sábado, 3 de septiembre de 2022

De Ansúrez a Mª de Molina

 

De ANSÚREZ a Mª. de MOLINA

Primera parte

            Muchas veces, visitando el arte que nuestras iglesias de Valladolid encierran entre sus muros, había entrado en la iglesia de Santa María la Real de las Huelgas, conocida por todos los vallisoletanos como “Las Huelgas Reales”. Un día en que mis pasos, sin rumbo previsto, me llevaron a dicha iglesia, entré y su ambiente me envolvió, como si un liviano y acogedor manto de paz cayera sobre mis hombros, induciéndome al descanso y la oración. Era un caluroso día de verano y dentro del templo, la temperatura era agradable, además sus gruesos muros me protegían de la luz cegadora del sol y del ruido de la ciudad. En la parte de atrás, en el coro bajo que se abre a la iglesia mediante un arco protegido con rejería, pude ver la imagen de dos monjitas cistercienses postradas de rodillas en actitud orante; eran la viva imagen del silencio, el recogimiento y la oración. Caminé unos pasos hacia el altar, me senté en uno de sus bancos pues estaba demasiado cansado para arrodillarme. Además, mis viejas rodillas ya no estaban acostumbradas a permanecer genuflexas, soportando mi peso, durante mucho tiempo. Mientras contemplaba el retablo mayor con sus esculturas de Gregorio Fernández y las pinturas de Tomás de Prado, me santigüé y me dispuse a orar. ¡Habían pasado tantas cosas y tantas personas por mi vida!, que quise dedicar mis oraciones por todos ellos y por todo lo bueno y lo malo que me había sucedido.

    La iglesia tiene planta de cruz latina y justo bajo su crucero se encuentra el sepulcro de la reina María de Molina. Una mujer que fue reina consorte, esposa de rey y madre de reyes. Una mujer ligada a Valladolid hasta su muerte e incluso más allá, pues sus restos mortales aún descansan en nuestra querida Ciudad. Sí, delante de mí se encontraba la tumba de aquella reina que tuvo una vida llena de avatares y desdichas, pero que se supo mantener firme ante la adversidad, gobernando y ayudando a gobernar los reinos de Castilla y de León en unos momentos difíciles y cruciales de la historia.

    Terminada mi breve pero devota oración, me acerqué al sepulcro y lo estuve observando en un profundo y reverente silencio. Allí yacía Doña María Alfonso de Meneses, conocida en la historia como la reina María de Molina, hija del infante D. Alfonso de Molina y de su tercera esposa Dª Mayor Alfonso de Meneses y que llegó a ser reina consorte debido a su matrimonio con Sancho IV de Castilla.


Sepulcro de la reina MARÍA DE MOLINA (Santa Mª Real de las Huelgas)

  El sepulcro se trata de una hermosa obra, en alabastro, de forma rectangular en cuya cubierta está la figura de la reina en actitud yacente, descansando su regia cabeza sobre dos almohadones. No se trata de la figura de una reina con ropajes reales y sien coronada, sino la de una mujer sencilla, vestida de humilde saya, con un ceñidor en su cintura y las manos, cruzadas sobre su regazo, están sujetando un rosario y un libro; llamando la atención un can echado a sus pies como símbolo de fidelidad. El sepulcro, que es exento, descansa sobre una base circundada por las cabezas de seis leones unidos entre sí por una cenefa de relieves vegetales. En el lado izquierdo aparece la Virgen con el niño Jesús en su regazo, jalonada por los escudos de Castilla y León y otros dos escudos, que después supe, se trataban del de su padre Don Alfonso de Molina que a su vez era hijo del rey Alfonso IX de León. Al otro lado del sarcófago, se puede ver a San Bernardo fundador de la Orden Cisterciense a la que pertenece el Monasterio de las Huelgas Reales de Valladolid. Me faltaba decir que, en el lado correspondiente a los pies del sepulcro, se puede contemplar a  María de Molina en actitud sedente, entregando a las monjas la Carta de Fundación del Monasterio.

    De camino a la calle volví mi mirada hacia las dos monjitas, no se habían movido, parecían dos estatuas en silenciosa oración y pensé: ¡Cuánta devoción!, ¡Cuánto fervor! y ¡Cuánto sacrificio por los demás!. Mujeres que han dedicado su vida al trabajo y la oración, encerradas, por propia voluntad, en férrea clausura. Me sentí pecador y, al salir al exterior, una bocanada de infernal calor me sacudió el rostro al tiempo que la luz cegadora del sol me hizo cerrar los ojos por un momento. La imagen de aquella mujer yacente sobre el frío sepulcro no se apartaba de mi mente. Pensé en lo poco que sabíamos los vallisoletanos sobre ella y me propuse investigar y plasmar por escrito en estas líneas los momentos más relevantes de su vida, enlazando esta con la de EL Conde Ansúrez. Se que es una etapa larga de nuestra historia castellano-leonesa pero, es tan interesante que bien merece ser recordada, por lo menos en sus hechos más relevantes y sus personajes más importantes.

