Tercera Parte
” FERNANDO III “EL SANTO
Durante la enfermedad y muerte de su
cuñada Cristina, el rey Alfonso X permaneció en Sevilla y desatendió su
pretensión al título de “Emperador del Sacro Imperio”. En el año 1257 se
celebró en Alemania la votación para elegir al nuevo emperador. Siete príncipes
europeos fueron los encargados de elegir con sus votos al que ocuparía tan
ansiado cargo, y esta elección se haría entre los dos aspirantes al trono: Alfonso
X y Ricardo de Cornualles, hermano del rey de Inglaterra Enrique
III. En la votación ganó Alfonso X, pero él no había viajado a tierras alemanas
para estar presente en el acto y a pesar de haber sacado cuatro votos contra
tres de su oponente, Ricardo de Cornualles, aprovechando la ausencia del rey
castellano, fue coronado emperador en Aquisgrán junto a la tumba de Carlomagno.
Alfonso X “El
Sabio” desairado, emprendió un largo y caro proceso de reclamaciones ante el
Papa, pero éste las fue posponiendo, dando largas al juicio que debía
celebrarse; y esto trajo consigo el empobrecimiento de las arcas castellanas
sin ninguna consecuencia favorable para Alfonso, que al final tuvo que
renunciar a sus pretensiones de ser nombrado emperador.
Dando por
perdidas todas sus aspiraciones a la corona del sacro imperio, se volcó en “La
Escuela de Traductores” instalada en Toledo, haciendo de esta ciudad el
centro cultural más importante de Europa. En ella concentró a los hombres más
sabios de la época a los que encargó traducir los viejos escritos griegos,
árabes y hebreos al latín y al castellano. Haciendo de esta manera la mayor
recopilación del saber de aquella época.
Creó “El Honrado Concejo de la Mesta de
Pastores” en cuya hermandad concentró a todos los pastores de Castilla
y León, concediéndoles grandes privilegios para que su labor de pastoreo les
resultase más fácil, dándoles derecho de paso y pasto, creando una gran red de
vías pecuarias tales como: Cañadas, con una anchura de 90 varas
castellanas (75 metros), Cordeles, con una anchura de 37,5 metros, Veredas,
con una anchura de 20 metros y Coladas, que era cualquier vía pecuaria
de menor anchura de 20 metros. Además, excluyó a los pastores de prestar
servicio militar en el ejército y también quedaron exentos de testificar en
juicios. He de aclarar que la red de vías pecuarias no existe en todas las
regiones españolas, sino que está creada para los lugares donde las condiciones
del clima impiden la explotación de los pastos durante todo el año.
MAPA DE LAS CAÑADAS REALES
Publicó “Las Tablas
Astronómicas” confeccionadas a partir de viejos textos árabes que fueron
traducidos al castellano con muchas aportaciones del Propio Alfonso X. Fueron
tan precisas en la colocación de los astros en la esfera celeste, que incluso
el propio Copérnico hizo uso de ellas cuando demostró que la Tierra no era el
centro del Universo.
La Astronomía fue
la ciencia a la que con más entusiasmo se dedicó Alfonso X “El Sabio”, y en
reconocimiento a tan grande dedicación y a lo acertado de algunas de sus
teorías, con el transcurrir de los siglos, aquel trabajo fue recompensado por
la ciencia cuando en el año 1935, los astrónomos decidieron llamar “Alphonsus”
a un cráter de nuestro satélite la Luna.
Muchas cosas más
podríamos decir de nuestro rey “Sabio” y de su extensa obra literaria,
histórica y científica, además de muchas leyes que promulgó para su reino. Alfonso
X supervisó el trabajo de innumerables sabios latinos, islámicos y judíos que
trabajaban codo con codo en la “Escuela de Traductores de Toledo”. Escribió de
su puño y letra las Cantigas a Santa María y otros muchos versos
escritos en galaicoportugués, que era la lengua culta en aquellos momentos. Y
por último decretó que el idioma oficial del reino fuera el castellano. Lengua
esta en la que publica su “Estoria de España” obra que es la
primera historia de España que abarca desde el año cero hasta el reinado de su
padre Fernando III “El Santo”. Abarcó tanto su producción literaria que incluso
escribió un “Tratado sobre Ajedrez”. Siendo una de sus obras más
renombradas “El Código de las Siete Partidas”; que era un libro
de leyes que intentaba dar uniformidad jurídica en todas las ciudades y
territorios del reino, y había sido redactado por los mejores hombres de leyes
de Castilla.
Pero su reinado no
fue para Alfonso X un oasis de felicidad. La última parte de su vida fue tan
tormentosa y desagradable para él, que se convirtió en un auténtico
calvario.
Las reformas
legislativas que el rey sabio introdujo, con otras muchas leyes, en el Código
de las Siete Partidas, redujeron el poder político de la nobleza y mucho peor
aún, también se les redujo su poder económico; y esto produjo en parte de los
nobles castellanos una rebelión contra la corona, apoyada incluso por su
hermano Felipe el que había sido esposo de la princesa Cristina de Noruega.
Alfonso les hizo frente con su ejército y estos ante la imposibilidad de vencer
a su rey, abandonaron sus tierras y pactaron alianzas con el rey de Granada.
Ciudad esta donde se refugiaron llevándose las riquezas de todas las ciudades
que saquearon en su huida.
Su hermano
Enrique, también se sublevó contra él a causa de los “donadíos” (donaciones
de grandes extensiones de tierras) que el rey había hecho a los nobles y
obispos que, con sus mesnadas, le habían ayudado en las conquistas. En estos
donadíos los nobles eran auténticos señores feudales y abusaban de los
súbditos, como si fueran sus dueños. El rey redujo el poder de los nobles
haciendo que las leyes alcanzaran a todos por igual, hizo que los nobles
pagaran “gabelas” (impuestos) a la corona y mantuvo las “tercias
reales” que la iglesia debía pagar al rey y que consistía en los dos
novenos de los diezmos que ella recibía.
En el año 1275,
cuando ya parecían resueltas o en vías de solución estas cuitas, los problemas
se agravan con la muerte del infante Fernando de Castilla, llamado “El de la
Cerda” por haber nacido con una mancha en la espalda de la que brotaban unas
cerdas largas y fuertes, parecidas a las crines de los caballos.
Alfonso y
Violante tuvieron 11 hijos de los cuales 5 de ellos fueron varones: Fernando
(El de la Cerda), Sancho, Pedro, Juan y Jaime. Por tanto, le
correspondía heredar la corona a Fernando que había nacido en Valladolid el día
23 de octubre de 1255. Cuando iba a cumplir 20 años, mientras marchaba con el
ejército a luchar contra los benimerines, mientras su padre estaba en Italia
buscando apoyos para reclamar sus derechos a la corona de emperador, una
enfermedad repentina le sobrevino en Villa Real (Ciudad Real), y cuentan las
crónicas que estando en su lecho de muerte, llamó a su lado a don Juan Núñez de
Lara y le dijo:
.- Creo don Juan
que mi vida se extingue y estoy preocupado por mi sucesión como heredero al
trono.
.- Señor, no
penséis en la muerte, estáis en la flor de la vida, estáis en vísperas de
cumplir veinte años y con esa edad se
pueden superar todos los males. Además, vuestro ejército os espera impaciente
para ir al encuentro de los benimerines. Esos hijos del Islán que aprovechando
la ausencia de vuestro padre han atacado el sur de nuestro reino. Pronto
estaréis cabalgando sobre vuestro caballo y nos llevaréis a todos a la
victoria.
.- Bien sabéis
señor de Lara que, a pesar de mi juventud y las ganas que tengo de conducir mi
ejército al campo de batalla, estas fiebres están acabando con mi vida.
Juan Núñez de
Lara, contemplaba al infante de Castilla y se daba cuenta del gran esfuerzo que
hacía para poder hablar. Con gran dolor comprendió que la vida del infante
Fernando estaba llegando a su fin.
.- Llamado por
vos, he acudido a vuestro lecho y aún no me habéis dicho el motivo de vuestra
llamada.
.- Tenéis razón.
Vos sabéis que, a pesar de mi juventud, el Señor ha bendecido mi matrimonio con
Blanca (hija del rey de Francia Luis IX) concediéndonos dos hijos: Alfonso
y Fernando. Paró un momento para respirar y coger fuerzas y continuó.
Mis hijos son dos niños pues, como vos sabéis, el mayor tiene 5 años, pero a
pesar de su corta edad, según el derecho romano, que mi padre ha introducido en
el código de las siete partidas, le corresponde heredar el derecho a la
sucesión al trono cuando yo muera.
.- Señor, no me
cabe la menor duda que según el derecho romano, vuestros dos hijos están por
delante de vuestros hermanos en la línea sucesoria.
.- Así es pero
también es cierto que en Castilla siempre nos hemos regido por los derechos consuetudinarios
(derechos creados por las costumbres) y a ellos recurrirá mi hermano
Sancho y los nobles que le apoyen.
.- Señor, si vos
murierais, Dios no lo permita, yo levantaré mi voz en defensa de los derechos
de vuestro primogénito Alfonso, pues las leyes están para ser cumplidas y es más por lo que yo percibo, creo que vuestra
madre la reina Violante estaría también de acuerdo.
.- Pues bien
siendo así, a vos encargo la tutela de mi hijo Alfonso y en vos confío, en que
llegado el momento, hagáis valer sus derechos sucesorios ante mi padre cuando
venga de Italia.
No se equivocaba
el infante don Fernando y el 5 de agosto de 1275, se cerraban sus ojos para
siempre en la ciudad de Ciudad Real. Tampoco se equivocaba en el revuelo que se
produciría a su muerte por los derechos a la sucesión al trono. Por un lado,
según las leyes y costumbres castellanas le correspondía heredar los derechos
de sucesión a su segundogénito varón que era Sancho, pero según el derecho
romano introducido en el Código de las Siete Partidas, los derechos sucesorios
debían pasar a los hijos de Fernando de la Cerda, y partidarios de ello eran
algunos nobles encabezados por Juan Núñez de Lara y la propia esposa del rey
doña Violante, que se puso en contra de su esposo y de su hijo por defender a
sus nietos.
La lucha por la
sucesión, la oposición de su esposa y la enfermedad que ya empezaba a hacer
mella en su salud, acarrearon mucho sufrimiento al rey. Por un lado, veía a su
joven hijo Sancho, que había reemplazado a su difunto hermano, tomando el mando
del ejército y luchar contra los musulmanes con mucho coraje. Con tanta bravura
que ya muchos de sus hombres le idolatraban y le habían puesto el apelativo de “El
Bravo” y le seguían y apoyaban en su candidatura. También el veía que
sus nietos eran unos niños demasiado pequeños y ante estas circunstancias, optó
por nombrar heredero a su hijo Sancho.
Pero las
desgracias, que no vienen solas, seguían para el rey Alfonso X, ya que dos años
más tarde, el rey Sabio tiene que enfrentarse con una nueva conjura llevada a
cabo por su hermano Fadrique y el yerno de este Simón Ruiz de los Cameros. La
conspiración se debía a varios motivos:
Uno era que veían a Alfonso, ya de cierta edad y afectado por una enfermedad
que le tenía más tiempo postrado en cama que sentado en el trono, otro motivo,
eran las pretensiones de los nobles que apoyaban a los hijos del difunto
Fernando de la Cerda, y que ellos harían que se pusieran a su favor; y por
último, viendo al rey viejo y enfermo y a su heredero Sancho demasiado joven,
creían que era la mejor oportunidad para hacerse con el trono.
Alfonso X, ante
tamaña traición, llamó a su lado al infante Sancho y a Diego López de Salcedo,
Merino Mayor de Castilla, y les habló así.
.- Como hijo y
heredero de la corona y como Merino Mayor, vos sois las dos personas en las que
más confío en estos momentos tan
difíciles y desagradables que me tocan vivir. Mi propio hermano y su condenado
yerno, el señor de los Cameros, se han levantado en armas contra mí. Esto es
algo que no puedo tolerar y quiero que sea zanjado de raíz.
.- Majestad, dijo
Diego López de Salcedo, vuestro hijo y yo dispuestos estamos a tomar las armas
y salir prestos al encuentro de los traidores, y una vez derrotados, los
traeremos ante vos.
.- ¡¡ No!!, no
quiero verlos en mi presencia. Reos son de muerte y si tuviera a mi hermano
Fadrique ante mí quizás me conmoviera y le perdonara su traición como ya otras
veces he hecho. Esta vez no será así y quiero que se haga con el menor
derramamiento de sangre.
.- Pues, ¿cómo
queréis que procedamos?, dijo el infante Sancho a su padre.
.- Los dos
traidores se encuentran ahora confiados y se creen seguros. Mi hermano Fadrique
en Burgos y su yerno en Logroño. Ambos están reclutando sendos ejércitos para,
después de unirlos hacerme frente; pero no les daré esa opción.
.- Vos diréis,
dijo don Diego, según ordenéis procederemos.
.- Quiero que vos
don Diego reunáis una mesnada, vayáis a Burgos y una vez allí, con la mayor
cautela hagáis preso a mi hermano Fadrique, y allí le ajusticiaréis por orden
mía. Dicha ejecución será por ahogamiento. No quiero que su cuerpo sufra
mutilaciones y así podrá ser sepultado en el Monasterio de las Huelgas reales
de Burgos. Os mando a vos porque no quiero que Sancho, mi hijo, sea quien tenga
que ejecutar a su tío.
.- Y yo, ¿Qué
haré?, dijo el infante don Sancho.
.- Vos, hijo mío,
al mismo tiempo que don Diego parte para Burgos, saldréis con otra tropa hacia
Logroño y con el mismo sigilo y cautela, apresaréis al yerno de vuestro tío
Simón Ruiz de los Cameros. Pero Logroño está lleno de partidarios del señor de
Cameros, por lo que os acompañará don Gonzalo Ruiz de Zúñiga, y a la mayor
brevedad una vez apresado el traidor, lo trasladaréis a Treviño y allí le
ajusticiaréis también por orden mía.
.- Así haré, y le
daré muerte también por ahogamiento.
.- ¡¡Nooo!!. A semejante traidor le condeno
a morir en la hoguera, donde será quemado vivo y después lanzadas sus cenizas
al viento, para que sirva de escarmiento a todo aquel que quiera alzarse contra
mí.
Terminada la
reunión, el infante don Sancho y don Diego López de Salcedo, reunieron sus
mesnadas y en pocos días apresaron y ejecutaron a don Fadrique y a don Simón
Ruiz de los Cameros, tal y como el rey Alfonso X “El Sabio” había ordenado
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El joven Sancho, después de esta acción
y ante la enfermedad de su padre, se hizo cargo del ejército y cosechó muchos
éxitos en la lucha contra los benimerines, haciendo que la mayoría de los
nobles castellano-leoneses le consideraran un candidato idóneo para sustituir a
su padre. Ante tamaña popularidad, Alfonso X “El Sabio” le nombró heredero.
Henchido de satisfacción, con el apoyo paterno y rodeado
por la mayoría de la nobleza que ya le consideraba el futuro rey de Castilla,
Sancho se casó en el año 1281 en la catedral de Toledo, tomando como esposa a
doña María de Molina, nieta de Alfonso IX de León y que además era su
tía segunda.
Este matrimonio
estuvo lleno de polémicas desde el primer momento: El Papa Martín
IV, calificaba esta unión matrimonial de incestuosa e infamante,
negándoles la dispensa papal, y el rey Alfonso X, que estaba de parte del Papa,
había comprometido a su hijo con Guillerma de Moncada, que era hija del
vizconde de Bearne. Sancho, se enfrentó a todos, haciendo caso omiso al Papa y
desafiando la autoridad paterna, se salió con la suya y contrajo matrimonio.
Todos estos problemas tendrían que ser solventados por María de Molina al
enviudar de su marido. Sin embargo, todo ello y mucho más fue capaz de
sobrellevar la reina que resultó ser una de las mujeres más “grandes” de
nuestra historia de España.
Mientras esto
ocurría y Sancho conseguía casarse con su tía segunda doña María de Molina, la
reina Violante junto con otra parte de la nobleza presionaban al rey a favor de
sus nietos, los hijos de Fernando de la Cerda. El rey ante tanta presión
convocó a las cortes con representación de la nobleza, el clero y la burguesía.
Con la idea de contentar a todas las partes habló así:
.- Aquí ante la
representación de las clases sociales de mis reinos, os comunico que he
nombrado heredero de la corona a mi hijo Sancho, que asumirá los derechos
sucesorios de su difunto hermano Fernando; pues es sabido, por todos los
presentes, que en Castilla siempre nos hemos regido por los derechos consuetudinarios,
aunque el derecho romano que yo mismo introduje en el Código de las Siete
Partidas, pondría como herederos a mis nietos por delante de mi hijo.
La mayor parte
de los miembros de la asamblea hicieron gestos de afirmación demostrando estar de
acuerdo con su rey; pero otros, y no pocos, disintieron y levantaron la voz en
actitud de protesta produciéndose enfrentamientos entre los asistentes. El rey
ante el cariz que tomaban las cosas y viendo que hasta su esposa Violante
estaba de parte de los que disentían, mandó silencio y continuó:
.- Estoy de
acuerdo de que las leyes están hechas para ser cumplidas; pero hay varios
motivos que me han movido a tomar esta resolución: por un lado, los méritos que
mi hijo Sancho se ha ganado ensanchando nuestros reinos en sus luchas contra
los benimerines. Por otro, el ver cómo es aceptado y querido por gran parte de
la nobleza y el pueblo de nuestros reinos; y por último el ver la tierna edad
de mis nietos.
He oído las
pretensiones y propuestas de aquellos que abogan en favor de los vástagos de mi
difunto hijo Fernando, y he decidido compensar a los niños otorgándolos algunos
territorios, incluso he pensado crear un reino con capital en la ciudad de Jaén
para que, en su día, mi nieto Alfonso lo gobierne como rey.
.-¡¡¡Protesto,
esto es una injusticia.!!! Dijo el infante don Sancho poniéndose en pie delante
de toda la asamblea. No sólo es injusto para mí que soy vuestro heredero, sino
que también es injusto para todos aquellos nobles caballeros, que conmigo
arriesgaron sus vidas y haciendas para reconquistar esas tierras que ahora
pretendéis dar a mis sobrinos, que no han hecho ningún mérito para poseerlas.
.- Sancho, hijo
mío, ¿Qué es lo que vos consideráis justo?
.- Justo es, o al
menos así yo lo considero, que aquellos que participaron y derramaron su sangre
para hacer que esas tierras pertenezcan a Castilla, tengan también parte en el
reparto de ellas, como ocurrió en la conquista de Sevilla.
.- No me cabe la
menor duda de que lo que reclamas es justo, pero también es justo que siguiendo
el derecho romano, tú no serías mi heredero sino los hijos de tu difunto
hermano. He pensado mucho esta decisión y mi voluntad se ha de cumplir. Por
tanto, consideraré en rebeldía a todo aquel que no me obedezca incluyéndote a
ti, hijo mío, que eres el más beneficiado.
La autoridad que
emanaba de la persona de Alfonso X hizo que los rumores de la sala se
aplacaran, pero Sancho pudo ver en el rostro de su Madre y de la mayor parte de
la nobleza que estaban de acuerdo con él.
