miércoles, 29 de noviembre de 2023

 

 


Tercera Parte

 

” FERNANDO III “EL SANTO

 

    Durante la enfermedad y muerte de su cuñada Cristina, el rey Alfonso X permaneció en Sevilla y desatendió su pretensión al título de “Emperador del Sacro Imperio”. En el año 1257 se celebró en Alemania la votación para elegir al nuevo emperador. Siete príncipes europeos fueron los encargados de elegir con sus votos al que ocuparía tan ansiado cargo, y esta elección se haría entre los dos aspirantes al trono: Alfonso X y Ricardo de Cornualles, hermano del rey de Inglaterra Enrique III. En la votación ganó Alfonso X, pero él no había viajado a tierras alemanas para estar presente en el acto y a pesar de haber sacado cuatro votos contra tres de su oponente, Ricardo de Cornualles, aprovechando la ausencia del rey castellano, fue coronado emperador en Aquisgrán junto a la tumba de Carlomagno.

    Alfonso X “El Sabio” desairado, emprendió un largo y caro proceso de reclamaciones ante el Papa, pero éste las fue posponiendo, dando largas al juicio que debía celebrarse; y esto trajo consigo el empobrecimiento de las arcas castellanas sin ninguna consecuencia favorable para Alfonso, que al final tuvo que renunciar a sus pretensiones de ser nombrado emperador.

    Dando por perdidas todas sus aspiraciones a la corona del sacro imperio, se volcó en “La Escuela de Traductores” instalada en Toledo, haciendo de esta ciudad el centro cultural más importante de Europa. En ella concentró a los hombres más sabios de la época a los que encargó traducir los viejos escritos griegos, árabes y hebreos al latín y al castellano. Haciendo de esta manera la mayor recopilación del saber de aquella época.

    Creó  “El Honrado Concejo de la Mesta de Pastores” en cuya hermandad concentró a todos los pastores de Castilla y León, concediéndoles grandes privilegios para que su labor de pastoreo les resultase más fácil, dándoles derecho de paso y pasto, creando una gran red de vías pecuarias tales como: Cañadas, con una anchura de 90 varas castellanas (75 metros), Cordeles, con una anchura de 37,5 metros, Veredas, con una anchura de 20 metros y Coladas, que era cualquier vía pecuaria de menor anchura de 20 metros. Además, excluyó a los pastores de prestar servicio militar en el ejército y también quedaron exentos de testificar en juicios. He de aclarar que la red de vías pecuarias no existe en todas las regiones españolas, sino que está creada para los lugares donde las condiciones del clima impiden la explotación de los pastos durante todo el año.


MAPA DE LAS CAÑADAS REALES

 

 Publicó “Las Tablas Astronómicas” confeccionadas a partir de viejos textos árabes que fueron traducidos al castellano con muchas aportaciones del Propio Alfonso X. Fueron tan precisas en la colocación de los astros en la esfera celeste, que incluso el propio Copérnico hizo uso de ellas cuando demostró que la Tierra no era el centro del Universo.

    La Astronomía fue la ciencia a la que con más entusiasmo se dedicó Alfonso X “El Sabio”, y en reconocimiento a tan grande dedicación y a lo acertado de algunas de sus teorías, con el transcurrir de los siglos, aquel trabajo fue recompensado por la ciencia cuando en el año 1935, los astrónomos decidieron llamar “Alphonsus” a un cráter de nuestro satélite la Luna.

    Muchas cosas más podríamos decir de nuestro rey “Sabio” y de su extensa obra literaria, histórica y científica, además de muchas leyes que promulgó para su reino. Alfonso X supervisó el trabajo de innumerables sabios latinos, islámicos y judíos que trabajaban codo con codo en la “Escuela de Traductores de Toledo”. Escribió de su puño y letra las Cantigas a Santa María y otros muchos versos escritos en galaicoportugués, que era la lengua culta en aquellos momentos. Y por último decretó que el idioma oficial del reino fuera el castellano. Lengua esta en la que publica su “Estoria de España” obra que es la primera historia de España que abarca desde el año cero hasta el reinado de su padre Fernando III “El Santo”. Abarcó tanto su producción literaria que incluso escribió un “Tratado sobre Ajedrez”. Siendo una de sus obras más renombradas “El Código de las Siete Partidas”; que era un libro de leyes que intentaba dar uniformidad jurídica en todas las ciudades y territorios del reino, y había sido redactado por los mejores hombres de leyes de Castilla.

   Pero su reinado no fue para Alfonso X un oasis de felicidad. La última parte de su vida fue tan tormentosa y desagradable para él, que se convirtió en un auténtico calvario. 

    Las reformas legislativas que el rey sabio introdujo, con otras muchas leyes, en el Código de las Siete Partidas, redujeron el poder político de la nobleza y mucho peor aún, también se les redujo su poder económico; y esto produjo en parte de los nobles castellanos una rebelión contra la corona, apoyada incluso por su hermano Felipe el que había sido esposo de la princesa Cristina de Noruega. Alfonso les hizo frente con su ejército y estos ante la imposibilidad de vencer a su rey, abandonaron sus tierras y pactaron alianzas con el rey de Granada. Ciudad esta donde se refugiaron llevándose las riquezas de todas las ciudades que saquearon en su huida.

    Su hermano Enrique, también se sublevó contra él a causa de los “donadíos” (donaciones de grandes extensiones de tierras) que el rey había hecho a los nobles y obispos que, con sus mesnadas, le habían ayudado en las conquistas. En estos donadíos los nobles eran auténticos señores feudales y abusaban de los súbditos, como si fueran sus dueños. El rey redujo el poder de los nobles haciendo que las leyes alcanzaran a todos por igual, hizo que los nobles pagaran “gabelas” (impuestos) a la corona y mantuvo las “tercias reales” que la iglesia debía pagar al rey y que consistía en los dos novenos de los diezmos que ella recibía.

    En el año 1275, cuando ya parecían resueltas o en vías de solución estas cuitas, los problemas se agravan con la muerte del infante Fernando de Castilla, llamado “El de la Cerda” por haber nacido con una mancha en la espalda de la que brotaban unas cerdas largas y fuertes, parecidas a las crines de los caballos.

     Alfonso y Violante tuvieron 11 hijos de los cuales 5 de ellos fueron varones: Fernando (El de la Cerda), Sancho, Pedro, Juan y Jaime. Por tanto, le correspondía heredar la corona a Fernando que había nacido en Valladolid el día 23 de octubre de 1255. Cuando iba a cumplir 20 años, mientras marchaba con el ejército a luchar contra los benimerines, mientras su padre estaba en Italia buscando apoyos para reclamar sus derechos a la corona de emperador, una enfermedad repentina le sobrevino en Villa Real (Ciudad Real), y cuentan las crónicas que estando en su lecho de muerte, llamó a su lado a don Juan Núñez de Lara y le dijo:

    .- Creo don Juan que mi vida se extingue y estoy preocupado por mi sucesión como heredero al trono.

    .- Señor, no penséis en la muerte, estáis en la flor de la vida, estáis en vísperas de cumplir  veinte años y con esa edad se pueden superar todos los males. Además, vuestro ejército os espera impaciente para ir al encuentro de los benimerines. Esos hijos del Islán que aprovechando la ausencia de vuestro padre han atacado el sur de nuestro reino. Pronto estaréis cabalgando sobre vuestro caballo y nos llevaréis a todos a la victoria.

    .- Bien sabéis señor de Lara que, a pesar de mi juventud y las ganas que tengo de conducir mi ejército al campo de batalla, estas fiebres están acabando con mi vida.

    Juan Núñez de Lara, contemplaba al infante de Castilla y se daba cuenta del gran esfuerzo que hacía para poder hablar. Con gran dolor comprendió que la vida del infante Fernando estaba llegando a su fin.

    .- Llamado por vos, he acudido a vuestro lecho y aún no me habéis dicho el motivo de vuestra llamada.

    .- Tenéis razón. Vos sabéis que, a pesar de mi juventud, el Señor ha bendecido mi matrimonio con Blanca (hija del rey de Francia Luis IX) concediéndonos dos hijos: Alfonso y Fernando. Paró un momento para respirar y coger fuerzas y continuó. Mis hijos son dos niños pues, como vos sabéis, el mayor tiene 5 años, pero a pesar de su corta edad, según el derecho romano, que mi padre ha introducido en el código de las siete partidas, le corresponde heredar el derecho a la sucesión al trono cuando yo muera.

    .- Señor, no me cabe la menor duda que según el derecho romano, vuestros dos hijos están por delante de vuestros hermanos en la línea sucesoria.

    .- Así es pero también es cierto que en Castilla siempre nos hemos regido por los derechos consuetudinarios (derechos creados por las costumbres) y a ellos recurrirá mi hermano Sancho y los nobles que le apoyen.

    .- Señor, si vos murierais, Dios no lo permita, yo levantaré mi voz en defensa de los derechos de vuestro primogénito  Alfonso, pues las leyes están para ser cumplidas y es más por lo que yo percibo, creo que vuestra madre la reina Violante estaría también de acuerdo.

    .- Pues bien siendo así, a vos encargo la tutela de mi hijo Alfonso y en vos confío, en que llegado el momento, hagáis valer sus derechos sucesorios ante mi padre cuando venga de Italia.

    No se equivocaba el infante don Fernando y el 5 de agosto de 1275, se cerraban sus ojos para siempre en la ciudad de Ciudad Real. Tampoco se equivocaba en el revuelo que se produciría a su muerte por los derechos a la sucesión al trono. Por un lado, según las leyes y costumbres castellanas le correspondía heredar los derechos de sucesión a su segundogénito varón que era Sancho, pero según el derecho romano introducido en el Código de las Siete Partidas, los derechos sucesorios debían pasar a los hijos de Fernando de la Cerda, y partidarios de ello eran algunos nobles encabezados por Juan Núñez de Lara y la propia esposa del rey doña Violante, que se puso en contra de su esposo y de su hijo por defender a sus nietos.

    La lucha por la sucesión, la oposición de su esposa y la enfermedad que ya empezaba a hacer mella en su salud, acarrearon mucho sufrimiento al rey. Por un lado, veía a su joven hijo Sancho, que había reemplazado a su difunto hermano, tomando el mando del ejército y luchar contra los musulmanes con mucho coraje. Con tanta bravura que ya muchos de sus hombres le idolatraban y le habían puesto el apelativo de “El Bravo” y le seguían y apoyaban en su candidatura. También el veía que sus nietos eran unos niños demasiado pequeños y ante estas circunstancias, optó por nombrar heredero a su hijo Sancho.

    Pero las desgracias, que no vienen solas, seguían para el rey Alfonso X, ya que dos años más tarde, el rey Sabio tiene que enfrentarse con una nueva conjura llevada a cabo por su hermano Fadrique y el yerno de este Simón Ruiz de los Cameros. La conspiración se debía   a varios motivos: Uno era que veían a Alfonso, ya de cierta edad y afectado por una enfermedad que le tenía más tiempo postrado en cama que sentado en el trono, otro motivo, eran las pretensiones de los nobles que apoyaban a los hijos del difunto Fernando de la Cerda, y que ellos harían que se pusieran a su favor; y por último, viendo al rey viejo y enfermo y a su heredero Sancho demasiado joven, creían que era la mejor oportunidad para hacerse con el trono.

    Alfonso X, ante tamaña traición, llamó a su lado al infante Sancho y a Diego López de Salcedo, Merino Mayor de Castilla, y les habló así.

    .- Como hijo y heredero de la corona y como Merino Mayor, vos sois las dos personas en las que más confío en  estos momentos tan difíciles y desagradables que me tocan vivir. Mi propio hermano y su condenado yerno, el señor de los Cameros, se han levantado en armas contra mí. Esto es algo que no puedo tolerar y quiero que sea zanjado de raíz.

    .- Majestad, dijo Diego López de Salcedo, vuestro hijo y yo dispuestos estamos a tomar las armas y salir prestos al encuentro de los traidores, y una vez derrotados, los traeremos ante vos.

    .- ¡¡ No!!, no quiero verlos en mi presencia. Reos son de muerte y si tuviera a mi hermano Fadrique ante mí quizás me conmoviera y le perdonara su traición como ya otras veces he hecho. Esta vez no será así y quiero que se haga con el menor derramamiento de sangre.

    .- Pues, ¿cómo queréis que procedamos?, dijo el infante Sancho a su padre.

    .- Los dos traidores se encuentran ahora confiados y se creen seguros. Mi hermano Fadrique en Burgos y su yerno en Logroño. Ambos están reclutando sendos ejércitos para, después de unirlos hacerme frente; pero no les daré esa opción.

    .- Vos diréis, dijo don Diego, según ordenéis procederemos.

    .- Quiero que vos don Diego reunáis una mesnada, vayáis a Burgos y una vez allí, con la mayor cautela hagáis preso a mi hermano Fadrique, y allí le ajusticiaréis por orden mía. Dicha ejecución será por ahogamiento. No quiero que su cuerpo sufra mutilaciones y así podrá ser sepultado en el Monasterio de las Huelgas reales de Burgos. Os mando a vos porque no quiero que Sancho, mi hijo, sea quien tenga que ejecutar a su tío.

    .- Y yo, ¿Qué haré?, dijo el infante don Sancho.

    .- Vos, hijo mío, al mismo tiempo que don Diego parte para Burgos, saldréis con otra tropa hacia Logroño y con el mismo sigilo y cautela, apresaréis al yerno de vuestro tío Simón Ruiz de los Cameros. Pero Logroño está lleno de partidarios del señor de Cameros, por lo que os acompañará don Gonzalo Ruiz de Zúñiga, y a la mayor brevedad una vez apresado el traidor, lo trasladaréis a Treviño y allí le ajusticiaréis también por orden mía.

    .- Así haré, y le daré muerte también por ahogamiento.

    .- ¡¡Nooo!!. A semejante traidor le condeno a morir en la hoguera, donde será quemado vivo y después lanzadas sus cenizas al viento, para que sirva de escarmiento a todo aquel que quiera alzarse contra mí.

    Terminada la reunión, el infante don Sancho y don Diego López de Salcedo, reunieron sus mesnadas y en pocos días apresaron y ejecutaron a don Fadrique y a don Simón Ruiz de los Cameros, tal y como el rey Alfonso X “El Sabio” había ordenado

 

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    El joven Sancho, después de esta acción y ante la enfermedad de su padre, se hizo cargo del ejército y cosechó muchos éxitos en la lucha contra los benimerines, haciendo que la mayoría de los nobles castellano-leoneses le consideraran un candidato idóneo para sustituir a su padre. Ante tamaña popularidad, Alfonso X “El Sabio” le nombró heredero.

Henchido de satisfacción, con el apoyo paterno y rodeado por la mayoría de la nobleza que ya le consideraba el futuro rey de Castilla, Sancho se casó en el año 1281 en la catedral de Toledo, tomando como esposa a doña María de Molina, nieta de Alfonso IX de León y que además era su tía segunda.

    Este matrimonio estuvo lleno de polémicas desde el primer momento: El Papa Martín IV, calificaba esta unión matrimonial de incestuosa e infamante, negándoles la dispensa papal, y el rey Alfonso X, que estaba de parte del Papa, había comprometido a su hijo con Guillerma de Moncada, que era hija del vizconde de Bearne. Sancho, se enfrentó a todos, haciendo caso omiso al Papa y desafiando la autoridad paterna, se salió con la suya y contrajo matrimonio. Todos estos problemas tendrían que ser solventados por María de Molina al enviudar de su marido. Sin embargo, todo ello y mucho más fue capaz de sobrellevar la reina que resultó ser una de las mujeres más “grandes” de nuestra historia de España.

    Mientras esto ocurría y Sancho conseguía casarse con su tía segunda doña María de Molina, la reina Violante junto con otra parte de la nobleza presionaban al rey a favor de sus nietos, los hijos de Fernando de la Cerda. El rey ante tanta presión convocó a las cortes con representación de la nobleza, el clero y la burguesía. Con la idea de contentar a todas las partes habló así:

    .- Aquí ante la representación de las clases sociales de mis reinos, os comunico que he nombrado heredero de la corona a mi hijo Sancho, que asumirá los derechos sucesorios de su difunto hermano Fernando; pues es sabido, por todos los presentes, que en Castilla siempre nos hemos regido por los derechos consuetudinarios, aunque el derecho romano que yo mismo introduje en el Código de las Siete Partidas, pondría como herederos a mis nietos por delante de mi hijo.

     La mayor parte de los miembros de la asamblea hicieron gestos de afirmación demostrando estar de acuerdo con su rey; pero otros, y no pocos, disintieron y levantaron la voz en actitud de protesta produciéndose enfrentamientos entre los asistentes. El rey ante el cariz que tomaban las cosas y viendo que hasta su esposa Violante estaba de parte de los que disentían, mandó silencio y continuó:

    .- Estoy de acuerdo de que las leyes están hechas para ser cumplidas; pero hay varios motivos que me han movido a tomar esta resolución: por un lado, los méritos que mi hijo Sancho se ha ganado ensanchando nuestros reinos en sus luchas contra los benimerines. Por otro, el ver cómo es aceptado y querido por gran parte de la nobleza y el pueblo de nuestros reinos; y por último el ver la tierna edad de mis nietos.

    He oído las pretensiones y propuestas de aquellos que abogan en favor de los vástagos de mi difunto hijo Fernando, y he decidido compensar a los niños otorgándolos algunos territorios, incluso he pensado crear un reino con capital en la ciudad de Jaén para que, en su día, mi nieto Alfonso lo gobierne como rey.

    .-¡¡¡Protesto, esto es una injusticia.!!! Dijo el infante don Sancho poniéndose en pie delante de toda la asamblea. No sólo es injusto para mí que soy vuestro heredero, sino que también es injusto para todos aquellos nobles caballeros, que conmigo arriesgaron sus vidas y haciendas para reconquistar esas tierras que ahora pretendéis dar a mis sobrinos, que no han hecho ningún mérito para poseerlas.

    .- Sancho, hijo mío, ¿Qué es lo que vos consideráis justo?

    .- Justo es, o al menos así yo lo considero, que aquellos que participaron y derramaron su sangre para hacer que esas tierras pertenezcan a Castilla, tengan también parte en el reparto de ellas, como ocurrió en la conquista de Sevilla.

    .- No me cabe la menor duda de que lo que reclamas es justo, pero también es justo que siguiendo el derecho romano, tú no serías mi heredero sino los hijos de tu difunto hermano. He pensado mucho esta decisión y mi voluntad se ha de cumplir. Por tanto, consideraré en rebeldía a todo aquel que no me obedezca incluyéndote a ti, hijo mío, que eres el más beneficiado.

    La autoridad que emanaba de la persona de Alfonso X hizo que los rumores de la sala se aplacaran, pero Sancho pudo ver en el rostro de su Madre y de la mayor parte de la nobleza que estaban de acuerdo con él.