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    El último monarca al que sirvió fielmente nuestro querido Conde Ansúrez había sido a Dª Urraca I, hija del rey Alfonso VI. Una mujer que adquirió los sobrenombres de “La Indomable” y “La Temeraria” ya que supo ejercer de reina contra todo y contra todos incluido su propio marido.

    Siendo Urraca una niña que no había alcanzado la mayoría de edad, su Padre la entregó como esposa a Raimundo de Borgoña, un noble a quien, con este matrimonio, Alfonso VI, quería pagar la gran ayuda que éste le había prestado en la lucha contra las fuerzas almorávides. De este matrimonio nacieron dos hijos: Sancha y Alfonso. Este, al ser varón, después reinaría en Castilla como Alfonso VII. Al morir prontamente su marido en Grajal de Campos, Urraca, reclamó a su padre sus derechos como futura reina, pero era mujer y en aquellos años primeros del siglo doce y en luchas constantes contra el Islán, una reina no parecía lo mejor para capitanear ejércitos. Y su padre, a cambio de nombrarla heredera, la hizo contraer matrimonio con el rey de Aragón Alfonso I “El Batallador”; un guerrero de pies a cabeza, un hombre dedicado de cuerpo y alma al ejército y a su lucha por la reconquista.

    Ya vimos, cuando hablamos del Conde Ansúrez, que la relación conyugal en este matrimonio no fue buena nunca, hasta tal punto que se enzarzaron en luchas no sólo conyugales sino también de reinos. Cuentan algunos historiadores que las desavenencias entre marido y mujer empezaron el mismo día de su boda ya que ella exigió a su marido el derecho a reinar pues era hija y heredera del rey Alfonso VI, pero el marido no quería permitírselo de ninguna manera ya que era del todo inconcebible que una mujer se quisiera igualar al esposo. La discusión fue in crescendo y, según algunas crónicas, “El Batallador” le puso las manos en la cara y el pie en otra parte menos noble del cuerpo, para echarla del aposento conyugal.

    No pasó mucho tiempo hasta que después de muchas desavenencias y batallas, el Papa Pascual II declaró nulo el matrimonio y ella ya no volvió a casarse, aunque tuvo dos amantes: el conde Gómez González que murió en el año 1111 en una batalla luchando contra el ejército de su marido, y el conde Pedro González de Lara del que tuvo dos hijos ilegítimos, y estando embarazada de un tercero, murió en el castillo de los condes de Saldaña por complicaciones en el parto, aunque, otros cronistas dudan de que, a la edad de 44 años no es probable que en aquellos tiempos pudiera estar  embarazada, pero la historia así lo cuenta.

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ALFONSO VII


     Siguiendo la historia que hemos empezado, a la reina Urraca le sucedió en el trono su hijo Alfonso VII. El cual, el día 10 de marzo de 1126, dos días después de la muerte de su madre, fue coronado rey de León en la catedral de la capital y poco tiempo después reclamó a su padrastro, Alfonso I “El Batallador” el reino de Castilla.

    Alfonso I, que ya en tiempos de su esposa, se había adueñado de ciudades y territorios importantes de Castilla, se negó a ello y fiel a su afán guerrero y a su espíritu altivo y soberbio, reclutó un poderoso ejército y se dirigió contra su hijastro para dirimir diferencias. El joven Alfonso VII, no se amilana, y le sale al paso en las llanuras de la localidad palentina de Támara de Campos, y ambos ejércitos acampan uno a la vista del otro sin decidirse a atacar. Es aquí donde Gastón IV de Bearne, consejero del Batallador, con fama de hombre probo y de valor acreditado, ya que había sido soldado en la primera cruzada y uno de los primeros cristianos en entrar en Jerusalén, se dirigió a su rey en estos términos:

    .- Majestad, el ejército de vuestro hijastro se encuentra a la vista de nuestros centinelas, es quizás menos numeroso que el nuestro, pero castellanos y leoneses son soldados aguerridos y decididos a luchar hasta el final por su rey y por su tierra.

    .- ¿Qué me quieres decir amigo Gascón?. ¿Acaso vuestra experiencia y la de vuestro hermano Céntulo en la lucha, no es suficiente para dirigir conmigo el ejército a la victoria?

    .- Es verdad que tanto mi hermano como yo tenemos experiencia adquirida en la multitud de batallas en las que hemos participado en “Tierra Santa” para liberar los Santos Lugares. Pero precisamente esa experiencia nos demuestra que muchas veces la victoria se compra muy cara y hasta el ejército ganador queda debilitado. No podemos olvidar que nuestro verdadero enemigo es el Islán que aún domina la mitad de la Península y que acecha, como un león emboscado, esperando vernos débiles e indefensos para lanzarse hacia nosotros.