Alfonso X, si fue
considerado como el rey sabio por haber dado un gran impulso a las leyes, a las
ciencias y a las artes, así como por haberse rodeado de un gran número de
personas sabias en su época, también podría habérsele considerado por
desgraciado con su familia, ya que esposa, hermanos e incluso su hijo Sancho
estuvieron enfrentados a él.
Después de haber
tomado esta decisión, el infante Sancho y la mayor parte de los nobles
castellano-leoneses se declararon en rebeldía contra el rey, que cada vez con
más edad y preso de la enfermedad que durante años le iba doblegando se refugió
en Sevilla, que con Murcia y Badajoz fueron las únicas ciudades que le
permanecieron fieles hasta su muerte.
En la primavera
del año 1282, el infante don Sancho reunió las cortes en Valladolid, mientras
su padre estaba en Sevilla, y a estas cortes acudieron la mayoría de los
nobles, las órdenes militares y gran parte del episcopado; todos ellos de parte
del infante. Incluso los monasterios se declararon partidarios de Sancho; ya
que nobles, obispos y abades habían visto recortados sus beneficios y sus
poderes a causa de las leyes promulgadas por el rey “Sabio”.
Alfonso X,
desesperado ante tamaña rebeldía, desheredó a su hijo en favor de sus nietos,
pidió ayuda a sus antiguos enemigos los benimerines y empezó a recuperar su
posición, pero la “parca” le sorprendió en su lecho en la ciudad de
Sevilla el día 4 de abril de 1284.
Antes de expirar
y viéndose ya en manos de la muerte, el rey dispuso que su corazón fuera
llevado al Monte Calvario en Tierra Santa, sus entrañas al monasterio de Santa
María la Real del Alcázar en Murcia, ciudad que le había sido fiel, y su cuerpo
ya vacío de vísceras fuera sepultado en la catedral de su querida Sevilla,
ciudad que él con su padre Fernando III El Santo había reconquistado a los
musulmanes años atrás.
El cuerpo de
Alfonso X El Sabio, descansa ahora en la Catedral de Sevilla, pero su corazón
nunca viajó a Tierra Santa, sino que junto con sus entrañas reposan en el
presbiterio de la Catedral de Murcia a donde fueron traídas en una urna de
piedra pintada en blanco y dorado, desde la capilla del Alcázar Mayor de dicha
ciudad. Siglos más tarde el emperador Carlos I mandó construir una reja de
hierro y prohibió que nadie más fuera enterrado allí, y que en un cartel se
escribiera que el rey Alfonso X había querido que su corazón y entrañas fueran
depositadas en este lugar, debido a la gran lealtad que la ciudad de Murcia
había tenido con su rey en todas sus adversidades.
URNA con el CORAZÓN y ENTRAÑAS
de
ALFONSO X “El sabio” (catedral de Murcia)
La noticia del
fallecimiento de Alfonso X “El Sabio”, le llegó a Sancho cuando se encontraba
en Segovia. Sancho acudió a Sevilla para celebrar las exequias de su padre, y
pudo comprobar que, durante éstas se veía palpablemente la división de
opiniones de parte de la nobleza en cuanto a las leyes sucesorias. Por tal
motivo, rápidamente convocó en Toledo a toda la nobleza que le era fiel y se
hizo coronar rey en la catedral de dicha ciudad, siendo oficiada la misa de su
coronación por los obispos de Burgos, Cuenca, Badajoz y Coria.
SANCHO IV “El Bravo” (Ayuntamiento de León)
(José Mª Rodríguez de Losada)
Hubo un noble
que, fiel a la promesa hecha al infante Fernando de la Cerda en su lecho de
muerte, no apoyó la coronación de Sancho ni acudió a la ciudad de Toledo. Fue
don Juan Núñez de Lara, que seguía apoyando los derechos de Alfonso; el mayor
de los hijos de su señor Fernando.
El señor de Lara
viajó a Aragón y allí se entrevistó con el rey Alfonso III que protegía a los
infantes de la Cerda y acompañado de algunos nobles castellanos proclamaron en
Jaca a Alfonso, hijo mayor del finado Fernando de la Cerda, rey de la corona
castellana. Esta proclamación, no sirvió de nada, pues el núcleo fuerte de la
nobleza castellana y el clero estaban de parte de Sancho IV “El Bravo”.
Hemos visto a
través de mis relatos, como Castilla y León a lo largo de su historia, se han
desangrado en luchas fratricidas. Como sus campos se han llenado de muertos, y
como se han regado con la preciosa sangre de sus hijos. Hemos visto como sus
reyes, luchando siempre por el poder y por poner sobre sus sienes el áureo
metal de la corona real, no dudaron en sublevarse contra sus padres, en luchar
contra sus hermanos e incluso encarcelarlos o matarlos. He visto mientras
indagaba en los libros de historia para escribir estos relatos, como esta
sagrada tierra castellano-leonesa, madre de pueblos y naciones, cuna de reyes
sin honor y de plebeyos con más honor que algunos reyes, se desangraba y sufría
a través de los siglos, sin darse cuenta que sólo la unión de sus gentes, le
podía proporcionar la fuerza suficiente para reconquistar las tierras que un
día les había arrebatado el Islam.
De todo este
desasosiego tampoco se escapó Sancho IV El Bravo, que desde muy pronto se vio
rodeado de conspiradores llevándole a situaciones tan desesperadas que tuvo que
relevar a todos los hombres de su mayor confianza. Así el abad de Valladolid
García Gómez, en quien el rey había depositado toda su confianza, nombrándolo
su privado, le traicionó al pactar con el rey de Francia Felipe IV. Sancho IV
al enterarse, lo destituyó y nombró mayordomo real a don Lope Díaz de Haro,
señor de Vizcaya. Más tarde convocó Cortes en Palencia y ordenó la disolución
de todos los grupos formados durante la sublevación contra su padre Alfonso X.
A partir de entonces, impartió él personalmente la justicia y mandó acuñar una
nueva moneda que llamó “cornado”.
Pero Castilla y León seguían siendo
una olla a presión que estaba a punto de explotar en una guerra civil. Los
nobles que le habían sido fieles ayer, dudaba de que lo fueran hoy, y los que
hoy le juraban fidelidad ¿le serían fieles mañana? En estas circunstancias,
Sancho IV convocó una reunión de consejeros de la corona en la ciudad de Alfaro
el día 8 de junio de 1288, y una vez reunidos y puesto en pie el rey, con la
bravura que le era reconocida, habló de esta manera:
.- Harto estoy de
conspiraciones y más harto aún estoy de traidores. Paró durante unos segundos,
mientras su mano izquierda aferraba fuertemente la empuñadura de la espada y
sus ojos como dos lumbres encendidas, miraban a los asistentes devorándolos con
su fuego. Después continuó diciendo: Creía que había quedado claro que mi
sucesión al trono estaba aceptada por todos vosotros, pero veo que me engañé. Y
así hace un par de años, sintiéndome traicionado por el abad de Valladolid,
puse como hombre de mi confianza a otra persona al que incluso nombré conde.
Ahora me entero de que dicho conde, aquí presente ha formado alianza con mi
hermano Juan, e intrigan y se levantan contra mí, apoyando a mis sobrinos “los
de la Cerda” y no estoy dispuesto a consentirlo.
Un ronco rumor
empezó a oírse en el salón donde estaba reunida la mayor parte de la nobleza
castellano-leonesa. El rumor que iba cada vez más en aumento se semejaba al
ruido, también profundo y ronco, que el mar produce antes de estallar la tempestad.
Las manos buscaban las empuñaduras de las dagas y las espadas, mientras las
miradas buscaban entre los asistentes a quienes podían ser amigos o enemigos.
El rey estaba
irritado pero tranquilo pues, junto al escaño que él ocupaba para presidir la
reunión, había un nutrido grupo de guerreros que le servían de escolta. Sin
embargo, seguía de pie y con mirada desafiante. Después de mandar silencio,
continuó.
.- El levantarse
contra mí, que soy el rey por derecho divino, es alta traición y esto sólo
tiene como castigo la cárcel o la pena de muerte para todos aquellos que
cobardemente han conspirado contra su rey.
.- Majestad,
¿acaso lo decís por mí? Dijo don Lope Díaz III de Haro.
.- Sí, por vos y
alguno más lo digo y con justicia seréis castigados.
.- No tolero que
nadie me llame traidor y mucho menos cobarde. Y esta ofensa, ni a mi rey se la
tolero. Y desenvainando su daga se abrió paso hacia el escaño, donde el rey,
que ya había desenfundado su espada, le esperaba. A don Lope le seguía, también
puñal en mano, su primo Diego López, ricohombre de tierra de
campos.
Don Lope no llegó
a acercarse al rey. La guardia real cerró filas y uno de ellos hirió gravemente
al octavo señor de Vizcaya que, sangrando copiosamente y derribado en tierra,
aún empuñaba la daga con la que quería herir a su señor. A una orden del rey
otro de sus escoltas lo remató en el mismo suelo. La escolta real, con esta
muerte había dejado de lado a don Diego que, puñal en mano, ya estaba próximo
al rey, pero el propio Sancho IV le hendió en el pecho su espada dándole muerte
en el acto.
Levantando su
espada, aún teñida de sangre, Sancho IV “El Bravo”, apuntó hacia el lado del
salón donde se encontraba su hermano y dirigiéndose a Ruy Páez de Sotomayor que
era su justicia mayor le dijo:
.- Os ordeno que
ahora y aquí detengáis al infante don Juan que yo acuso de alta traición; mas
lo quiero vivo y será aherrojado y encarcelado hasta que yo diga.
Las cosas estaban
tan calientes que nadie se atrevió a defender al infante que, al verse solo y
abandonado por los suyos, sacó su espada y revolviéndose cual fiera acorralada
hirió a más de un guardia real, que al verse obligados a no herir al infante
tuvieron que exponerse al filo de su arma. Hasta tal punto que el propio rey,
encolerizado y espada en mano, se dirigió hacia el lugar donde estaba
acorralado su hermano.
MARÍA DE MOLINA en ALFARO
Fue tan grade el
griterío, el alboroto y el ruido de las armas, que doña María de Molina, la
propia esposa del rey que estaba a la expectativa en una sala contigua,
irrumpió en el salón interponiéndose entre los dos hermanos, ante el asombro de
los asistentes que reconocían en aquella mujer más valor aún que en cualquier
hombre.
El infante don
Juan, que se veía acorralado y ya muerto, al ver a su cuñada interponerse entre
el rey y el mismo, se refugió tras la reina que firme y altiva levantó su mano
hacia Sancho diciendo:
.- ¡¡¡Teneos,
majestad!!! ¡¡¡Teneos, esposo mío!!! No quiera Dios que manchéis vuestra espada
con la sangre de vuestro hermano. ¿Acaso no ha corrido ya bastante sangre hoy
en este salón?
.- ¡¡¡Haceos a un
lado, mujer!!! Este traidor ha hecho correr la sangre de algunos de mis hombres
y debe morir, sino ¿Qué otra cosa puedo hacer?
.- Aherrojarlo y
cargado de cadenas llevadlo a los calabozos del castillo de Burgos y después
con más calma decidiréis. Que no se diga que mi esposo Sancho IV de Castilla a
quien todos llaman con razón “El Bravo” no es capaz de administrar justicia
también con prudencia. Es la sangre de los musulmanes que amenazan nuestros
reinos, la que debe correr por los campos de Castilla, no la de cristianos
derramada por manos cristianas.
La cólera del rey
se fue poco a poco disipando, y al ver a su hermano Juan ya desarmado y
maniatado, dirigiéndose a su Justicia Mayor, sentenció:
.- Señor Páez de
Sotomayor, cargad de cadenas al infante y llevadlo a las mazmorras del castillo
de Burgos hasta que piense que hacer con él.
El infante don
Juan fue llevado al castillo de Burgos, mas no permaneció en él mucho tiempo,
pues corrían rumores de que algunos nobles, ayudados por el rey de Francia y el
de Aragón, planeaban su liberación. Con extremadas medidas de seguridad y el
máximo sigilo, el cautivo fue trasladado a los calabozos del castillo de Curiel
de Duero, propiedad del rey Sancho IV, y que se alzaba altanero y soberbio
sobre una roca solitaria a la vista del castillo de Peñafiel.
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Para María de Molina, mujer
extremadamente cristiana y católica, era cuestión principal el que el Santo
Padre concediese la bula que reconociera la legitimidad de su matrimonio con el
rey Sancho IV; ya que los hijos que iban naciendo de su matrimonio eran
considerados ilegítimos, y por ende no lícitos para heredar el trono paterno.
En 1288 la
cátedra de San Pedro fue ocupada por Nicolás IV, el cual tenía buenas
relaciones con el rey castellano, y por eso en noviembre de 1289, fue enviada
una embajada de los reyes de Castilla al Vaticano con el importante fin de
negociar la dispensa matrimonial que hasta entonces les había sido denegada. El
Papa, estudió las múltiples razones canónicas por las que se había denegado
anteriormente esta dispensa, y decretó que era imposible concederla, aunque no
desanimó del todo a los monarcas, pues les dijo que seguiría estudiando su caso
y quizás en el futuro se podría solucionar.
Sancho IV El
Bravo, no estaba dispuesto a esperar mucho tiempo más, pues había enfermado de
tuberculosis y quería dejar arreglado lo antes posible la ilegitimidad de su
matrimonio, que le estaba acarreando multitud de problemas entre parte de la
nobleza y de la iglesia de su reino.
Decidido a
solucionar el problema por las malas ya que no había podido solucionarlo por
las buenas, llamó a su presencia a un tal Pedro, fraile apóstata y huido de la
Orden de Predicadores a la que había pertenecido.
.- Fray Pedro, le dijo, vos y la mitad de mi reino conocéis
la inestabilidad de mi corona y el peligro que corre la legítima sucesión del
trono por parte de mis hijos. Me he informado sobre vos y se de vuestra
sabiduría y vuestras capacidades, así como de vuestra gran discreción y la
necesidad de medios para vivir que tenéis, después de haber sido expulsado de
la Orden de Predicadores (dominicos).
Fray Pedro, el fraile
apóstata, que hasta entonces había permanecido con la frente baja y las manos
introducidas en las amplias mangas de su raído hábito, levantó la cabeza y
mirando con recelo al rey dijo:
.- Majestad, es
verdad todo lo que decís, incluida la penuria que padezco, y que sobrevivo
gracias a mi mendicidad; pues a pesar de los conocimientos adquiridos durante
años con el estudio en la paz del monasterio, estos de nada me han servido para
combatir mis necesidades más primordiales. Pero aún no sé qué queréis de mí.
.- Habréis
observado que esta entrevista la estamos haciendo vos y yo solamente, y que ni
mi esposa, ni mi escolta, ni ninguno de mis consejeros me acompaña. El motivo
es porque lo que voy a proponeros es muy particular, yo diría que insólito, y
como tal debe permanecer en el más absoluto secreto entre los dos.
El exmonje, había
sacado las manos de las raídas mangas y ahora las retorcía y frotaba una contra
otra, nervioso ante lo que le venía encima y que él ignoraba. El rey continuó
diciendo:
.- Como os decía,
la ilegitimidad en que el Santo Padre ha sumido
mi matrimonio, se debe a dos razones. La primera de ellas es que mi
difunto padre me casó, siendo yo muy joven, por poderes con Guillerma de
Moncada, hija del vizconde de Bearne, que dicho sea de paso era una mujer muy
rica, tan rica como fea y soberbia. Tal matrimonio nunca fue aceptado por mí y
nunca se consumó, pues mi amor era mi actual esposa doña María de Meneses
(María de Molina). Con ella, y esta es la segunda razón, contraje matrimonio a
pesar de la oposición de mi padre y del Papa. Esta decisión, de la cual no me
arrepiento, me ha llevado a la situación de poner en peligro la sucesión al
trono por parte de mi hijo Fernando.
.- Señor, todo
esto lo entiendo y gran parte de lo que me decís lo sabía, pero ¿Qué puedo
hacer yo? Sólo soy un pobre monje expulsado de la Orden de Predicadores. Vos
tenéis mucho poder y podéis influir para que el Vaticano os conceda la deseada
bula.
.- Mi poder y mis
influencias han chocado siempre contra los altos cargos de la Iglesia, y así
puedo deciros que los Papas: Martín IV, Honorio IV y ahora Nicolás IV, todos
han desestimado mis solicitudes, para desesperación mía y desasosiego de mi
cristianísima esposa. Este es el motivo por el cual os he mandado llamar, ya
que torturado por esa desesperación y viendo que no hay otro remedio, he
decidido pediros la falsificación de un diploma, donde el Sumo Pontífice
legalice nuestro matrimonio y reconozca la legitimidad de nuestros hijos.
Fray Pedro, el
monje apóstata, dejó caer los brazos al lado del cuerpo y abrió los ojos como
dos platos. No daba crédito a lo que oía, pero estaba seguro que el rey hablaba
de verdad, pues se encontraba en una situación desesperada y la sucesión del
reino peligraba. Además, aquello le proporcionaría una suculenta bolsa de
dinero, y él, una vez que había sido expulsado de su Orden, estaba dispuesto a
todo.
.- Majestad, lo
que me pedís es algo extremadamente grave, y si esto se descubriera, yo
solamente perdería mi miserable vida, pero vos sois el rey de Castilla, y un
acto así puede hacer que se os excomulgue definitivamente, y quedéis fuera de
la Iglesia Católica para siempre. Además, aunque no se descubra la
falsificación, estaréis pecando contra Dios, pues el Papa es su representante
en la Tierra, y esto sería un gravísimo pecado.
.- Dejaos de
sermones, que para eso está el señor obispo. Tengo noticias de que ahora el
Santo Padre se encuentra muy enfermo, y en estas circunstancias, la
falsificación, si es hecha minuciosamente, pasará desapercibida, volviendo la
tranquilidad al reino y el sosiego a mi esposa.
.- Señor, conozco
a un clérigo italiano, magnífico amanuense y cuyo nombre no puedo revelar, que
es capaz de falsificar cualquier documento por difícil y extraño que sea, pero
es difícil de convencer pues es persona que le gusta el dinero, y la suma que
pedirá será lo suficientemente grande para que le permita vivir el resto de su
vida.
El rey, se dio
cuenta de que la codicia pierde a los hombres y que con dinero se puede comprar
todo lo que uno se proponga menos la vida. Él, lo sabía muy bien, ya que estaba
enfermo y el dinero no le podía alargar la existencia. Miró fijamente a su
interlocutor y disimulando el desprecio que sentía por él, le dijo:
.- La suma que
vais a recibir es tan cuantiosa, que os dará para que vos y ese tal clérigo del
que me habláis, podáis vivir dos vidas o tres si lo sabéis administrar.
.- Majestad,
entonces se hará lo que vos me decís. En breve la corte castellana recibirá tan
ansiado permiso papal. Mi socio y yo buscaremos el momento más oportuno para
que redacción, firma y sellos pontificales, pasen desapercibidos por la curia
vaticana.
Así ocurrió, pues
el día 25 de marzo de 1292, estando prácticamente ya el Papa Nicolás IV en su
lecho de muerte salía del Vaticano la bula “Proposita nobis”, cuya
falsedad sólo el rey sabía y por medio de la cual se concedía la dispensa
matrimonial al matrimonio regio, así como daba legitimidad a sus hijos.