    Alfonso X, si fue considerado como el rey sabio por haber dado un gran impulso a las leyes, a las ciencias y a las artes, así como por haberse rodeado de un gran número de personas sabias en su época, también podría habérsele considerado por desgraciado con su familia, ya que esposa, hermanos e incluso su hijo Sancho estuvieron enfrentados a él.

    Después de haber tomado esta decisión, el infante Sancho y la mayor parte de los nobles castellano-leoneses se declararon en rebeldía contra el rey, que cada vez con más edad y preso de la enfermedad que durante años le iba doblegando se refugió en Sevilla, que con Murcia y Badajoz fueron las únicas ciudades que le permanecieron fieles hasta su muerte.

    En la primavera del año 1282, el infante don Sancho reunió las cortes en Valladolid, mientras su padre estaba en Sevilla, y a estas cortes acudieron la mayoría de los nobles, las órdenes militares y gran parte del episcopado; todos ellos de parte del infante. Incluso los monasterios se declararon partidarios de Sancho; ya que nobles, obispos y abades habían visto recortados sus beneficios y sus poderes a causa de las leyes promulgadas por el rey “Sabio”.

    Alfonso X, desesperado ante tamaña rebeldía, desheredó a su hijo en favor de sus nietos, pidió ayuda a sus antiguos enemigos los benimerines y empezó a recuperar su posición, pero la “parca” le sorprendió en su lecho en la ciudad de Sevilla el día 4 de abril de 1284.

    Antes de expirar y viéndose ya en manos de la muerte, el rey dispuso que su corazón fuera llevado al Monte Calvario en Tierra Santa, sus entrañas al monasterio de Santa María la Real del Alcázar en Murcia, ciudad que le había sido fiel, y su cuerpo ya vacío de vísceras fuera sepultado en la catedral de su querida Sevilla, ciudad que él con su padre Fernando III El Santo había reconquistado a los musulmanes años atrás.

    El cuerpo de Alfonso X El Sabio, descansa ahora en la Catedral de Sevilla, pero su corazón nunca viajó a Tierra Santa, sino que junto con sus entrañas reposan en el presbiterio de la Catedral de Murcia a donde fueron traídas en una urna de piedra pintada en blanco y dorado, desde la capilla del Alcázar Mayor de dicha ciudad. Siglos más tarde el emperador Carlos I mandó construir una reja de hierro y prohibió que nadie más fuera enterrado allí, y que en un cartel se escribiera que el rey Alfonso X había querido que su corazón y entrañas fueran depositadas en este lugar, debido a la gran lealtad que la ciudad de Murcia había tenido con su rey en todas sus adversidades.


URNA con el CORAZÓN y ENTRAÑAS

de

ALFONSO X “El sabio” (catedral de Murcia)

 

    La noticia del fallecimiento de Alfonso X “El Sabio”, le llegó a Sancho cuando se encontraba en Segovia. Sancho acudió a Sevilla para celebrar las exequias de su padre, y pudo comprobar que, durante éstas se veía palpablemente la división de opiniones de parte de la nobleza en cuanto a las leyes sucesorias. Por tal motivo, rápidamente convocó en Toledo a toda la nobleza que le era fiel y se hizo coronar rey en la catedral de dicha ciudad, siendo oficiada la misa de su coronación por los obispos de Burgos, Cuenca, Badajoz y Coria.

 


SANCHO IV “El Bravo” (Ayuntamiento de León)

(José Mª Rodríguez de Losada)

 

    Hubo un noble que, fiel a la promesa hecha al infante Fernando de la Cerda en su lecho de muerte, no apoyó la coronación de Sancho ni acudió a la ciudad de Toledo. Fue don Juan Núñez de Lara, que seguía apoyando los derechos de Alfonso; el mayor de los hijos de su señor Fernando.

    El señor de Lara viajó a Aragón y allí se entrevistó con el rey Alfonso III que protegía a los infantes de la Cerda y acompañado de algunos nobles castellanos proclamaron en Jaca a Alfonso, hijo mayor del finado Fernando de la Cerda, rey de la corona castellana. Esta proclamación, no sirvió de nada, pues el núcleo fuerte de la nobleza castellana y el clero estaban de parte de Sancho IV “El Bravo”.

    Hemos visto a través de mis relatos, como Castilla y León a lo largo de su historia, se han desangrado en luchas fratricidas. Como sus campos se han llenado de muertos, y como se han regado con la preciosa sangre de sus hijos. Hemos visto como sus reyes, luchando siempre por el poder y por poner sobre sus sienes el áureo metal de la corona real, no dudaron en sublevarse contra sus padres, en luchar contra sus hermanos e incluso encarcelarlos o matarlos. He visto mientras indagaba en los libros de historia para escribir estos relatos, como esta sagrada tierra castellano-leonesa, madre de pueblos y naciones, cuna de reyes sin honor y de plebeyos con más honor que algunos reyes, se desangraba y sufría a través de los siglos, sin darse cuenta que sólo la unión de sus gentes, le podía proporcionar la fuerza suficiente para reconquistar las tierras que un día les había arrebatado el Islam.

    De todo este desasosiego tampoco se escapó Sancho IV El Bravo, que desde muy pronto se vio rodeado de conspiradores llevándole a situaciones tan desesperadas que tuvo que relevar a todos los hombres de su mayor confianza. Así el abad de Valladolid García Gómez, en quien el rey había depositado toda su confianza, nombrándolo su privado, le traicionó al pactar con el rey de Francia Felipe IV. Sancho IV al enterarse, lo destituyó y nombró mayordomo real a don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya. Más tarde convocó Cortes en Palencia y ordenó la disolución de todos los grupos formados durante la sublevación contra su padre Alfonso X. A partir de entonces, impartió él personalmente la justicia y mandó acuñar una nueva moneda que llamó “cornado”.

    Pero Castilla y León seguían siendo una olla a presión que estaba a punto de explotar en una guerra civil. Los nobles que le habían sido fieles ayer, dudaba de que lo fueran hoy, y los que hoy le juraban fidelidad ¿le serían fieles mañana? En estas circunstancias, Sancho IV convocó una reunión de consejeros de la corona en la ciudad de Alfaro el día 8 de junio de 1288, y una vez reunidos y puesto en pie el rey, con la bravura que le era reconocida, habló de esta manera:

    .- Harto estoy de conspiraciones y más harto aún estoy de traidores. Paró durante unos segundos, mientras su mano izquierda aferraba fuertemente la empuñadura de la espada y sus ojos como dos lumbres encendidas, miraban a los asistentes devorándolos con su fuego. Después continuó diciendo: Creía que había quedado claro que mi sucesión al trono estaba aceptada por todos vosotros, pero veo que me engañé. Y así hace un par de años, sintiéndome traicionado por el abad de Valladolid, puse como hombre de mi confianza a otra persona al que incluso nombré conde. Ahora me entero de que dicho conde, aquí presente ha formado alianza con mi hermano Juan, e intrigan y se levantan contra mí, apoyando a mis sobrinos “los de la Cerda” y no estoy dispuesto a consentirlo.

    Un ronco rumor empezó a oírse en el salón donde estaba reunida la mayor parte de la nobleza castellano-leonesa. El rumor que iba cada vez más en aumento se semejaba al ruido, también profundo y ronco, que el mar produce antes de estallar la tempestad. Las manos buscaban las empuñaduras de las dagas y las espadas, mientras las miradas buscaban entre los asistentes a quienes podían ser amigos o enemigos.

    El rey estaba irritado pero tranquilo pues, junto al escaño que él ocupaba para presidir la reunión, había un nutrido grupo de guerreros que le servían de escolta. Sin embargo, seguía de pie y con mirada desafiante. Después de mandar silencio, continuó.

    .- El levantarse contra mí, que soy el rey por derecho divino, es alta traición y esto sólo tiene como castigo la cárcel o la pena de muerte para todos aquellos que cobardemente han conspirado contra su rey.

    .- Majestad, ¿acaso lo decís por mí? Dijo don Lope Díaz III de Haro.

    .- Sí, por vos y alguno más lo digo y con justicia seréis castigados.

    .- No tolero que nadie me llame traidor y mucho menos cobarde. Y esta ofensa, ni a mi rey se la tolero. Y desenvainando su daga se abrió paso hacia el escaño, donde el rey, que ya había desenfundado su espada, le esperaba. A don Lope le seguía, también puñal en mano, su primo Diego López, ricohombre de tierra de campos.

    Don Lope no llegó a acercarse al rey. La guardia real cerró filas y uno de ellos hirió gravemente al octavo señor de Vizcaya que, sangrando copiosamente y derribado en tierra, aún empuñaba la daga con la que quería herir a su señor. A una orden del rey otro de sus escoltas lo remató en el mismo suelo. La escolta real, con esta muerte había dejado de lado a don Diego que, puñal en mano, ya estaba próximo al rey, pero el propio Sancho IV le hendió en el pecho su espada dándole muerte en el acto.

    Levantando su espada, aún teñida de sangre, Sancho IV “El Bravo”, apuntó hacia el lado del salón donde se encontraba su hermano y dirigiéndose a Ruy Páez de Sotomayor que era su justicia mayor le dijo:

    .- Os ordeno que ahora y aquí detengáis al infante don Juan que yo acuso de alta traición; mas lo quiero vivo y será aherrojado y encarcelado hasta que yo diga.

    Las cosas estaban tan calientes que nadie se atrevió a defender al infante que, al verse solo y abandonado por los suyos, sacó su espada y revolviéndose cual fiera acorralada hirió a más de un guardia real, que al verse obligados a no herir al infante tuvieron que exponerse al filo de su arma. Hasta tal punto que el propio rey, encolerizado y espada en mano, se dirigió hacia el lugar donde estaba acorralado su hermano.


MARÍA DE MOLINA en ALFARO

    Fue tan grade el griterío, el alboroto y el ruido de las armas, que doña María de Molina, la propia esposa del rey que estaba a la expectativa en una sala contigua, irrumpió en el salón interponiéndose entre los dos hermanos, ante el asombro de los asistentes que reconocían en aquella mujer más valor aún que en cualquier hombre.

    El infante don Juan, que se veía acorralado y ya muerto, al ver a su cuñada interponerse entre el rey y el mismo, se refugió tras la reina que firme y altiva levantó su mano hacia Sancho diciendo:

    .- ¡¡¡Teneos, majestad!!! ¡¡¡Teneos, esposo mío!!! No quiera Dios que manchéis vuestra espada con la sangre de vuestro hermano. ¿Acaso no ha corrido ya bastante sangre hoy en este salón?

    .- ¡¡¡Haceos a un lado, mujer!!! Este traidor ha hecho correr la sangre de algunos de mis hombres y debe morir, sino ¿Qué otra cosa puedo hacer?

    .- Aherrojarlo y cargado de cadenas llevadlo a los calabozos del castillo de Burgos y después con más calma decidiréis. Que no se diga que mi esposo Sancho IV de Castilla a quien todos llaman con razón “El Bravo” no es capaz de administrar justicia también con prudencia. Es la sangre de los musulmanes que amenazan nuestros reinos, la que debe correr por los campos de Castilla, no la de cristianos derramada por manos cristianas.

    La cólera del rey se fue poco a poco disipando, y al ver a su hermano Juan ya desarmado y maniatado, dirigiéndose a su Justicia Mayor, sentenció:

    .- Señor Páez de Sotomayor, cargad de cadenas al infante y llevadlo a las mazmorras del castillo de Burgos hasta que piense que hacer con él.

    El infante don Juan fue llevado al castillo de Burgos, mas no permaneció en él mucho tiempo, pues corrían rumores de que algunos nobles, ayudados por el rey de Francia y el de Aragón, planeaban su liberación. Con extremadas medidas de seguridad y el máximo sigilo, el cautivo fue trasladado a los calabozos del castillo de Curiel de Duero, propiedad del rey Sancho IV, y que se alzaba altanero y soberbio sobre una roca solitaria a la vista del castillo de Peñafiel.

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    Para María de Molina, mujer extremadamente cristiana y católica, era cuestión principal el que el Santo Padre concediese la bula que reconociera la legitimidad de su matrimonio con el rey Sancho IV; ya que los hijos que iban naciendo de su matrimonio eran considerados ilegítimos, y por ende no lícitos para heredar el trono paterno.

    En 1288 la cátedra de San Pedro fue ocupada por Nicolás IV, el cual tenía buenas relaciones con el rey castellano, y por eso en noviembre de 1289, fue enviada una embajada de los reyes de Castilla al Vaticano con el importante fin de negociar la dispensa matrimonial que hasta entonces les había sido denegada. El Papa, estudió las múltiples razones canónicas por las que se había denegado anteriormente esta dispensa, y decretó que era imposible concederla, aunque no desanimó del todo a los monarcas, pues les dijo que seguiría estudiando su caso y quizás en el futuro se podría solucionar.

    Sancho IV El Bravo, no estaba dispuesto a esperar mucho tiempo más, pues había enfermado de tuberculosis y quería dejar arreglado lo antes posible la ilegitimidad de su matrimonio, que le estaba acarreando multitud de problemas entre parte de la nobleza y de la iglesia de su reino.

    Decidido a solucionar el problema por las malas ya que no había podido solucionarlo por las buenas, llamó a su presencia a un tal Pedro, fraile apóstata y huido de la Orden de Predicadores a la que había pertenecido.

.- Fray Pedro, le dijo, vos y la mitad de mi reino conocéis la inestabilidad de mi corona y el peligro que corre la legítima sucesión del trono por parte de mis hijos. Me he informado sobre vos y se de vuestra sabiduría y vuestras capacidades, así como de vuestra gran discreción y la necesidad de medios para vivir que tenéis, después de haber sido expulsado de la Orden de Predicadores (dominicos).

    Fray Pedro, el fraile apóstata, que hasta entonces había permanecido con la frente baja y las manos introducidas en las amplias mangas de su raído hábito, levantó la cabeza y mirando con recelo al rey dijo:

    .- Majestad, es verdad todo lo que decís, incluida la penuria que padezco, y que sobrevivo gracias a mi mendicidad; pues a pesar de los conocimientos adquiridos durante años con el estudio en la paz del monasterio, estos de nada me han servido para combatir mis necesidades más primordiales. Pero aún no sé qué queréis de mí.

    .- Habréis observado que esta entrevista la estamos haciendo vos y yo solamente, y que ni mi esposa, ni mi escolta, ni ninguno de mis consejeros me acompaña. El motivo es porque lo que voy a proponeros es muy particular, yo diría que insólito, y como tal debe permanecer en el más absoluto secreto entre los dos.

    El exmonje, había sacado las manos de las raídas mangas y ahora las retorcía y frotaba una contra otra, nervioso ante lo que le venía encima y que él ignoraba. El rey continuó diciendo:

    .- Como os decía, la ilegitimidad en que el Santo Padre ha sumido  mi matrimonio, se debe a dos razones. La primera de ellas es que mi difunto padre me casó, siendo yo muy joven, por poderes con Guillerma de Moncada, hija del vizconde de Bearne, que dicho sea de paso era una mujer muy rica, tan rica como fea y soberbia. Tal matrimonio nunca fue aceptado por mí y nunca se consumó, pues mi amor era mi actual esposa doña María de Meneses (María de Molina). Con ella, y esta es la segunda razón, contraje matrimonio a pesar de la oposición de mi padre y del Papa. Esta decisión, de la cual no me arrepiento, me ha llevado a la situación de poner en peligro la sucesión al trono por parte de mi hijo Fernando.

    .- Señor, todo esto lo entiendo y gran parte de lo que me decís lo sabía, pero ¿Qué puedo hacer yo? Sólo soy un pobre monje expulsado de la Orden de Predicadores. Vos tenéis mucho poder y podéis influir para que el Vaticano os conceda la deseada bula.

    .- Mi poder y mis influencias han chocado siempre contra los altos cargos de la Iglesia, y así puedo deciros que los Papas: Martín IV, Honorio IV y ahora Nicolás IV, todos han desestimado mis solicitudes, para desesperación mía y desasosiego de mi cristianísima esposa. Este es el motivo por el cual os he mandado llamar, ya que torturado por esa desesperación y viendo que no hay otro remedio, he decidido pediros la falsificación de un diploma, donde el Sumo Pontífice legalice nuestro matrimonio y reconozca la legitimidad de nuestros hijos.

    Fray Pedro, el monje apóstata, dejó caer los brazos al lado del cuerpo y abrió los ojos como dos platos. No daba crédito a lo que oía, pero estaba seguro que el rey hablaba de verdad, pues se encontraba en una situación desesperada y la sucesión del reino peligraba. Además, aquello le proporcionaría una suculenta bolsa de dinero, y él, una vez que había sido expulsado de su Orden, estaba dispuesto a todo.

    .- Majestad, lo que me pedís es algo extremadamente grave, y si esto se descubriera, yo solamente perdería mi miserable vida, pero vos sois el rey de Castilla, y un acto así puede hacer que se os excomulgue definitivamente, y quedéis fuera de la Iglesia Católica para siempre. Además, aunque no se descubra la falsificación, estaréis pecando contra Dios, pues el Papa es su representante en la Tierra, y esto sería un gravísimo pecado.

    .- Dejaos de sermones, que para eso está el señor obispo. Tengo noticias de que ahora el Santo Padre se encuentra muy enfermo, y en estas circunstancias, la falsificación, si es hecha minuciosamente, pasará desapercibida, volviendo la tranquilidad al reino y el sosiego a mi esposa.

    .- Señor, conozco a un clérigo italiano, magnífico amanuense y cuyo nombre no puedo revelar, que es capaz de falsificar cualquier documento por difícil y extraño que sea, pero es difícil de convencer pues es persona que le gusta el dinero, y la suma que pedirá será lo suficientemente grande para que le permita vivir el resto de su vida.

    El rey, se dio cuenta de que la codicia pierde a los hombres y que con dinero se puede comprar todo lo que uno se proponga menos la vida. Él, lo sabía muy bien, ya que estaba enfermo y el dinero no le podía alargar la existencia. Miró fijamente a su interlocutor y disimulando el desprecio que sentía por él, le dijo:

    .- La suma que vais a recibir es tan cuantiosa, que os dará para que vos y ese tal clérigo del que me habláis, podáis vivir dos vidas o tres si lo sabéis administrar.

    .- Majestad, entonces se hará lo que vos me decís. En breve la corte castellana recibirá tan ansiado permiso papal. Mi socio y yo buscaremos el momento más oportuno para que redacción, firma y sellos pontificales, pasen desapercibidos por la curia vaticana.

    Así ocurrió, pues el día 25 de marzo de 1292, estando prácticamente ya el Papa Nicolás IV en su lecho de muerte salía del Vaticano la bula “Proposita nobis”, cuya falsedad sólo el rey sabía y por medio de la cual se concedía la dispensa matrimonial al matrimonio regio, así como daba legitimidad a sus hijos.