    .- Señor Gascón, vizconde de Bearne, vuestras palabras están cargadas de tanta razón que discutir con vos me resulta casi imposible. Pero decidme ¿qué podemos hacer?, yo no soy un hombre que rehúya la lucha. ¿Qué pensaría mi hijastro, si viera al rey de Aragón volver la espalda y retirarse, con el rabo entre las piernas, como perro apaleado?. Comprended, he traído hasta estos llanos de Támara a mi ejército y nadie podrá decir que Alfonso I de Aragón salió huyendo sin presentar batalla.

    .- No dudo ni dudaré nunca de vuestra valentía Señor, pero los almorávides, que son vuestros verdaderos enemigos, están a la expectativa de todo lo que hacéis. No hay movimiento de vuestro ejército que no sea espiado por ellos y, si después de esta batalla, aunque quedásemos victoriosos, ellos vieran que nuestro ejército había quedado disminuido y débil, no dudéis que seriamos atacados inmediatamente y la posibilidad de contenerlos sería incierta.

    El vizconde de Bearne se dio cuenta que sus consejos estaban siendo escuchados con atención por el Rey y continuó diciendo:

    .-Yo fui testigo de la matanza que los cruzados hicieron en la toma de Jerusalén (la Ciudad Santa). Yo no era partidario de ello e intenté evitarla, pero nada pude hacer pues la sed de sangre de los cruzados cristianos no se sació hasta que fue degollada toda la población de la ciudad, sin reparar en si eran musulmanes o judíos.

    .- Yo no sabía tal cosa. ¿No hubo nadie más que tú que reclamara piedad en nombre de Dios?

    .- Hubo más, pero cuando los hombres se convierten en fieras nadie puede pararlos y allí la sed de venganza y el ánimo de robo convirtió a los soldados de la cruz en verdaderos demonios.

    Hizo una pequeña pausa y continuó con su historia:

    .- Cuando terminado el baño de sangre con el que se castigó a los vencidos, y después de dirigirnos al lugar donde murió Jesús para dar gracias por la victoria, los nobles ofrecieron a Godofredo de Buillón coronarlo como rey de Jerusalén; pero él contestó: “Acepto gobernar la ciudad pero no con el título de rey, pues yo no podría nunca llevar una corona de oro donde el Hijo de Dios llevó una de espinas.” Y ante respuesta tan tajante, le dieron el título de “Defensor del Santo Sepulcro”. Título que llevó dignamente hasta su muerte.

    .- Eso sí que es un acto de nobleza y de humildad y además me consta que supo hacer bien su trabajo defendiendo la Ciudad Santa hasta que murió en el año 1100.

    .- Godofredo, al cual tuve el honor de servir, era un hombre noble y recto en su proceder, él me dijo en cierta ocasión que nuestra pésima conducta en la conquista, traería malas consecuencias, pues los hijos del Islán no olvidarían nunca aquella carnicería y esperarían un momento de debilidad cristiana para su venganza.

    .-Gastón, he escuchado con atención esta interesante historia que vos mismo habéis vivido pero ¿qué me queréis decir.?

   .- Quiero decir que si esta batalla que vamos a celebrar de inmediato se pudiera evitar, los almorávides se pensarían mucho en marchar contra nosotros. Por otro lado, mi hermano Céntulo tiene información de fuentes fidedignas sobre los problemas que vuestro hijastro tiene con su tía Teresa de León, que también espera verle debilitado para lanzar sus ejércitos contra él.

    .- Sin embargo pienso que mi hijastro tiene enemigos entre sus filas pues, de todos es sabido que el conde Pedro González de Lara, que fue amante de su madre y exesposa mía Urraca I, no ve con buenos ojos el poder que está adquiriendo Alfonso VII; y hasta creo que, con cierto tacto, se podría negociar con él para que se pasase con sus hombres a nuestro lado una vez iniciada la batalla.

    .- Posiblemente, pero García García, Alférez de su ejército y sus consejeros y apoyos Lope Díaz y el obispo de Burgos Jimeno, ya hace tiempo que sospechan de él y lo tienen bien vigilado.

    .- Bien, señor vizconde de Bearne, tenéis mi permiso para iniciar las negociaciones que vos creéis necesarias para solventar este gran problema en que estamos sumidos los reinos de León, Castilla y Aragón.

    A la mañana siguiente, con el sol iluminando las llanuras de Támara, resonó alto, intenso y penetrante el célebre olifante de Gastón IV vizconde de Bearne, al tiempo que éste, montado en su caballo y acompañado de cuatro lanceros, salía del campamento aragonés y se dirigía hacia el castellano. Marchaban al paso de sus caballos, el sol brillaba en sus bruñidas armaduras y se podía ver con claridad la bandera blanca que su hermano Céntulo portaba, desplegada a la leve brisa del amanecer, mientras apoyaba el otro extremo del mástil en su estribo derecho.