La dispensa
papal, llegó como un bálsamo de paz para el reino, pues ya nadie podía acusar a
Sancho IV de la ilegitimidad de su descendencia.
Meses antes, la
reina María de Molina, preocupada por el cruel encarcelamiento de su cuñado
Juan en el castillo de Curiel, intercedió por él ante su esposo, con objeto de
que solucionase aquella situación que no parecíale cristiana.
.- Esposo mío, le
dijo, bastantes problemas tenemos ya con la curia romana, para que además
añadamos el tener prisionero a vuestro hermano. Esto en conocimiento del Santo
Padre, no hará sino agravar más nuestra situación a la hora de concedernos la
dispensa solicitada.
.- ¿Qué puedo
hacer yo con un hermano que se ha levantado en armas contra mí y que incluso
quiso acabar con mi vida?. Demasiado hago que lo tengo encarcelado y no lo he
mandado ajusticiar todavía.
.- Creo que si
hablaseis con él y demostrase arrepentimiento, podríais perdonarlo. El conceder
el perdón por parte de un rey, siempre es una señal de magnanimidad que sería
bien vista por todos los vasallos de nuestro reino y de los reinos vecinos.
.- Conozco a mi
hermano y no me fío de él, pero en honor a vuestra insistencia haré lo que me
decís.
Sancho IV El
Bravo ordenó que su hermano. el infante Juan de Castilla, fuera liberado del
roquero castillo de Curiel de Duero, lugar en el que estaba encarcelado, y
llevado a Valladolid donde él estaba con su corte.
En Valladolid y,
en apariencia, totalmente arrepentido, el infante don Juan fue presentado a los
reyes en medio de las cortes de Castilla y allí su hermano Sancho IV le tomó
juramento:
.- ¿Juráis
hermano, ante Dios, ante mí y ante los integrantes de las cortes de Castilla,
estar arrepentido de vuestros actos contra el reino y la corona?
.- Juro ante
Dios, ante vos, como mi rey que sois, y ante las cortes castellanas que
reconozco mi error y me arrepiento de ello.
.- Siendo así y
creyendo en la veracidad de vuestro juramento, os concedo la libertad, os
restituyo vuestras posesiones y además os nombro “Adelantado de la
frontera de Andalucía.” También os ordeno que estéis atento al
requerimiento que no tardando os haré para continuar con la reconquista de
algunas plazas del sur de nuestro reino.
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Solucionado el
problema matrimonial con la falsa bula, cuya falsedad sólo el rey conocía, y
aparentemente solucionada la sucesión al trono con el juramento de fidelidad de
su hermano Juan, Sancho IV El Bravo se lanzó a la reconquista de la plaza
fuerte de Tarifa, trasladando a su esposa María de Molina a la ciudad de
Sevilla, desde donde se encargaba de enviar refuerzos, armas y provisiones al
ejército cristiano.
El asalto a la
plaza de Tarifa empezó en mayo de 1292 y allí, el arrepentido infante don Juan,
luchó bravamente junto a su hermano, el rey de Castilla. Tal fue su arrojo y
temeridad que, en el asalto a la muralla, sufrió graves quemaduras en la cara
al caer sobre los asaltantes aceite hirviendo; quemaduras que le dejaron
marcado el rostro de por vida. Mas los esfuerzos no fueron en vano y Tarifa
caía rendida a las tropas cristianas en el mes de noviembre de ese mismo año,
después de meses de cruentas batallas.
Hay muchos
refranes en Castilla para explicar lo que sucedió después: “La cabra siempre
tira al monte” o “No dejes al zorro, creyendo que está domesticado, cuidar de
tu gallinero”. Y estos refranes se hicieron realidad pues, apenas había pasado
un año, ya el infante don Juan entabló alianza con Juan Núñez I de Lara y otros
poderosos caballeros para unir sus huestes y revelarse contra su hermano.
El rey Sancho IV,
al enterarse de tamaña traición, mandó a su ejército en persecución de su
hermano con objeto de apresarlo, pero éste temeroso de la ira fraterna huyó con
sus aliados a Portugal, para desde allí seguir con negociaciones secretas con
otros nobles castellanos.
Al ver, el rey
Dionisio I de Portugal, las artimañas que el infante urdía desde su país y
temeroso de las represalias del rey castellano, ordenó a Juan que abandonase
junto con sus hombres el reino luso.
Expulsado de
Portugal, embarcó en el puerto de Lisboa con sus hombres y navegó hasta Tánger,
donde entabló alianza con el sultán benimerín, ofreciéndole ayuda para volver a
España y conquistar la plaza de Tarifa que tanto deseaban los hijos de Alá.
Sancho IV, tenía
por entonces su corte en Alcalá de Henares y la enfermedad ya le empezaba a
acosar con fuerza. Estando en la corte, en la primavera del año 1294, un
mensajero pidió audiencia con suma urgencia y el rey le mandó pasar. Junto al
trono estaba también sentada a la diestra de su marido, doña María de Molina
que, con el mismo interés de su esposo, esperó las noticias que el mensajero
traía. Éste empapado en sudor y cubiertas sus ropas del polvo de los caminos,
cruzó la sala a largos pasos haciendo tintinear sus espuelas en el pavimento.
Llegado a la presencia de los reyes, hincó su rodilla diestra en tierra, al
tiempo que con una mano se descubría y con la otra alargaba hacia su rey, un
tubo de cuero, cuya tapa estaba lacrada.
Sancho IV, rompió
el sello de lacre y extrajo de su interior un pergamino enrollado que leyó con
detenimiento. Después, mirando a su esposa, dijo en alta voz para que lo oyera
toda la corte allí reunida:
.- ¿Ves, esposa
mía, a donde nos ha llevado nuestra misericordia con mi hermano Juan?. Esta
misiva es de Alonso Pérez de Guzmán, nuestro fiel alcaide de Tarifa, en ella
nos pide ayuda ya que la plaza está cercada por un fuerte ejército formado por
los benimerines de África y los nazaríes de Granada. Con ellos, con nuestros
enemigos, está mi hermano Juan a quien perdoné la vida y le liberé de su
cautividad en el castillo de Curiel de Duero. Así me lo paga ese mil veces
traidor a quien por tu intercesión perdoné.
Después,
dirigiéndose al mensajero al que ya había mandado levantar, le preguntó:
.- ¿Cuál es tu
nombre soldado?
.- Mi nombre es
Martín, Martín Jiménez, Señor. Pertenezco a la guardia personal de don Alonso
Pérez de Guzmán.
.- Te pregunto
Martín, ¿Tan grande es el ejército sitiador?
.- Es muy grande
y poderoso, Majestad. Tan grande, que sus tiendas de campaña rodean toda la
ciudad y, cuando el sol se oculta y cae la noche, las hogueras de su campamento
son tantas que iluminan el cerco y no dejan ver las estrellas del cielo, como
si de la luz del día se tratara.
.- ¡Difícil me lo
poneis, mensajero!, pero vos, que me parecéis un soldado experimentado, ¿Cuánto
creéis que podrán resistir los sitiados?.
.- Majestad, mi
señor Alonso Pérez de Guzmán y sus tropas, resistiremos el tiempo que sea
necesario, pues después del heroico paso que dio hace unos días, ya no habrá
marcha atrás. Él ha jurado resistir hasta que llegue vuestra ayuda y así será.
.- ¿De qué hecho
heroico me habláis?. Pero antes de continuar, debéis de descansar ya que desde
que habéis llegado estáis de pie y quiero concederos permiso para que os
sentéis.
.- Majestad,
permitidme continuar de pie, no podría hablar a mi rey estando sentado en su
presencia.
Sancho IV miró a
aquel soldado, que a pesar de estar rendido por el cansancio, se mantenía a pie
firme sin dejar que la fatiga, acumulada en todos sus miembros, le doblegara, y
sintió orgullo de la lealtad de sus castellanos.
.- Sois valiente,
soldado. Si es ese vuestro deseo permaneced en pie y continuad, pues estoy
ansioso por saber cuál ha sido el hecho que me decís.
.- Vos sabéis que
mi señor don Alonso Pérez de Guzmán, había confiado meses atrás, a vuestro
hermano don Juan, a su hijo primogénito Pedro para que le llevase con él hasta
Portugal, donde sería educado en la corte de don Dionís.
.- Sí lo sé. Pero
¿eso qué tiene que ver con el sitio de Tarifa?
.- Señor, me es
duro hablaros mal de vuestro hermano pero, si vos me lo ordenáis, lo haré; pues
lo que voy a contaros es tan verdad como el Evangelio (el noble soldado se
santiguó al pronunciar el santo libro). Además, yo estaba allí al lado de mi
Señor.
El rey
intranquilo asintió con su cabeza y con un gesto de su mano le ordenó
continuar.
.- Pues bien, el
niño, el hijo mayor de vuestro alcaide, no estaba en Portugal sino que se
hallaba prisionero de vuestro hermano ante los muros de Tarifa, y como la
ciudad no caía y se temía que vos ya cabalgabais con vuestro ejército para ayudarnos, urdió
con el califa benimerín Abū Ya‘qūb una
estrategia inhumana e impropia de un cristiano y menos de un infante de Castilla. Cogiendo al
inocente muchacho, lo llevaron ante las murallas de la ciudad y llamando a
gritos a mi señor, le propusieron rendir Tarifa o de lo contrario sacrificarían
allí mismo y sin dilación al joven Pedro, hijo primogénito de don Alonso.
La reina María de
Molina, se cubrió la cara con sus manos en actitud de dolor e incredulidad.
.- ¡ No puedo
creer tamaña infamia! . ¿Estáis seguro, mensajero?
.- Tan seguro
como que el Sol que nos alumbra, es obra
del Señor nuestro Dios.
.- Vos, esposa
mía, no lo podréis creer, pero yo si lo creo. Acaso, ¿no recordáis cuando ese
mismo hermano mío sitió el alcázar de Zamora, que defendía doña Teresa Gómez,
porque su marido, don García Pérez, se encontraba en tierras gallegas? ¿Acaso
no recordáis que también, este traidor y cobarde hermano mío, se apoderó de uno
de sus hijos y amenazó con degollarlo si no rendía el castillo?. El corazón de
doña Teresa no pudo resistir el dolor que le produciría la muerte de quien era
carne de su carne y sangre de su sangre, y entregó la fortaleza. Pero seguid,
mensajero. ¿Qué ocurrió?
.- Ante tal
propuesta, las murallas de Tarifa, coronadas de lanzas y guerreros,
enmudecieron de asombro, indignación y dolor, mientras que todos los ojos se
volvieron hacia su paladín, don Alonso Pérez de Guzmán. La escena sobrecogía.
Mi señor, impertérrito miraba al enemigo con los ojos desencajados por la ira y
el corazón contraído por el dolor. Su esposa, doña María Alonso Coronel, ante
el ruido y las voces de los enfurecidos guerreros, había subido a las almenas y
arrodillada a los pies de su esposo, le suplicaba, entre sollozos capaces de
ablandar el alma de cualquier verdugo, que rindiera la plaza pero que salvara a
su hijo. Durante unos segundos, que a nosotros nos parecieron horas, mi señor
permaneció en silencio sin mover un solo músculo, parecía una estatua de piedra
inmóvil y desafiante. Después masculló, en voz baja y con los dientes
apretados: “Cobardes, ¿así queréis vencerme? ¡¡No lo conseguiréis!!.
GUZMÁN EL BUENO (Autor Martínez
Cubells)
Luego con una voz
que parecía un trueno, se dirigió al enemigo y dijo:
.- ¿Queréis que
os entregue Tarifa, mi honor y mi lealtad al rey Sancho IV, a cambio de la vida
de mi primogénito? Pues yo os digo que, mientras me quede un hálito de vida, no
entraréis en la ciudad. Y para sellar mi decisión os lanzo mi daga por si no
tenéis un puñal con el que sacrificar a
mi hijo.
Dicho esto, don
Alonso, desenvainó su puñal y lo arrojó desde el alto de las almenas. Allí
mismo, por mandato de vuestro hermano y del califa benimerín, el niño fue
decapitado y después, puesta su cabeza en una catapulta, la arrojaron dentro de
los muros de Tarifa.
¿Qué más puedo
contaros majestades? Recogida la cabeza del muchacho y envuelta en un blanco
lienzo fue entregada a su madre, que, desmayada y loca de dolor, la abrazaba y
besaba queriéndola devolver la vida.
Después don
Alonso me llamó y dándome su mejor caballo, me mandó reventarlo si era preciso
para pediros ayuda y contaros lo sucedido.
Calló el
mensajero y el profundo sollozo que, del corazón maternal de doña María de
Molina, salió entre gemidos y sinceras lágrimas, recorrió el salón inundando de
dolor el espíritu indomable de todos los valientes caballeros que escucharon el
mensaje. Después, uno de los caballeros gritó desde el fondo del salón:
.- ¡¡Hay que
hacer justicia, majestad!! Y después añadió, ¡contad con mi espada!
A este grito,
reaccionaron todos los asistentes gritando ¡¡justicia!!, ¡¡justicia y
venganza!!
Sancho IV “El
Bravo”, se puso en pie, ordenó silencio y con voz pausada pero firme habló a
los presentes.
.- Semejante
hecho de valor, sólo cabe en el pecho de un hombre de honor inquebrantable, que
tiene un corazón donde rebosa la bondad. Escribano, dijo dirigiéndose a la
persona que daba fe de todo lo que allí se trataba; quiero que tomes nota de lo
que te voy a decir: quiero que, de hoy en adelante, a mi fiel súbdito don
Alonso Pérez de Guzmán se le conceda el sobrenombre de “El Bueno” y así
constará y se le nombrará en todos los escritos de mi reino.
Después llamando
a uno de sus pajes le dijo:
.- Llevad a este
fiel y esforzado soldado para que coma, se asee y descanse, pues lo uno y lo
otro se lo tiene bien merecido.
El noble
mensajero, al oír aquello, se irguió, dio un golpe con el puño derecho en su
pecho, inclinó su cabeza y se dispuso a seguir al paje, pero apenas iniciada la
marcha, se volvió hacia el rey y con todo respeto dijo alzando la voz:
.- Majestad,
quisiera pedirle una merced para mí.
.- Hablad y veré
si puedo concederla.
.- Quisiera
partir con los primeros soldados que salgan en auxilio de Tarifa. Quiero estar
lo antes posible al lado de mi señor para luchar o morir con él, si fuera
necesario.
.- Tu deseo será
satisfecho. Pasado mañana, al rayar el alba, partiréis con una avanzadilla de
soldados hacia Sevilla, donde os uniréis a nuestro ejército de tierra que,
encabezado por Nicolás Pérez de Villafranca, acudirá presto hacia Tarifa
para romper su cerco.
El mensajero, se
retiró satisfecho por haber sido concedida su petición y Sancho IV “El Bravo”
mandó mensajeros a Juan Mathé de Luna
y a Fernán Pérez Maimón, que era su canciller del “Sello de
Poridad” (sello para documentos secretos del rey) con órdenes de
que, con toda la celeridad posible, partieran de Sevilla con una flota bien
armada hacia el estrecho de Gibraltar, que derrotasen la flota benimerín que
cercaba Tarifa y la defendieran después por mar, para que ningún barco musulmán
pudiera atacarla o enviar refuerzos y víveres al ejército sitiador.
Al amanecer el
segundo día y como había ordenado Sancho IV, un capitán, al mando de 100
lanzas, salía de Alcalá en dirección a Sevilla. Al lado del capitán y por
expresa voluntad del rey, cabalgaba Martín Jiménez, repuesto ya de las
fatigosas cabalgadas que había realizado los días anteriores.
La marcha del
pequeño ejército era rápida, con pequeños descansos para reponer fuerzas los
hombres, abrevar a los caballos, revisar sus cascos y herraduras y, cómo no,
alimentarlos con heno y grano.
Después de una
semana de marcha, el capitán observó que Martín estaba inquieto, apenas de
sentaba para comer y era el primero en montar en su caballo para iniciar la
marcha. Era como si quisiera, con su ejemplo y determinación, tirar del grupo
para llegar antes a su destino. Era verano y aquella mañana, antes que la
aurora empezara a barrer con su luz las estrellas del cielo, Martín ya había
preparado su caballo y esperaba las órdenes de su capitán para montar.
Iniciaron la
marcha y el capitán, dirigiéndose a Martín le dijo:
.- Soldado,
¿tanto amáis a vuestro señor, que tenéis prisa en llegar y morir con él?
.- Así es
capitán, estoy deseoso de contemplar las murallas de Tarifa y comprobar que aún
no han sucumbido ante las fuerzas del Islán. Es tanto lo que les ha tocado
sufrir a mis señores, don Alonso y doña María, que ardo en deseos de estar
junto a ellos para vengarlos.
.- Tu conducta y
fidelidad te honran soldado, pero el camino es largo y las fuerzas de los
hombres y de los caballos hay que saber administrarlas. Antes de que veas las
murallas de Tarifa tendrás que ver las de Sevilla, donde nos uniremos al
ejército que manda don Nicolás Pérez de Villafranca. Desde allí partiremos
hacia Tarifa donde, si Dios quiere y tu señor aún resiste, romperemos el cerco
al que le tienen sometido las fuerzas de la Media Luna. Pero decidme, soldado,
¿es cierto lo que se cuenta sobre la fidelidad de doña María Coronel hacia su
esposo?
Martín, miró
sorprendido al capitán y con cara seria y voz firme contestó:
.- Señor, yo no
me haré eco de ninguna habladuría en la que se mencione a mis señores; es más
estoy dispuesto a defender su buen nombre y su honra con las palabras y con las
armas. Vos sois ahora mi capitán y a vos os guardo obediencia, pero no me
pongáis a prueba, os lo suplico.
.- No tomes a mal
mis palabras soldado, no he querido ofender el nombre de tus señores y mucho
menos ahora, que el propio rey Sancho ha concedido a don Alonso el título de “Guzmán
el Bueno”. Pero si lo que dicen en la corte es cierto, la fidelidad de
vuestra señora, doña María Alonso Coronel, hacia su esposo no se queda atrás en
mérito a la de vuestro señor.
Martín, guardó
silencio y siguió cabalgando junto al capitán. Las facciones de su rostro se
relajaron y comprendió que el jefe de la expedición no había querido ofender a
sus señores. Después de haber recorrido un par de leguas le dijo:
.- ¿Cuáles son
los rumores que corren por la corte de Castilla?. Yo por respeto no quiero
relatar nada, pero en honor a vuestra sinceridad y buena intención capitán, sí
que estoy dispuesto a afirmar o negar si son ciertos.
.- Me alegra
oírte hablar, creí que te había ofendido y que agraviado habías sellado tus
labios para todo el viaje. Quiero que sepas que mi admiración por “Guzmán el
Bueno”, y ya le doy el título que el rey le ha otorgado, era ya grande y
después de la hazaña realizada, esta admiración ha crecido mucho más, pero lo
de su esposa doña María Alonso Coronel, de ser cierto, quizás lo supere. Por
eso, con ánimo de alabarla y no con otra intención, me gustaría oír de tus labios,
los labios de un fiel servidor capaz de dar su vida por ella, lo que de verdad
ocurrió sin habladurías que lo tergiversen.