    La dispensa papal, llegó como un bálsamo de paz para el reino, pues ya nadie podía acusar a Sancho IV de la ilegitimidad de su descendencia.

    Meses antes, la reina María de Molina, preocupada por el cruel encarcelamiento de su cuñado Juan en el castillo de Curiel, intercedió por él ante su esposo, con objeto de que solucionase aquella situación que no parecíale cristiana.

    .- Esposo mío, le dijo, bastantes problemas tenemos ya con la curia romana, para que además añadamos el tener prisionero a vuestro hermano. Esto en conocimiento del Santo Padre, no hará sino agravar más nuestra situación a la hora de concedernos la dispensa solicitada.

    .- ¿Qué puedo hacer yo con un hermano que se ha levantado en armas contra mí y que incluso quiso acabar con mi vida?. Demasiado hago que lo tengo encarcelado y no lo he mandado ajusticiar todavía.

    .- Creo que si hablaseis con él y demostrase arrepentimiento, podríais perdonarlo. El conceder el perdón por parte de un rey, siempre es una señal de magnanimidad que sería bien vista por todos los vasallos de nuestro reino y de los reinos vecinos.

    .- Conozco a mi hermano y no me fío de él, pero en honor a vuestra insistencia haré lo que me decís.

    Sancho IV El Bravo ordenó que su hermano. el infante Juan de Castilla, fuera liberado del roquero castillo de Curiel de Duero, lugar en el que estaba encarcelado, y llevado a Valladolid donde él estaba con su corte.

    En Valladolid y, en apariencia, totalmente arrepentido, el infante don Juan fue presentado a los reyes en medio de las cortes de Castilla y allí su hermano Sancho IV le tomó juramento:

    .- ¿Juráis hermano, ante Dios, ante mí y ante los integrantes de las cortes de Castilla, estar arrepentido de vuestros actos contra el reino y la corona?

    .- Juro ante Dios, ante vos, como mi rey que sois, y ante las cortes castellanas que reconozco mi error y me arrepiento de ello.

    .- Siendo así y creyendo en la veracidad de vuestro juramento, os concedo la libertad, os restituyo vuestras posesiones y además os nombro “Adelantado de la frontera de Andalucía.” También os ordeno que estéis atento al requerimiento que no tardando os haré para continuar con la reconquista de algunas plazas del sur de nuestro reino.

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    Solucionado el problema matrimonial con la falsa bula, cuya falsedad sólo el rey conocía, y aparentemente solucionada la sucesión al trono con el juramento de fidelidad de su hermano Juan, Sancho IV El Bravo se lanzó a la reconquista de la plaza fuerte de Tarifa, trasladando a su esposa María de Molina a la ciudad de Sevilla, desde donde se encargaba de enviar refuerzos, armas y provisiones al ejército cristiano.

    El asalto a la plaza de Tarifa empezó en mayo de 1292 y allí, el arrepentido infante don Juan, luchó bravamente junto a su hermano, el rey de Castilla. Tal fue su arrojo y temeridad que, en el asalto a la muralla, sufrió graves quemaduras en la cara al caer sobre los asaltantes aceite hirviendo; quemaduras que le dejaron marcado el rostro de por vida. Mas los esfuerzos no fueron en vano y Tarifa caía rendida a las tropas cristianas en el mes de noviembre de ese mismo año, después de meses de cruentas batallas.

    Hay muchos refranes en Castilla para explicar lo que sucedió después: “La cabra siempre tira al monte” o “No dejes al zorro, creyendo que está domesticado, cuidar de tu gallinero”. Y estos refranes se hicieron realidad pues, apenas había pasado un año, ya el infante don Juan entabló alianza con Juan Núñez I de Lara y otros poderosos caballeros para unir sus huestes y revelarse contra su hermano.

    El rey Sancho IV, al enterarse de tamaña traición, mandó a su ejército en persecución de su hermano con objeto de apresarlo, pero éste temeroso de la ira fraterna huyó con sus aliados a Portugal, para desde allí seguir con negociaciones secretas con otros nobles castellanos.

    Al ver, el rey Dionisio I de Portugal, las artimañas que el infante urdía desde su país y temeroso de las represalias del rey castellano, ordenó a Juan que abandonase junto con sus hombres el reino luso.

    Expulsado de Portugal, embarcó en el puerto de Lisboa con sus hombres y navegó hasta Tánger, donde entabló alianza con el sultán benimerín, ofreciéndole ayuda para volver a España y conquistar la plaza de Tarifa que tanto deseaban los hijos de Alá.

    Sancho IV, tenía por entonces su corte en Alcalá de Henares y la enfermedad ya le empezaba a acosar con fuerza. Estando en la corte, en la primavera del año 1294, un mensajero pidió audiencia con suma urgencia y el rey le mandó pasar. Junto al trono estaba también sentada a la diestra de su marido, doña María de Molina que, con el mismo interés de su esposo, esperó las noticias que el mensajero traía. Éste empapado en sudor y cubiertas sus ropas del polvo de los caminos, cruzó la sala a largos pasos haciendo tintinear sus espuelas en el pavimento. Llegado a la presencia de los reyes, hincó su rodilla diestra en tierra, al tiempo que con una mano se descubría y con la otra alargaba hacia su rey, un tubo de cuero, cuya tapa estaba lacrada.

    Sancho IV, rompió el sello de lacre y extrajo de su interior un pergamino enrollado que leyó con detenimiento. Después, mirando a su esposa, dijo en alta voz para que lo oyera toda la corte allí reunida:

    .- ¿Ves, esposa mía, a donde nos ha llevado nuestra misericordia con mi hermano Juan?. Esta misiva es de Alonso Pérez de Guzmán, nuestro fiel alcaide de Tarifa, en ella nos pide ayuda ya que la plaza está cercada por un fuerte ejército formado por los benimerines de África y los nazaríes de Granada. Con ellos, con nuestros enemigos, está mi hermano Juan a quien perdoné la vida y le liberé de su cautividad en el castillo de Curiel de Duero. Así me lo paga ese mil veces traidor a quien por tu intercesión perdoné.

     Después, dirigiéndose al mensajero al que ya había mandado levantar, le preguntó:

    .- ¿Cuál es tu nombre soldado?

    .- Mi nombre es Martín, Martín Jiménez, Señor. Pertenezco a la guardia personal de don Alonso Pérez de Guzmán.

    .- Te pregunto Martín, ¿Tan grande es el ejército sitiador?

    .- Es muy grande y poderoso, Majestad. Tan grande, que sus tiendas de campaña rodean toda la ciudad y, cuando el sol se oculta y cae la noche, las hogueras de su campamento son tantas que iluminan el cerco y no dejan ver las estrellas del cielo, como si de la luz del día se tratara.

    .- ¡Difícil me lo poneis, mensajero!, pero vos, que me parecéis un soldado experimentado, ¿Cuánto creéis que podrán resistir los sitiados?.

    .- Majestad, mi señor Alonso Pérez de Guzmán y sus tropas, resistiremos el tiempo que sea necesario, pues después del heroico paso que dio hace unos días, ya no habrá marcha atrás. Él ha jurado resistir hasta que llegue vuestra ayuda y así será.

    .- ¿De qué hecho heroico me habláis?. Pero antes de continuar, debéis de descansar ya que desde que habéis llegado estáis de pie y quiero concederos permiso para que os sentéis.

    .- Majestad, permitidme continuar de pie, no podría hablar a mi rey estando sentado en su presencia.

    Sancho IV miró a aquel soldado, que a pesar de estar rendido por el cansancio, se mantenía a pie firme sin dejar que la fatiga, acumulada en todos sus miembros, le doblegara, y sintió orgullo de la lealtad de sus castellanos.

    .- Sois valiente, soldado. Si es ese vuestro deseo permaneced en pie y continuad, pues estoy ansioso por saber cuál ha sido el hecho que me decís.

    .- Vos sabéis que mi señor don Alonso Pérez de Guzmán, había confiado meses atrás, a vuestro hermano don Juan, a su hijo primogénito Pedro para que le llevase con él hasta Portugal, donde sería educado en la corte de don Dionís.

    .- Sí lo sé. Pero ¿eso qué tiene que ver con el sitio de Tarifa?

    .- Señor, me es duro hablaros mal de vuestro hermano pero, si vos me lo ordenáis, lo haré; pues lo que voy a contaros es tan verdad como el Evangelio (el noble soldado se santiguó al pronunciar el santo libro). Además, yo estaba allí al lado de mi Señor.

    El rey intranquilo asintió con su cabeza y con un gesto de su mano le ordenó continuar.

    .- Pues bien, el niño, el hijo mayor de vuestro alcaide, no estaba en Portugal sino que se hallaba prisionero de vuestro hermano ante los muros de Tarifa, y como la ciudad no caía y se temía que vos ya cabalgabais  con vuestro ejército para ayudarnos, urdió con el califa benimerín Abū Ya‘qūb una estrategia inhumana e impropia de un cristiano y  menos de un infante de Castilla. Cogiendo al inocente muchacho, lo llevaron ante las murallas de la ciudad y llamando a gritos a mi señor, le propusieron rendir Tarifa o de lo contrario sacrificarían allí mismo y sin dilación al joven Pedro, hijo primogénito de don Alonso.

    La reina María de Molina, se cubrió la cara con sus manos en actitud de dolor e incredulidad.

    .- ¡ No puedo creer tamaña infamia! . ¿Estáis seguro, mensajero?

    .- Tan seguro como  que el Sol que nos alumbra, es obra del Señor nuestro Dios.

    .- Vos, esposa mía, no lo podréis creer, pero yo si lo creo. Acaso, ¿no recordáis cuando ese mismo hermano mío sitió el alcázar de Zamora, que defendía doña Teresa Gómez, porque su marido, don García Pérez, se encontraba en tierras gallegas? ¿Acaso no recordáis que también, este traidor y cobarde hermano mío, se apoderó de uno de sus hijos y amenazó con degollarlo si no rendía el castillo?. El corazón de doña Teresa no pudo resistir el dolor que le produciría la muerte de quien era carne de su carne y sangre de su sangre, y entregó la fortaleza. Pero seguid, mensajero. ¿Qué ocurrió?

    .- Ante tal propuesta, las murallas de Tarifa, coronadas de lanzas y guerreros, enmudecieron de asombro, indignación y dolor, mientras que todos los ojos se volvieron hacia su paladín, don Alonso Pérez de Guzmán. La escena sobrecogía. Mi señor, impertérrito miraba al enemigo con los ojos desencajados por la ira y el corazón contraído por el dolor. Su esposa, doña María Alonso Coronel, ante el ruido y las voces de los enfurecidos guerreros, había subido a las almenas y arrodillada a los pies de su esposo, le suplicaba, entre sollozos capaces de ablandar el alma de cualquier verdugo, que rindiera la plaza pero que salvara a su hijo. Durante unos segundos, que a nosotros nos parecieron horas, mi señor permaneció en silencio sin mover un solo músculo, parecía una estatua de piedra inmóvil y desafiante. Después masculló, en voz baja y con los dientes apretados: “Cobardes, ¿así queréis vencerme? ¡¡No lo conseguiréis!!.

 


GUZMÁN EL BUENO (Autor Martínez Cubells)

 

    Luego con una voz que parecía un trueno, se dirigió al enemigo y dijo:

    .- ¿Queréis que os entregue Tarifa, mi honor y mi lealtad al rey Sancho IV, a cambio de la vida de mi primogénito? Pues yo os digo que, mientras me quede un hálito de vida, no entraréis en la ciudad. Y para sellar mi decisión os lanzo mi daga por si no tenéis un puñal con el que sacrificar   a mi hijo.

     Dicho esto, don Alonso, desenvainó su puñal y lo arrojó desde el alto de las almenas. Allí mismo, por mandato de vuestro hermano y del califa benimerín, el niño fue decapitado y después, puesta su cabeza en una catapulta, la arrojaron dentro de los muros de Tarifa.

     ¿Qué más puedo contaros majestades? Recogida la cabeza del muchacho y envuelta en un blanco lienzo fue entregada a su madre, que, desmayada y loca de dolor, la abrazaba y besaba queriéndola devolver la vida.

    Después don Alonso me llamó y dándome su mejor caballo, me mandó reventarlo si era preciso para pediros ayuda y contaros lo sucedido.

    Calló el mensajero y el profundo sollozo que, del corazón maternal de doña María de Molina, salió entre gemidos y sinceras lágrimas, recorrió el salón inundando de dolor el espíritu indomable de todos los valientes caballeros que escucharon el mensaje. Después, uno de los caballeros gritó desde el fondo del salón:

    .- ¡¡Hay que hacer justicia, majestad!! Y después añadió, ¡contad con mi espada!

    A este grito, reaccionaron todos los asistentes gritando ¡¡justicia!!, ¡¡justicia y venganza!!

    Sancho IV “El Bravo”, se puso en pie, ordenó silencio y con voz pausada pero firme habló a los presentes.

    .- Semejante hecho de valor, sólo cabe en el pecho de un hombre de honor inquebrantable, que tiene un corazón donde rebosa la bondad. Escribano, dijo dirigiéndose a la persona que daba fe de todo lo que allí se trataba; quiero que tomes nota de lo que te voy a decir: quiero que, de hoy en adelante, a mi fiel súbdito don Alonso Pérez de Guzmán se le conceda el sobrenombre de “El Bueno” y así constará y se le nombrará en todos los escritos de mi reino.

    Después llamando a uno de sus pajes le dijo:

    .- Llevad a este fiel y esforzado soldado para que coma, se asee y descanse, pues lo uno y lo otro se lo tiene bien merecido.

    El noble mensajero, al oír aquello, se irguió, dio un golpe con el puño derecho en su pecho, inclinó su cabeza y se dispuso a seguir al paje, pero apenas iniciada la marcha, se volvió hacia el rey y con todo respeto dijo alzando la voz:

    .- Majestad, quisiera pedirle una merced para mí.

    .- Hablad y veré si puedo concederla.

    .- Quisiera partir con los primeros soldados que salgan en auxilio de Tarifa. Quiero estar lo antes posible al lado de mi señor para luchar o morir con él, si fuera necesario.

    .- Tu deseo será satisfecho. Pasado mañana, al rayar el alba, partiréis con una avanzadilla de soldados hacia Sevilla, donde os uniréis a nuestro ejército de tierra que, encabezado por Nicolás Pérez de Villafranca, acudirá presto hacia Tarifa para romper su cerco.

    El mensajero, se retiró satisfecho por haber sido concedida su petición y Sancho IV “El Bravo” mandó mensajeros  a Juan Mathé de Luna y a Fernán Pérez Maimón, que era su canciller del “Sello de Poridad” (sello para documentos secretos del rey) con órdenes de que, con toda la celeridad posible, partieran de Sevilla con una flota bien armada hacia el estrecho de Gibraltar, que derrotasen la flota benimerín que cercaba Tarifa y la defendieran después por mar, para que ningún barco musulmán pudiera atacarla o enviar refuerzos y víveres al ejército sitiador.

    Al amanecer el segundo día y como había ordenado Sancho IV, un capitán, al mando de 100 lanzas, salía de Alcalá en dirección a Sevilla. Al lado del capitán y por expresa voluntad del rey, cabalgaba Martín Jiménez, repuesto ya de las fatigosas cabalgadas que había realizado los días anteriores.

    La marcha del pequeño ejército era rápida, con pequeños descansos para reponer fuerzas los hombres, abrevar a los caballos, revisar sus cascos y herraduras y, cómo no, alimentarlos con heno y grano.

    Después de una semana de marcha, el capitán observó que Martín estaba inquieto, apenas de sentaba para comer y era el primero en montar en su caballo para iniciar la marcha. Era como si quisiera, con su ejemplo y determinación, tirar del grupo para llegar antes a su destino. Era verano y aquella mañana, antes que la aurora empezara a barrer con su luz las estrellas del cielo, Martín ya había preparado su caballo y esperaba las órdenes de su capitán para montar.

    Iniciaron la marcha y el capitán, dirigiéndose a Martín le dijo:

    .- Soldado, ¿tanto amáis a vuestro señor, que tenéis prisa en llegar y morir con él?

    .- Así es capitán, estoy deseoso de contemplar las murallas de Tarifa y comprobar que aún no han sucumbido ante las fuerzas del Islán. Es tanto lo que les ha tocado sufrir a mis señores, don Alonso y doña María, que ardo en deseos de estar junto a ellos para vengarlos.

    .- Tu conducta y fidelidad te honran soldado, pero el camino es largo y las fuerzas de los hombres y de los caballos hay que saber administrarlas. Antes de que veas las murallas de Tarifa tendrás que ver las de Sevilla, donde nos uniremos al ejército que manda don Nicolás Pérez de Villafranca. Desde allí partiremos hacia Tarifa donde, si Dios quiere y tu señor aún resiste, romperemos el cerco al que le tienen sometido las fuerzas de la Media Luna. Pero decidme, soldado, ¿es cierto lo que se cuenta sobre la fidelidad de doña María Coronel hacia su esposo?

    Martín, miró sorprendido al capitán y con cara seria y voz firme contestó:

    .- Señor, yo no me haré eco de ninguna habladuría en la que se mencione a mis señores; es más estoy dispuesto a defender su buen nombre y su honra con las palabras y con las armas. Vos sois ahora mi capitán y a vos os guardo obediencia, pero no me pongáis a prueba, os lo suplico.

    .- No tomes a mal mis palabras soldado, no he querido ofender el nombre de tus señores y mucho menos ahora, que el propio rey Sancho ha concedido a don Alonso el título de “Guzmán el Bueno”. Pero si lo que dicen en la corte es cierto, la fidelidad de vuestra señora, doña María Alonso Coronel, hacia su esposo no se queda atrás en mérito a la de vuestro señor.

    Martín, guardó silencio y siguió cabalgando junto al capitán. Las facciones de su rostro se relajaron y comprendió que el jefe de la expedición no había querido ofender a sus señores. Después de haber recorrido un par de leguas le dijo:

    .- ¿Cuáles son los rumores que corren por la corte de Castilla?. Yo por respeto no quiero relatar nada, pero en honor a vuestra sinceridad y buena intención capitán, sí que estoy dispuesto a afirmar o negar si son ciertos.

    .- Me alegra oírte hablar, creí que te había ofendido y que agraviado habías sellado tus labios para todo el viaje. Quiero que sepas que mi admiración por “Guzmán el Bueno”, y ya le doy el título que el rey le ha otorgado, era ya grande y después de la hazaña realizada, esta admiración ha crecido mucho más, pero lo de su esposa doña María Alonso Coronel, de ser cierto, quizás lo supere. Por eso, con ánimo de alabarla y no con otra intención, me gustaría oír de tus labios, los labios de un fiel servidor capaz de dar su vida por ella, lo que de verdad ocurrió sin habladurías que lo tergiversen.