    El sonido del olifante llegó desde la lejanía al campamento castellanoleonés y el revuelo que se preparó fue mayúsculo, pues aquel olifante era de todos conocido y se sabía que su sonido era el preludio de entrar en batalla.

 

 


Olifante de Gastón de Bearne (Museo Pilarista (Zaragoza)

        Cuando los centinelas vieron acercarse al pequeño grupo con la bandera blanca desplegada al viento, tranquilizaron los ánimos de todos y pasaron aviso a la tienda del rey Alfonso VII, el cual dio las órdenes oportunas para que un grupo de jinetes salieran a su encuentro y condujeran a su tienda a los parlamentarios.

    El rey de Castilla y de León recibió en su tienda a Gascón IV de Bearne y a sus acompañantes. Él estaba sentado en un lujoso escaño de nogal hermosamente labrado y lucía en su pecho las armas de León y de Castilla. Su actitud era seria, aunque serena y con voz pausada, dirigiéndose al Vizconde le dijo:

    .- Señor vizconde de Bearne, ¿qué motivos tiene mi padrastro, el rey de Aragón, para mandaros a parlamentar ante mí en vísperas de una batalla?

    .- Majestad, es precisamente en vísperas de una batalla cuando se debe parlamentar para ver si es posible evitar el dolor y la muerte que se producen en el campo de batalla. Yo personalmente he hecho ver a mi soberano que tanto él como vos tenéis enemigos ajenos a esta contienda que os están observando. Esperan pacientes a que os desangréis y saben muy bien que tanto el vencedor como el vencido, quedará debilitado después de esta gran batalla que se avecina.

    .- Y qué, el rey de Castilla y León aún debilitado saldrá victorioso de sus enemigos como saldrá también victorioso contra el rey de Aragón.

    .- Eso piensa también mi Señor, pero ya sabéis que he participado en múltiples batallas en las cruzadas contra el Islán. El ardor guerrero de los cruzados, en Tierra Santa, nos hacía creer que, por llevar la cruz del Señor en nuestro pecho, nos hacía invencibles; pero la experiencia me dice que después de cada batalla, el campo quedaba regado igualmente por la sangre de cristianos y musulmanes y nuestro ejército se veía mermado de valiosos hombres que le hacían cada vez más débil, necesitando constantemente de los refuerzos que la cristiandad mandaba. Señor, las bajas que en los campos de Támara tengan nuestros ejércitos, no van a ser reemplazadas por nadie pues nadie vendrá en nuestra ayuda. Otrosí los que vengan, vendrán contra los supervivientes.

    .- Veo que mi Padrastro, el rey de Aragón, además de un gran general, tiene un gran embajador. No es de extrañar que, si sois tan diestro con la espada como lo habéis sido en exponer vuestras razones, hayáis ganado tantas batallas al lado del valeroso Godofredo de Buillón.

    .- Majestad, la espada sólo sirve para ganar por la fuerza lo que no se ha podido ganar con la razón.

    .- ¿Qué condiciones propone vuestro Rey?

    .- Señor, mi soberano Alfonso VII pide que le sean devueltas a Castilla las tierras que fueron de su padre y que, por derecho hereditario, le pertenecen. También pide que el título de Emperador que, desde la muerte de su madre vos ostentáis, le sea devuelto.

    .- Claras han quedado las pretensiones de mi Hijastro, pero hacedle saber que algunas de las tierras heredadas de su Padre, éste se las había arrebatado al reino de Aragón. Por tanto, propongo que en Támara nos reunamos ambos reyes con nuestros parlamentarios y allí veremos si, como vos decís, se puede llegar a una solución con las razones de una y otra parte y no con las espadas.

    .- Majestad, así se lo haré saber a mi señor Alfonso VII, rey de Castilla y de León.

    Gastón IV de Bearne, su hermano Céntulo y la escolta que los acompañaba, se inclinaron respetuosamente ante el Batallador y dando media vuelta salieron de la real tienda para después, montando en sus caballos, dirigirse al campamento castellano.

    De regreso, ya a la vista de las tiendas castellanas y leonesas, el vizconde de Bearne volvió a hacer sonar su olifante para avisar de su llegada. El rey Alfonso también oyó aquel sonido y salió a la puerta de su tienda para recibir a su gran general y consejero.

    Apeose Gastón del caballo y dándole las riendas a uno de sus escoltas se dirigió hacia el Rey que, con un ligero y afectuoso gesto, le invitó a entrar en la tienda y los dos tomaron asiento en sendos escaños.