.- Señor, esto
ocurrió antes del sitio de Tarifa. Doña María había contraído matrimonio con mi
señor don Alonso Pérez, a la tierna edad de 15 años; y ya en 1291, con
veinticuatro años de edad, le había dado cuatro hijos. Mi señor tuvo que estar
mucho tiempo ausente, por las continuas guerras a las que su profesión le
obligaban, y mandó a su esposa a Sevilla para poder estar a salvo y al mismo
tiempo educar a sus hijos y administrar sus bienes que eran cuantiosos. Doña
María, a sus veinticuatro años, era una joven bellísima y aunque la mayoría de
los nobles y plebeyos sevillanos la admiraban y respetaban, porque sabían de su
castidad y religiosidad, no faltaban otros que la devoraban con palabras
deshonestas y miradas libidinosas. Un día, estando en su palacio, empezó a
pensar que era objeto de tentación para muchos hombres y además viendo que su
joven naturaleza tenía, en algunas ocasiones, tentaciones pecaminosas
difícilmente controladas, tomó una determinación que sólo una santa o una
esposa fiel hasta el heroísmo, podría ser capaz de tomar. En uno de esos
momentos en que los malos pensamientos la atormentaban, tomó un tizón encendido
y separando sus piernas lo introdujo en lo más profundo de su “feminidad”. El
dolor fue intenso, se puso al borde de la muerte y aunque los médicos hicieron
todo lo que humanamente se podía hacer, ella quedó enferma e incapacitada para
tener relaciones con su esposo de por vida. Esto es lo que ocurrió capitán, y
las malas lenguas, a partir de entonces, le llaman “doña María la del
tizón”. Calificativo que yo estoy dispuesto a combatir con mi espada.
.- ¡¡Por Cristo!!
¡¡Qué gran mujer!! Ahora comprendo soldado, tu reacción al preguntarte yo por
esos rumores. Te honra el defender su buen nombre y pongo a nuestro patrón
Santiago, por testigo, que ese buen nombre también será defendido por mi espada
en lo sucesivo.
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Cuando llegaron a Sevilla, las calles
de la ciudad eran un hervidero de gentes, soldados, caballos y todo tipo de
animales de carga que se disponían para salir en dirección a Tarifa. La flota
castellana, reforzada por naves aragonesas, había partido ya de su puerto, bajo
el mando de Juan Mathé de Luna y Fernán Pérez Maimón, en dirección al estrecho
de Gibraltar. Mientras, a extramuros de la ciudad se alzaba un enorme
campamento militar que albergaba al gran ejército que, por tierra y al mando de
Nicolás Pérez de Villafranca, partiría para romper el cerco que, los
benimerines y el traidor del infante don Juan, habían sometido a la ciudad de
Tarifa.
Martín Jiménez, no perdió tiempo y apenas
que hubo llegado a Sevilla, se presentó ante el general del ejército para
mostrarle el mandato escrito del rey Sancho IV, donde se le concedía, a
petición suya, el honor de cabalgar a la cabeza del ejército una vez fuera
avistado el enemigo.
.- Por las
noticias que tengo dijo, don Nicolás Pérez, a Martín, tu señor aún resiste tras
las murallas de Tarifa. ¡Es duro de roer este leonés! (Guzmán el Bueno era
natural de León).
.- Mi señor,
prometió defender Tarifa con su vida y siempre cumple sus promesas. Su valor y
su lealtad al rey son dignas de elogio e imposibles de igualar. Ardo en deseos
señor, de poder estar peleando a su lado.
.- Pronto harás
tus deseos realidad, pues mañana mismo, antes de amanecer y evitando el calor
de justicia que el sol del verano nos regala en Sevilla, partiremos en su
auxilio. Marcharemos al amanecer y al atardecer, descansando a las horas de más
calor; no quiero agotar a mis hombres antes de entrar en combate.
La flota
cristiana llegó al Atlántico por Sanlúcar de Barrameda y viró hacia el estrecho
de Gibraltar en dirección a Tarifa. Juan Mathé de Luna, gran conocedor de las
corrientes marinas en el estrecho, mandó arriar las velas y esperar a la
pleamar que es cuando las corrientes marinas del océano Atlántico hacia el
Mediterráneo alcanzan mayor velocidad. Después, ya con pleamar y las corrientes
a favor, mandó avanzar a la flota que, al doblar la Punta Camarinal y como
favor especial del Altísimo, empezó a recibir un moderado viento de poniente
que hacía volar sobre las aguas a las galeras.
Don Juan Mathé,
le dijo a su timonel:
.- Sin lugar a
dudas hoy Dios está con nosotros. Aquí normalmente el aire sopla de levante y
ahora el Señor lo ha puesto a nuestro favor. Con toda seguridad hoy las naves
de la Cruz obtendremos una gran victoria sobre las de la Medialuna.
Pero no hubo gran
batalla. Cuando los jefes de la flota benimerín avistaron a la
castellano-aragonesa, avanzando a todo trapo, con sus velas hinchadas por el
viento de poniente y navegando en perfecta formación aprovechando las
corrientes marinas, comprendieron que no podían presentar batalla, pues muchas
de sus embarcaciones no eran galeras de guerra sino barcazas de transporte. Y
como además las corrientes y los vientos los tenían en contra, decidieron poner
rumbo a las costas africanas.
El ejército
musulmán que cercaba la ciudad se quedó aislado sin el socorro de hombres y
víveres que las galeras y barcazas benimerines les habían estado proporcionando.
Por otro lado, el desaliento cundió cuando algunos de los espías desplegados
hacia el este y hacia el norte, llegaron con la noticia de que el ejército de
Sancho IV se aproximaba a marchas forzadas para socorrer a los sitiados.
Ante esta situación
y ya sin esperanza de apoderarse de Tarifa, el traidor del infante don Juan le
dijo al califa benimerín Abū Ya‘qūb:
.- Creo majestad,
que ha llegado el momento de evitar una gran derrota. Deberíamos levantar el
asedio y esperar mejor ocasión de hacernos con Tarifa.
.- Nuestro
ejército, infante, también es poderoso y podríamos hacer frente al de vuestro
hermano. Los benimerines no estamos acostumbrados a ceder el campo sin
presentar batalla al enemigo.
.- Señor, no dudo
de vuestro valor ni del de vuestros soldados, como tampoco dudo del de los
soldados de Granada y el de mis hombres, pues todos estamos integrando vuestro
ejército. Pero pensad lo que ocurriría si una vez iniciada la batalla, Alonso
Pérez de Guzmán, abriera las puertas de su ciudad y saliera con su ejército
atacando nuestra retaguardia; eso sin contar que los soldados de la flota
hicieran lo mismo uniéndose a él. Sería una gran derrota además de una gran
carnicería.
Abū Ya‘qūb,
convencido por los razonamientos del infante don Juan, ordenó levantar el
asedio replegándose hacia el reino de Granada para después pasar a África. El
infante don Juan con sus hombres fue acogido por el sultán de Granada Muhammad
II, para así escapar de la venganza de su hermano Sancho IV.
Cuando faltaba
medio día de marcha del ejército para llegar a Tarifa, Pérez de Villafranca
mandó acampar. No quería avistar el ejército musulmán, que sabía muy poderoso,
con las fuerzas de sus hombres mermadas por las largas y forzadas marchas.
Establecido el campamento, antes que el tórrido sol de aquel caluroso verano
terminara de dar paso a las estrellas, llamó a tres de sus batidores y les
dijo:
.- El ejército
enemigo está próximo y, Abū Ya‘qūb, es un caudillo valiente y astuto que no se
dejará sorprender, y posiblemente, informado por sus espías, ya sepa que
estamos aquí, cuantos somos y en qué condiciones hemos llegado. No me importa,
pues venimos decididos a presentar batalla y liberar Tarifa, aunque la empresa
nos cueste mucho esfuerzo y muchas vidas. Ahora, en cuanto caiga la noche,
quiero que salgáis conducidos por Martín Jiménez, que conoce bien el terreno,
para explorar el campo, acercándoos al campamento musulmán lo más posible, pero
sin ser vistos. Os quiero aquí antes de amanecer; de vuestras noticias y, si no
sois descubiertos, de nuestro ataque mañana por sorpresa, dependerá en gran
medida nuestra victoria.
En silencio y
cubiertos por el oscuro manto de la noche, los cuatro jinetes se deslizaban
expectantes y con los oídos bien abiertos, a la espera de cualquier ruido que
delatara la presencia del enemigo. Martín Jiménez, encabezaba el grupo. Sus
pupilas dilatadas parecían percibir todos los obstáculos y descifrar el
verdadero significado de las sombras que, en la espesura del monte, semejaban amenazantes
siluetas. La cañada que seguían, ascendía serpenteando hacia un pequeño
montículo; y desde allí tendría que verse el resplandor de las hogueras del
campamento musulmán que ponía cerco a Tarifa.
Ya en la cima,
por más que miraron y escucharon, no lograron ver ni oír ninguna señal propia
de un ejército acampado.
.- Martín, dijo
uno de los soldados, ¿Estás seguro que desde aquí tendríamos que ver el
campamento enemigo?
.- Tan seguro
como que ahora es de noche cerrada y va a tardar poco en salir la Luna, por lo
que tendremos que ocultarnos entre la maleza. Los batidores benimerines tienen
ojos de lince y podrían detectar nuestras siluetas.
.- Entonces, ¿Qué
podríamos hacer?
.- Vosotros nada.
Permaneced aquí emboscados y expectantes mientras yo me acerco un poco más.
Conozco estas cañadas y veredas como la palma de mi mano y necesitamos tener
información del enemigo.
.- ¿Cómo sabremos
que eres tú cuando te acerques, en la oscuridad, hacia nosotros?
.- El canto del
cárabo será la señal de que soy yo el que se acerca.
Martín y su
caballo se desvanecieron entre las sombras, y los sonidos del monte envolvieron
a los tres soldados que alerta y sin desmayar, montaron vigilancia en lo alto
del cerro esperando a su compañero.
Dos horas
después, el canto repetido del cárabo les avisó de la llegada de su guía.
.- El campamento
musulmán ha sido levantado, dijo Martín. Creo que el califa Abū Ya‘qūb ha dado la orden de retirarse.
.- ¿No será que,
Dios no lo quiera, hayamos llegado tarde y Tarifa haya caído en su poder?
.- No lo creo, mi
Señor habría defendido la ciudad con tanto ahínco, que solamente después de
muerto él y de reducida a cenizas la urbe, esta habría sucumbido. No, estoy
seguro de que no es así. Desde la distancia me ha parecido percibir una ciudad
alerta pero no vencida. Es más, creo haber visto, a la luz de las antorchas que
coronaban las almenas del alcázar, ondear al viento la bandera de Castilla.
Los cuatro
batidores volvieron al campamento cristiano antes que la aurora, con su tenue
resplandor, anunciara un nuevo amanecer. Pérez de Villafranca que esperaba
expectante las noticias que pudieran darle aquellos hombres, los recibió en su
tienda, todavía iluminada con lámparas de aceite, y una vez allí preguntó a
Martín Jiménez:
.- ¿Qué habéis
visto? He estado toda la noche en ascuas.
.- Señor, dijo
Martín, no se las causas pero creo que
Abū Ya‘qūb ha dado orden de levantar el cerco a Tarifa. La ciudad me ha
parecido estar tranquila, aunque en estado de alerta, y sólo los restos de
algunas desvencijadas tiendas y armamento inservible, ocupan el lugar donde
hace pocos días estaba el gran campamento benimerín que yo vi, y que tuve la
suerte de poder franquear para pedir ayuda a nuestro rey.
.- ¡Buen trabajo!
soldados. Hoy mismo sabremos si es verdad todo lo que me habéis contado. De ser
así se habrán salvado muchas vidas, pero habremos perdido la ocasión de
infringir a los benimerines y al traidor del infante don Juan una gran derrota.
Tú, Martín, marcharás hoy a mi lado a la cabeza del ejército, pues como
conocedor del terreno quiero que seas mi guía. Marcharemos preparados para el
combate y con cautela, desplegando batidores por ambos lados de la marcha.
Pudiera ser que el califa Abū Ya‘qūb que es gran estratega, nos esperase
emboscado y sufriéramos un ataque por sorpresa.
Así se hizo.
Antes que el tórrido sol de finales de agosto iluminara los montes, el ejército
cristiano emprendió la marcha en formación como si fueran a entrar en combate,
pero al llegar al lugar donde supuestamente debía hallarse el campamento
musulmán, no encontraron más que desechos y basuras.
La mayoría de los
soldados se sintieron aliviados y alegres, no así, don Nicolás Pérez de
Villafranca, que se dio cuenta de la gran oportunidad que había perdido.
.- Muy astuto,
dijo don Nicolás, ese zorro de Abū
Ya‘qūb sabe que una retirada a tiempo es una victoria. De haber permanecido
aquí, entre las tropas de las galeras, los soldados de Tarifa y nosotros, le
habríamos cercado y eso habría sido su final.
Cuando los
centinelas de las torres de Tarifa divisaron las banderas, estandartes y
guiones del ejército del rey Sancho IV “El Bravo”, la alegría les inundó los
corazones y los gritos de júbilo y ¡victoria, victoria! Se mezclaron con los de
¡viva el rey Sancho.! Las campanas repicaron a gloria, las puertas de la ciudad
se abrieron y jinetes y soldados de a pie salieron a recibirlos. Martín Jiménez
reprimió sus deseos de espolear al caballo y correr al lado de su señor don
Alonso Pérez de Guzmán que, a pie y rodeado de sus capitanes, esperaba en las
puertas abiertas de par en par. No quería privar a don Nicolás Pérez de
Villafranca del honor de ser el primero de estrechar la mano de Guzmán “El
Bueno” y entrar en la liberada Tarifa.
Hechos los
primeros honores a los recién llegados, Martín se presentó ante don Alonso y
cuadrándose se golpeó el pecho con el puño diestro mientras que con la mano
izquierda se quitaba el casco y descubría su cabeza en señal de respeto. Guzmán
“El Bueno” le miró con cariño y antes de que hablara le preguntó al tiempo que
miraba el caballo que el soldado tenía de las riendas.
.- Martín, ¿Se
portó bien el caballo?
.- Magníficamente,
señor. Es rápido, resistente y noble como nunca vi otro igual y vos sabéis que
entiendo un poco de caballos. Es un caballo digno de un rey.
.- También es un
caballo digno de un soldado tan fiel y valeroso como tú, Martín. Gracias a tu
valentía y fidelidad Tarifa se ha salvado y yo hoy te regalo el caballo que
tanto aprecias.
.- Tarifa se ha
salvado, dijo Martín bajando su frente, con humildad, gracias al valor de sus
defensores y al honor sin tacha, la fidelidad a nuestro rey y la heroicidad llevada
hasta el extremo del más grande de los sacrificios, que vos, mi señor y alcaide
de esta ciudad, habéis demostrado.
Cuando los
mensajeros enviados por don Juan Mathé de Luna llegaron a Alcalá de Henares,
donde se encontraba la corte de Sancho IV “El Bravo”, para comunicar a los
reyes la buena nueva de la liberación de Tarifa, el rey se encontraba muy
enfermo. La fría y cruel garra de la muerte, se había aferrado tan fuertemente
a su persona, que ya no lo soltaría jamás. Los mensajeros fueron recibidos por
la reina María de Molina, quien después de haberles oído, delegó en Mathé de
Luna la preparación de una campaña para conquistar Algeciras y así asegurar
definitivamente la plaza de Tarifa.
Mientras esto
ocurría, la reina preparaba el traslado de su esposo hacia la ciudad de Toledo;
pero antes, ante la gravedad de la situación, Sancho IV pidió hacer testamento
delante de toda la corte presidida por el arzobispo de Toledo don Gonzalo
García Gudiel.
Reunida la
asamblea y haciendo acopio de todas sus fuerzas el rey habló primeramente a
doña María:
.- Esposa mía,
siento que Dios Todopoderoso me llamará próximamente a su lado. Quiero morir en
paz y por tanto pido perdón a todos cuantos haya ofendido en mi vida, de forma
especial a vos, mi querida esposa, cuya fidelidad a mi persona está bien
probada, cosa que yo no puedo decir de la mía.
El rey estaba muy
fatigado y tuvo que dejar de hablar un momento. La reina le cogió de la mano y
sus miradas se cruzaron al tiempo que dos lágrimas incontroladas surcaron las
mejillas de María de Molina. Después el rey continuó sin dejar de mirarla:
.- En estos
últimos meses, vos os habéis hecho cargo del gobierno del reino cada vez que la
enfermedad a mí me lo impedía, y puedo jurar que lo habéis hecho bien. Por
tanto, es mi deseo que a partir de hoy lo sigáis haciendo; sobre todo a mi
muerte ya que hoy, ante toda la corte presidida por el señor Arzobispo, nombro
heredero de mis reinos a mi hijo Fernando que, como todos sabéis, solamente
tiene nueve años. Al ser menor de edad, es mi voluntad que vos, esposa mía,
seáis su tutora y gobernéis el reino hasta su mayoría de edad.
.- Esposo mío, el
cargo que me encomendáis es demasiado importante y la situación del reino es
muy delicada. No sé si seré capaz de desempeñar tan magna empresa con el
acierto que vos pretendéis y que yo misma querría. Mientras la reina hablaba,
la emoción embargaba su corazón y las lágrimas encharcaban sus bellos ojos.
.- Se que la
situación no es fácil. El rey dejó de hablar unos instantes para recuperar el
aliento, pues la tuberculosis que padecía le dejaba muy poco aire en sus
pulmones. Él, que por su arrojo y fortaleza se había ganado el calificativo de
“El Bravo”, era ahora un frágil enfermo que estaba transitando el breve espacio
de tiempo que la vida le concedía antes de la muerte. Pero siguió diciendo.
.- A vos doña
María, a vos señor Arzobispo y a todos los integrantes de esta corte, os
encomiendo la protección de mi hijo y heredero Fernando hasta su mayoría de
edad. En cuanto a mí, cuando el Señor me llame a su lado, deseo ser sepultado
en el lugar ya previsto en la catedral de Toledo.
Todos los
presentes asintieron. Doña María seguía teniendo agarrada la mano del rey y
lloraba en silencio. La situación era muy tensa y los médicos que asistían a
Sancho IV, aconsejaron dejarlo descansar.
Siguiendo la
voluntad del rey, a los pocos días se le trasladó a Guadalajara y de allí a
Madrid, donde descansó unos días en el convento de dominicos de Santo Domingo
el Real; y por último fue trasladado a Toledo donde falleció el día 25 de abril
de 1295, a punto de cumplir 37 años, ya que había nacido en Valladolid el día
13 de mayo de 1258.
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DOÑA MARÍA DE MOLINA
Doña María de Molina, a la muerte de su esposo, quedó
inmersa en un piélago de dificultades. El heredero era muy niño y otra vez
volvieron a resurgir las pretensiones de los de la Cerda reivindicando sus
derechos al trono; derechos que apoyaban un buen número de nobles y algunas
ciudades. Por si fuera poco, el infame infante don Juan, también reclamó sus
derechos a la corona del reino castellano.