    .- Señor, esto ocurrió antes del sitio de Tarifa. Doña María había contraído matrimonio con mi señor don Alonso Pérez, a la tierna edad de 15 años; y ya en 1291, con veinticuatro años de edad, le había dado cuatro hijos. Mi señor tuvo que estar mucho tiempo ausente, por las continuas guerras a las que su profesión le obligaban, y mandó a su esposa a Sevilla para poder estar a salvo y al mismo tiempo educar a sus hijos y administrar sus bienes que eran cuantiosos. Doña María, a sus veinticuatro años, era una joven bellísima y aunque la mayoría de los nobles y plebeyos sevillanos la admiraban y respetaban, porque sabían de su castidad y religiosidad, no faltaban otros que la devoraban con palabras deshonestas y miradas libidinosas. Un día, estando en su palacio, empezó a pensar que era objeto de tentación para muchos hombres y además viendo que su joven naturaleza tenía, en algunas ocasiones, tentaciones pecaminosas difícilmente controladas, tomó una determinación que sólo una santa o una esposa fiel hasta el heroísmo, podría ser capaz de tomar. En uno de esos momentos en que los malos pensamientos la atormentaban, tomó un tizón encendido y separando sus piernas lo introdujo en lo más profundo de su “feminidad”. El dolor fue intenso, se puso al borde de la muerte y aunque los médicos hicieron todo lo que humanamente se podía hacer, ella quedó enferma e incapacitada para tener relaciones con su esposo de por vida. Esto es lo que ocurrió capitán, y las malas lenguas, a partir de entonces, le llaman “doña María la del tizón”. Calificativo que yo estoy dispuesto a combatir con mi espada.

    .- ¡¡Por Cristo!! ¡¡Qué gran mujer!! Ahora comprendo soldado, tu reacción al preguntarte yo por esos rumores. Te honra el defender su buen nombre y pongo a nuestro patrón Santiago, por testigo, que ese buen nombre también será defendido por mi espada en lo sucesivo.

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    Cuando llegaron a Sevilla, las calles de la ciudad eran un hervidero de gentes, soldados, caballos y todo tipo de animales de carga que se disponían para salir en dirección a Tarifa. La flota castellana, reforzada por naves aragonesas, había partido ya de su puerto, bajo el mando de Juan Mathé de Luna y Fernán Pérez Maimón, en dirección al estrecho de Gibraltar. Mientras, a extramuros de la ciudad se alzaba un enorme campamento militar que albergaba al gran ejército que, por tierra y al mando de Nicolás Pérez de Villafranca, partiría para romper el cerco que, los benimerines y el traidor del infante don Juan, habían sometido a la ciudad de Tarifa.

    Martín Jiménez, no perdió tiempo y apenas que hubo llegado a Sevilla, se presentó ante el general del ejército para mostrarle el mandato escrito del rey Sancho IV, donde se le concedía, a petición suya, el honor de cabalgar a la cabeza del ejército una vez fuera avistado el enemigo.

    .- Por las noticias que tengo dijo, don Nicolás Pérez, a Martín, tu señor aún resiste tras las murallas de Tarifa. ¡Es duro de roer este leonés! (Guzmán el Bueno era natural de León).

    .- Mi señor, prometió defender Tarifa con su vida y siempre cumple sus promesas. Su valor y su lealtad al rey son dignas de elogio e imposibles de igualar. Ardo en deseos señor, de poder estar peleando a su lado.

    .- Pronto harás tus deseos realidad, pues mañana mismo, antes de amanecer y evitando el calor de justicia que el sol del verano nos regala en Sevilla, partiremos en su auxilio. Marcharemos al amanecer y al atardecer, descansando a las horas de más calor; no quiero agotar a mis hombres antes de entrar en combate.

    La flota cristiana llegó al Atlántico por Sanlúcar de Barrameda y viró hacia el estrecho de Gibraltar en dirección a Tarifa. Juan Mathé de Luna, gran conocedor de las corrientes marinas en el estrecho, mandó arriar las velas y esperar a la pleamar que es cuando las corrientes marinas del océano Atlántico hacia el Mediterráneo alcanzan mayor velocidad. Después, ya con pleamar y las corrientes a favor, mandó avanzar a la flota que, al doblar la Punta Camarinal y como favor especial del Altísimo, empezó a recibir un moderado viento de poniente que hacía volar sobre las aguas a las galeras.

    Don Juan Mathé, le dijo a su timonel:

    .- Sin lugar a dudas hoy Dios está con nosotros. Aquí normalmente el aire sopla de levante y ahora el Señor lo ha puesto a nuestro favor. Con toda seguridad hoy las naves de la Cruz obtendremos una gran victoria sobre las de la Medialuna.

    Pero no hubo gran batalla. Cuando los jefes de la flota benimerín avistaron a la castellano-aragonesa, avanzando a todo trapo, con sus velas hinchadas por el viento de poniente y navegando en perfecta formación aprovechando las corrientes marinas, comprendieron que no podían presentar batalla, pues muchas de sus embarcaciones no eran galeras de guerra sino barcazas de transporte. Y como además las corrientes y los vientos los tenían en contra, decidieron poner rumbo a las costas africanas.

    El ejército musulmán que cercaba la ciudad se quedó aislado sin el socorro de hombres y víveres que las galeras y barcazas benimerines les habían estado proporcionando. Por otro lado, el desaliento cundió cuando algunos de los espías desplegados hacia el este y hacia el norte, llegaron con la noticia de que el ejército de Sancho IV se aproximaba a marchas forzadas para socorrer a los sitiados.

    Ante esta situación y ya sin esperanza de apoderarse de Tarifa, el traidor del infante don Juan le dijo al califa benimerín Abū Ya‘qūb:

    .- Creo majestad, que ha llegado el momento de evitar una gran derrota. Deberíamos levantar el asedio y esperar mejor ocasión de hacernos con Tarifa.

    .- Nuestro ejército, infante, también es poderoso y podríamos hacer frente al de vuestro hermano. Los benimerines no estamos acostumbrados a ceder el campo sin presentar batalla al enemigo.

    .- Señor, no dudo de vuestro valor ni del de vuestros soldados, como tampoco dudo del de los soldados de Granada y el de mis hombres, pues todos estamos integrando vuestro ejército. Pero pensad lo que ocurriría si una vez iniciada la batalla, Alonso Pérez de Guzmán, abriera las puertas de su ciudad y saliera con su ejército atacando nuestra retaguardia; eso sin contar que los soldados de la flota hicieran lo mismo uniéndose a él. Sería una gran derrota además de una gran carnicería.

    Abū Ya‘qūb, convencido por los razonamientos del infante don Juan, ordenó levantar el asedio replegándose hacia el reino de Granada para después pasar a África. El infante don Juan con sus hombres fue acogido por el sultán de Granada Muhammad II, para así escapar de la venganza de su hermano Sancho IV.

    Cuando faltaba medio día de marcha del ejército para llegar a Tarifa, Pérez de Villafranca mandó acampar. No quería avistar el ejército musulmán, que sabía muy poderoso, con las fuerzas de sus hombres mermadas por las largas y forzadas marchas. Establecido el campamento, antes que el tórrido sol de aquel caluroso verano terminara de dar paso a las estrellas, llamó a tres de sus batidores y les dijo:

    .- El ejército enemigo está próximo y, Abū Ya‘qūb, es un caudillo valiente y astuto que no se dejará sorprender, y posiblemente, informado por sus espías, ya sepa que estamos aquí, cuantos somos y en qué condiciones hemos llegado. No me importa, pues venimos decididos a presentar batalla y liberar Tarifa, aunque la empresa nos cueste mucho esfuerzo y muchas vidas. Ahora, en cuanto caiga la noche, quiero que salgáis conducidos por Martín Jiménez, que conoce bien el terreno, para explorar el campo, acercándoos al campamento musulmán lo más posible, pero sin ser vistos. Os quiero aquí antes de amanecer; de vuestras noticias y, si no sois descubiertos, de nuestro ataque mañana por sorpresa, dependerá en gran medida nuestra victoria.

    En silencio y cubiertos por el oscuro manto de la noche, los cuatro jinetes se deslizaban expectantes y con los oídos bien abiertos, a la espera de cualquier ruido que delatara la presencia del enemigo. Martín Jiménez, encabezaba el grupo. Sus pupilas dilatadas parecían percibir todos los obstáculos y descifrar el verdadero significado de las sombras que, en la espesura del monte, semejaban amenazantes siluetas. La cañada que seguían, ascendía serpenteando hacia un pequeño montículo; y desde allí tendría que verse el resplandor de las hogueras del campamento musulmán que ponía cerco a Tarifa.

    Ya en la cima, por más que miraron y escucharon, no lograron ver ni oír ninguna señal propia de un ejército acampado.

    .- Martín, dijo uno de los soldados, ¿Estás seguro que desde aquí tendríamos que ver el campamento enemigo?

    .- Tan seguro como que ahora es de noche cerrada y va a tardar poco en salir la Luna, por lo que tendremos que ocultarnos entre la maleza. Los batidores benimerines tienen ojos de lince y podrían detectar nuestras siluetas.

    .- Entonces, ¿Qué podríamos hacer?

    .- Vosotros nada. Permaneced aquí emboscados y expectantes mientras yo me acerco un poco más. Conozco estas cañadas y veredas como la palma de mi mano y necesitamos tener información del enemigo.

    .- ¿Cómo sabremos que eres tú cuando te acerques, en la oscuridad, hacia nosotros?

    .- El canto del cárabo será la señal de que soy yo el que se acerca.

    Martín y su caballo se desvanecieron entre las sombras, y los sonidos del monte envolvieron a los tres soldados que alerta y sin desmayar, montaron vigilancia en lo alto del cerro esperando a su compañero.

    Dos horas después, el canto repetido del cárabo les avisó de la llegada de su guía.

    .- El campamento musulmán ha sido levantado, dijo Martín. Creo que el califa Abū Ya‘qūb ha dado la orden de retirarse.

    .- ¿No será que, Dios no lo quiera, hayamos llegado tarde y Tarifa haya caído en su poder?

    .- No lo creo, mi Señor habría defendido la ciudad con tanto ahínco, que solamente después de muerto él y de reducida a cenizas la urbe, esta habría sucumbido. No, estoy seguro de que no es así. Desde la distancia me ha parecido percibir una ciudad alerta pero no vencida. Es más, creo haber visto, a la luz de las antorchas que coronaban las almenas del alcázar, ondear al viento la bandera de Castilla.

    Los cuatro batidores volvieron al campamento cristiano antes que la aurora, con su tenue resplandor, anunciara un nuevo amanecer. Pérez de Villafranca que esperaba expectante las noticias que pudieran darle aquellos hombres, los recibió en su tienda, todavía iluminada con lámparas de aceite, y una vez allí preguntó a Martín Jiménez:

    .- ¿Qué habéis visto? He estado toda la noche en ascuas.

    .- Señor, dijo Martín, no se las causas pero creo que  Abū Ya‘qūb ha dado orden de levantar el cerco a Tarifa. La ciudad me ha parecido estar tranquila, aunque en estado de alerta, y sólo los restos de algunas desvencijadas tiendas y armamento inservible, ocupan el lugar donde hace pocos días estaba el gran campamento benimerín que yo vi, y que tuve la suerte de poder franquear para pedir ayuda a nuestro rey.

    .- ¡Buen trabajo! soldados. Hoy mismo sabremos si es verdad todo lo que me habéis contado. De ser así se habrán salvado muchas vidas, pero habremos perdido la ocasión de infringir a los benimerines y al traidor del infante don Juan una gran derrota. Tú, Martín, marcharás hoy a mi lado a la cabeza del ejército, pues como conocedor del terreno quiero que seas mi guía. Marcharemos preparados para el combate y con cautela, desplegando batidores por ambos lados de la marcha. Pudiera ser que el califa Abū Ya‘qūb que es gran estratega, nos esperase emboscado y sufriéramos un ataque por sorpresa.

    Así se hizo. Antes que el tórrido sol de finales de agosto iluminara los montes, el ejército cristiano emprendió la marcha en formación como si fueran a entrar en combate, pero al llegar al lugar donde supuestamente debía hallarse el campamento musulmán, no encontraron más que desechos y basuras.

    La mayoría de los soldados se sintieron aliviados y alegres, no así, don Nicolás Pérez de Villafranca, que se dio cuenta de la gran oportunidad que había perdido.

    .- Muy astuto, dijo don Nicolás, ese zorro de  Abū Ya‘qūb sabe que una retirada a tiempo es una victoria. De haber permanecido aquí, entre las tropas de las galeras, los soldados de Tarifa y nosotros, le habríamos cercado y eso habría sido su final.

    Cuando los centinelas de las torres de Tarifa divisaron las banderas, estandartes y guiones del ejército del rey Sancho IV “El Bravo”, la alegría les inundó los corazones y los gritos de júbilo y ¡victoria, victoria! Se mezclaron con los de ¡viva el rey Sancho.! Las campanas repicaron a gloria, las puertas de la ciudad se abrieron y jinetes y soldados de a pie salieron a recibirlos. Martín Jiménez reprimió sus deseos de espolear al caballo y correr al lado de su señor don Alonso Pérez de Guzmán que, a pie y rodeado de sus capitanes, esperaba en las puertas abiertas de par en par. No quería privar a don Nicolás Pérez de Villafranca del honor de ser el primero de estrechar la mano de Guzmán “El Bueno” y entrar en la liberada Tarifa.

    Hechos los primeros honores a los recién llegados, Martín se presentó ante don Alonso y cuadrándose se golpeó el pecho con el puño diestro mientras que con la mano izquierda se quitaba el casco y descubría su cabeza en señal de respeto. Guzmán “El Bueno” le miró con cariño y antes de que hablara le preguntó al tiempo que miraba el caballo que el soldado tenía de las riendas.

    .- Martín, ¿Se portó bien el caballo?

    .- Magníficamente, señor. Es rápido, resistente y noble como nunca vi otro igual y vos sabéis que entiendo un poco de caballos. Es un caballo digno de un rey.

    .- También es un caballo digno de un soldado tan fiel y valeroso como tú, Martín. Gracias a tu valentía y fidelidad Tarifa se ha salvado y yo hoy te regalo el caballo que tanto aprecias.

    .- Tarifa se ha salvado, dijo Martín bajando su frente, con humildad, gracias al valor de sus defensores y al honor sin tacha, la fidelidad a nuestro rey y la heroicidad llevada hasta el extremo del más grande de los sacrificios, que vos, mi señor y alcaide de esta ciudad, habéis demostrado.

    Cuando los mensajeros enviados por don Juan Mathé de Luna llegaron a Alcalá de Henares, donde se encontraba la corte de Sancho IV “El Bravo”, para comunicar a los reyes la buena nueva de la liberación de Tarifa, el rey se encontraba muy enfermo. La fría y cruel garra de la muerte, se había aferrado tan fuertemente a su persona, que ya no lo soltaría jamás. Los mensajeros fueron recibidos por la reina María de Molina, quien después de haberles oído, delegó en Mathé de Luna la preparación de una campaña para conquistar Algeciras y así asegurar definitivamente la plaza de Tarifa.

    Mientras esto ocurría, la reina preparaba el traslado de su esposo hacia la ciudad de Toledo; pero antes, ante la gravedad de la situación, Sancho IV pidió hacer testamento delante de toda la corte presidida por el arzobispo de Toledo don Gonzalo García Gudiel.

    Reunida la asamblea y haciendo acopio de todas sus fuerzas el rey habló primeramente a doña María:

    .- Esposa mía, siento que Dios Todopoderoso me llamará próximamente a su lado. Quiero morir en paz y por tanto pido perdón a todos cuantos haya ofendido en mi vida, de forma especial a vos, mi querida esposa, cuya fidelidad a mi persona está bien probada, cosa que yo no puedo decir de la mía.

    El rey estaba muy fatigado y tuvo que dejar de hablar un momento. La reina le cogió de la mano y sus miradas se cruzaron al tiempo que dos lágrimas incontroladas surcaron las mejillas de María de Molina. Después el rey continuó sin dejar de mirarla:

    .- En estos últimos meses, vos os habéis hecho cargo del gobierno del reino cada vez que la enfermedad a mí me lo impedía, y puedo jurar que lo habéis hecho bien. Por tanto, es mi deseo que a partir de hoy lo sigáis haciendo; sobre todo a mi muerte ya que hoy, ante toda la corte presidida por el señor Arzobispo, nombro heredero de mis reinos a mi hijo Fernando que, como todos sabéis, solamente tiene nueve años. Al ser menor de edad, es mi voluntad que vos, esposa mía, seáis su tutora y gobernéis el reino hasta su mayoría de edad.

    .- Esposo mío, el cargo que me encomendáis es demasiado importante y la situación del reino es muy delicada. No sé si seré capaz de desempeñar tan magna empresa con el acierto que vos pretendéis y que yo misma querría. Mientras la reina hablaba, la emoción embargaba su corazón y las lágrimas encharcaban sus bellos ojos.

    .- Se que la situación no es fácil. El rey dejó de hablar unos instantes para recuperar el aliento, pues la tuberculosis que padecía le dejaba muy poco aire en sus pulmones. Él, que por su arrojo y fortaleza se había ganado el calificativo de “El Bravo”, era ahora un frágil enfermo que estaba transitando el breve espacio de tiempo que la vida le concedía antes de la muerte. Pero siguió diciendo.

    .- A vos doña María, a vos señor Arzobispo y a todos los integrantes de esta corte, os encomiendo la protección de mi hijo y heredero Fernando hasta su mayoría de edad. En cuanto a mí, cuando el Señor me llame a su lado, deseo ser sepultado en el lugar ya previsto en la catedral de Toledo.

    Todos los presentes asintieron. Doña María seguía teniendo agarrada la mano del rey y lloraba en silencio. La situación era muy tensa y los médicos que asistían a Sancho IV, aconsejaron dejarlo descansar.

    Siguiendo la voluntad del rey, a los pocos días se le trasladó a Guadalajara y de allí a Madrid, donde descansó unos días en el convento de dominicos de Santo Domingo el Real; y por último fue trasladado a Toledo donde falleció el día 25 de abril de 1295, a punto de cumplir 37 años, ya que había nacido en Valladolid el día 13 de mayo de 1258.

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DOÑA MARÍA DE MOLINA

 

    Doña María de Molina, a la muerte de su esposo, quedó inmersa en un piélago de dificultades. El heredero era muy niño y otra vez volvieron a resurgir las pretensiones de los de la Cerda reivindicando sus derechos al trono; derechos que apoyaban un buen número de nobles y algunas ciudades. Por si fuera poco, el infame infante don Juan, también reclamó sus derechos a la corona del reino castellano.