    .- ¿Qué tal amigo vizconde?, ¿Qué tal os ha ido en vuestra entrevista con mi padrastro el rey de Aragón?. En algún momento he temido por vos, pues él sabe que sois mi principal capitán y el haberos hecho preso habría sido una gran victoria para él; por eso, cuando oí el sonido de vuestro olifante anunciando vuestro regreso, salí precipitadamente de la tienda y Dios es testigo de que me alegré muchísimo de vuestra vuelta.

    .- No cabe duda majestad, de que el rey de Aragón es un hombre valiente y está presto a empuñar su espada para dirimir diferencias aunque estas sean mínimas; pero también he de reconocer que es inteligente y sabe muy bien sopesar las ventajas y los inconvenientes que contraería una gran batalla. Creo, Señor, que esta vez hemos ganado la partida y que la batalla se va a evitar.

    .- ¡¡Valiente decís, y maltrató de palabra y de facto a mi difunta madre, poniendo sus fuertes manos de guerrero en las delicadas mejillas de una mujer, con la que según dicen ni siquiera consumó su matrimonio.!! Valiente, si yo me lo llegara a encontrar en el campo de batalla, veríamos si es tan diestro como dicen con la espada como lo fue con su larga mano en presencia de una dama.

    .- Majestad, vos sabéis que yo siempre hablo con toda sinceridad. Vuestro padrastro es un gran guerrero, diestro con las armas y frío de corazón. Es calculador y, en la lucha, no se deja llevar por la cólera ni por su afán de venganza. Él sabe esperar la ocasión para dar sus golpes y creedme, no me gustaría veros luchando contra él en el campo de batalla sin estar yo a vuestro lado.

    .- ¿Qué queréis decir, que yo no sería capaz de vencerlo sin vuestra ayuda?.

    .- Quiero decir que podríais vencerlo pero el riesgo sería grande?, pues ambos sois dos grandes guerreros.

    Después, queriendo cambiar el rumbo que estaba tomando la conversación el Vizconde continuó diciendo:

    .- El rey de Aragón propone que, si se ha de negociar, se levante una tienda en un lugar equidistante de ambos campamentos, custodiada por soldados de ambos ejércitos y allí acudáis los dos soberanos y vuestros parlamentarios para tratar del pacto.  Y que, en cuanto al título de emperador, él no lo quiere para nada y de antemano os lo cede.

    No le pareció mal al rey de Castilla y León aquella propuesta y, sin dudarlo un momento, dijo al Vizconde:

    .- Me parece bien el lugar y el modo en que se han de llevar las negociaciones y vos vizconde, con vuestro hermano y otras personas más que elijáis entre mis nobles y obispos, formaréis mi equipo negociador. Que Dios nos asista y nos ilumine para que se pueda demostrar que vos teníais razón en este pacto.

    Todo se realizó según ambos reyes habían acordado y aunque en un principio las miradas de odio entre ambos monarcas helaban el aire cálido de la tienda y el ánimo de los compromisarios, al final se llegó a un acuerdo. Dicho acuerdo, según consta en la Crónica de San Juan de la Peña, consistía en que el rey de Aragón devolvería a Alfonso VII todas las tierras ciudades y castillos que habían sido de su padre, y por ende tenía derecho hereditario. Del mismo modo el rey de Aragón renunciaba al título de emperador quedándose con el de rey de Aragón, Pamplona y Navarra. Del mismo modo el rey de Castilla devolvería las tierras, villas y castillos que sus antepasados habían arrebatado al rey de Navarra.

 


Alfonso VII (Palacio del Conde Luna. León)

 

    Convenido el pacto, un escribano levantó actas y estas fueron firmadas por ambos monarcas y validadas por la nobleza asistente al pacto. Cada rey recibió la suya y así se evitó la guerra.

    Con este pacto, Alfonso VII, ya denominado “El Emperador”, juntó bajo su cetro las tierras de Castilla y León, como su padre Alfonso VI había hecho después de tantas guerras fratricidas.

    De las cosas más notables que realizó en su reinado fue la conquista de Almería en el año 1147, que realizó ayudado por caballeros templarios de Aragón y Castilla, además de tropas y naves de otras naciones como Pisa y Génova. Sin embargo, los almohades no podían renunciar a esta ciudad y puerto tan importantes para el Islán y diez años después volvieron a sitiarla. Alfonso VII, con su ejército, acudió en su auxilio, pero no pudo romper el cerco porque antes de llegar, la ciudad ya se había rendido y estaba en poder de los seguidores de Mahoma. No quiso enfrascarse en una guerra, que podía ser larga, estando lejos de su Castilla y ordenó volver grupas al ejército y regresar a la Meseta.