María de Molina, sin tener tiempo a pensar en su viudedad, justo un día
después de la muerte de Sancho IV, hizo que su hijo fuera proclamado rey en la
catedral de Toledo, haciendo que la nobleza le acatara como rey; eso sí,
después de que jurase respetar y guardar los fueros de los nobles y plebeyos
del reino. Pero esto no fue suficiente. Parte de la nobleza levantisca,
pensando en la debilidad de la reina por ser mujer y porque el heredero de la
corona era tan sólo un niño, empezaron a fraguar alianzas; unos con el rey de
Portugal, don Dionís (Dionisio I); otros con el rey de Aragón Jaime II; incluso
con el rey musulmán de Granada; y por si fuera poco también el rey Felipe IV de
Francia le declaró la guerra.
Viéndose acorralada por unos y por otros, lejos de amilanarse, bien
aconsejada por el obispo de Toledo, convocó cortes en Valladolid en las cuales
se veía amparada por las fuerzas concejiles, ya que había quitado impuestos a
las ciudades.
Aquellas cortes fueron muy tensas como podemos apreciar en el formidable
óleo de Antonio Gisbert, que hoy día se encuentra en el Palacio de las Cortes
de Madrid. Sobre un estrado y bajo un dosel, están la reina madre y su hijo
Fernando que acababa de cumplir 10 años. La reina presenta a su hijo a la
nobleza con la autoridad que le da el testamento del rey, el apoyo de parte de
la iglesia, representada por algunos obispos, y parte de la nobleza a la que ha
tenido que hacer concesiones y dar dinero.
María de Molina presenta a su hijo Fernando IV, a los
nobles,
en las Cortes de Valladolid (A. Gisbert Pérez)
A ambos lados del estrado están dos de sus peores enemigos, que a
regañadientes han tenido que asistir a esa reunión de las Cortes de Castilla: a
la izquierda del estrado está el infame y traidor don Juan de Castilla; el que
en Tarifa aconsejó degollar al hijo primogénito de Guzmán el Bueno. Su actitud
altiva y soberbia demuestra que no está de acuerdo con lo que allí está pasando
pero que a la fuerza tiene que asumir. A la derecha del estrado está en infante
Enrique de Castilla, único hijo de Fernando III que aún vivía y su actitud con
un pergamino en la mano también es exigente. Él había intentado por todos los
medios evitar la reunión de aquellas cortes y acusaba a la reina de que iba a
subir los impuestos. Pero su teoría se vio frustrada, cuando la reina anunció
justo lo contrario, incluso aboliendo el impuesto de la “Sisa” que había
establecido su marido el rey Sancho IV.
Antes de celebrarse las Cortes, la reina ya se había hecho con el apoyo
de la mayor parte de los nobles oponentes a cambio de dinero o de concesiones
de tierras. Durante los días que duraron las cortes de Valladolid, la reina se
reservó para sí la crianza y custodia de su hijo Fernando; dejando al infante
don Enrique la tutoría y educación política del rey. Esta concesión, aplacó en
parte las pretensiones del infante. Algunas ciudades y obispos se negaron a
aceptar al infante don Enrique como tutor del rey y amenazaron con abandonar la
asamblea. Pero María de Molina, no era una mujer cualquiera. Era una de esas
hembras que al igual que algunos varones, de vez en cuando, pare nuestra Castilla
que, aunque por su feminidad y belleza, parecen frágiles y fáciles de dominar,
tienen una voluntad de hierro y un valor que pocos hombres igualan, pero que
sólo hacen valer cuando sus dotes de persuasión y diálogo han fracasado.
Así ocurrió en las cortes de Valladolid de 1295. La reina María de
Molina, conversó, negoció y convenció a todos de tal manera que, a la
terminación de aquel importante acto, todos los procuradores asistentes
rindieron homenaje al joven rey Fernando IV y asumieron que su tutor sería el
infante don Enrique.
A pesar de todas estas negociaciones y a pesar de haber vaciado las
arcas reales en pagos y dádivas a unos y a otros, la situación seguía siendo
inestable. Doña María de Molina, entabló conversaciones con Dionisio I de Portugal
y pactó con él el compromiso matrimonial de su hijo Fernando IV con Constanza
hija del rey portugués. Este acuerdo aminoró algo la tirantez con el reino
vecino, pero al poco tiempo el ambicioso rey empezó a negociar con los enemigos
de María de Molina que aspiraban a arrebatar la corona a Fernando IV.
Cuando en esta vida las cosas se ponen feas y parece que la situación ya
no puede empeorar, siempre la suerte nos sorprende dando una vuelta más de
tuerca al husillo de la mala fortuna. En este caso las vueltas dadas a la
tuerca fueron más de una. La situación era tan desesperada que el infante don
Enrique, tutor ya del rey niño, entró en negociaciones con el rey de Aragón y
propuso, a la reina viuda, que contrajera matrimonio con el infante Pedro de
Aragón, pero ella fiel al recuerdo de su esposo rechazó la propuesta
radicalmente, a pesar de que así Aragón declarase la guerra a Castilla. Como un
halcón encaramado en las nevadas cumbres de los Pirineos, el rey de Francia
Felipe IV, también le declaró la guerra. La situación era desesperada. Tan
desesperada que, arruinadas las arcas reales, la reina tuvo que empeñar la
mayoría de sus preciadas joyas. Pero las cosas aún se pondrían peor para
nuestra querida y admirada reina, cuando la “Silla de San Pedro” fue ocupada
por el papa Bonifacio VIII, después de hacer renunciar al Papa anterior
Celestino V, que encarnaba la humildad y la austeridad más severa. No así
Bonifacio VIII que cultivaba todos los vicios y placeres terrenales como la
gula, la lujuria, el juego etc. Este Papa que algunos llegaron a calificar como
anticristo y la encarnación del mal, descubrió la falsificación de la bula
“Propósita Nobis” y al darla por anulada, dejaba otra vez en la ilicitud el
matrimonio de la reina María de Molina y Sancho IV “El Bravo”; y por ende eran
ilegítimos también Fernando IV y sus hermanos.
Esta noticia cayó sobre nuestra reina como un jarro de agua gélida. El
reino castellano-leonés, se convirtió en un temible avispero, donde los
enemigos se revelaban, conspiraban y guerreaban por todos los puntos cardinales
e incluso dentro del propio reino. Pero ni aun así se amilanó María de Molina;
sacando fuerzas de flaqueza, aferrándose a la oración y convencida de su
inocencia, siguió defendiendo las aspiraciones de su hijo a la corona de
Castilla y mandó a Roma para implorar al Papa al arzobispo de Toledo Gonzalo
Díaz Palomeque, que fue decisivo en el no fácil convencimiento de aquel Papa
tan ladino al que tuvo que pagar una gran suma de dinero. La ansiada bula llegó
por fin el 13 de septiembre de 1301, legitimando de una vez y para siempre el
matrimonio de Sancho IV y María de Molina, así como la legitimidad de sus
descendientes.
Las negociaciones del arzobispo de Toledo fueron aún más fructíferas.
Bonifacio VIII, además de la bula de legitimación, promulgó diez días después,
otra bula requiriendo la reconciliación de los rebeldes hermanos de la Cerda
con la reina; y para tal efecto nombraba mediadores al obispo de Sigüenza y al
propio arzobispo de Toledo.
Estas noticias disiparon los problemas de Castilla como los rayos de sol
disipan los nubarrones de tormenta después de que esta haya descargado su
aguacero sobre la tierra. El “arcoíris de la paz” no pudo llegar en mejor
momento a Castilla, pues ese mismo año el Rey cumplía 16 años y llegaba a la
mayoría de edad y tendría que hacerse cargo del reino. Todos los aspirantes a
la corona de Castilla, que ponían como excusa la legitimidad de Fernando IV al
trono, tuvieron que callar sus voces y envainar sus armas pues la autoridad
papal les había quitado la razón y ya no había excusa para oponerse ni a María
de Molina ni al joven rey.
FERNANDO IV “EL EMPLAZADO”
Sentado ya en el trono de Castilla el joven rey Fernando IV, pronto
demostró ser un hombre con poco carácter, de una voluntad fácilmente moldeable
por sus consejeros que pronto consiguieron llevarlo por el camino que ellos le
marcaban. Tanto influyeron en él que, hicieron que el rey pidiera cuentas a su
propia madre. ¿Alguna vez se ha visto que una madre pida cuentas a sus hijos de
los desvelos, de los cuidados, de la alimentación que les daba de niños,
algunas veces quitándosela ella de su propia boca? ¿Cuántas veces las madres
han enlazado los días con las noches y estas con los días velando la enfermedad
del hijo? Y ¿Cuántas veces les han pedido cuentas de tantos sacrificios? Yo
responderé: Ninguna vez, las madres, han pedido cuentas a sus hijos, ya mayores,
de todos los cuidados que los dispensaron en su infancia.
Fernando IV, en enero de 1302, a los 17 años de edad, contrajo
matrimonio con Constanza, hija de Dionisio I, rey de Portugal. Las bodas se
celebraron en Valladolid, donde por aquel entonces estaba la corte de Castilla.
Constanza tenía 12 años y hubo de esperar otros cinco para alumbrar a su
primera hija, la infanta Leonor.
Estando las cortes en Medina del Campo e influido como antes dije por D.
Enrique que había sido su tutor, por el infante don Juan (El de Tarifa) y otros
nobles siempre reticentes y de ideas contrarias a doña María de Molina, que con
firmeza les tenia a raya, la Reina Madre, fue llamada a capítulo por Fernando
IV, delante de la nobleza.
.- Querida madre, vos sois llamada hoy aquí porque durante los años de
mi niñez, en los cuales vos me criasteis, también administrasteis mis bienes.
Bienes heredados de mi padre y esposo vuestro Sancho IV. Según los informes que
constan en poder de mis administradores, vos los malversasteis y dilapidasteis
sin ningún criterio.
María de Molina, que hasta ese momento había permanecido sentada, se
puso en pie, irguió su figura delante de todos y delante de su hijo, como sólo
una reina y sobre todo como sólo una madre sabe y puede hacerlo. Su semblante
se había quedado tan blanco como la nieve y sus grandes ojos adquirieron el
brillo que sólo pueden tener los ojos de una reina y madre ofendida y humillada
en público por el rey que era, ni más ni menos, que su propio hijo.
.- ¡Majestad!, no esperé nunca que vos que sois hijo mío, carne de mi
carne y sangre de mi sangre, fuerais capaz de pedirme cuentas de forma tan
humillante delante de lo más granado de la nobleza castellano-leonesa y de los
representantes de la Iglesia. Ofendida como estoy, podría empezar a explicaros
a vos y a los presentes como, desde los primeros días de vuestra vida, tuve que
dedicar todos mis esfuerzos en cuidar de vuestra precaria salud al tiempo que
me esforzaba en luchar con todos vuestros enemigos. Enemigos, algunos de los
cuales hoy están aquí regocijándose interiormente de la humillación que me
estáis haciendo. Sabed que la corona de Castilla que vos, hijo mío sostenéis
sobre vuestras sienes, era pretendida por alguno de los nobles que hoy están
aquí en este salón. Estos señores, para conseguir arrebataros la corona, no
dudaron en aliarse con otros reyes como Jaime II de Aragón, Felipe IV de
Francia o con el que ahora es vuestro suegro Dionisio I de Portugal.
María de Molina, calló durante unos instantes. El profundo silencio y la
tensión que reinaban en el ambiente, se podían cortar con un cuchillo. La reina
madre respiraba entrecortadamente, pero en su pálido semblante, podía leerse la
determinación de seguir hablando.
.- He dicho que no me esperaba tal humillación, pero como ya a mis oídos
habían llegado rumores, esta afrenta no me ha pillado del todo desprevenida y
aquí traigo a la persona que ha supervisado mis cuentas y las del reino, para
que os de cumplida y pública explicación.
.- No me cabe duda, querida madre, que toda mi vida habéis cuidado de
mí, como también habéis defendido mi reino, pero quizás gastando más de lo
necesario, pues he sido informado de que no sólo habéis gastado los dineros del
tesoro real, sino que también vendisteis vuestras joyas y las joyas que os donó
mi padre.
.- Claro que tuve muchos gastos, tantos que, en una ocasión, estando
vacías las arcas del reino, tuve que empeñar mis propias joyas pero nunca toqué
las que mi esposo y padre vuestro me había regalado. Pude hacerlo, ya que, si
me las había regalado, mías eran. Pensando en vos, hijo mío, y pensando en su
recuerdo, no lo hice.
.- Quiero creeros, pero decidme ¿Qué persona habéis traído para que de
aquí publica explicación de vuestras cuentas?
La reina dirigió su mirada hacia un lado del salón, justo detrás de
donde ella estaba. Allí con las manos enfundadas en las amplias mangas de su
hábito y la capucha cubriéndole la cabeza y parte del rostro, se encontraba un
monje de mirada humilde pero vivaz. El monje sacó sus manos y con la diestra
echó su capucha hacia la espalda. Todos los asistentes lo reconocieron, se
trataba de Nuño Pérez de Monroy, abad de Santander y canciller de
la reina. Era un hombre de elevada estatura, de aspecto enjuto y ojos vivaces e
inteligentes y en su cabeza podía apreciarse claramente la tonsura de religioso
consagrado a Dios. A una señal de la reina, el religioso subió al estrado,
llevaba un pequeño morral de cuero y de él sacó un bien cuidado libro de
cuentas que depositó en las manos del rey. Después dirigiéndose a los
asistentes habló de esta manera.
.- Majestad, reverendos padres de la Iglesia e ilustres representantes
de la nobleza castellano-leonesa, como vuestras mercedes conocen, he sido
canciller y administrador de la reina doña María de Molina durante la niñez de
nuestro rey e hijo suyo don Fernando IV, y las cuentas que en este libro
figuran detalladas, pueden ser vistas por todos y cada uno de los que así lo
crean oportuno. Ahora bien, como miembro y representante de la Iglesia, he de
hacer notar que honrar a los padres es tan sagrado, que el mismo Dios nos lo
ordenó en el cuarto mandamiento de su ley. Al decir esto dirigió su mirada
hacia el rey que sostenía en sus manos la contabilidad que él le había dado.
El arzobispo de Toledo don Gonzalo Díaz Palomeque, asintió con la cabeza
al mismo tiempo que lo hacían los demás obispos y representantes del clero allí
presentes. Después, don Nuño, continuó diciendo:
.- Cuando algunas de vuestras ilustrísimas personas, juntos o por
separado y también aliados con reyes extranjeros, os levantasteis en armas
contra mi señora doña María, ella necesitó de muchos dineros para mantener las
tropas que defendían la corona de su querido hijo. Es verdad que vacío las
arcas del tesoro y tuvo que empeñar, no vender, sus propias joyas en casa de un
prestamista judío; pero cuando el Santo Padre, dio validez a su matrimonio y
legitimó su descendencia, ya nadie de los que peleaban por la corona de
Castilla tuvo motivos para continuar tan sangrienta guerra. Llegó la paz a
estos reinos y mi señora doña María de Molina, con buena administración y mejor
criterio repuso sus exhaustas arcas y recuperó sus joyas de manos de los
prestamistas. En cuanto a las joyas que su esposo le había regalado, nunca las
tocó, aunque bien pudiera haberlo hecho por dos razones: la primera porque eran
suyas y la segunda porque siendo del padre del rey, nunca se habrían podido
empeñar mejor que para defender la corona de su hijo.
Después se dirigió al rey y dijo:
.- Majestad, la reina vuestra madre, juró que nunca dañaría vuestros
intereses; y esto le llevó a padecer algunas necesidades, llevando siempre una
vida austera y resuelta a padecer lo que fuera necesario para defender vuestro
reino y vuestros derechos al trono. Creo que no es momento ahora de pedir
cuentas a tutora tan honrada, a reina tan austera y a madre tan abnegada. Las
cuentas claras y detalladas en los libros están, los dineros en sus arcas y las
joyas del rey en este cofre que custodia uno de los escoltas de la reina.
Después mirando a todos terminó diciendo, dispuesto estoy a contestar las
preguntas que cualquiera de sus señorías tenga a bien hacerme.
Nadie habló. La mayoría bajaron la cabeza avergonzados ante tal
manifestación de honradez, y muchos reconocieron haber sido engañados. Fernando
IV, no sabía que decir, levantó el libro de cuentas hacia los presentes, de
igual modo que el sacerdote levanta en alto el misal después de leer el santo
evangelio, reconociendo su autenticidad y se lo devolvió al abad, que lo guardó
en su morral y volvió a su sitio después de mirar de hito en hito a los
concurrentes. Después, el rey se dirigió hacia su madre, que lívida y en
posición estática permanecía de pie sin mover un solo músculo de la cara, pero
con los ojos vidriosos por unas lágrimas que difícilmente podía contener.
Alfonso IV, avergonzado por la cruda realidad, se levantó del trono, se
dirigió hacia su madre, la cogió su mano, se la besó y a punto estaba de doblar
su rodilla ante ella para pedirle perdón, cuando María de Molina con actitud
maternal, pero con orgullo de reina le dijo:
.- No os inclinéis, hijo mío. El rey de Castilla no debe de humillarse
ante nadie, ni ante su madre. Sois rey por la gracia de Dios y sólo ante Él,
debéis doblar vuestra rodilla. En cuanto a mí; el corazón de una madre
solamente alberga amor y perdón hacia sus hijos, y por tanto no debéis de
pedirme algo que de antemano ya teníais concedido. Los dos, cogidos de las
manos, se miraron tiernamente a los ojos, sonrieron y se fundieron en un largo
y cálido abrazo maternofilial.
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Aparentemente pacificado el reino castellano, se celebró una importante
reunión de Fernando IV con los embajadores del reino de Aragón. Eran los fríos
días de diciembre en el crudo invierno de 1308, pero el ambiente estaba
bastante caldeado en el palacio real de Alcalá de Henares. La reunión era muy
importante y al rey castellano le acompañaban su hermano, el infante Pedro, el
arzobispo de Toledo, Diego López V de la casa de Haro y el obispo de Zamora.
Por el lado aragonés, representaban a su rey Jaime II, los embajadores Bernaldo
de Sarriá y Gonzalo García acompañados de otros ricos hombres.
En este tratado, los monarcas castellano y aragonés decidieron emprender
la guerra contra el reino de Granada en junio de 1309, y se comprometían a
atacar el primero a Algeciras y Gibraltar y el de Aragón el reino de Almería.
Ambos aportarían 10 galeras de guerra y transporte cada uno, para asegurar el
estrecho. También se repartieron las tierras que se iban a conquistar y
nombraron como jueces en este reparto, por el lado de Castilla al arzobispo de
Toledo y por el lado de Aragón al obispo de Valencia.
Este tratado pretendíó sellar definitivamente el compromiso matrimonial
de la infanta Leonor de Castilla, hija primogénita de Fernando IV y el infante
Jaime, heredero del rey de Aragón. No obstante, este compromiso tenía un
impedimento grave y era que les unía un parentesco que necesitaba dispensa
papal. Ambos reyes mandaron embajadores a Roma para pedirle que concediese el
título de cruzada a la lucha que iban a empezar contra los musulmanes y al
mismo tiempo concediese la dispensa que era necesaria para que los todavía
niños, Leonor 4 años y Jaime 11, pudieran en su día contraer matrimonio
legítimamente.