    María de Molina, sin tener tiempo a pensar en su viudedad, justo un día después de la muerte de Sancho IV, hizo que su hijo fuera proclamado rey en la catedral de Toledo, haciendo que la nobleza le acatara como rey; eso sí, después de que jurase respetar y guardar los fueros de los nobles y plebeyos del reino. Pero esto no fue suficiente. Parte de la nobleza levantisca, pensando en la debilidad de la reina por ser mujer y porque el heredero de la corona era tan sólo un niño, empezaron a fraguar alianzas; unos con el rey de Portugal, don Dionís (Dionisio I); otros con el rey de Aragón Jaime II; incluso con el rey musulmán de Granada; y por si fuera poco también el rey Felipe IV de Francia le declaró la guerra.

    Viéndose acorralada por unos y por otros, lejos de amilanarse, bien aconsejada por el obispo de Toledo, convocó cortes en Valladolid en las cuales se veía amparada por las fuerzas concejiles, ya que había quitado impuestos a las ciudades.

        Aquellas cortes fueron muy tensas como podemos apreciar en el formidable óleo de Antonio Gisbert, que hoy día se encuentra en el Palacio de las Cortes de Madrid. Sobre un estrado y bajo un dosel, están la reina madre y su hijo Fernando que acababa de cumplir 10 años. La reina presenta a su hijo a la nobleza con la autoridad que le da el testamento del rey, el apoyo de parte de la iglesia, representada por algunos obispos, y parte de la nobleza a la que ha tenido que hacer concesiones y dar dinero.


María de Molina presenta a su hijo Fernando IV, a los nobles,

en las Cortes de Valladolid (A. Gisbert Pérez)

    A ambos lados del estrado están dos de sus peores enemigos, que a regañadientes han tenido que asistir a esa reunión de las Cortes de Castilla: a la izquierda del estrado está el infame y traidor don Juan de Castilla; el que en Tarifa aconsejó degollar al hijo primogénito de Guzmán el Bueno. Su actitud altiva y soberbia demuestra que no está de acuerdo con lo que allí está pasando pero que a la fuerza tiene que asumir. A la derecha del estrado está en infante Enrique de Castilla, único hijo de Fernando III que aún vivía y su actitud con un pergamino en la mano también es exigente. Él había intentado por todos los medios evitar la reunión de aquellas cortes y acusaba a la reina de que iba a subir los impuestos. Pero su teoría se vio frustrada, cuando la reina anunció justo lo contrario, incluso aboliendo el impuesto de la “Sisa” que había establecido su marido el rey Sancho IV.

    Antes de celebrarse las Cortes, la reina ya se había hecho con el apoyo de la mayor parte de los nobles oponentes a cambio de dinero o de concesiones de tierras. Durante los días que duraron las cortes de Valladolid, la reina se reservó para sí la crianza y custodia de su hijo Fernando; dejando al infante don Enrique la tutoría y educación política del rey. Esta concesión, aplacó en parte las pretensiones del infante. Algunas ciudades y obispos se negaron a aceptar al infante don Enrique como tutor del rey y amenazaron con abandonar la asamblea. Pero María de Molina, no era una mujer cualquiera. Era una de esas hembras que al igual que algunos varones, de vez en cuando, pare nuestra Castilla que, aunque por su feminidad y belleza, parecen frágiles y fáciles de dominar, tienen una voluntad de hierro y un valor que pocos hombres igualan, pero que sólo hacen valer cuando sus dotes de persuasión y diálogo han fracasado.

    Así ocurrió en las cortes de Valladolid de 1295. La reina María de Molina, conversó, negoció y convenció a todos de tal manera que, a la terminación de aquel importante acto, todos los procuradores asistentes rindieron homenaje al joven rey Fernando IV y asumieron que su tutor sería el infante don Enrique.

    A pesar de todas estas negociaciones y a pesar de haber vaciado las arcas reales en pagos y dádivas a unos y a otros, la situación seguía siendo inestable. Doña María de Molina, entabló conversaciones con Dionisio I de Portugal y pactó con él el compromiso matrimonial de su hijo Fernando IV con Constanza hija del rey portugués. Este acuerdo aminoró algo la tirantez con el reino vecino, pero al poco tiempo el ambicioso rey empezó a negociar con los enemigos de María de Molina que aspiraban a arrebatar la corona a Fernando IV.

    Cuando en esta vida las cosas se ponen feas y parece que la situación ya no puede empeorar, siempre la suerte nos sorprende dando una vuelta más de tuerca al husillo de la mala fortuna. En este caso las vueltas dadas a la tuerca fueron más de una. La situación era tan desesperada que el infante don Enrique, tutor ya del rey niño, entró en negociaciones con el rey de Aragón y propuso, a la reina viuda, que contrajera matrimonio con el infante Pedro de Aragón, pero ella fiel al recuerdo de su esposo rechazó la propuesta radicalmente, a pesar de que así Aragón declarase la guerra a Castilla. Como un halcón encaramado en las nevadas cumbres de los Pirineos, el rey de Francia Felipe IV, también le declaró la guerra. La situación era desesperada. Tan desesperada que, arruinadas las arcas reales, la reina tuvo que empeñar la mayoría de sus preciadas joyas. Pero las cosas aún se pondrían peor para nuestra querida y admirada reina, cuando la “Silla de San Pedro” fue ocupada por el papa Bonifacio VIII, después de hacer renunciar al Papa anterior Celestino V, que encarnaba la humildad y la austeridad más severa. No así Bonifacio VIII que cultivaba todos los vicios y placeres terrenales como la gula, la lujuria, el juego etc. Este Papa que algunos llegaron a calificar como anticristo y la encarnación del mal, descubrió la falsificación de la bula “Propósita Nobis” y al darla por anulada, dejaba otra vez en la ilicitud el matrimonio de la reina María de Molina y Sancho IV “El Bravo”; y por ende eran ilegítimos también Fernando IV y sus hermanos.

    Esta noticia cayó sobre nuestra reina como un jarro de agua gélida. El reino castellano-leonés, se convirtió en un temible avispero, donde los enemigos se revelaban, conspiraban y guerreaban por todos los puntos cardinales e incluso dentro del propio reino. Pero ni aun así se amilanó María de Molina; sacando fuerzas de flaqueza, aferrándose a la oración y convencida de su inocencia, siguió defendiendo las aspiraciones de su hijo a la corona de Castilla y mandó a Roma para implorar al Papa al arzobispo de Toledo Gonzalo Díaz Palomeque, que fue decisivo en el no fácil convencimiento de aquel Papa tan ladino al que tuvo que pagar una gran suma de dinero. La ansiada bula llegó por fin el 13 de septiembre de 1301, legitimando de una vez y para siempre el matrimonio de Sancho IV y María de Molina, así como la legitimidad de sus descendientes.

    Las negociaciones del arzobispo de Toledo fueron aún más fructíferas. Bonifacio VIII, además de la bula de legitimación, promulgó diez días después, otra bula requiriendo la reconciliación de los rebeldes hermanos de la Cerda con la reina; y para tal efecto nombraba mediadores al obispo de Sigüenza y al propio arzobispo de Toledo.

    Estas noticias disiparon los problemas de Castilla como los rayos de sol disipan los nubarrones de tormenta después de que esta haya descargado su aguacero sobre la tierra. El “arcoíris de la paz” no pudo llegar en mejor momento a Castilla, pues ese mismo año el Rey cumplía 16 años y llegaba a la mayoría de edad y tendría que hacerse cargo del reino. Todos los aspirantes a la corona de Castilla, que ponían como excusa la legitimidad de Fernando IV al trono, tuvieron que callar sus voces y envainar sus armas pues la autoridad papal les había quitado la razón y ya no había excusa para oponerse ni a María de Molina ni al joven rey.

 

FERNANDO IV “EL EMPLAZADO”

 

    Sentado ya en el trono de Castilla el joven rey Fernando IV, pronto demostró ser un hombre con poco carácter, de una voluntad fácilmente moldeable por sus consejeros que pronto consiguieron llevarlo por el camino que ellos le marcaban. Tanto influyeron en él que, hicieron que el rey pidiera cuentas a su propia madre. ¿Alguna vez se ha visto que una madre pida cuentas a sus hijos de los desvelos, de los cuidados, de la alimentación que les daba de niños, algunas veces quitándosela ella de su propia boca? ¿Cuántas veces las madres han enlazado los días con las noches y estas con los días velando la enfermedad del hijo? Y ¿Cuántas veces les han pedido cuentas de tantos sacrificios? Yo responderé: Ninguna vez, las madres, han pedido cuentas a sus hijos, ya mayores, de todos los cuidados que los dispensaron en su infancia.

    Fernando IV, en enero de 1302, a los 17 años de edad, contrajo matrimonio con Constanza, hija de Dionisio I, rey de Portugal. Las bodas se celebraron en Valladolid, donde por aquel entonces estaba la corte de Castilla. Constanza tenía 12 años y hubo de esperar otros cinco para alumbrar a su primera hija, la infanta Leonor.

    Estando las cortes en Medina del Campo e influido como antes dije por D. Enrique que había sido su tutor, por el infante don Juan (El de Tarifa) y otros nobles siempre reticentes y de ideas contrarias a doña María de Molina, que con firmeza les tenia a raya, la Reina Madre, fue llamada a capítulo por Fernando IV, delante de la nobleza.

    .- Querida madre, vos sois llamada hoy aquí porque durante los años de mi niñez, en los cuales vos me criasteis, también administrasteis mis bienes. Bienes heredados de mi padre y esposo vuestro Sancho IV. Según los informes que constan en poder de mis administradores, vos los malversasteis y dilapidasteis sin ningún criterio.

    María de Molina, que hasta ese momento había permanecido sentada, se puso en pie, irguió su figura delante de todos y delante de su hijo, como sólo una reina y sobre todo como sólo una madre sabe y puede hacerlo. Su semblante se había quedado tan blanco como la nieve y sus grandes ojos adquirieron el brillo que sólo pueden tener los ojos de una reina y madre ofendida y humillada en público por el rey que era, ni más ni menos, que su propio hijo.

    .- ¡Majestad!, no esperé nunca que vos que sois hijo mío, carne de mi carne y sangre de mi sangre, fuerais capaz de pedirme cuentas de forma tan humillante delante de lo más granado de la nobleza castellano-leonesa y de los representantes de la Iglesia. Ofendida como estoy, podría empezar a explicaros a vos y a los presentes como, desde los primeros días de vuestra vida, tuve que dedicar todos mis esfuerzos en cuidar de vuestra precaria salud al tiempo que me esforzaba en luchar con todos vuestros enemigos. Enemigos, algunos de los cuales hoy están aquí regocijándose interiormente de la humillación que me estáis haciendo. Sabed que la corona de Castilla que vos, hijo mío sostenéis sobre vuestras sienes, era pretendida por alguno de los nobles que hoy están aquí en este salón. Estos señores, para conseguir arrebataros la corona, no dudaron en aliarse con otros reyes como Jaime II de Aragón, Felipe IV de Francia o con el que ahora es vuestro suegro Dionisio I de Portugal.

    María de Molina, calló durante unos instantes. El profundo silencio y la tensión que reinaban en el ambiente, se podían cortar con un cuchillo. La reina madre respiraba entrecortadamente, pero en su pálido semblante, podía leerse la determinación de seguir hablando.

    .- He dicho que no me esperaba tal humillación, pero como ya a mis oídos habían llegado rumores, esta afrenta no me ha pillado del todo desprevenida y aquí traigo a la persona que ha supervisado mis cuentas y las del reino, para que os de cumplida y pública explicación.

    .- No me cabe duda, querida madre, que toda mi vida habéis cuidado de mí, como también habéis defendido mi reino, pero quizás gastando más de lo necesario, pues he sido informado de que no sólo habéis gastado los dineros del tesoro real, sino que también vendisteis vuestras joyas y las joyas que os donó mi padre.

    .- Claro que tuve muchos gastos, tantos que, en una ocasión, estando vacías las arcas del reino, tuve que empeñar mis propias joyas pero nunca toqué las que mi esposo y padre vuestro me había regalado. Pude hacerlo, ya que, si me las había regalado, mías eran. Pensando en vos, hijo mío, y pensando en su recuerdo, no lo hice.

    .- Quiero creeros, pero decidme ¿Qué persona habéis traído para que de aquí publica explicación de vuestras cuentas?

    La reina dirigió su mirada hacia un lado del salón, justo detrás de donde ella estaba. Allí con las manos enfundadas en las amplias mangas de su hábito y la capucha cubriéndole la cabeza y parte del rostro, se encontraba un monje de mirada humilde pero vivaz. El monje sacó sus manos y con la diestra echó su capucha hacia la espalda. Todos los asistentes lo reconocieron, se trataba de Nuño Pérez de Monroy, abad de Santander y canciller de la reina. Era un hombre de elevada estatura, de aspecto enjuto y ojos vivaces e inteligentes y en su cabeza podía apreciarse claramente la tonsura de religioso consagrado a Dios. A una señal de la reina, el religioso subió al estrado, llevaba un pequeño morral de cuero y de él sacó un bien cuidado libro de cuentas que depositó en las manos del rey. Después dirigiéndose a los asistentes habló de esta manera.

    .- Majestad, reverendos padres de la Iglesia e ilustres representantes de la nobleza castellano-leonesa, como vuestras mercedes conocen, he sido canciller y administrador de la reina doña María de Molina durante la niñez de nuestro rey e hijo suyo don Fernando IV, y las cuentas que en este libro figuran detalladas, pueden ser vistas por todos y cada uno de los que así lo crean oportuno. Ahora bien, como miembro y representante de la Iglesia, he de hacer notar que honrar a los padres es tan sagrado, que el mismo Dios nos lo ordenó en el cuarto mandamiento de su ley. Al decir esto dirigió su mirada hacia el rey que sostenía en sus manos la contabilidad que él le había dado.

    El arzobispo de Toledo don Gonzalo Díaz Palomeque, asintió con la cabeza al mismo tiempo que lo hacían los demás obispos y representantes del clero allí presentes. Después, don Nuño, continuó diciendo:

    .- Cuando algunas de vuestras ilustrísimas personas, juntos o por separado y también aliados con reyes extranjeros, os levantasteis en armas contra mi señora doña María, ella necesitó de muchos dineros para mantener las tropas que defendían la corona de su querido hijo. Es verdad que vacío las arcas del tesoro y tuvo que empeñar, no vender, sus propias joyas en casa de un prestamista judío; pero cuando el Santo Padre, dio validez a su matrimonio y legitimó su descendencia, ya nadie de los que peleaban por la corona de Castilla tuvo motivos para continuar tan sangrienta guerra. Llegó la paz a estos reinos y mi señora doña María de Molina, con buena administración y mejor criterio repuso sus exhaustas arcas y recuperó sus joyas de manos de los prestamistas. En cuanto a las joyas que su esposo le había regalado, nunca las tocó, aunque bien pudiera haberlo hecho por dos razones: la primera porque eran suyas y la segunda porque siendo del padre del rey, nunca se habrían podido empeñar mejor que para defender la corona de su hijo.

   Después se dirigió al rey y dijo:

    .- Majestad, la reina vuestra madre, juró que nunca dañaría vuestros intereses; y esto le llevó a padecer algunas necesidades, llevando siempre una vida austera y resuelta a padecer lo que fuera necesario para defender vuestro reino y vuestros derechos al trono. Creo que no es momento ahora de pedir cuentas a tutora tan honrada, a reina tan austera y a madre tan abnegada. Las cuentas claras y detalladas en los libros están, los dineros en sus arcas y las joyas del rey en este cofre que custodia uno de los escoltas de la reina. Después mirando a todos terminó diciendo, dispuesto estoy a contestar las preguntas que cualquiera de sus señorías tenga a bien hacerme.

    Nadie habló. La mayoría bajaron la cabeza avergonzados ante tal manifestación de honradez, y muchos reconocieron haber sido engañados. Fernando IV, no sabía que decir, levantó el libro de cuentas hacia los presentes, de igual modo que el sacerdote levanta en alto el misal después de leer el santo evangelio, reconociendo su autenticidad y se lo devolvió al abad, que lo guardó en su morral y volvió a su sitio después de mirar de hito en hito a los concurrentes. Después, el rey se dirigió hacia su madre, que lívida y en posición estática permanecía de pie sin mover un solo músculo de la cara, pero con los ojos vidriosos por unas lágrimas que difícilmente podía contener.

    Alfonso IV, avergonzado por la cruda realidad, se levantó del trono, se dirigió hacia su madre, la cogió su mano, se la besó y a punto estaba de doblar su rodilla ante ella para pedirle perdón, cuando María de Molina con actitud maternal, pero con orgullo de reina le dijo:

    .- No os inclinéis, hijo mío. El rey de Castilla no debe de humillarse ante nadie, ni ante su madre. Sois rey por la gracia de Dios y sólo ante Él, debéis doblar vuestra rodilla. En cuanto a mí; el corazón de una madre solamente alberga amor y perdón hacia sus hijos, y por tanto no debéis de pedirme algo que de antemano ya teníais concedido. Los dos, cogidos de las manos, se miraron tiernamente a los ojos, sonrieron y se fundieron en un largo y cálido abrazo maternofilial.

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     Aparentemente pacificado el reino castellano, se celebró una importante reunión de Fernando IV con los embajadores del reino de Aragón. Eran los fríos días de diciembre en el crudo invierno de 1308, pero el ambiente estaba bastante caldeado en el palacio real de Alcalá de Henares. La reunión era muy importante y al rey castellano le acompañaban su hermano, el infante Pedro, el arzobispo de Toledo, Diego López V de la casa de Haro y el obispo de Zamora. Por el lado aragonés, representaban a su rey Jaime II, los embajadores Bernaldo de Sarriá y Gonzalo García acompañados de otros ricos hombres.

    En este tratado, los monarcas castellano y aragonés decidieron emprender la guerra contra el reino de Granada en junio de 1309, y se comprometían a atacar el primero a Algeciras y Gibraltar y el de Aragón el reino de Almería. Ambos aportarían 10 galeras de guerra y transporte cada uno, para asegurar el estrecho. También se repartieron las tierras que se iban a conquistar y nombraron como jueces en este reparto, por el lado de Castilla al arzobispo de Toledo y por el lado de Aragón al obispo de Valencia.

    Este tratado pretendíó sellar definitivamente el compromiso matrimonial de la infanta Leonor de Castilla, hija primogénita de Fernando IV y el infante Jaime, heredero del rey de Aragón. No obstante, este compromiso tenía un impedimento grave y era que les unía un parentesco que necesitaba dispensa papal. Ambos reyes mandaron embajadores a Roma para pedirle que concediese el título de cruzada a la lucha que iban a empezar contra los musulmanes y al mismo tiempo concediese la dispensa que era necesaria para que los todavía niños, Leonor 4 años y Jaime 11, pudieran en su día contraer matrimonio legítimamente.