    De regreso a Castilla, la depresión por la ciudad perdida y la enfermedad le cubrieron con su lúgubre y gélido manto. “El Emperador” se negaba a morir y todos sus esfuerzos estaban puestos en llegar a Castilla, pero ya en las estribaciones de Sierra Morena el calor se tornó sofocante, la fiebre lo devoraba y no podía más. El ejército hizo alto y los médicos aconsejaron colocarlo a la sombra de una encina en un lugar llamado “La Fresneda”, al lado de una fuente de aguas claras y frescas donde poder bajarle la fiebre. Más la Parca, terca en su cometido, le arrebató la vida en aquel mismo lugar. Era el día 21 de agosto del año 1157 y sus hombres, consternados por la pérdida de su Emperador, cargaron con su cadáver y lo llevaron hasta Toledo donde recibió solemne sepultura en la catedral de la ciudad.

    Parece que el destino había condenado a los reinos de Castilla y de León a unirse y separarse constantemente, convirtiéndose en hermanos y extraños, en amigos y enemigos de forma continua y frenando así la reconquista. Digo esto, porque en su testamento Alfonso VII volvió a dividir el reino, dando Castilla a su hijo Sancho, que reinó con el nombre de Sancho III de Castilla y a su hijo Fernando, el reino de León, para que reinara con el nombre de Fernando II de León.

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SANCHO III “EL DESEADO”

 

   Sancho III de Castilla que la historia le reconoce como “EL Deseado”,  había nacido en Toledo, aunque ya de niño fue entregado a un matrimonio castellano para ser amamantado por la esposa de Rodrigo Pérez, llamada María Lezama y que vivían en el pueblo palentino de Santiago del Val y allí criaron al futuro rey de Castilla, siendo recompensados por el Rey con la donación de la villa de Villasillos. Se casó en el año 1151, a la edad de 18 años, con la princesa Blanca de Navarra, hija del rey García Ramírez de Pamplona; y cuando fue coronado rey el día 21 de agosto del año 1157, ya era viudo y tenía un hijo varón llamado Alfonso, el cual había tardado bastante en nacer puesto que su nacimiento fue el día 11 de noviembre del año 1155, cuatro años después de su casamiento.

    Los dos hermanos, reyes de Castilla y León, estuvieron abocados a entablar entre ambos reinos la guerra, al igual que lo habían hecho sus antepasados, pero en este momento crucial de la historia intervino una mujer, una mujer de gran personalidad y muy respetada por ambos. Se trataba de Sancha de Castilla, esposa de Alfonso II rey de Aragón y hermanastra de ambos, que antes de empezar las hostilidades los reunió a los dos y, tras largas negociaciones, éstos firmaron en Sahagún, un tratado de no agresión entre Castilla y León.

    Pocas cosas importantes le dio tiempo a hacer durante su reinado, pues la muerte le sobrevino en Toledo el día 31 de agosto de 1158, justo al año de haber sido coronado rey de Castilla. No obstante, a él se le atribuye la creación de la “Orden de Calatrava” cuando los caballeros templarios se negaron a mantener la defensa de Calatrava, plaza fronteriza de mucho riesgo que el rey Alfonso VII les había concedido y cuya defensa les había encomendado en el año 1147. Ante esta situación y viendo que Calatrava se quedaba indefensa, Sancho III hizo público por todo el reino que todo caballero o ricohombre que quisiera hacerse cargo de la defensa de Calatrava recibiría la fortaleza y todas las tierras dependientes de ella en propiedad. No hubo respuesta; si los caballeros templarios hombres aguerridos que hacían de la guerra su vida, habían decidido devolver al rey aquella fortaleza considerando que era imposible defenderla, ¿Quién sería capaz de ofrecerse para sustituir con sus hombres y sus bienes a aquellos señores de la guerra?. No, aquella empresa era demasiado arriesgada y por tal motivo nadie se personó ante su rey.

    Sancho III, no quería renunciar a aquella plaza y, en un desesperado intento, llamó a su palacio a los nobles más poderosos de Castilla, pensando que haciéndoles la propuesta en su presencia, habría alguno que herido en su orgullo de caballero aceptaría.

    .- Nobles castellanos, os he reunido aquí para comunicaros algo que ya sabéis. Los Caballeros del Temple, me dicen que van a abandonar Calatrava y todas sus tierras por considerarlas imposible de defender. Yo os digo, ¿no ha de haber en Castilla nadie capaz de ocupar y defender aquellas tierras que tanta sangre costó a mi padre conquistar?, ¿no hay entre vosotros nadie que sea capaz de aceptar este reto?

    En el gran salón del trono se hizo un gran silencio. Silencio que no era capaz de cubrir la vergüenza de aquellos nobles. El rey encolerizado se puso en pie rojo de ira e iba a hablar, cuando un soldado armado que guardaba las puertas, abrió estas y dando con su alabarda un sonoro golpe en el suelo enlosado, anunció:

    .- Majestad, dos religiosos cistercienses piden les sea concedida audiencia inmediata por ser importantísima la embajada que traen.