El Papa Clemente V, promulgó en abril de 1309 la bula “Indesinentis
cure”. En dicha bula se concedían las dos peticiones y autorizaba a que se
predicase la Santa Cruzada prometiendo indulgencias plenarias a quienes
muriesen en la lucha.
CONQUISTA DE GIBRALTAR
En el año 1309 el rey Fernando IV, convocó por primera vez en Madrid, a
las cortes del reino castellano-leonés. En estas Cortes estaban presentes María
de Molina, los infantes Pedro y Felipe, el infante don Juan el traidor de
Tarifa que por consejo de María de Molina había sido perdonado otra vez; el señor
de Peñafiel don Juan Manuel, el arzobispo de Toledo y los Maestres de las
Órdenes militares de Calatrava y Santiago. También asistieron otros nobles y
representantes concejiles. En una palabra, la situación era importante y el rey
convocó a lo más granado del reino.
Fernando IV, sentado en su escaño y con la compañía de su madre y de su
esposa Constanza de Portugal situadas cada una a un lado del trono, se dirigió
a los presentes de esta manera:
.- La corona de Castilla, hoy se encuentra en paz gracias a Dios.
También son excelentes nuestras relaciones con los reyes de Aragón y Portugal,
con los que hemos establecido alianzas. El Santo Padre ha concedido a la guerra
que vamos a emprender contra el reino musulmán de Granada, la categoría de cruzada;
y con todos estos factores a nuestro favor, es mi voluntad continuar con la
reconquista que nuestros antepasados iniciaron ya hace siglos en Covadonga.
En diciembre del año pasado firmé, en Alcalá de Henares, un tratado con
Jaime II de Aragón, para empezar los dos y al mismo tiempo esta guerra. Aragón
atacará Almería mientras nosotros atacaremos Algeciras y Gibraltar. Por ahí
entró el Islán a nuestra patria y de ahí los expulsaremos con la ayuda de Dios
y de nuestras armas.
.- ¡Majestad!, pidió la palabra el infante don Juan Manuel, señor de
Peñafiel. Nuestros ejércitos son más numerosos, más fuertes y mejor equipados.
Considero una pérdida de tiempo y de hombres atacar Algeciras, que está bien
amurallada y recibe ayuda por mar desde el otro lado del estrecho. Mejor sería
y sobre todo más productivo, atacar los pueblos y castillos de la vega de
Granada, saqueando sus campos y adueñándonos de sus riquezas.
.- La ayuda que estas ciudades reciben por mar, pronto será subsanada,
pues hemos acordado el rey de Aragón y yo mismo armar una flota de veinte
galeras, de las cuales cada reino aportará la mitad del contingente.
.- Yo apoyo la idea del infante don Juan Manuel (el que hablaba era el
infante Juan, el traidor de Tarifa). Hay también otros nobles que están de
acuerdo con nosotros y que creen que es la mejor solución para nuestro reino.
Estas ciudades se rendirían al ver devastados sus campos y esclavizadas sus
gentes.
El rey se puso en pie. En su semblante se podía ver el enfado y la indignación
que su persona estaba experimentando. Se dirigió al infante traidor y
levantando la voz, al tiempo que apretaba sus mandíbulas, dijo al infante don
Juan.
.- Vos no tendríais hoy voz en esta asamblea, si yo por intercesión de
mi madre doña María, no os hubiera perdonado tantos delitos, tantas traiciones
y tantos crímenes. Se que estáis molesto porque en su día no os entregué el
municipio de Ponferrada; pero otras plazas os he entregado y sobre todo os he
concedido el perdón, que es lo mismo que donaros la vida.
El ambiente se volvió tenso, Fernando IV estaba erguido en actitud
autoritaria, y en su mirada la ira parecía herir como un puñal a todos los que
le habían llevado la contraria. La reina madre María de Molina, miró a su hijo
y le indicó con un dulce gesto que se tranquilizara, y el rey más tranquilo
continuó.
.- Lo que he dispuesto, firmado está y así se hará. Desde aquí
partiremos para Toledo, donde se reunirá la mayor parte del ejército. Después
dirigiéndose a su madre, continuó diciendo: En Toledo, quedareis vos para
gobernar el reino mientras yo, a la cabeza de mis tropas esté por tierras
musulmanas.
Siguiendo la voluntad real, el ejército castellano partió para la ciudad
de Toledo y allí, Fernando IV, volvió a plantear a sus generales y nobles le
estrategia de cercar Algeciras. Allí, otra vez, tuvo que escuchar a su tío
Juan, el traidor de Tarifa, y a otros nobles la opinión que tenían diciendo que
era mejor el saqueo y devastación de la vega de Granada. Fernando IV no admitió
más discusiones y la acción se llevaría a cabo como él había planeado.
Desde Toledo, el ejército cristiano se dirigió a Córdoba, donde los
emisarios de Jaime II de Aragón comunicaron a Fernando IV, que los ejércitos
aragoneses estaban ya en disposición de atacar Almería. La guerra, era ya
inminente y faltaban los últimos preparativos. Estos se realizaron en Sevilla,
donde el ejército cristiano llegó en los primeros días del mes de julio del año
1309. Desde allí saldrían armas y suministros por el río Guadalquivir hasta el
mar y después hasta Algeciras. Estos víveres y pertrechos eran muy importantes
para el ejército castellano-leonés, que debían poner sitio a la ciudad. También
llegaron los últimos refuerzos. Se trataba de 700 caballeros conducidos por don
Martín Gil de Sousa; importante caballero portugués
que desempeñaba el cargo de Alférez del rey D. Dionisio I de Portugal. A todo
esto, se sumó la bula “Prioribus decanis” que Clemente V había concedido en el
mes de abril del mismo año, y que por medio de la cual Fernando IV recibiría la
décima parte de las rentas que la Iglesia obtuviera en sus reinos, todo ello
para el sostenimiento de la guerra contra Granada.
En los últimos días del mes de julio, el ejército cristiano estaba
frente a las murallas de Algeciras. Allí estaba la flor de los caballeros del
reino de Castilla: Diego López V de Haro, señor de Vizcaya; Juan Núñez II de
Lara, el Infante don Juan Manuel, señor de Peñafiel; el infante Juan de
Castilla, tío del rey y traidor en Tarifa. Había otros importantes caballeros,
obispos y milicias concejiles de las ciudades castellano-leonesas. Todo estaba
listo y como estaba previsto empezó el ataque.
El ejército cristiano puso un férreo anillo por tierra a la ciudad de
Algeciras, era imposible la llegada de víveres o refuerzos desde las ciudades
del reino de Granada que estaban más próximas; pero aquel férreo anillo no
cerraba la parte de la ciudad que limitaba con el mar y por allí, sí que esta
recibía ayuda desde las ciudades del norte de África y desde Gibraltar. Por
este motivo, a mediados de agosto, el rey Fernando IV, llamó a su tienda a
Alonso Pérez de Guzmán (Guzmán el Bueno), que sin tardanza y con paso firme se
presentó delante del rey y se cuadró con el puño derecho sobre el pecho.
.-
Descansad don Alonso. Algeciras resiste y parece que nuestras armas poco o nada
debilitan las defensas de la ciudad. Los algecireños resisten los embates de
nuestras tropas y su moral no parece disminuir con el asedio.
.- Majestad, yo conozco muy bien a los soldados musulmanes y sus
cualidades en arrojo y valentía son en todo punto comparables a las nuestras.
No debemos menospreciar al enemigo, pues mientras reciban refuerzos por el mar,
la conquista de Algeciras será muy costosa.
.- Ahí quería yo llegar don Alonso, tenemos que cortar esa fuente de
refuerzos, por eso he decidido que vos encabezareis un ejército que pondrá
sitio a la fortaleza y ciudad de Gibraltar. Quiero que sea conquistada y así
evitaremos por un lado que manden refuerzos por mar a los algecireños, y por
otro que en caso de necesidad sus tropas salgan de la ciudad y ataquen nuestra
retaguardia.
Confío en vos totalmente. Servisteis a mi padre llevando vuestra
fidelidad hasta el más grande de los sacrificios y sé que a mí me serviréis del
mismo modo.
.- Majestad, dijo don Alonso volviéndose a cuadrar, serví a mi rey don
Sancho IV, vuestro padre y del mismo modo os serviré a vos como mi rey que
sois, y si por él sacrifiqué la vida de mi hijo, a vos os ofrezco la mía si
fuera necesario.
En el semblante del rey, se podía ver nítidamente la satisfacción de
tener delante de sí a un caballero tan fiel y valeroso. Pensó para sus
adentros: verdaderamente mi padre acertó dándole el calificativo de “Guzmán el
Bueno”. En aquel momento, el centinela que hacía guardia a la entrada de la
tienda del rey anunció la llegada de unos nobles. Que habían sido llamados por
Fernando IV.
El rey los recibió y mandó tomar asiento. Don Alonso permanecía de pie;
tenía el manto revuelto en su antebrazo diestro y la mano izquierda descansaba
sobre la empuñadura de su espada. Con un gesto, el rey le ordenó situarse al
lado de su escaño, vuelto a los recién llegados, que eran: D. Juan Núñez de
Lara, D. Fernando Gutiérrez Tello, arzobispo de Sevilla, el Maestre de la Orden
de Calatrava y el representante del concejo de la ciudad de Sevilla entre
otros. Todos estaban expectantes, pues no sabían nada de las pretensiones que
el monarca tenía con relación a ellos.
.- Señores, les he reunido aquí para darles a conocer mi propósito de
poner sitio a Gibraltar y rendirlo o tomarlo por la fuerza de las armas.
.- Majestad, dijo el Maestre de la Orden de Calatrava, Gibraltar es
prácticamente inexpugnable. Se trata de una mole rocosa que está rodeada por
las aguas del Estrecho; y por el lugar donde se une con la Península hay
fuertes murallas que lo defienden de cualquier ataque por tierra.
.- Todo está previsto. Aragón nos ha mandado diez galeras que, con otras
tantas castellano-leonesas, se harán las dueñas del mar, y el Peñón quedará
aislado y sin poder recibir ayuda por ninguna parte. He tenido información de
un personaje de dentro de la fortaleza que me asegura que hay un lugar de la
muralla bastante débil; y por ahí deberemos atacar. El jefe absoluto de las
tropas sitiadoras será don Alonso, conocido por todos como Guzmán el Bueno.
Cada una de vuestras señorías será responsable de sus tropas, pero todos
obedecerán las órdenes de don Alonso Pérez de Guzmán.
Todos asintieron y un fresco amanecer del mes de agosto, las tropas
designadas por el rey y capitaneadas por don Alonso Pérez de Guzmán abandonaron
el cerco de Algeciras y salieron hacia Gibraltar, al que pusieron un cerrado
cerco. Nadie podía entrar ni salir de la fortaleza por tierra y tampoco por
mar, pues las galeras castellanas y aragonesas patrullaban las aguas del
estrecho y no toleraban ninguna otra embarcación.
Según las crónicas de la época, los sitiadores usaron en este cerco dos
“ingenios” de guerra para atacar las murallas. Posiblemente serían dos
potentes catapultas que dispusieron de tal modo, que no cesaban de bombardear
la parte de los muros que, según los informes recibidos, eran más débiles.
Gibraltar, aunque estaba bien protegida con muralla y castillo que la
defendían por tierra, era una ciudad poco poblada; y una vez aislada y
estrechamente cercada, no disponía de suficientes fuerzas para resistir al
ejército cristiano. Pronto los defensores se dieron cuenta de que no iban a
recibir ayuda del exterior y que los alimentos y sobre todo el agua les iba a
faltar, haciendo imposible resistir aquel ataque, tan continuo y violento, al
que las tropas de Guzmán el Bueno les estaba sometiendo.
El cerco era tan férreo y el bombardeo de las catapultas tan incesante y
siempre dirigido al mismo lugar, que con rapidez se pudo apreciar el daño que
los pétreos proyectiles iban causando en la muralla. A esto unidos los
continuos intentos de asalto con garfios y escalas, hizo que, a primeros del
mes de septiembre, con apenas un mes de cerco, los defensores pidieran
parlamentar bajo la protección de bandera blanca.
Fernando IV con Guzmán el Bueno, D. Juan Núñez de Lara, D. Fernando
Gutiérrez Tello, arzobispo de Sevilla y el Maestre de la Orden de Calatrava
sentados a su lado; recibió en su tienda real a los parlamentarios
gibraltareños. Los invitó a que tomaran asiento y después preguntó por sus
pretensiones.
.- “As-salaam’alaikum” (La paz sea contigo). El que
así saludó al rey, después de ponerse en pie, era un general benimerín
elegantemente vestido, de piel curtida y con mirada aquilina. Sin embargo, a
pesar de la altivez de su porte, inclinó su cabeza al tiempo que con la mano
diestra tocaba suavemente su pecho.
Venimos a parlamentar, oh rey de los cristianos, porque no queremos ver
destruida nuestra ciudad y que corra más sangre por sus calles. Por tanto, os
ofrecemos la rendición a cambio de nuestras vidas y en la esperanza de que
nuestras casas y mezquitas sean respetadas.
.- “La paz sea con todos vosotros” . Saludó el rey
castellano. Gibraltar ha resistido nuestros ataques con gran valentía y sus
habitantes habéis hecho gala de gran arrojo y denuedo. No tenéis por que
sentiros humillados por vuestra impotencia ante nuestras fuerzas, en verdad
superiores. Os concedo un “amán” (tregua y favor). Tenéis tres días para que abandonéis la ciudad. No
destruyáis nada y podréis llevaros los animales y cuanto podáis cargar en
ellos. El día 12 estaré con mis tropas a las puertas de la ciudad para que vos
me entreguéis las llaves de ella.
.- Así se hará, contestó el musulmán. Las puertas de nuestras casas
quedarán abiertas y las hortalizas de los huertos plantadas y cuidadas. Todo
será respetado y sólo nos llevaremos cuanto podamos transportar.
Entre los parlamentarios, había un viejo anciano, de pequeña estatura,
de barba luenga y cana, pero de viva mirada y frente despejada. Todos se habían
puesto de pie para marchar, pero el anciano en aquel momento, dirigiéndose a
Fernando IV, le dijo mirándole a la cara:
.- Majestad, ¿Qué os hice yo a vos y a vuestra familia para ser tratado
de este modo?
El rey quedó perplejo ante aquella pregunta, cuyo significado no sabía y
le dijo:
.- Explicaos noble anciano.
.- Vuestro Bisabuelo, el rey don Fernando III, cuando conquistó Sevilla
me echó de mi morada y marché a Jerez. Cuando vuestro abuelo el rey don Alfonso
X, tomó Jerez abandoné mi casa y vine a morar a Tarifa, pensando que allí
estaba a salvo. Pero también Tarifa fue conquistada por vuestro padre el rey
don Sancho IV, y me vine a Gibraltar para pasar aquí mi vejez. Ahora llegáis
vos y tengo que dejar mi casa. No quiero vivir más en esta tierra, cruzaré el
estrecho y pondré mi casa allende la mar para así acabar en paz el resto de mis
días.
.- Noble anciano, mala suerte ha sido la vuestra, y siento vuestra
desgracia, pero son las cosas que traen las guerras.
El noble anciano, no comprendía como, los ejércitos cristianos, iban
empujando y echando de sus casas, pueblos y ciudades a unos hombres que vivían
en las tierras donde habían vivido sus antepasados durante siglos. Quizás el
noble anciano no sabía que quinientos años atrás los ejércitos musulmanes,
habían expulsado de sus casas, pueblos y ciudades a los cristianos que vivían
en España, empujándolos hacia las agrestes montañas del norte peninsular.
Cuando el día 12 de septiembre, después de salir 1125 musulmanes de la
ciudad, el rey Fernando IV, entró con sus hombres en Gibraltar, ordenó
reconstruir y fortalecer la parte de la muralla que había sido derruida por las
catapultas. También el rey mandó construir un varadero que protegiera las naves
castellanas de los embates del mar cuando este se ponía bravío, y modificó la
torre del castillo haciéndola más poderosa. Por último, concedió favores a
cuantas personas quisieron repoblar Gibraltar, sin tener en cuenta su pasado y
exigiéndolos solamente fidelidad a su persona. Después marchó con sus tropas a
Algeciras donde el grueso del ejército era frenado una y otra vez por las
fuertes murallas de la ciudad y el gran coraje de sus defensores.
El sitio de Algeciras, poco a poco se fue complicando. Con la llegada
del otoño y sobre todo del invierno, llovió tanto y tan violentamente que el
campamento cristiano se anegó hasta tal punto que algunas de las
construcciones, trincheras y cavas realizadas para el asedio quedaron hundidas
o sumergidas por el fango. Además, en una expedición por la Serranía de Ronda,
el valeroso Guzmán el Bueno murió víctima de una emboscada que le tendieron las
tropas del general meriní Ozmín.
Esta noticia cayó entre las tropas cristianas como un jarro de agua
helada, y a ella se unió que los caminos y cañadas por las que circulaban los
víveres que, en largas caravanas de carros, María de Molina enviaba a su
esposo, quedaron inutilizados por el fango que, bajando por las quebradas y
barrancos, habían cortado estas vías de comunicación por muchos sitios.
Pero las penas nunca vienen solas, y todo el mundo sabe que cuando un
barco se hunde las primeras que intentan abandonarlo para salvarse, son las
asquerosas ratas que normalmente se ocultan en las bodegas. Cuando las cosas
estaban en su peor momento, frenados por el barro y las inclemencias, con
escasos víveres, muchos de ellos, en estado de putrefacción; dos ratas, dos
nobles traidores, abandonaron el ejército marchando con todas sus mesnadas. Se
trataba de su tío, el infante don Juan, el villano de Tarifa, perdonado tantas
veces por su padre y por él mismo a instancias de María de Molina; y el infante
don Juan Manuel, señor de Peñafiel y nieto del rey Fernando III el Santo. No
valieron los ruegos de Fernando IV ni las dotes persuasivas del rey de Aragón
Jaime II, para evitar la fuga del cerco, poniendo por escusas que el rey les
debía unos dineros de sus soldadas y que no podía pagarles porque dineros y
vituallas no llegaban al campamento. Como esta guerra estaba considerada por el
Papa como cruzada, era seguida por todas las cortes de Europa y en todas ellas,
estos nobles, fueron calificados como auténticos cobardes.
Las fuerzas cristianas quedaron muy disminuidas con la marcha de estos
desertores. Sin embargo, como Fernando IV contaba con el apoyo de su hermano
Pedro, de Juan Núñez de Lara y de Diego López V de Haro; además de 400
caballeros, que el arzobispo de Santiago de Compostela don Rodrigo de Padrón,
había enviado desde Galicia para reforzar el cerco, él estaba convencido de que
eran fuerzas suficientes para hacer claudicar a una ciudad que, cercada por
tierra y por mar, empezaba a sufrir las consecuencias de la escasez de víveres.
Sin apenas alimentos y con gran parte de sus defensores muertos o heridos, la
rendición de la ciudad parecía inminente.
En el campamento cristiano, las cosas no estaban mucho mejor, aunque
esto no lo sabían los algecireños. La insalubridad del campamento hacía
presagiar que pronto aparecería la peste; y esta no se hizo esperar haciendo
que enfermase gravemente un insigne y valiente caballero como Diego López V de
Haro (todos los cabezas de la casa de Haro se llamaban igual, diferenciándose
solamente en el ordinal que seguía al nombre).
