumar su venganza.
Cuando la tumba estuvo terminada y cuidada hasta el último detalle, Pedro I
convocó en la catedral de Coímbra a todos los obispos y nobles de la nación y a
cuantas gentes del pueblo que quiso acudir hasta llenar por completo el
grandioso templo y sus aledaños. Al lado del altar estaba situado un trono con
dos escaños, uno para el rey y otro para la reina, pero…¿Qué reina?
Estupefactos, asombrados y algunos aterrorizados, pudieron ver el cadáver de
Inés vestido y coronado como una reina viva. Un velo blanco y traslúcido cubría
su cara dejando entrever una ya casi calavera recubierta de girones de carne
putrefacta que aún despedía mal olor. Pestilencia que era combatida con dos
grandes pebeteros de incienso ardiente que servían para disimular los apestosos
efluvios.
En el altar, el obispo de Coímbra, monseñor
Gómez Barroso, celebró misa solemne en compañía de otros aterrados obispos y al
finalizar ésta, el rey se puso en pie y dirigiéndose a todos los asistentes
dijo:
.- Esta es vuestra reina, esta es la reina
que un día matasteis dejándome a mí sin corazón y sin vida; hoy todos le
rendiréis pleitesía y empezando por los obispos y continuando por los nobles,
puestos ante ella, doblareis vuestra rodilla y besareis su anillo en actitud de
respeto y vasallaje, y aquel que no lo hiciere lo pagará con su vida.
Todos, uno a uno, doblaron su rodilla y
besaron aquel anillo colocado en una deshuesada mano, cuya imagen quedaría
grabada en su retina por el resto de sus días.
Las exequias fúnebres celebradas en honor a
Inés fueron tan grandes que nadie había conocido otras igual. Se formó un
cortejo fúnebre para trasladar los restos mortales de la reina muerta, desde
Coímbra hasta Alcobaça, participando en él todo el clero y la nobleza de
Portugal; amén de el gran número de hombres y mujeres del pueblo llano que se
unían al cortejo cuando este pasaba por sus pueblos. El recorrido duró más de
dos días con sus noches, en los cuales los eclesiásticos iban entonando
responsos y cantos funerarios, mientras los nobles portaban hachones encendidos.
Después del largo caminar, la procesión
mortuoria que cual sierpe luminosa había recorrido los caminos desde Coímbra,
llegó al monasterio de Alcobaça; y después de ser celebrada una misa solemne de
“corpore insepulto”, fue depositado el cadáver de Inés en la sepultura
construida para tal fin.
En los meses siguientes, Pedro I, mucho más
sereno acudía al sepulcro de Inés y al mismo tiempo supervisaba la construcción
del suyo.
SEPULCRO de PEDRO I
Pedro I, quiso que en su tumba en el mismo
estilo gótico portugués, tuviera en sus frisos escenas de la vida de San
Bartolomé y en la parte alta, su propia estatua en actitud yacente, vestido de
caballero con la espada sujeta con su mano izquierda, como símbolo de justicia.
Ordenó que el sarcófago estuviera sostenido por seis leones y a sus pies, un
lebrel simbolizando la fidelidad.
El rey visitaba a menudo la tumba de Inés y
dirigía las obras de terminación de su propia sepultura. Pidió que en el lado
de la cabecera, se esculpiese un gran rosetón representando una samsara
(rueda de la vida), en la que se reflejaban diferentes escenas de la historia de
amor vivida con Inés; y en el mismo rosetón mandó grabar la siguiente
inscripción “até ao fim ao mundo”, que traducido al castellano significa
“hasta el fin del mundo”. Es que para Pedro, la muerte no era un adiós para
siempre, sino una despedida hasta que al llegar el fin del mundo, el ángel del
Señor, con su trompeta hiciera levantar a todos los muertos de sus sepulcros.
Entonces Inés y él, se volverían a encontrar y ya vivirían unidos en los brazos
de Dios, por toda la eternidad. Por último, ya terminada la sepultura, mandó que
ambas estuvieran situadas una frente a otra, pero opuestas por los pies; pues el
rey, víctima de aquel amor tan encendido hacia Inés, quería que al resucitar y
levantarse de sus tumbas, lo primero que debían de ver era el rostro de uno al
otro.
Pedro I, estaba obsesionado por el amor
Hacia Inés y personalmente creo que estaba deseando que le llegara la hora de
ocupar aquel sepulcro junto a su amada. Este deseo se cumplió cuando el día 18
de enero de 1367 la muerte le sorprendió en Estremoz a los 46 años de edad.
Hace años y en diversas ocasiones, recorrí
con mi esposa gran parte de los lugares donde esta historia de amor se
desarrolló. Todos ellos me gustaron, pues en cada lugar me imaginaba facetas de
aquel querer tan ardiente como perseguido, pero mi admiración llegó al límite cuando
visité la abadía de Alcobaça, Patrimonio de la Humanidad y una de las
maravillas de Portugal. Al contemplar aquel conjunto sepulcral, aquellas bellísimas
esculturas en estilo gótico y aquella tumba de Inés de Castro, me sentí enormemente
orgulloso de ser español y de contemplar aquel sepulcro, que encerraba los
restos mortales de una mujer gallega y española, que fue asesinada por haber
amado tanto. También me gustaron las palabras del guía explicando aquel rosetón
que contiene en tres circunferencias concéntricas, escenas de la vida de los
dos amantes, pero mi alma se llenó de admiración cuando vi aquella leyenda que
en portugués decía “hasta el fin del mundo”. ¡¡Qué despedida tan bella”,
¡¡Qué promesa de amor tan grande!!Hasta el fin del mundo y después hasta la
eternidad. Yo miraba aquellas tumbas y pensaba que allí estaban aquellos dos
amantes durmiendo el sueño de la muerte y esperando durante siglos el momento
de volverse a encontrar. Se dice entre las gentes de Alcobaça que, una persona
que quedó encerrada en la abadía la noche de difuntos oyó que Pedro e Inés, en
la oscura soledad del templo, hablaban en susurros desde el frío fondo de sus
tumbas, diciéndose palabras de amor y de esperanza en la resurrección. Quizás
sea mentira, pero encerraba tanta dulzura aquella historia y encerraba tanta belleza aquella despedida
grabada en la tumba de Pedro, que pensé en aquel mismo momento contar aquella
historia de pasión, de dolor y de esperanza que hoy, mi torpe pluma, ha
pretendido relatar con todo esmero.
M. Díez
Bibliografía:
Inés de Castro. -Real Academia de la Historia.
Pedro
Fernández de Castro. - Universidad Complutense de Madrid
Crónica
del rey Pedro I .- Lópes Fernao
Enciclopedia
Espasa Calpe
Reinar
después de morir. - L. Vélez de Guevara
Constanza
Manuel. - Real Academia de la Historia
Historia
Hispánica
Biografía
de Pedro de Acuña y Portugal
El
Estado itinerante de don Juan Manuel. - Antonio Herrera
Otros
autores….
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