    .- ¿Quiénes son?

    .- Dicen ser, el abad del monasterio de Fitero y otro monje que le acompaña.

    Sancho III, que estaba a punto de empezar a proferir improperios contra la nobleza allí reunida, al saber que dos religiosos estaban a la puerta, se mordió la lengua, calmó sus nervios y sentándose en el trono, mandó que pasasen.

    Los dos religiosos entraron en el gran salón y caminaron hacia el rey en medio del silencio de todos los nobles que, sentados en sus escaños en derredor de la sala, los observaban intrigados. Los dos monjes vestían hábito blanco, con escapulario negro y un manto blanco que arrastraban siseante por las losas del suelo y cuyo sonido, aunque leve podía oírse en medio de aquel sepulcral silencio. Nadie podía ver sus caras pues sus cabezas inclinadas iban cubiertas por una gran capucha, tan negra como la noche, que tapaba sus caras y hombros destacando sobre la nívea blancura de su manto. Los dos llevaban las manos enfundadas en las mangas del hábito y su paso era lento pero decidido.  Al llegar al pie del trono de Sancho III, los dos se descubrieron con parsimonia y el de más edad tomó la palabra diciendo:

    .- Majestad, mi nombre es Raimundo Sierra y como ya sabéis soy abad del monasterio de Fitero, de la orden del Císter, y vengo acompañado de uno de mis hermanos llamado Diego Velázquez. Hasta nuestro monasterio ha llegado la noticia de que vuestra Majestad otorga en propiedad la ciudad y castillo de Calatrava, a orillas del río Guadiana, a todo aquel que quiera defenderla contra los infieles hijos del Islán. También hemos oído que entre los nobles de Castilla ya no hay un Alvar Fáñez de Minaya o un Cid Campeador capaz de arriesgar su vida y su hacienda por defender a su rey y a su patria.

    Calló un momento como para coger aire y en ese instante un murmullo de sorpresa e incredulidad surgió entre los nobles asistentes que no comprendían que pretendían aquellos monjes. Sancho III levantando su mano demandó silencio y dirigiéndose al abad le dijo:

    .- Continuad.

    .- Pues bien Señor, si en toda Castilla no ha habido ningún hombre de armas capaz de aceptar tal desafío, aquí hay dos humildes religiosos que se consideran capaces, con algunos de sus hermanos y con la ayuda de Dios, de defender dicha plaza contra vuestros enemigos.

    Ahora el murmullo entre la nobleza se fue elevando y pronto las palabras fueron alzando su tono hasta acabar en voces y risotadas. No comprendían, no podían entender aquella proposición que aquellos monjes hacían a su Rey humillándolos a ellos.

     Sancho III volvió a exigir silencio y dirigiéndose a los monjes dijo:

   .- Venerables religiosos, me place en gran modo vuestro valor y decisión, virtudes que faltan por desgracia en otros ámbitos de nuestro reino, y dirigió una iracunda mirada acusatoria a sus nobles, pero ¿cómo pueden unos religiosos defender una plaza fuerte que los Caballeros Templarios, los guerreros más acreditados de la cristiandad, no se consideran capaces de defender.? Calatrava es un bastión fronterizo importantísimo para Castilla pues es el punto de contención de las pretensiones del Islán hacia Toledo, por eso los fieles seguidores de Mahoma no lo toleran y están preparando un poderoso ejército para conquistarla. Cuando sepan que los caballeros del Temple se retiran, caerán sobre ella como lobos sobre su presa. Reverendo abad, hará falta más que hábitos y crucifijos para defenderla.

    Entonces, el reverendo fray Diego Velázquez dio un paso al frente echándose con soltura el manto sobre los hombros dejando ver su poderosa anatomía y, con enérgica, aunque pausada voz, se dirigió al Rey diciendo:

    .- Majestad, a veces las apariencias engañan, este humilde monje que ahora os habla, no siempre estuvo vestido con estos sagrados hábitos y no siempre usó la oración y el crucifijo para defender la fe, consolar a los afligidos y atraer fieles a la religión de Cristo Crucificado. En otros tiempos, éste que aquí veis, fue soldado y luchó y mató manejando la espada, la lanza y la daga, tan bien como el primero, contra los enemigos de nuestra religión.

    Extendió hacia el Rey sus brazos y continuó.

    .- Por estas manos que aquí veis y que ahora imparten caricias a los niños y bendiciones a los pobres, corrió no hace mucho tiempo la sangre de los enemigos de Cristo; tanta sangre que tuve que buscar el refugio y consuelo de la orden cisterciense en la que hoy profeso. Pero si es necesario y parece ser que la ocasión así lo reclama, mi brazo está dispuesto a empuñar la espada, formar un nutrido ejército y defender Calatrava del Islán.