DIEGO LÓPEZ V DE HARO
(Obra
de Mariano Benlliure)
Las muertes, las enfermedades y los rumores de que en
Granada se estaba preparando un gran ejército que en primavera vendría a
socorrer a los sitiados, hicieron que Fernando IV aprovechara la llegada al
campamento cristiano del arráez de Andarax, que había llegado de Granada
para negociar una tregua, para firmar un tratado lo más ventajoso para
Castilla. Negociado el acuerdo, Fernando IV levantaría el asedio de Algeciras y
a cambio recibiría Quesada y Bedmar además de 50.000 doblas de oro puro, que le
vinieron muy bien para pagar soldadas y otros desperfectos que la adversidad
había provocado en su campamento.
Don Diego López V de Haro, el fundador de Bilbao recibió la noticia de
la firma del tratado en el lecho de muerte, falleciendo a los pocos días
mientras se levantaba el cerco de Algeciras. Era finales de enero de 1310 y
también en este mes y en estos días, el rey de Aragón Jaime II, levantaba el
asedio de Almería sin haber podido conquistarla.
LOS CARVAJALES. HISTORIA Y LEYENDA
Muchas veces la historia y la leyenda se mezclan de tal
manera, que el historiador no puede distinguir hasta dónde llega una para continuar
la otra. Después de levantar el cerco de Algeciras, el rey Fernando, que tenía
en mente insistir en llevar la guerra a Granada, empezó a viajar por las
ciudades castellanas con la idea de ir recogiendo la adhesión de los nobles
para su empresa. Mientras tanto su madre María de Molina había sufrido de
fuertes fiebres y ya repuesta se encontraba en Valladolid, donde preocupada por
su salud, experimentó la necesidad de hacer testamento con doble fin:
espiritual y material. Es aquí cuando dona su propio palacio a las monjas del
Císter, para que estas lo conviertan en monasterio. Nombró como albaceas
testamentarios a doña María Fernández Coronel y a don Nuño Pérez de Monroy,
arcediano de Campos y abad de Santander que en aquel momento era su canciller.
Verdad es, que en este primer testamento pidió ser enterrada en Toledo, pero
dicho testamento fue corregido en 1321, poco antes de morir y pidió ser
enterrada en Valladolid.
Pero María de Molina se recuperó de su enfermedad y aunque ella
solamente esperaba vivir tranquila los últimos años de su vida, aún tendría
bastantes motivos por los que sufrir.
Estando Fernando IV en la ciudad de Palencia, repuesto ya de las
dolencias que desde niño había padecido y que no cuidaba, pues era famoso por
su afición a las grandes comilonas y a sus excesos con el vino, resultó que fue
asesinado Juan de Benavides, persona muy allegada al rey,
saliendo del palacio al que había asistido para cenar con él. Los hechos, se
sitúan en una borrascosa noche de finales de primavera. El rey conocedor de que
su querido amigo don Juan de Benavides tenía gran cantidad de enemigos, pues
muchas veces su espada había hecho justicia a capricho de su rey, le dijo:
.- Los criados me dicen que la
noche está tormentosa, el viento huracanado ha apagado la mayoría de las
lámparas de aceite que alumbran la ciudad y parece que el cielo, entre truenos
y relámpagos, está dejando caer tal cantidad de lluvia que ha convertido en
ríos las calles de Palencia. Mejor sería, amigo mío, que durmierais esta noche
en palacio.
.- Gracias majestad, mi casa está cerca y con este temporal las calles
estarán vacías. No creo que corra ningún peligro. Además, ya sabéis cuan
diestro soy con la espada y ella me acompaña aquí debajo de la capa.
.- Salió del palacio, y se puso a caminar hasta que llegó a los
soportales. La noche estaba tan oscura como la boca de un lobo, la lluvia
torrencial hacía un ruido ensordecedor y solamente cuando el cegador brillo de
un relámpago anunciaba el estremecedor ruido del trueno, se iluminaba la calle.
Una calle desierta y de fantasmagóricas e inmóviles sombras que causaban pavor.
De pronto dos sombras se movieron, de detrás de las columnas que los ocultaban,
y se abalanzaron sobre don Juan de Benavides que, embozado en su capa y con el
sombrero calado hasta las cejas, no tuvo tiempo de acudir a su espada. La luz
de un relámpago iluminó dos aceros que, como dos fulgurantes rayos, se clavaron
en la noble figura que no vio llegar la muerte que le daban a traición. Abrió
su capa, echó mano a su espada y no la llegó a desenvainar; después
tambaleándose abandonó el soportal y dando un profundo quejido, cayó de
espaldas en medio de la calle mirando al cielo y con los brazos abiertos, con
la lluvia cayendo sobre su rostro. Mientras tanto las dos sombras, los dos
asesinos, huían a la carrera bajo la lluvia, desvaneciéndose sus figuras en la
oscuridad de la noche.
Cuando el rey se enteró de lo que había ocurrido, montó en cólera y
exigió el esclarecimiento de los hechos fuese como fuese y lo antes posible.
Los hombres del rey indagaron y preguntaron en todas las casas cercanas, por si
alguien desde las ventanas había podido ver u oír algo que los llevara hasta
los asesinos. Algunos, curioseando la tormenta, habían visto a dos embozados
acercarse a un tercero que caía al suelo, pero nadie había conocido ni a los
agresores ni al agredido.
Pasaban los días y los hombres encargados de la investigación, no
encontraban pruebas fidedignas que los llevasen al esclarecimiento del crimen. El
rey, que era de temperamento muy irritable, no se conformaba con que aquel
asesinato de una persona tan importante y querida por él, quedara impune. No
cesaba de apremiar a los investigadores, y estos temían que la furibunda cólera
del monarca cayera sobre ellos de un momento a otro. Acuciados por la necesidad
de encontrar a los culpables, pues de lo que si parecían estar seguros era de
que se trataba de dos personas, sus pesquisas los llevaron hasta dos hermanos
que estaban bastante enemistados con don Juan. Se trataba de dos nobles
caballeros de la Orden de Calatrava, llamados Juan Alfonso y Pedro Alfonso
de Carvajal.
Cuando Fernando IV se enteró de que aquellos dos hermanos eran
considerados sospechosos, dio por segura su culpabilidad y ordenó su detención
con el máximo secreto, para que estos no huyeran o se hicieran fuertes en
alguno de sus castillos. Los Carvajales como así se los conocía habían sido
sospechosos de estar a favor de los nobles rebeldes que habían conspirado
contra el rey, a favor de don Alfonso de la Cerda; y el rey que veía enemigos
en todas partes, vio clara la oportunidad de deshacerse de estos dos hermanos.
Mandó a don Pedro de Benavides, primo del asesinado que, con un fuerte
dispositivo de hombres bien armados procedieran a su detención allá donde los
encontrasen, a no ser que fuera en tierra sagrada (iglesias o monasterios); y
los llevasen a su presencia, pues quería darles un ejemplar castigo acorde con
su alevoso crimen.
En Medina del Campo, durante la Edad Media, se celebraban dos ferias:
una en el mes de mayo y otra en octubre, con una duración cada una de unos 50
días. Durante la primera de ellas, los campesinos se aprovisionaban de ganados
y todo tipo de material para los trabajos de la recolección que, como todo el
mundo sabe, eran muy duros. En la segunda se vendían todo tipo de granos, bien
fuera legumbres o cereales y en esta las familias que no eran campesinas, se
aprovisionaban de todo tipo de alimentos para pasar el invierno que, también
sabemos que era muy largo en Castilla.
Una mañana del mes de junio, la Plaza Mayor de Medina del Campo era un
hervidero de personas y animales. Se celebraba la primera gran feria del año y
todo el mundo se aprestaba a realizar sus compras regateando y porfiando con
los vendedores. Entre la marabunta de gentes que llenaban la Plaza Mayor más
grande de España, se podían ver: tratantes de ganado, gitanos con sus caballos
y recuas de mulos para carga y trabajo; y también campesinos que intentaban
comprar algún animal para el verano o vender algún muleto que ellos habían
criado, y que les proporcionaría algún beneficio para afrontar los gastos que
habían de pagar a los segadores necesarios para recoger las cosechas.
Entre la batahola que todo este gentío producía, aún podían oírse las
voces de pregoneros que anunciaban sus mercaderías o los gritos de un sinfín de
chiquillos que corrían, la mayoría de las veces, al lado de los puestos de
chucherías. También se hacían notar un nutrido número de meretrices de
diferentes categorías que, con palabras insinuantes o guiños de ojos,
practicaban el oficio más viejo del mundo, intentando participar, con el
comercio de sus cuerpos, de los dineros que unos y otros ganaban en los tratos.
Pues bien, junto a un grupo de bellos caballos, que tratantes de dinero
intentaban vender, se encontraban los hermanos Carvajales. Lucían en su pecho
la Cruz de Calatrava, ricamente bordada sobre su túnica, el tahalí que pendía
de su cinturón sujetaba sendas espadas de bella empuñadura y toda su figura despedía
tal caballerosidad y gallardía, que aun no teniendo los cuatro mozos de armas
que los acompañaban, causaban respeto y admiración. Miraban, tocaban y volvían
a mirar dos briosos corceles de color alazán que eran la admiración de la
feria, pero a los que todas las bolsas no podían aspirar.
En estos tratos estaban, cuando el bullicio de la plaza descendió de
volumen hasta convertirse en un intenso susurro. Una columna de hombres del
rey, capitaneados por don Mendo de Benavides y armados hasta los dientes,
irrumpió en el ferial y abriéndose paso entre la multitud llegó hasta donde
estaban los hermanos Carvajales.
.- ¡¡Daos presos en nombre del rey!! Dijo, con bronca voz, don Mendo.
Los mozos que les daban escolta iniciaron el movimiento de desenvainar
sus espadas, pero don Pedro de Carvajal se lo impidió con un gesto. Después
dirigiéndose a don Mendo le dijo:
.- ¿De qué se nos acusa para que vengáis con un ejército a detenernos en
plena feria?
.- Tengo orden de llevaros junto al rey y él os dirá que crimen habéis
cometido.
De nada sirvió pedir explicaciones, declararse inocentes y decir que
aquello era un error y una injusticia. Los dos hermanos fueron aherrojados allí
mismo y ya cargados de cadenas fueron sacados de la plaza, seguidos de sus
criados que quedaron como perros sin dueño u ovejas sin pastor.
El rey Fernando IV, por aquellos días marchaba hacia la guerra que había
vuelto a declarar al reino de Granada. Sus tropas se habían fijado como primer
objetivo la toma de Alcaudete, y esto hizo que el rey con parte del ejército
acampara en Martos, localidad de la provincia de Jaén. Como las órdenes reales
era llevar a los prisioneros a su presencia, don Mendo de Benavides, con su
pelotón de hombres armados y los prisioneros, se encaminaron hacia allí.
Cuando los hermanos Pedro y Juan de Carvajal, se enteraron de que su
destino era la localidad de Martos, se sintieron aliviados, pues ellos vivían
allí durante largas temporadas y eran muy conocidos y queridos por todos los tuccitanos
(habitantes de Martos). Esto y saberse inocentes hizo que el
camino, aunque estaban cargados de cadenas y en una jaula de madera anclada en
un carro de bueyes, se hiciera más llevadero.
Tardaron doce días en llegar al lugar donde el rey, que había sido
avisado por un mensajero, ya los esperaba. El aspecto de aquellos nobles
caballeros, después de tantos días de marcha por caminos polvorientos, era muy
desagradable. Mal alimentados, sucios y sedientos, con sus ropas depauperadas y
sus cabellos enmarañados y polvorientos, causaban pena a los habitantes de
Martos que veían como aquellos dos hermanos que consideraban cercanos e
inocentes, eran injustamente tratados.
El lóbrego calabozo donde fueron encerrados los hermanos Carvajales,
resultó menos duro que el largo viaje enjaulados por caminos y cañadas. Allí en
Martos, tenían ellos su casa señorial, y el rey después de varios días, dejó
que algunos criados pudieran llevarlos ropas, si no lujosas al menos limpias.
También se lavaron y peinaron sus cabellos, recobrando parte del aspecto que
tenían antes de ser apresados.
El cambio de trato y de aspecto, les hizo pensar que pronto serían
recibidos por el rey; y no se equivocaban. El día seis de agosto de 1312,
fueron conducidos en presencia de Fernando IV que, sentado en su escaño y
rodeado de nobles y obispos, los miraba con rostro iracundo. Los dos hermanos,
cruzaron la sala en dirección al rey, con paso firme y decidido. Iban
desarmados pero sus guardianes les habían liberado de las cadenas que sujetaban
sus manos y pies. Al llegar junto a Fernando IV, Pedro y Juan de Carvajal, se
pararon y sin doblar la rodilla inclinaron sus cabezas, al tiempo que ponían su
puño diestro sobre la cruz bordada que tenían en el pecho.
.- Majestad, dijo Pedro Alonso de Carvajal, queremos saber cuál es el
delito del que se nos acusa, para ser apresados y traídos hasta aquí aherrojados
y enjaulados como dos fieras.
.- ¿Cómo dos fieras? Yo más bien creo que el trato que se os ha dado es
el que se merecen dos lobos traidores que amparados por la oscuridad de la
noche, han cometido el vil crimen del que se os acusa.
.- ¿De qué crimen habláis señor? Dijo don Juan. Nadie en los reinos
cristianos ni musulmanes puede acusarnos de haber cometido crimen alguno.
Nuestras manos están limpias de sangre y si nuestras espadas, alguna vez, han
dado muerte a algún hombre, ha sido en batalla o en buena lid entre
caballeros.
.- Se os acusa de dar muerte a traición, en la ciudad de Palencia, a don
Juan de Benavides. Muerte que disteis con premeditación, nocturnidad y
alevosía.
.- ¿Quién nos acusa? Dijo alzando la voz y mirando directamente al rey,
don Pedro.
Aquel tono y aquella mirada ensoberbecieron más al rey, que altivo y
fuera de sí gritó:
.- Yo, que soy el rey, os acuso, os declaro culpables y os condeno a
morir con la salida del sol, enjaulados
como lobos y arrojados desde las almenas del castillo al precipicio que rodea
la fortaleza.
Ruinas del castillo de Martos sobre la peña
El día 7 de agosto de 1312, todo estaba preparado para la ejecución de
los hermanos Alonso de Carvajal, en el castillo de Martos.
La ejecución estaba prevista para la salida del sol, pero ya bastante
antes una gran multitud se agrupaba en las cercanías del castillo e incluso en
las laderas del escarpado risco. Fernando IV, quería presenciarlo y quería que
la muchedumbre lo viera. Quería que el ejemplar castigo sirviera de aviso y
escarmiento a todos aquellos, nobles o plebeyos, que se les ocurriera levantar
la mano en contra de su rey.
Por fin, bien entrada la mañana de un día de cielos límpidos y color
turquesa apareció, en lo alto de la torre del castillo, el monarca con algunos
personajes de su séquito, entre los que estaba don Mendo de Benavides. A una
señal suya trajeron a los dos condenados, que venían encadenados, demacrados y
heridos; señales estas inequívocas de haber sido cruelmente torturados para que
declararan su culpabilidad. Los acompañaban, un Escribano del rey, dos
soldados, el verdugo y un fraile franciscano que oraba continuamente en voz
baja. Los dos hermanos, se quedaron mirando a una gran jaula de hierro que interiormente
estaba erizada de afiladas puntas metálicas que como puñales apuntaban hacia su
interior. La escena era sobrecogedora y el silencio abrumador. Por fin el
escribano del rey dijo:
.- Esta es la justicia que el rey nuestro señor don Fernando IV manda
hacer con estos dos asesinos. Como lobos cobardes asesinaron amparados en la
oscuridad de la noche a don Juan de Benavides, en la ciudad de Palencia. Ahora
como lobos enjaulados serán arrojados al vacío desde esta almena y el reino de
Castilla sabrá como su majestad castiga a los traidores y asesinos.
.- ¡Rey de Castilla y de León!!, dijo don Pedro Alfonso de Carvajal.
Bien sabéis que no somos ni traidores ni asesinos y que nuestra muerte sólo
sirve para vuestra venganza y la venganza de la casa Benavides. Juro por la
Cruz de Calatrava, que aún resplandece en nuestro pecho, que mi hermano y yo
somos inocentes de ese crimen.
El rey se fijó de pronto en las cruces que los hermanos Carvajal, como
caballeros de la Orden de Calatrava, llevaban bordadas en el pecho y gritó:
.- ¡¡Despojadlos de sus túnicas!!, no quiero que la cruz de Nuestro
Señor los acompañe en el castigo que sólo ellos se merecen. Metedlos en la
jaula y acabemos de una vez.
Don Pedro y don Juan de Carvajal, fueron introducidos en la jaula.
Primeramente, habían sido despojados de sus túnicas y liberados de sus cadenas.
Luego la jaula fue colocada al borde del precipicio, mientras el rey se reía
viéndolos desnudos, inermes y enjaulados. Pero ni en aquel sobrecogedor momento,
los jóvenes caballeros perdieron su dignidad y en el momento en que el rey más
se reía, don Pedro de Carvajal gritó con voz tan atronadora, que no solamente
se oyó en el castillo, sino que también en toda la montaña:
.- ¡¡¡Rey Fernando, Escuchadme por última vez!!!. Os hemos dicho que
somos inocentes y vos lo sabéis. Ponemos por testigos a todos los aquí
presentes, incluidos los habitantes de Martos, que presencian esta injusticia, que
mi hermano y yo, os emplazamos a vos, Fernando IV, a que de hoy en treinta días
comparezcas con nosotros ante “El Tribunal de Dios nuestro Señor” y él nos
juzgará a los tres. ¡Óyeme bien! de hoy en treinta días.
Todo el mundo lo oyó, el rey también, pero prorrumpió a carcajadas y sin
dejar de reír dio la orden al verdugo de arrojar la jaula al precipicio.
Cayó la jaula al vacío. Un momento de silencio y después un brutal
impacto contra las rocas, mientras un grito unánime y desgarrador salió de las
gargantas de cientos de tuccitanos que presenciaban la ejecución. Luego la
jaula asesina rodó cuesta abajo entre riscos, aristas pedregosas, zarzas y
gravas arrancadas por la velocidad de su caída. Siguió cuesta abajo, dando
saltos, vueltas y golpes, hasta llegar a un lugar más llano donde, después de
aminorar su marcha, impactó con una roca que detuvo su caída.
Los pobres habitantes de Martos que más cerca estaban del lugar donde se
había parado la jaula, se acercaron corriendo, pero al llegar, la visión que
contemplaron los llenó de espanto y dolor, haciéndoles caer de rodillas y
rezar. Los cuerpos de los hermanos Alonso de Carvajal, parecían un amasijo de
carne y hueso, rotos sus miembros y traspasados por decenas de puñales que los
había dejado exangües e irreconocibles.
Retirados los cadáveres, la familia reclamó al rey sus cuerpos y los
dieron cristiana sepultura en la iglesia de Santa Marta en Martos. Las gentes
del pueblo visitaban la roca donde paró la fatídica jaula y allí rezaban y
lloraban; más tarde se colocó una cruz de hierro sobre un monolito y al lugar
se le dio el nombre de la “Cruz del Lloro”. Hoy en la localidad de
Martos se puede ver, en medio de una plaza, el célebre monolito que el pueblo
lo ha adornado, engrandecido y protegido, convirtiéndolo en un monumento.