    El Papa Clemente V, promulgó en abril de 1309 la bula “Indesinentis cure”. En dicha bula se concedían las dos peticiones y autorizaba a que se predicase la Santa Cruzada prometiendo indulgencias plenarias a quienes muriesen en la lucha.

 

 

CONQUISTA DE GIBRALTAR

    En el año 1309 el rey Fernando IV, convocó por primera vez en Madrid, a las cortes del reino castellano-leonés. En estas Cortes estaban presentes María de Molina, los infantes Pedro y Felipe, el infante don Juan el traidor de Tarifa que por consejo de María de Molina había sido perdonado otra vez; el señor de Peñafiel don Juan Manuel, el arzobispo de Toledo y los Maestres de las Órdenes militares de Calatrava y Santiago. También asistieron otros nobles y representantes concejiles. En una palabra, la situación era importante y el rey convocó a lo más granado del reino.

    Fernando IV, sentado en su escaño y con la compañía de su madre y de su esposa Constanza de Portugal situadas cada una a un lado del trono, se dirigió a los presentes de esta manera:

    .- La corona de Castilla, hoy se encuentra en paz gracias a Dios. También son excelentes nuestras relaciones con los reyes de Aragón y Portugal, con los que hemos establecido alianzas. El Santo Padre ha concedido a la guerra que vamos a emprender contra el reino musulmán de Granada, la categoría de cruzada; y con todos estos factores a nuestro favor, es mi voluntad continuar con la reconquista que nuestros antepasados iniciaron ya hace siglos en Covadonga.

    En diciembre del año pasado firmé, en Alcalá de Henares, un tratado con Jaime II de Aragón, para empezar los dos y al mismo tiempo esta guerra. Aragón atacará Almería mientras nosotros atacaremos Algeciras y Gibraltar. Por ahí entró el Islán a nuestra patria y de ahí los expulsaremos con la ayuda de Dios y de nuestras armas.

    .- ¡Majestad!, pidió la palabra el infante don Juan Manuel, señor de Peñafiel. Nuestros ejércitos son más numerosos, más fuertes y mejor equipados. Considero una pérdida de tiempo y de hombres atacar Algeciras, que está bien amurallada y recibe ayuda por mar desde el otro lado del estrecho. Mejor sería y sobre todo más productivo, atacar los pueblos y castillos de la vega de Granada, saqueando sus campos y adueñándonos de sus riquezas.

    .- La ayuda que estas ciudades reciben por mar, pronto será subsanada, pues hemos acordado el rey de Aragón y yo mismo armar una flota de veinte galeras, de las cuales cada reino aportará la mitad del contingente.

    .- Yo apoyo la idea del infante don Juan Manuel (el que hablaba era el infante Juan, el traidor de Tarifa). Hay también otros nobles que están de acuerdo con nosotros y que creen que es la mejor solución para nuestro reino. Estas ciudades se rendirían al ver devastados sus campos y esclavizadas sus gentes.

    El rey se puso en pie. En su semblante se podía ver el enfado y la indignación que su persona estaba experimentando. Se dirigió al infante traidor y levantando la voz, al tiempo que apretaba sus mandíbulas, dijo al infante don Juan.

    .- Vos no tendríais hoy voz en esta asamblea, si yo por intercesión de mi madre doña María, no os hubiera perdonado tantos delitos, tantas traiciones y tantos crímenes. Se que estáis molesto porque en su día no os entregué el municipio de Ponferrada; pero otras plazas os he entregado y sobre todo os he concedido el perdón, que es lo mismo que donaros la vida.

    El ambiente se volvió tenso, Fernando IV estaba erguido en actitud autoritaria, y en su mirada la ira parecía herir como un puñal a todos los que le habían llevado la contraria. La reina madre María de Molina, miró a su hijo y le indicó con un dulce gesto que se tranquilizara, y el rey más tranquilo continuó.

    .- Lo que he dispuesto, firmado está y así se hará. Desde aquí partiremos para Toledo, donde se reunirá la mayor parte del ejército. Después dirigiéndose a su madre, continuó diciendo: En Toledo, quedareis vos para gobernar el reino mientras yo, a la cabeza de mis tropas esté por tierras musulmanas.

    Siguiendo la voluntad real, el ejército castellano partió para la ciudad de Toledo y allí, Fernando IV, volvió a plantear a sus generales y nobles le estrategia de cercar Algeciras. Allí, otra vez, tuvo que escuchar a su tío Juan, el traidor de Tarifa, y a otros nobles la opinión que tenían diciendo que era mejor el saqueo y devastación de la vega de Granada. Fernando IV no admitió más discusiones y la acción se llevaría a cabo como él había planeado.

    Desde Toledo, el ejército cristiano se dirigió a Córdoba, donde los emisarios de Jaime II de Aragón comunicaron a Fernando IV, que los ejércitos aragoneses estaban ya en disposición de atacar Almería. La guerra, era ya inminente y faltaban los últimos preparativos. Estos se realizaron en Sevilla, donde el ejército cristiano llegó en los primeros días del mes de julio del año 1309. Desde allí saldrían armas y suministros por el río Guadalquivir hasta el mar y después hasta Algeciras. Estos víveres y pertrechos eran muy importantes para el ejército castellano-leonés, que debían poner sitio a la ciudad. También llegaron los últimos refuerzos. Se trataba de 700 caballeros conducidos por don Martín Gil de Sousa; importante caballero portugués que desempeñaba el cargo de Alférez del rey D. Dionisio I de Portugal. A todo esto, se sumó la bula “Prioribus decanis” que Clemente V había concedido en el mes de abril del mismo año, y que por medio de la cual Fernando IV recibiría la décima parte de las rentas que la Iglesia obtuviera en sus reinos, todo ello para el sostenimiento de la guerra contra Granada.

    En los últimos días del mes de julio, el ejército cristiano estaba frente a las murallas de Algeciras. Allí estaba la flor de los caballeros del reino de Castilla: Diego López V de Haro, señor de Vizcaya; Juan Núñez II de Lara, el Infante don Juan Manuel, señor de Peñafiel; el infante Juan de Castilla, tío del rey y traidor en Tarifa. Había otros importantes caballeros, obispos y milicias concejiles de las ciudades castellano-leonesas. Todo estaba listo y como estaba previsto empezó el ataque.

    El ejército cristiano puso un férreo anillo por tierra a la ciudad de Algeciras, era imposible la llegada de víveres o refuerzos desde las ciudades del reino de Granada que estaban más próximas; pero aquel férreo anillo no cerraba la parte de la ciudad que limitaba con el mar y por allí, sí que esta recibía ayuda desde las ciudades del norte de África y desde Gibraltar. Por este motivo, a mediados de agosto, el rey Fernando IV, llamó a su tienda a Alonso Pérez de Guzmán (Guzmán el Bueno), que sin tardanza y con paso firme se presentó delante del rey y se cuadró con el puño derecho sobre el pecho.

    .- Descansad don Alonso. Algeciras resiste y parece que nuestras armas poco o nada debilitan las defensas de la ciudad. Los algecireños resisten los embates de nuestras tropas y su moral no parece disminuir con el asedio.

    .- Majestad, yo conozco muy bien a los soldados musulmanes y sus cualidades en arrojo y valentía son en todo punto comparables a las nuestras. No debemos menospreciar al enemigo, pues mientras reciban refuerzos por el mar, la conquista de Algeciras será muy costosa.

    .- Ahí quería yo llegar don Alonso, tenemos que cortar esa fuente de refuerzos, por eso he decidido que vos encabezareis un ejército que pondrá sitio a la fortaleza y ciudad de Gibraltar. Quiero que sea conquistada y así evitaremos por un lado que manden refuerzos por mar a los algecireños, y por otro que en caso de necesidad sus tropas salgan de la ciudad y ataquen nuestra retaguardia.

    Confío en vos totalmente. Servisteis a mi padre llevando vuestra fidelidad hasta el más grande de los sacrificios y sé que a mí me serviréis del mismo modo.

    .- Majestad, dijo don Alonso volviéndose a cuadrar, serví a mi rey don Sancho IV, vuestro padre y del mismo modo os serviré a vos como mi rey que sois, y si por él sacrifiqué la vida de mi hijo, a vos os ofrezco la mía si fuera necesario.

    En el semblante del rey, se podía ver nítidamente la satisfacción de tener delante de sí a un caballero tan fiel y valeroso. Pensó para sus adentros: verdaderamente mi padre acertó dándole el calificativo de “Guzmán el Bueno”. En aquel momento, el centinela que hacía guardia a la entrada de la tienda del rey anunció la llegada de unos nobles. Que habían sido llamados por Fernando IV.

    El rey los recibió y mandó tomar asiento. Don Alonso permanecía de pie; tenía el manto revuelto en su antebrazo diestro y la mano izquierda descansaba sobre la empuñadura de su espada. Con un gesto, el rey le ordenó situarse al lado de su escaño, vuelto a los recién llegados, que eran: D. Juan Núñez de Lara, D. Fernando Gutiérrez Tello, arzobispo de Sevilla, el Maestre de la Orden de Calatrava y el representante del concejo de la ciudad de Sevilla entre otros. Todos estaban expectantes, pues no sabían nada de las pretensiones que el monarca tenía con relación a ellos.

    .- Señores, les he reunido aquí para darles a conocer mi propósito de poner sitio a Gibraltar y rendirlo o tomarlo por la fuerza de las armas.

    .- Majestad, dijo el Maestre de la Orden de Calatrava, Gibraltar es prácticamente inexpugnable. Se trata de una mole rocosa que está rodeada por las aguas del Estrecho; y por el lugar donde se une con la Península hay fuertes murallas que lo defienden de cualquier ataque por tierra.

    .- Todo está previsto. Aragón nos ha mandado diez galeras que, con otras tantas castellano-leonesas, se harán las dueñas del mar, y el Peñón quedará aislado y sin poder recibir ayuda por ninguna parte. He tenido información de un personaje de dentro de la fortaleza que me asegura que hay un lugar de la muralla bastante débil; y por ahí deberemos atacar. El jefe absoluto de las tropas sitiadoras será don Alonso, conocido por todos como Guzmán el Bueno. Cada una de vuestras señorías será responsable de sus tropas, pero todos obedecerán las órdenes de don Alonso Pérez de Guzmán.

    Todos asintieron y un fresco amanecer del mes de agosto, las tropas designadas por el rey y capitaneadas por don Alonso Pérez de Guzmán abandonaron el cerco de Algeciras y salieron hacia Gibraltar, al que pusieron un cerrado cerco. Nadie podía entrar ni salir de la fortaleza por tierra y tampoco por mar, pues las galeras castellanas y aragonesas patrullaban las aguas del estrecho y no toleraban ninguna otra embarcación.

    Según las crónicas de la época, los sitiadores usaron en este cerco dos “ingenios” de guerra para atacar las murallas. Posiblemente serían dos potentes catapultas que dispusieron de tal modo, que no cesaban de bombardear la parte de los muros que, según los informes recibidos, eran más débiles.

    Gibraltar, aunque estaba bien protegida con muralla y castillo que la defendían por tierra, era una ciudad poco poblada; y una vez aislada y estrechamente cercada, no disponía de suficientes fuerzas para resistir al ejército cristiano. Pronto los defensores se dieron cuenta de que no iban a recibir ayuda del exterior y que los alimentos y sobre todo el agua les iba a faltar, haciendo imposible resistir aquel ataque, tan continuo y violento, al que las tropas de Guzmán el Bueno les estaba sometiendo. 

    El cerco era tan férreo y el bombardeo de las catapultas tan incesante y siempre dirigido al mismo lugar, que con rapidez se pudo apreciar el daño que los pétreos proyectiles iban causando en la muralla. A esto unidos los continuos intentos de asalto con garfios y escalas, hizo que, a primeros del mes de septiembre, con apenas un mes de cerco, los defensores pidieran parlamentar bajo la protección de bandera blanca.

    Fernando IV con Guzmán el Bueno, D. Juan Núñez de Lara, D. Fernando Gutiérrez Tello, arzobispo de Sevilla y el Maestre de la Orden de Calatrava sentados a su lado; recibió en su tienda real a los parlamentarios gibraltareños. Los invitó a que tomaran asiento y después preguntó por sus pretensiones.

    .- “As-salaam’alaikum” (La paz sea contigo). El que así saludó al rey, después de ponerse en pie, era un general benimerín elegantemente vestido, de piel curtida y con mirada aquilina. Sin embargo, a pesar de la altivez de su porte, inclinó su cabeza al tiempo que con la mano diestra tocaba suavemente su pecho.

    Venimos a parlamentar, oh rey de los cristianos, porque no queremos ver destruida nuestra ciudad y que corra más sangre por sus calles. Por tanto, os ofrecemos la rendición a cambio de nuestras vidas y en la esperanza de que nuestras casas y mezquitas sean respetadas.

    .- “La paz sea con todos vosotros” . Saludó el rey castellano. Gibraltar ha resistido nuestros ataques con gran valentía y sus habitantes habéis hecho gala de gran arrojo y denuedo. No tenéis por que sentiros humillados por vuestra impotencia ante nuestras fuerzas, en verdad superiores. Os concedo un “amán” (tregua y favor). Tenéis  tres días para que abandonéis la ciudad. No destruyáis nada y podréis llevaros los animales y cuanto podáis cargar en ellos. El día 12 estaré con mis tropas a las puertas de la ciudad para que vos me entreguéis las llaves de ella.

    .- Así se hará, contestó el musulmán. Las puertas de nuestras casas quedarán abiertas y las hortalizas de los huertos plantadas y cuidadas. Todo será respetado y sólo nos llevaremos cuanto podamos transportar.

    Entre los parlamentarios, había un viejo anciano, de pequeña estatura, de barba luenga y cana, pero de viva mirada y frente despejada. Todos se habían puesto de pie para marchar, pero el anciano en aquel momento, dirigiéndose a Fernando IV, le dijo mirándole a la cara:

    .- Majestad, ¿Qué os hice yo a vos y a vuestra familia para ser tratado de este modo?

    El rey quedó perplejo ante aquella pregunta, cuyo significado no sabía y le dijo:

    .- Explicaos noble anciano.

    .- Vuestro Bisabuelo, el rey don Fernando III, cuando conquistó Sevilla me echó de mi morada y marché a Jerez. Cuando vuestro abuelo el rey don Alfonso X, tomó Jerez abandoné mi casa y vine a morar a Tarifa, pensando que allí estaba a salvo. Pero también Tarifa fue conquistada por vuestro padre el rey don Sancho IV, y me vine a Gibraltar para pasar aquí mi vejez. Ahora llegáis vos y tengo que dejar mi casa. No quiero vivir más en esta tierra, cruzaré el estrecho y pondré mi casa allende la mar para así acabar en paz el resto de mis días.

    .- Noble anciano, mala suerte ha sido la vuestra, y siento vuestra desgracia, pero son las cosas que traen las guerras.

    El noble anciano, no comprendía como, los ejércitos cristianos, iban empujando y echando de sus casas, pueblos y ciudades a unos hombres que vivían en las tierras donde habían vivido sus antepasados durante siglos. Quizás el noble anciano no sabía que quinientos años atrás los ejércitos musulmanes, habían expulsado de sus casas, pueblos y ciudades a los cristianos que vivían en España, empujándolos hacia las agrestes montañas del norte peninsular.

    Cuando el día 12 de septiembre, después de salir 1125 musulmanes de la ciudad, el rey Fernando IV, entró con sus hombres en Gibraltar, ordenó reconstruir y fortalecer la parte de la muralla que había sido derruida por las catapultas. También el rey mandó construir un varadero que protegiera las naves castellanas de los embates del mar cuando este se ponía bravío, y modificó la torre del castillo haciéndola más poderosa. Por último, concedió favores a cuantas personas quisieron repoblar Gibraltar, sin tener en cuenta su pasado y exigiéndolos solamente fidelidad a su persona. Después marchó con sus tropas a Algeciras donde el grueso del ejército era frenado una y otra vez por las fuertes murallas de la ciudad y el gran coraje de sus defensores.

    El sitio de Algeciras, poco a poco se fue complicando. Con la llegada del otoño y sobre todo del invierno, llovió tanto y tan violentamente que el campamento cristiano se anegó hasta tal punto que algunas de las construcciones, trincheras y cavas realizadas para el asedio quedaron hundidas o sumergidas por el fango. Además, en una expedición por la Serranía de Ronda, el valeroso Guzmán el Bueno murió víctima de una emboscada que le tendieron las tropas del general meriní Ozmín.

    Esta noticia cayó entre las tropas cristianas como un jarro de agua helada, y a ella se unió que los caminos y cañadas por las que circulaban los víveres que, en largas caravanas de carros, María de Molina enviaba a su esposo, quedaron inutilizados por el fango que, bajando por las quebradas y barrancos, habían cortado estas vías de comunicación por muchos sitios.

    Pero las penas nunca vienen solas, y todo el mundo sabe que cuando un barco se hunde las primeras que intentan abandonarlo para salvarse, son las asquerosas ratas que normalmente se ocultan en las bodegas. Cuando las cosas estaban en su peor momento, frenados por el barro y las inclemencias, con escasos víveres, muchos de ellos, en estado de putrefacción; dos ratas, dos nobles traidores, abandonaron el ejército marchando con todas sus mesnadas. Se trataba de su tío, el infante don Juan, el villano de Tarifa, perdonado tantas veces por su padre y por él mismo a instancias de María de Molina; y el infante don Juan Manuel, señor de Peñafiel y nieto del rey Fernando III el Santo. No valieron los ruegos de Fernando IV ni las dotes persuasivas del rey de Aragón Jaime II, para evitar la fuga del cerco, poniendo por escusas que el rey les debía unos dineros de sus soldadas y que no podía pagarles porque dineros y vituallas no llegaban al campamento. Como esta guerra estaba considerada por el Papa como cruzada, era seguida por todas las cortes de Europa y en todas ellas, estos nobles, fueron calificados como auténticos cobardes. 

    Las fuerzas cristianas quedaron muy disminuidas con la marcha de estos desertores. Sin embargo, como Fernando IV contaba con el apoyo de su hermano Pedro, de Juan Núñez de Lara y de Diego López V de Haro; además de 400 caballeros, que el arzobispo de Santiago de Compostela don Rodrigo de Padrón, había enviado desde Galicia para reforzar el cerco, él estaba convencido de que eran fuerzas suficientes para hacer claudicar a una ciudad que, cercada por tierra y por mar, empezaba a sufrir las consecuencias de la escasez de víveres. Sin apenas alimentos y con gran parte de sus defensores muertos o heridos, la rendición de la ciudad parecía inminente.

    En el campamento cristiano, las cosas no estaban mucho mejor, aunque esto no lo sabían los algecireños. La insalubridad del campamento hacía presagiar que pronto aparecería la peste; y esta no se hizo esperar haciendo que enfermase gravemente un insigne y valiente caballero como Diego López V de Haro (todos los cabezas de la casa de Haro se llamaban igual, diferenciándose solamente en el ordinal que seguía al nombre).