CRUZ del LLORO” (Martos)
Lloró la
familia, lloró Martos y lloró media Castilla, la muerte de aquellos dos jóvenes
hermanos cuya nobleza e inocencia se creían bien probadas. Todos pensaban que
la justicia del rey había sido injusta o por lo menos demasiado severa, pero el
monarca y la familia Benavides quedaron satisfechos.
En el mes de agosto, bajo un sol que derretía los cuerpos bajo las
férreas armaduras, la guerra continuaba y el ejército castellano estaba
atacando Alcaudete, donde los musulmanes aguantaban el cerco luchando
bravamente y aguantando un asedio que los estaba dejando sin víveres y sin
agua. Fernando IV marchó para capitanear el asedio y estar presente en el
momento de la capitulación.
A finales de agosto y quizás a consecuencia de tanto calor, el rey se
encontró indispuesto y decidió marchar a Jaén para descansar, dejando al mando
del ejército a su hermano el infante don Pedro de Castilla. Llegado a Jaén el
rey se repuso totalmente y allí el día 6 de septiembre recibió la alegre
noticia de que el día cinco del mismo, había sido tomada la plaza fuerte de
Alcaudete. El día siete, reunido con algunos de sus nobles más allegados,
celebró un opíparo banquete donde se comieron suculentas viandas y se bebieron
toda clase de vinos, donde el rey abusó de las unas y de los otros. Después del
banquete Fernando IV se retiró a sus aposentos para echarse una siesta y pidió
que nadie le molestase.
Pasaron unas horas y como el rey no aparecía, su mayordomo le fue a
llamar y cuál no sería su sorpresa, al ver que el monarca aún estaba en su
lecho. Parecía descansar tranquilamente, sin embargo, sus ojos estaban abiertos
y la expresión de su rostro denotaba una gran sorpresa. El criado se acercó y
comprobó que el rey no respiraba. Tocó su mano y esta estaba fría. El rey
Fernando IV había muerto mientras dormía. Era el día siete de septiembre de
1312, el mismo día en que se cumplía el mes dado de plazo por los hermanos
Pedro y Juan de Carvajal para comparecer ante el tribunal de Dios.
MUERTE DE Fernando IV (Óleo de José
Casado de Alisal)
Muerto el rey
a sus juveniles 27 años, no fueron pocos los hombres en la corte, en Martos y
en toda Castilla y León, que recordaron el siniestro día de la ejecución.
Cuando Pedro Alonso de Carvajal y su hermano Juan, después de declararse
inocentes le emplazaron a que se presentara ante el tribunal de Dios en
el plazo justo de un mes. La noticia fue impactante y desde aquel día a
Fernando IV de Castilla se le apodó “El Emplazado”.
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¡¡Cómo lloró María de Molina la muerte de aquel hijo que tantos sufrimientos
le había costado criar y hacerlo rey! Pero ahora no había tiempo para llorar y
derrumbarse. Su hijo Fernando IV, había dejado como heredero al trono a su
primogénito Alfonso; un niño de año y medio al que su madre, la reina Constanza
de Portugal debía de proteger, cosa casi imposible sino era bajo el amparo de
ella como abuela.
Con la muerte de Fernando IV “El Emplazado”, en los reinos de la corona de
Castilla, otra vez empezaron las luchas y las conspiraciones entre la nobleza.
Como suele decirse por estos lares, las palomas se tornaron halcones y todo el
reino se revolucionó buscando cada uno el mejor provecho para él. Por si esto
fuera poco, al año siguiente con dos añitos cumplidos el futuro rey Alfonso XI,
murió su madre la reina Constanza de Portugal, el día 18 de noviembre de 1313;
y María de Molina tuvo que volver a asumir los papeles de reina y regenta.
Ante una situación tan comprometida, no cabía otra solución que convocar
cortes, para que, según el criterio del “Código de las Siete Partidas”,
uno, dos, o más tutores se encargasen de que el reino saliera de esa situación.
Las cortes se convocaron en la ciudad de Palencia en abril del año 1313, cuando
aún no había fallecido la reina Constanza, y pronto se vio que el reino quedaba
dividido en dos: mientras los concejos de Castilla, León, Galicia y Asturias
apoyaban al infante Juan como tutor del rey niño, Toledo y toda Andalucía
apoyaban a María de Molina y a su hijo Pedro.
Mientras en estas discusiones y desencuentros estaba el reino de
Castilla, los musulmanes, aprovechando la situación, empezaban a atacar por el
sur de la península; y estando en estas negociaciones, y cuando ya parecía
inminente la lucha armada, ocurrió según dije antes, la muerte de Constanza, la
reina madre. Por lo que hubo que convocar nuevas cortes en agosto de 1314, esta
vez en Palazuelos entre las localidades de Corcos del Valle y Cabezón de
Pisuerga, en la provincia de Valladolid.
María de Molina, que ya había vivido aquella situación, dedicó todas su
fuerzas y habilidades diplomáticas en lograr la paz en aquel avispero de nobles
que, como perros hambrientos, aspiraban cada uno a llevarse el bocado mejor.
Por fin, aquí en Palazuelos, se llegó a un convenio en el cual quedaba claro
que la función de tutores sería ejercida por los infantes Pedro y Juan;
mientras que, a María de Molina, se le adjudicaba el cuidado y educación de su
nieto hasta la mayoría de edad.
Firmado este convenio de Palazuelos y aparentemente apaciguados los
ánimos, al mes siguiente de la firma, se le entregó el niño a su abuela María,
ya que éste estaba bajo la fiel custodia del Obispo de Ávila. Una vez que el
rey niño Alfonso XI, estuvo bajo la protección de María de Molina, ésta que
pasaba gran parte del tiempo en Valladolid, dejó esta ciudad y se estableció
con su nieto en la ciudad de Toro.
Los moros, como así llamaban los cristianos a los musulmanes, estaban
atacando ciudades y fortalezas del sur de España, aprovechando las discordias
internas en el reino de Castilla. Así que, restablecido el orden interno, no
quedaba otra solución para los ejércitos cristianos que marchar contra el reino
de Granada.
El infante don Pedro, solicitó del Papa Juan XXII, que esta guerra
tuviera el rango de cruzada y le fue concedido, por lo que el ejército
cristiano fue engrosado por tropas de allende los Pirineos. El mando total del
ejército era compartido por los infantes don Juan (el de Tarifa) y por el
infante don Pedro (tío del rey). Cada uno con sus tropas avanzaron hacia
Granada conquistando castillos y arrasando villas, hasta reunirse en Cañete de
las Torres. Al mismo tiempo, una docena de galeras cristianas se situaron en el
estrecho de Gibraltar entre las plazas de Algeciras y Almería; ya que en la
cabeza de los comandantes cristianos estaba la idea de conquistar estas
ciudades antes de atacar Granada.
La envidia y la avaricia son malas compañeras de viaje, y entre los dos
infantes, la una y la otra eran evidentes. Los dos ambicionaban sobresalir
sobre el otro en la rapidez de sus conquistas, envidiaban los botines y la fama
obtenidos por su oponente, y los dos deseaban quedarse con el mando y tutoría
real únicos si el otro moría en batalla. Pero como los malos deseos, muchas
veces, se vuelven contra aquel que los manifiesta, ocurrió que ninguno de los
dos sobrevivió al otro ya que ambos murieron en la misma batalla.
Unido todo el ejército, los dos infantes castellanos avanzaron en
dirección a Granada hasta que, pasando por la localidad de Pinos Puente,
llegaron a Albolote en la víspera de San Juan. Esta localidad, ubicada a los
pies de Sierra Elvira, ponía a los cristianos a dos leguas de la ciudad, lo que
permitía ver sus murallas en la lejanía; y a pesar de las intenciones del
infante don Pedro, que quería avanzar hasta poner sus tiendas junto a las
puertas de Granada, instalaron allí su campamento.
En el campamento cristiano se guardaban voluminosos tesoros, producto
del robo y saqueo de los castillos y villas que las tropas cristianas habían
arrasado. Sin embargo, faltaba el agua y el calor era insoportable. El sultán
de Granada Ismail I, viendo la situación en que se encontraban los cristianos
y como acampados y confiados de su superioridad dejaban el campamento y seguían
atacando las aldeas más cercanas, mandó a su general Uthmán b. Abi l-Ula a
quien los cristianos llamaban Ozmín, que con 5000 “zenetes” (excelentes
soldados bereberes) atacasen a los cristianos desperdigados por las aldeas
de la vega de Granada. Así lo hizo Ozmín y cientos de cristianos perecieron
teniendo que retroceder los supervivientes hasta el campamento cristiano.
Esta escaramuza fue la primera derrota que los cristianos sufrían en
mucho tiempo y sirvió para dar alas a los hijos de Alá y sembrar el desaliento
a los defensores de la Cruz. Viendo los infantes la mala situación en que se
encontraban acampados y la escasez de agua, decidieron levantar sus tiendas y replegarse
en dirección a Castilla para evitar una derrota mayor. Pero Ozmín, era un gran
general y rápidamente se dio cuenta de que los cristianos se preocupaban más de
proteger sus acémilas, cargadas con el oro y plata del botín que habían sacado
como fruto del saqueo, que de mantener bien agrupadas sus filas. Se dispuso que
la cabeza del ejército capitaneada por el infante don Pedro, hermano de María
de Molina y por lo tanto tío del rey, marcharía en cabeza formando la
vanguardia del ejército; y el infante don Juan (el traidor de Tarifa) y por lo
tanto cuñado de la reina, capitanearía la retaguardia, donde se aglutinaba gran
parte de la infantería y por lo tanto su marcha era más lenta.
Durante todo el día 24 de junio, Ozmín con sus 5000 zenetes, excelentes
jinetes y mejores guerreros, atacaron una y otra vez, sin entrar en gran
batalla, a la retaguardia cristiana. Veloces como un enjambre de avispas,
aparecían, herían, mataban y sin coger prisioneros volvían a desaparecer
amparados en la velocidad de sus corceles. Al siguiente día, 25 de junio de
1319, las tropas cristianas mandadas por el infante don Juan, estaban
desagrupadas, hambrientas y sobre todo sedientas hasta el punto de que algunos
hombres empezaban a desfallecer. En este momento Ozmín, lanzó toda la fuerza de
sus zenetes, que sedientos de sangre y ansiosos de venganza, atacaron de lleno
la retaguardia cristiana, causando gran mortandad y desconcierto. El infante
don Juan, mando aviso a su sobrino Pedro para que volviera grupas y le ayudara a
hacer frente y repeler aquel brutal ataque musulmán. Así lo hizo el valeroso
infante, pero al llegar al campo de batalla, vio la nula organización de las
filas cristianas que, rotas y desordenadas, intentaban resistir el feroz y bien
organizado ataque musulmán.
De nada le valieron los esfuerzos que hizo don Pedro para reorganizar
las filas del ejército cristiano, las tropas retrocedían en caótico desorden y
de un momento a otro se veía que se iba a producir una fuga en desbandada. Ante
esta situación, don Pedro manda avanzar a Juan Martínez, que era su
portaestandarte, en dirección a las filas enemigas y da orden a los nobles de
que, con el resto de sus tropas le sigan, pero estos reúsan, solamente un
valiente soldado llamado Juan Ponce de Córdoba, saliendo de entre las filas
cristianas gritó a los suyos diciendo: “Hijosdalgo de Castilla, ¿no veis
enfrente a los moros? Vayamos contra ellos pues más vale morir por Dios de
forma digna que vivir el resto de nuestras vidas con la deshonra de la
cobardía”. Pero fueron muy pocos y con poca determinación los que le
siguieron. Don Pedro estaba desesperado y veía que la situación era cada vez
más angustiosa, por eso en un ataque de valentía suicida, lanzando el grito de ¡¡¡Santiago
y Castilla!!! intentó lanzarse contra el enemigo que avanzaba segando vidas
como las hoces siegan los trigos en verano. Uno de sus nobles llamado Juan
Alfonso de Haro le sujetó las riendas del caballo, pues lo que pretendía era un
suicidio. Pero el infante ya estaba decidido, lanzó un mandoble a quien le
sujetaba que se apartó y la espada cortó la rienda, al mismo tiempo hundió sus
espuelas en los ijares del noble bruto que, herido y mal sujeto del freno, se
encabritó yéndose a la empinada de tal forma, que el caballo cayó de espaldas pillando
debajo a su jinete.
La caída fue tremenda y el golpe recibido en la cabeza, mortal. Don
Pedro ya no volvió a recobrar el conocimiento y gran cantidad de sangre empezó
a fluir por la boca y la nariz; el valiente hijo de María de Molina estaba moribundo.
Sus ayudantes le quitaron el casco y la armadura que además de no dejarlo
respirar le estaba asando de calor; todo fue inútil, al poco tiempo era
cadáver.
De momento la noticia se ocultó al ejército, estando solamente los más
allegados en posesión de la verdad. Juan Alfonso de Haro mandó un mensajero al
infante don Juan comunicándole la muerte de su sobrino y que de él dependía
ahora el mando de todo el ejército. Retrocediendo sin dejar de luchar las
huestes cristianas se estaban desperdigando por la sierra, y como las
desgracias casi nunca vienen solas, el infante don Juan que aplastado por un
sol que derretía los cuerpos bajo las armaduras, sintió primero un
desfallecimiento que debiera haberle hecho abandonar la lucha, pero como él
quería vencer en aquella batalla, que le daría a él sólo toda la fama, se
repuso y siguió luchando y arengando a sus soldados hasta que, al caer la tarde
después de una jornada de lucha agotadora, le dio una apoplejía que le hizo
perder el habla y la razón.
Amparados en la noche, el ejército cristiano abandonó su campamento y su
botín; y cargando con sus infantes uno muerto y el otro moribundo, se puso en
franca retirada. El ejército de zenetes musulmanes, también habían sufrido
muchas bajas y la dura lucha había hecho mella en ellos, por lo que al ver el
real de los cristianos abandonado se fueron a él y haciéndose con todo su
botín, volvieron grupas hacia Granada. Aquella misma noche moría también el
infante don Juan (el de Tarifa), y desde entonces el cerro donde se produjo
aquella derrota y la muerte de don Pedro y don Juan, se llama el “Cerro
de los Infantes”.
Cuando el ejército cristiano, perdido todo su cuantioso botín, dejando
cientos de muertos abandonados y desperdigados sus hombres por la sierra,
llegaron a Priego de Córdoba y después a Baena, los nobles que quedaban
mandaron mensajeros a la reina que se hallaba con su nieto Alfonso XI en la
ciudad de Toro.
Cuando María de Molina, ya de edad avanzada y con la salud muy
quebrantada por todo lo que había tenido que sufrir en la vida, se enteró de la
muerte de su querido hijo, el infante Pedro, y de su cuñado, el infante Juan,
sintió como si un cuchillo se clavara en su cansado corazón. Sabía la reina,
que otra vez el avispero de nobles empezaría a zumbar en su derredor, buscando
la tutela de Alfonso XI que todavía era menor de edad. Pero María de Molina, no
era una mujer cualquiera, por lo que sacando fuerzas de flaqueza y viendo los
problemas que sobrevenían al reino, convocó a los representantes de las
principales villas y ciudades de Castilla, para informarles de la gran tragedia
sobrevenida y para pedirles su apoyo, ya que, según el acuerdo firmado en la
localidad vallisoletana de Palazuelos, ahora le correspondía a ella la tutoría
del rey. También informó de que sus intenciones eran: primeramente, dar
cristiana sepultura a su hijo Pedro en las Huelgas reales de Burgos y a su
cuñado, el infante Juan, en la catedral de la misma ciudad, según había sido su
deseo. Después, reunidos los principales del reino, se trataría de la tutoría
de su nieto.
Apenas enterrados los infantes, la sombra de la guerra empezó a planear
sobre el reino castellano-leonés, del mismo modo que los buitres planean en el
cielo sobre el campo donde se ha celebrado la batalla. Su sobrino Juan (Juan el
Tuerto), su propio hijo Felipe y el noble don Juan Manuel, se disputaban entre ellos
el título de tutor del rey, que aún seguía siendo menor para asumir la corona.
La reina abuela, María de Molina tenía ya la salud muy quebrantada pues con sus
55 años y todas las penas y trabajos que había soportado, era ya una mujer
vieja para afrontar nuevas desdichas.
La reina intentó mediar entre unos y otros, pero no consiguió la paz.
Sin embargo, ella no se doblegó, aquella mujer de Valladolid, que tanto había
sufrido, se convirtió en el bastión firme de la monarquía, sabía que la corona
de su nieto Alfonso XI peligraba y, como el viejo roble sufre y aguanta los
embates de las tempestades, así María de Molina se mantuvo firme sosteniendo a
su nieto en el trono mientras los demás luchaban entre ellos. Viendo que no
conseguía apaciguar las luchas internas, recurrió a la mediación y protección
papal, al tiempo que convocaba cortes en Valladolid. El Sumo Pontífice, ordenó
venir a Valladolid al cardenal de Santa Sabina a principio de 1321 que, con una
reina ya avocada a la muerte, intervino para poner paz entre la nobleza,
recordándoles a los nobles en discordia que la guerra en la península había de
hacerse contra los hijos del Islán y no entre ellos que eran hermanos en la fe
de Cristo.
En las semanas siguientes, María de Molina, viéndose a las puertas de la
muerte, requirió al Escribano de Valladolid don Pedro Sánchez, para hacer
testamento y ampliar y reiterar algunas de las mandas que ya había hecho en el
anterior testamento de 1308.
A los pocos días de haber hecho testamento, moría la reina en Valladolid
el día 1 de julio de 1321. Fue enterrada según sus deseos en el monasterio de
Santa María la Real, hoy conocido con el nombre de Las Huelgas Reales de
Valladolid y que había sido, como ya dije antes, fundado por ella en su propio
palacio.
Hace pocos días, aprovechando que la iglesia estaba abierta para una
celebración, pues ahora el templo está permanentemente cerrado, he vuelto a
visitar la tumba donde, desde hace ya más de siete siglos, reposa esta gran
mujer, excelente esposa y ejemplar madre de siete hijos. Reinó tres veces en
Castilla, como reina consorte de Sancho IV, como reina madre tutora de Fernando
IV y por último como reina abuela tutora de Alfonso XI. Una reina que fue
siempre mediadora entre las discordias, que abogó siempre por el perdón y la
concordia. Una reina que gracias a sus dotes y a su firmeza logró mantener la
paz del reino, esa paz que ahora tiene reposando en su sepulcro, esperando la
resurrección al final de los tiempos.
Me puse de rodillas, miré la sepultura y dije para mis adentros: que
gran mujer y que gran reina, pero que pocos conocen tu historia en este
Valladolid donde naciste y ahora yaces. ¡¡Cuantos entran en esta iglesia y no
saben quién está en esta tumba! Solamente las monjitas cistercienses lo saben y
le son fieles. Ellas cuidan con fe y devoción su sepulcro y rezan por ella y
por todos nosotros en la santa y humilde soledad de la clausura monacal.
M. Díez