    


DIEGO LÓPEZ V DE HARO (Obra de Mariano Benlliure)

    Las muertes, las enfermedades y los rumores de que en Granada se estaba preparando un gran ejército que en primavera vendría a socorrer a los sitiados, hicieron que Fernando IV aprovechara la llegada al campamento cristiano del arráez de Andarax, que había llegado de Granada para negociar una tregua, para firmar un tratado lo más ventajoso para Castilla. Negociado el acuerdo, Fernando IV levantaría el asedio de Algeciras y a cambio recibiría Quesada y Bedmar además de 50.000 doblas de oro puro, que le vinieron muy bien para pagar soldadas y otros desperfectos que la adversidad había provocado en su campamento.

    Don Diego López V de Haro, el fundador de Bilbao recibió la noticia de la firma del tratado en el lecho de muerte, falleciendo a los pocos días mientras se levantaba el cerco de Algeciras. Era finales de enero de 1310 y también en este mes y en estos días, el rey de Aragón Jaime II, levantaba el asedio de Almería sin haber podido conquistarla.

   

LOS CARVAJALES. HISTORIA Y LEYENDA

  

 Muchas veces la historia y la leyenda se mezclan de tal manera, que el historiador no puede distinguir hasta dónde llega una para continuar la otra. Después de levantar el cerco de Algeciras, el rey Fernando, que tenía en mente insistir en llevar la guerra a Granada, empezó a viajar por las ciudades castellanas con la idea de ir recogiendo la adhesión de los nobles para su empresa. Mientras tanto su madre María de Molina había sufrido de fuertes fiebres y ya repuesta se encontraba en Valladolid, donde preocupada por su salud, experimentó la necesidad de hacer testamento con doble fin: espiritual y material. Es aquí cuando dona su propio palacio a las monjas del Císter, para que estas lo conviertan en monasterio. Nombró como albaceas testamentarios a doña María Fernández Coronel y a don Nuño Pérez de Monroy, arcediano de Campos y abad de Santander que en aquel momento era su canciller. Verdad es, que en este primer testamento pidió ser enterrada en Toledo, pero dicho testamento fue corregido en 1321, poco antes de morir y pidió ser enterrada en Valladolid.

    Pero María de Molina se recuperó de su enfermedad y aunque ella solamente esperaba vivir tranquila los últimos años de su vida, aún tendría bastantes motivos por los que sufrir.

    Estando Fernando IV en la ciudad de Palencia, repuesto ya de las dolencias que desde niño había padecido y que no cuidaba, pues era famoso por su afición a las grandes comilonas y a sus excesos con el vino, resultó que fue asesinado Juan de Benavides, persona muy allegada al rey, saliendo del palacio al que había asistido para cenar con él. Los hechos, se sitúan en una borrascosa noche de finales de primavera. El rey conocedor de que su querido amigo don Juan de Benavides tenía gran cantidad de enemigos, pues muchas veces su espada había hecho justicia a capricho de su rey, le dijo:

    .- Los criados me dicen que la  noche está tormentosa, el viento huracanado ha apagado la mayoría de las lámparas de aceite que alumbran la ciudad y parece que el cielo, entre truenos y relámpagos, está dejando caer tal cantidad de lluvia que ha convertido en ríos las calles de Palencia. Mejor sería, amigo mío, que durmierais esta noche en palacio.

    .- Gracias majestad, mi casa está cerca y con este temporal las calles estarán vacías. No creo que corra ningún peligro. Además, ya sabéis cuan diestro soy con la espada y ella me acompaña aquí debajo de la capa.

    .- Salió del palacio, y se puso a caminar hasta que llegó a los soportales. La noche estaba tan oscura como la boca de un lobo, la lluvia torrencial hacía un ruido ensordecedor y solamente cuando el cegador brillo de un relámpago anunciaba el estremecedor ruido del trueno, se iluminaba la calle. Una calle desierta y de fantasmagóricas e inmóviles sombras que causaban pavor. De pronto dos sombras se movieron, de detrás de las columnas que los ocultaban, y se abalanzaron sobre don Juan de Benavides que, embozado en su capa y con el sombrero calado hasta las cejas, no tuvo tiempo de acudir a su espada. La luz de un relámpago iluminó dos aceros que, como dos fulgurantes rayos, se clavaron en la noble figura que no vio llegar la muerte que le daban a traición. Abrió su capa, echó mano a su espada y no la llegó a desenvainar; después tambaleándose abandonó el soportal y dando un profundo quejido, cayó de espaldas en medio de la calle mirando al cielo y con los brazos abiertos, con la lluvia cayendo sobre su rostro. Mientras tanto las dos sombras, los dos asesinos, huían a la carrera bajo la lluvia, desvaneciéndose sus figuras en la oscuridad de la noche. 

    Cuando el rey se enteró de lo que había ocurrido, montó en cólera y exigió el esclarecimiento de los hechos fuese como fuese y lo antes posible. Los hombres del rey indagaron y preguntaron en todas las casas cercanas, por si alguien desde las ventanas había podido ver u oír algo que los llevara hasta los asesinos. Algunos, curioseando la tormenta, habían visto a dos embozados acercarse a un tercero que caía al suelo, pero nadie había conocido ni a los agresores ni al agredido.

    Pasaban los días y los hombres encargados de la investigación, no encontraban pruebas fidedignas que los llevasen al esclarecimiento del crimen. El rey, que era de temperamento muy irritable, no se conformaba con que aquel asesinato de una persona tan importante y querida por él, quedara impune. No cesaba de apremiar a los investigadores, y estos temían que la furibunda cólera del monarca cayera sobre ellos de un momento a otro. Acuciados por la necesidad de encontrar a los culpables, pues de lo que si parecían estar seguros era de que se trataba de dos personas, sus pesquisas los llevaron hasta dos hermanos que estaban bastante enemistados con don Juan. Se trataba de dos nobles caballeros de la Orden de Calatrava, llamados Juan Alfonso y Pedro Alfonso de Carvajal.

    Cuando Fernando IV se enteró de que aquellos dos hermanos eran considerados sospechosos, dio por segura su culpabilidad y ordenó su detención con el máximo secreto, para que estos no huyeran o se hicieran fuertes en alguno de sus castillos. Los Carvajales como así se los conocía habían sido sospechosos de estar a favor de los nobles rebeldes que habían conspirado contra el rey, a favor de don Alfonso de la Cerda; y el rey que veía enemigos en todas partes, vio clara la oportunidad de deshacerse de estos dos hermanos. Mandó a don Pedro de Benavides, primo del asesinado que, con un fuerte dispositivo de hombres bien armados procedieran a su detención allá donde los encontrasen, a no ser que fuera en tierra sagrada (iglesias o monasterios); y los llevasen a su presencia, pues quería darles un ejemplar castigo acorde con su alevoso crimen.

    En Medina del Campo, durante la Edad Media, se celebraban dos ferias: una en el mes de mayo y otra en octubre, con una duración cada una de unos 50 días. Durante la primera de ellas, los campesinos se aprovisionaban de ganados y todo tipo de material para los trabajos de la recolección que, como todo el mundo sabe, eran muy duros. En la segunda se vendían todo tipo de granos, bien fuera legumbres o cereales y en esta las familias que no eran campesinas, se aprovisionaban de todo tipo de alimentos para pasar el invierno que, también sabemos que era muy largo en Castilla.

    Una mañana del mes de junio, la Plaza Mayor de Medina del Campo era un hervidero de personas y animales. Se celebraba la primera gran feria del año y todo el mundo se aprestaba a realizar sus compras regateando y porfiando con los vendedores. Entre la marabunta de gentes que llenaban la Plaza Mayor más grande de España, se podían ver: tratantes de ganado, gitanos con sus caballos y recuas de mulos para carga y trabajo; y también campesinos que intentaban comprar algún animal para el verano o vender algún muleto que ellos habían criado, y que les proporcionaría algún beneficio para afrontar los gastos que habían de pagar a los segadores necesarios para recoger las cosechas.

    Entre la batahola que todo este gentío producía, aún podían oírse las voces de pregoneros que anunciaban sus mercaderías o los gritos de un sinfín de chiquillos que corrían, la mayoría de las veces, al lado de los puestos de chucherías. También se hacían notar un nutrido número de meretrices de diferentes categorías que, con palabras insinuantes o guiños de ojos, practicaban el oficio más viejo del mundo, intentando participar, con el comercio de sus cuerpos, de los dineros que unos y otros ganaban en los tratos.

    Pues bien, junto a un grupo de bellos caballos, que tratantes de dinero intentaban vender, se encontraban los hermanos Carvajales. Lucían en su pecho la Cruz de Calatrava, ricamente bordada sobre su túnica, el tahalí que pendía de su cinturón sujetaba sendas espadas de bella empuñadura y toda su figura despedía tal caballerosidad y gallardía, que aun no teniendo los cuatro mozos de armas que los acompañaban, causaban respeto y admiración. Miraban, tocaban y volvían a mirar dos briosos corceles de color alazán que eran la admiración de la feria, pero a los que todas las bolsas no podían aspirar.

    En estos tratos estaban, cuando el bullicio de la plaza descendió de volumen hasta convertirse en un intenso susurro. Una columna de hombres del rey, capitaneados por don Mendo de Benavides y armados hasta los dientes, irrumpió en el ferial y abriéndose paso entre la multitud llegó hasta donde estaban los hermanos Carvajales. 

    .- ¡¡Daos presos en nombre del rey!! Dijo, con bronca voz, don Mendo.

    Los mozos que les daban escolta iniciaron el movimiento de desenvainar sus espadas, pero don Pedro de Carvajal se lo impidió con un gesto. Después dirigiéndose a don Mendo le dijo:

    .- ¿De qué se nos acusa para que vengáis con un ejército a detenernos en plena feria?

    .- Tengo orden de llevaros junto al rey y él os dirá que crimen habéis cometido.

    De nada sirvió pedir explicaciones, declararse inocentes y decir que aquello era un error y una injusticia. Los dos hermanos fueron aherrojados allí mismo y ya cargados de cadenas fueron sacados de la plaza, seguidos de sus criados que quedaron como perros sin dueño u ovejas sin pastor.

    El rey Fernando IV, por aquellos días marchaba hacia la guerra que había vuelto a declarar al reino de Granada. Sus tropas se habían fijado como primer objetivo la toma de Alcaudete, y esto hizo que el rey con parte del ejército acampara en Martos, localidad de la provincia de Jaén. Como las órdenes reales era llevar a los prisioneros a su presencia, don Mendo de Benavides, con su pelotón de hombres armados y los prisioneros, se encaminaron hacia allí.

    Cuando los hermanos Pedro y Juan de Carvajal, se enteraron de que su destino era la localidad de Martos, se sintieron aliviados, pues ellos vivían allí durante largas temporadas y eran muy conocidos y queridos por todos los tuccitanos (habitantes de Martos). Esto y saberse inocentes hizo que el camino, aunque estaban cargados de cadenas y en una jaula de madera anclada en un carro de bueyes, se hiciera más llevadero.

    Tardaron doce días en llegar al lugar donde el rey, que había sido avisado por un mensajero, ya los esperaba. El aspecto de aquellos nobles caballeros, después de tantos días de marcha por caminos polvorientos, era muy desagradable. Mal alimentados, sucios y sedientos, con sus ropas depauperadas y sus cabellos enmarañados y polvorientos, causaban pena a los habitantes de Martos que veían como aquellos dos hermanos que consideraban cercanos e inocentes, eran injustamente tratados.

    El lóbrego calabozo donde fueron encerrados los hermanos Carvajales, resultó menos duro que el largo viaje enjaulados por caminos y cañadas. Allí en Martos, tenían ellos su casa señorial, y el rey después de varios días, dejó que algunos criados pudieran llevarlos ropas, si no lujosas al menos limpias. También se lavaron y peinaron sus cabellos, recobrando parte del aspecto que tenían antes de ser apresados.

    El cambio de trato y de aspecto, les hizo pensar que pronto serían recibidos por el rey; y no se equivocaban. El día seis de agosto de 1312, fueron conducidos en presencia de Fernando IV que, sentado en su escaño y rodeado de nobles y obispos, los miraba con rostro iracundo. Los dos hermanos, cruzaron la sala en dirección al rey, con paso firme y decidido. Iban desarmados pero sus guardianes les habían liberado de las cadenas que sujetaban sus manos y pies. Al llegar junto a Fernando IV, Pedro y Juan de Carvajal, se pararon y sin doblar la rodilla inclinaron sus cabezas, al tiempo que ponían su puño diestro sobre la cruz bordada que tenían en el pecho.

    .- Majestad, dijo Pedro Alonso de Carvajal, queremos saber cuál es el delito del que se nos acusa, para ser apresados y traídos hasta aquí aherrojados y enjaulados como dos fieras.

    .- ¿Cómo dos fieras? Yo más bien creo que el trato que se os ha dado es el que se merecen dos lobos traidores que amparados por la oscuridad de la noche, han cometido el vil crimen del que se os acusa.

    .- ¿De qué crimen habláis señor? Dijo don Juan. Nadie en los reinos cristianos ni musulmanes puede acusarnos de haber cometido crimen alguno. Nuestras manos están limpias de sangre y si nuestras espadas, alguna vez, han dado muerte a algún hombre, ha sido en batalla o en buena lid entre caballeros. 

    .- Se os acusa de dar muerte a traición, en la ciudad de Palencia, a don Juan de Benavides. Muerte que disteis con premeditación, nocturnidad y alevosía.

    .- ¿Quién nos acusa? Dijo alzando la voz y mirando directamente al rey, don Pedro.

    Aquel tono y aquella mirada ensoberbecieron más al rey, que altivo y fuera de sí gritó:

    .- Yo, que soy el rey, os acuso, os declaro culpables y os condeno a morir  con la salida del sol, enjaulados como lobos y arrojados desde las almenas del castillo al precipicio que rodea la fortaleza.

                                   


Ruinas del castillo de Martos sobre la peña

    El día 7 de agosto de 1312, todo estaba preparado para la ejecución de los hermanos Alonso de Carvajal, en el castillo de Martos.

    La ejecución estaba prevista para la salida del sol, pero ya bastante antes una gran multitud se agrupaba en las cercanías del castillo e incluso en las laderas del escarpado risco. Fernando IV, quería presenciarlo y quería que la muchedumbre lo viera. Quería que el ejemplar castigo sirviera de aviso y escarmiento a todos aquellos, nobles o plebeyos, que se les ocurriera levantar la mano en contra de su rey.

    Por fin, bien entrada la mañana de un día de cielos límpidos y color turquesa apareció, en lo alto de la torre del castillo, el monarca con algunos personajes de su séquito, entre los que estaba don Mendo de Benavides. A una señal suya trajeron a los dos condenados, que venían encadenados, demacrados y heridos; señales estas inequívocas de haber sido cruelmente torturados para que declararan su culpabilidad. Los acompañaban, un Escribano del rey, dos soldados, el verdugo y un fraile franciscano que oraba continuamente en voz baja. Los dos hermanos, se quedaron mirando a una gran jaula de hierro que interiormente estaba erizada de afiladas puntas metálicas que como puñales apuntaban hacia su interior. La escena era sobrecogedora y el silencio abrumador. Por fin el escribano del rey dijo:

    .- Esta es la justicia que el rey nuestro señor don Fernando IV manda hacer con estos dos asesinos. Como lobos cobardes asesinaron amparados en la oscuridad de la noche a don Juan de Benavides, en la ciudad de Palencia. Ahora como lobos enjaulados serán arrojados al vacío desde esta almena y el reino de Castilla sabrá como su majestad castiga a los traidores y asesinos.

    .- ¡Rey de Castilla y de León!!, dijo don Pedro Alfonso de Carvajal. Bien sabéis que no somos ni traidores ni asesinos y que nuestra muerte sólo sirve para vuestra venganza y la venganza de la casa Benavides. Juro por la Cruz de Calatrava, que aún resplandece en nuestro pecho, que mi hermano y yo somos inocentes de ese crimen.

    El rey se fijó de pronto en las cruces que los hermanos Carvajal, como caballeros de la Orden de Calatrava, llevaban bordadas en el pecho y gritó:

    .- ¡¡Despojadlos de sus túnicas!!, no quiero que la cruz de Nuestro Señor los acompañe en el castigo que sólo ellos se merecen. Metedlos en la jaula y acabemos de una vez.

    Don Pedro y don Juan de Carvajal, fueron introducidos en la jaula. Primeramente, habían sido despojados de sus túnicas y liberados de sus cadenas. Luego la jaula fue colocada al borde del precipicio, mientras el rey se reía viéndolos desnudos, inermes y enjaulados. Pero ni en aquel sobrecogedor momento, los jóvenes caballeros perdieron su dignidad y en el momento en que el rey más se reía, don Pedro de Carvajal gritó con voz tan atronadora, que no solamente se oyó en el castillo, sino que también en toda la montaña:

    .- ¡¡¡Rey Fernando, Escuchadme por última vez!!!. Os hemos dicho que somos inocentes y vos lo sabéis. Ponemos por testigos a todos los aquí presentes, incluidos los habitantes de Martos, que presencian esta injusticia, que mi hermano y yo, os emplazamos a vos, Fernando IV, a que de hoy en treinta días comparezcas con nosotros ante “El Tribunal de Dios nuestro Señor” y él nos juzgará a los tres. ¡Óyeme bien! de hoy en treinta días.

    Todo el mundo lo oyó, el rey también, pero prorrumpió a carcajadas y sin dejar de reír dio la orden al verdugo de arrojar la jaula al precipicio.

    Cayó la jaula al vacío. Un momento de silencio y después un brutal impacto contra las rocas, mientras un grito unánime y desgarrador salió de las gargantas de cientos de tuccitanos que presenciaban la ejecución. Luego la jaula asesina rodó cuesta abajo entre riscos, aristas pedregosas, zarzas y gravas arrancadas por la velocidad de su caída. Siguió cuesta abajo, dando saltos, vueltas y golpes, hasta llegar a un lugar más llano donde, después de aminorar su marcha, impactó con una roca que detuvo su caída.

    Los pobres habitantes de Martos que más cerca estaban del lugar donde se había parado la jaula, se acercaron corriendo, pero al llegar, la visión que contemplaron los llenó de espanto y dolor, haciéndoles caer de rodillas y rezar. Los cuerpos de los hermanos Alonso de Carvajal, parecían un amasijo de carne y hueso, rotos sus miembros y traspasados por decenas de puñales que los había dejado exangües e irreconocibles.

    Retirados los cadáveres, la familia reclamó al rey sus cuerpos y los dieron cristiana sepultura en la iglesia de Santa Marta en Martos. Las gentes del pueblo visitaban la roca donde paró la fatídica jaula y allí rezaban y lloraban; más tarde se colocó una cruz de hierro sobre un monolito y al lugar se le dio el nombre de la “Cruz del Lloro”. Hoy en la localidad de Martos se puede ver, en medio de una plaza, el célebre monolito que el pueblo lo ha adornado, engrandecido y protegido, convirtiéndolo en un monumento.

 


CRUZ del LLORO” (Martos)

    Lloró la familia, lloró Martos y lloró media Castilla, la muerte de aquellos dos jóvenes hermanos cuya nobleza e inocencia se creían bien probadas. Todos pensaban que la justicia del rey había sido injusta o por lo menos demasiado severa, pero el monarca y la familia Benavides quedaron satisfechos.

    En el mes de agosto, bajo un sol que derretía los cuerpos bajo las férreas armaduras, la guerra continuaba y el ejército castellano estaba atacando Alcaudete, donde los musulmanes aguantaban el cerco luchando bravamente y aguantando un asedio que los estaba dejando sin víveres y sin agua. Fernando IV marchó para capitanear el asedio y estar presente en el momento de la capitulación.

    A finales de agosto y quizás a consecuencia de tanto calor, el rey se encontró indispuesto y decidió marchar a Jaén para descansar, dejando al mando del ejército a su hermano el infante don Pedro de Castilla. Llegado a Jaén el rey se repuso totalmente y allí el día 6 de septiembre recibió la alegre noticia de que el día cinco del mismo, había sido tomada la plaza fuerte de Alcaudete. El día siete, reunido con algunos de sus nobles más allegados, celebró un opíparo banquete donde se comieron suculentas viandas y se bebieron toda clase de vinos, donde el rey abusó de las unas y de los otros. Después del banquete Fernando IV se retiró a sus aposentos para echarse una siesta y pidió que nadie le molestase.

    Pasaron unas horas y como el rey no aparecía, su mayordomo le fue a llamar y cuál no sería su sorpresa, al ver que el monarca aún estaba en su lecho. Parecía descansar tranquilamente, sin embargo, sus ojos estaban abiertos y la expresión de su rostro denotaba una gran sorpresa. El criado se acercó y comprobó que el rey no respiraba. Tocó su mano y esta estaba fría. El rey Fernando IV había muerto mientras dormía. Era el día siete de septiembre de 1312, el mismo día en que se cumplía el mes dado de plazo por los hermanos Pedro y Juan de Carvajal para comparecer ante el tribunal de Dios.

 


MUERTE DE Fernando IV (Óleo de José Casado de Alisal)

 

    Muerto el rey a sus juveniles 27 años, no fueron pocos los hombres en la corte, en Martos y en toda Castilla y León, que recordaron el siniestro día de la ejecución. Cuando Pedro Alonso de Carvajal y su hermano Juan, después de declararse inocentes le emplazaron a que se presentara ante el tribunal de Dios en el plazo justo de un mes. La noticia fue impactante y desde aquel día a Fernando IV de Castilla se le apodó “El Emplazado”.

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     ¡¡Cómo lloró María de Molina la muerte de aquel hijo que tantos sufrimientos le había costado criar y hacerlo rey! Pero ahora no había tiempo para llorar y derrumbarse. Su hijo Fernando IV, había dejado como heredero al trono a su primogénito Alfonso; un niño de año y medio al que su madre, la reina Constanza de Portugal debía de proteger, cosa casi imposible sino era bajo el amparo de ella como abuela.

    Con la muerte de Fernando IV “El Emplazado”, en los reinos de la corona de Castilla, otra vez empezaron las luchas y las conspiraciones entre la nobleza. Como suele decirse por estos lares, las palomas se tornaron halcones y todo el reino se revolucionó buscando cada uno el mejor provecho para él. Por si esto fuera poco, al año siguiente con dos añitos cumplidos el futuro rey Alfonso XI, murió su madre la reina Constanza de Portugal, el día 18 de noviembre de 1313; y María de Molina tuvo que volver a asumir los papeles de reina y regenta.

    Ante una situación tan comprometida, no cabía otra solución que convocar cortes, para que, según el criterio del “Código de las Siete Partidas”, uno, dos, o más tutores se encargasen de que el reino saliera de esa situación. Las cortes se convocaron en la ciudad de Palencia en abril del año 1313, cuando aún no había fallecido la reina Constanza, y pronto se vio que el reino quedaba dividido en dos: mientras los concejos de Castilla, León, Galicia y Asturias apoyaban al infante Juan como tutor del rey niño, Toledo y toda Andalucía apoyaban a María de Molina y a su hijo Pedro.

    Mientras en estas discusiones y desencuentros estaba el reino de Castilla, los musulmanes, aprovechando la situación, empezaban a atacar por el sur de la península; y estando en estas negociaciones, y cuando ya parecía inminente la lucha armada, ocurrió según dije antes, la muerte de Constanza, la reina madre. Por lo que hubo que convocar nuevas cortes en agosto de 1314, esta vez en Palazuelos entre las localidades de Corcos del Valle y Cabezón de Pisuerga, en la provincia de Valladolid.

    María de Molina, que ya había vivido aquella situación, dedicó todas su fuerzas y habilidades diplomáticas en lograr la paz en aquel avispero de nobles que, como perros hambrientos, aspiraban cada uno a llevarse el bocado mejor. Por fin, aquí en Palazuelos, se llegó a un convenio en el cual quedaba claro que la función de tutores sería ejercida por los infantes Pedro y Juan; mientras que, a María de Molina, se le adjudicaba el cuidado y educación de su nieto hasta la mayoría de edad.

    Firmado este convenio de Palazuelos y aparentemente apaciguados los ánimos, al mes siguiente de la firma, se le entregó el niño a su abuela María, ya que éste estaba bajo la fiel custodia del Obispo de Ávila. Una vez que el rey niño Alfonso XI, estuvo bajo la protección de María de Molina, ésta que pasaba gran parte del tiempo en Valladolid, dejó esta ciudad y se estableció con su nieto en la ciudad de Toro.

    Los moros, como así llamaban los cristianos a los musulmanes, estaban atacando ciudades y fortalezas del sur de España, aprovechando las discordias internas en el reino de Castilla. Así que, restablecido el orden interno, no quedaba otra solución para los ejércitos cristianos que marchar contra el reino de Granada.

    El infante don Pedro, solicitó del Papa Juan XXII, que esta guerra tuviera el rango de cruzada y le fue concedido, por lo que el ejército cristiano fue engrosado por tropas de allende los Pirineos. El mando total del ejército era compartido por los infantes don Juan (el de Tarifa) y por el infante don Pedro (tío del rey). Cada uno con sus tropas avanzaron hacia Granada conquistando castillos y arrasando villas, hasta reunirse en Cañete de las Torres. Al mismo tiempo, una docena de galeras cristianas se situaron en el estrecho de Gibraltar entre las plazas de Algeciras y Almería; ya que en la cabeza de los comandantes cristianos estaba la idea de conquistar estas ciudades antes de atacar Granada.

    La envidia y la avaricia son malas compañeras de viaje, y entre los dos infantes, la una y la otra eran evidentes. Los dos ambicionaban sobresalir sobre el otro en la rapidez de sus conquistas, envidiaban los botines y la fama obtenidos por su oponente, y los dos deseaban quedarse con el mando y tutoría real únicos si el otro moría en batalla. Pero como los malos deseos, muchas veces, se vuelven contra aquel que los manifiesta, ocurrió que ninguno de los dos sobrevivió al otro ya que ambos murieron en la misma batalla.

    Unido todo el ejército, los dos infantes castellanos avanzaron en dirección a Granada hasta que, pasando por la localidad de Pinos Puente, llegaron a Albolote en la víspera de San Juan. Esta localidad, ubicada a los pies de Sierra Elvira, ponía a los cristianos a dos leguas de la ciudad, lo que permitía ver sus murallas en la lejanía; y a pesar de las intenciones del infante don Pedro, que quería avanzar hasta poner sus tiendas junto a las puertas de Granada, instalaron allí su campamento.

    En el campamento cristiano se guardaban voluminosos tesoros, producto del robo y saqueo de los castillos y villas que las tropas cristianas habían arrasado. Sin embargo, faltaba el agua y el calor era insoportable. El sultán de Granada Ismail I, viendo la situación en que se encontraban los cristianos y como acampados y confiados de su superioridad dejaban el campamento y seguían atacando las aldeas más cercanas, mandó a su general Uthmán b. Abi l-Ula a quien los cristianos llamaban Ozmín, que con 5000 “zenetes” (excelentes soldados bereberes) atacasen a los cristianos desperdigados por las aldeas de la vega de Granada. Así lo hizo Ozmín y cientos de cristianos perecieron teniendo que retroceder los supervivientes hasta el campamento cristiano.

    Esta escaramuza fue la primera derrota que los cristianos sufrían en mucho tiempo y sirvió para dar alas a los hijos de Alá y sembrar el desaliento a los defensores de la Cruz. Viendo los infantes la mala situación en que se encontraban acampados y la escasez de agua, decidieron levantar sus tiendas y replegarse en dirección a Castilla para evitar una derrota mayor. Pero Ozmín, era un gran general y rápidamente se dio cuenta de que los cristianos se preocupaban más de proteger sus acémilas, cargadas con el oro y plata del botín que habían sacado como fruto del saqueo, que de mantener bien agrupadas sus filas. Se dispuso que la cabeza del ejército capitaneada por el infante don Pedro, hermano de María de Molina y por lo tanto tío del rey, marcharía en cabeza formando la vanguardia del ejército; y el infante don Juan (el traidor de Tarifa) y por lo tanto cuñado de la reina, capitanearía la retaguardia, donde se aglutinaba gran parte de la infantería y por lo tanto su marcha era más lenta.

    Durante todo el día 24 de junio, Ozmín con sus 5000 zenetes, excelentes jinetes y mejores guerreros, atacaron una y otra vez, sin entrar en gran batalla, a la retaguardia cristiana. Veloces como un enjambre de avispas, aparecían, herían, mataban y sin coger prisioneros volvían a desaparecer amparados en la velocidad de sus corceles. Al siguiente día, 25 de junio de 1319, las tropas cristianas mandadas por el infante don Juan, estaban desagrupadas, hambrientas y sobre todo sedientas hasta el punto de que algunos hombres empezaban a desfallecer. En este momento Ozmín, lanzó toda la fuerza de sus zenetes, que sedientos de sangre y ansiosos de venganza, atacaron de lleno la retaguardia cristiana, causando gran mortandad y desconcierto. El infante don Juan, mando aviso a su sobrino Pedro para que volviera grupas y le ayudara a hacer frente y repeler aquel brutal ataque musulmán. Así lo hizo el valeroso infante, pero al llegar al campo de batalla, vio la nula organización de las filas cristianas que, rotas y desordenadas, intentaban resistir el feroz y bien organizado ataque musulmán.

    De nada le valieron los esfuerzos que hizo don Pedro para reorganizar las filas del ejército cristiano, las tropas retrocedían en caótico desorden y de un momento a otro se veía que se iba a producir una fuga en desbandada. Ante esta situación, don Pedro manda avanzar a Juan Martínez, que era su portaestandarte, en dirección a las filas enemigas y da orden a los nobles de que, con el resto de sus tropas le sigan, pero estos reúsan, solamente un valiente soldado llamado Juan Ponce de Córdoba, saliendo de entre las filas cristianas gritó a los suyos diciendo: “Hijosdalgo de Castilla, ¿no veis enfrente a los moros? Vayamos contra ellos pues más vale morir por Dios de forma digna que vivir el resto de nuestras vidas con la deshonra de la cobardía”. Pero fueron muy pocos y con poca determinación los que le siguieron. Don Pedro estaba desesperado y veía que la situación era cada vez más angustiosa, por eso en un ataque de valentía suicida, lanzando el grito de ¡¡¡Santiago y Castilla!!! intentó lanzarse contra el enemigo que avanzaba segando vidas como las hoces siegan los trigos en verano. Uno de sus nobles llamado Juan Alfonso de Haro le sujetó las riendas del caballo, pues lo que pretendía era un suicidio. Pero el infante ya estaba decidido, lanzó un mandoble a quien le sujetaba que se apartó y la espada cortó la rienda, al mismo tiempo hundió sus espuelas en los ijares del noble bruto que, herido y mal sujeto del freno, se encabritó yéndose a la empinada de tal forma, que el caballo cayó de espaldas pillando debajo a su jinete.

    La caída fue tremenda y el golpe recibido en la cabeza, mortal. Don Pedro ya no volvió a recobrar el conocimiento y gran cantidad de sangre empezó a fluir por la boca y la nariz; el valiente hijo de María de Molina estaba moribundo. Sus ayudantes le quitaron el casco y la armadura que además de no dejarlo respirar le estaba asando de calor; todo fue inútil, al poco tiempo era cadáver.

    De momento la noticia se ocultó al ejército, estando solamente los más allegados en posesión de la verdad. Juan Alfonso de Haro mandó un mensajero al infante don Juan comunicándole la muerte de su sobrino y que de él dependía ahora el mando de todo el ejército. Retrocediendo sin dejar de luchar las huestes cristianas se estaban desperdigando por la sierra, y como las desgracias casi nunca vienen solas, el infante don Juan que aplastado por un sol que derretía los cuerpos bajo las armaduras, sintió primero un desfallecimiento que debiera haberle hecho abandonar la lucha, pero como él quería vencer en aquella batalla, que le daría a él sólo toda la fama, se repuso y siguió luchando y arengando a sus soldados hasta que, al caer la tarde después de una jornada de lucha agotadora, le dio una apoplejía que le hizo perder el habla y la razón.

    Amparados en la noche, el ejército cristiano abandonó su campamento y su botín; y cargando con sus infantes uno muerto y el otro moribundo, se puso en franca retirada. El ejército de zenetes musulmanes, también habían sufrido muchas bajas y la dura lucha había hecho mella en ellos, por lo que al ver el real de los cristianos abandonado se fueron a él y haciéndose con todo su botín, volvieron grupas hacia Granada. Aquella misma noche moría también el infante don Juan (el de Tarifa), y desde entonces el cerro donde se produjo aquella derrota y la muerte de don Pedro y don Juan, se llama el “Cerro de los Infantes”.

    Cuando el ejército cristiano, perdido todo su cuantioso botín, dejando cientos de muertos abandonados y desperdigados sus hombres por la sierra, llegaron a Priego de Córdoba y después a Baena, los nobles que quedaban mandaron mensajeros a la reina que se hallaba con su nieto Alfonso XI en la ciudad de Toro.

   Cuando María de Molina, ya de edad avanzada y con la salud muy quebrantada por todo lo que había tenido que sufrir en la vida, se enteró de la muerte de su querido hijo, el infante Pedro, y de su cuñado, el infante Juan, sintió como si un cuchillo se clavara en su cansado corazón. Sabía la reina, que otra vez el avispero de nobles empezaría a zumbar en su derredor, buscando la tutela de Alfonso XI que todavía era menor de edad. Pero María de Molina, no era una mujer cualquiera, por lo que sacando fuerzas de flaqueza y viendo los problemas que sobrevenían al reino, convocó a los representantes de las principales villas y ciudades de Castilla, para informarles de la gran tragedia sobrevenida y para pedirles su apoyo, ya que, según el acuerdo firmado en la localidad vallisoletana de Palazuelos, ahora le correspondía a ella la tutoría del rey. También informó de que sus intenciones eran: primeramente, dar cristiana sepultura a su hijo Pedro en las Huelgas reales de Burgos y a su cuñado, el infante Juan, en la catedral de la misma ciudad, según había sido su deseo. Después, reunidos los principales del reino, se trataría de la tutoría de su nieto.

    Apenas enterrados los infantes, la sombra de la guerra empezó a planear sobre el reino castellano-leonés, del mismo modo que los buitres planean en el cielo sobre el campo donde se ha celebrado la batalla. Su sobrino Juan (Juan el Tuerto), su propio hijo Felipe y el noble don Juan Manuel, se disputaban entre ellos el título de tutor del rey, que aún seguía siendo menor para asumir la corona. La reina abuela, María de Molina tenía ya la salud muy quebrantada pues con sus 55 años y todas las penas y trabajos que había soportado, era ya una mujer vieja para afrontar nuevas desdichas.

    La reina intentó mediar entre unos y otros, pero no consiguió la paz. Sin embargo, ella no se doblegó, aquella mujer de Valladolid, que tanto había sufrido, se convirtió en el bastión firme de la monarquía, sabía que la corona de su nieto Alfonso XI peligraba y, como el viejo roble sufre y aguanta los embates de las tempestades, así María de Molina se mantuvo firme sosteniendo a su nieto en el trono mientras los demás luchaban entre ellos. Viendo que no conseguía apaciguar las luchas internas, recurrió a la mediación y protección papal, al tiempo que convocaba cortes en Valladolid. El Sumo Pontífice, ordenó venir a Valladolid al cardenal de Santa Sabina a principio de 1321 que, con una reina ya avocada a la muerte, intervino para poner paz entre la nobleza, recordándoles a los nobles en discordia que la guerra en la península había de hacerse contra los hijos del Islán y no entre ellos que eran hermanos en la fe de Cristo.

    En las semanas siguientes, María de Molina, viéndose a las puertas de la muerte, requirió al Escribano de Valladolid don Pedro Sánchez, para hacer testamento y ampliar y reiterar algunas de las mandas que ya había hecho en el anterior testamento de 1308.

    A los pocos días de haber hecho testamento, moría la reina en Valladolid el día 1 de julio de 1321. Fue enterrada según sus deseos en el monasterio de Santa María la Real, hoy conocido con el nombre de Las Huelgas Reales de Valladolid y que había sido, como ya dije antes, fundado por ella en su propio palacio.

    Hace pocos días, aprovechando que la iglesia estaba abierta para una celebración, pues ahora el templo está permanentemente cerrado, he vuelto a visitar la tumba donde, desde hace ya más de siete siglos, reposa esta gran mujer, excelente esposa y ejemplar madre de siete hijos. Reinó tres veces en Castilla, como reina consorte de Sancho IV, como reina madre tutora de Fernando IV y por último como reina abuela tutora de Alfonso XI. Una reina que fue siempre mediadora entre las discordias, que abogó siempre por el perdón y la concordia. Una reina que gracias a sus dotes y a su firmeza logró mantener la paz del reino, esa paz que ahora tiene reposando en su sepulcro, esperando la resurrección al final de los tiempos.

    Me puse de rodillas, miré la sepultura y dije para mis adentros: que gran mujer y que gran reina, pero que pocos conocen tu historia en este Valladolid donde naciste y ahora yaces. ¡¡Cuantos entran en esta iglesia y no saben quién está en esta tumba! Solamente las monjitas cistercienses lo saben y le son fieles. Ellas cuidan con fe y devoción su sepulcro y rezan por ella y por todos nosotros en la santa y humilde soledad de la clausura monacal.

   M. Díez