    La sala del Trono había quedado en silencio, Diego Velázquez se había manifestado como el gran guerrero que fue, y el rey orgulloso de aquellos dos religiosos y no viendo otra alternativa, cumplió su palabra y entregó Calatrava a aquellos monjes de Fitero mediante donación realizada el día 1 de enero en Almazán.


CONVENTO Y FORTALEZA DE CALATRAVA


    El Abad Raimundo, con su oración y sus predicaciones consiguió reunir muchos monjes del Císter dispuestos a seguirle al nuevo cenobio que fundaría en Calatrava. Del mismo modo, en dicha ciudad y sus tierras aledañas, Diego Velázquez, consiguió reunir tal número de hombres mitad monjes mitad soldados, que entre ambos llenaron Calatrava de un ejército tan numeroso que los seguidores de Mahoma declinaron en su intento de atacarla.

    Fue tan grande la fama que estos hombres, mitad monjes mitad guerreros, alcanzaron en la defensa de aquel bastión fronterizo, comportándose como corderos en tiempo de paz y como auténticos leones en las guerras, que el propio Papa Alejandro III los confirmó con el nombre de Orden Militar de Calatrava. La primera de las cuatro principales órdenes militares de España.

    El rey Sancho III pudo morir tranquilo ya que vio Calatrava defendida por la orden del mismo nombre y no tuvo tiempo en su reinado para más cosas importantes, ya que la muerte le sobrevino al año justo de reinar un 31 de agosto de 1158 en la ciudad de Toledo.

    Al rey Sancho III, apodado el Deseado, mejor le habría caído otro apelativo, pues se había quedado viudo antes de ser coronado rey perdiendo a su bellísima esposa Dª Blanca Garcés cuando ésta tenía solamente 19 años. Después su reinado duró tan sólo un año, ya que él murió también jovencísimo a la edad de 25 años, dejando a su único hijo Alfonso, con tres años y huérfano de padre y madre.

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ALFONSO VIII “EL DE LAS NAVAS”

 

    Al quedar huérfano Alfonso VIII, príncipe heredero, y estar en tan tierna edad, se designó como tutor del niño a Gutierre Fernández de Castro que se encargaría de su crianza y preparación, tanto en la cultura como las artes de la guerra. Dos cosas importantes para ejercer de futuro rey de Castilla; y a Manrique Pérez de Lara, se le asignó el trabajo de regente del reino hasta que el príncipe tuviera la edad de reinar.

    Los Castro y los Lara, eran las dos familias más poderosas del reino y su deseo de monopolizar la custodia del Rey los llevó a tan grandes enfrentamientos que al poco tiempo, al arrebatar los Lara la tutela del rey a los Castro, desembocaron en una guerra civil, que motivó el debilitamiento de Castilla.

    Otra vez la España cristiana se veía dividida y enfrentada, otra vez los campos de nuestra vieja madre Castilla se regaban con la sangre de sus propios hijos y para colmo de desgracias los reinos vecinos, también cristianos, quisieron aprovechar la ocasión y así, el rey de Navarra Sancho VI se apoderó de muchas tierras de la Rioja incluida la ciudad de Logroño. Del mismo modo, Fernando II, el tío del joven Alfonso, que al tiempo que su padre había heredado la corona de León, con el pretexto de ayudar a los Castro, irrumpió con su ejército en tierras castellanas y se apoderó de Burgos.

    Los Lara que tenían en su poder a Alfonso VIII fuertemente custodiado en la villa de Haza, al ver que el rey de León avanzaba por tierras castellanas y se aliaba a los Castro, trasladaron el niño a la ciudad de Soria y allí lo custodiaron durante cuatro años.

    La vida del Alfonso VIII era muy valiosa para Castilla, pues era el único hijo de Sancho III y si moría la corona pasaría a su tío el rey de León, quedándose Castilla sin rey propio. Las luchas internas y las pretensiones externas empezaban a convertir al Niño rey en una presa frágil y deseable por todos. Hasta tal punto que los Lara, después de haber sido vencidos el año 1160 por los Castro, en la batalla de Lobregal cerca de la localidad vallisoletana de Villabrágima, fueron llamados por Fernando II para negociar la entrega del Rey niño ya que le interesaba tenerlo en su poder.

     Los Lara que se veían derrotados por las fuerzas conjuntas de los Castro y el rey de León, no sabían cómo salvar a su Rey de las manos de su tío ya que, una vez en su poder, ¿estaría segura la vida del Muchacho?  D. Manrique Pérez de Lara, cabeza de la Casa de Lara y Regente de Castilla queriendo ganar tiempo, entró en negociaciones con Fernando II y convino reunirse con él en Soria y tratar allí de las negociaciones sobre la entrega del pequeño Alfonso VIII, que estaba allí custodiado por el Concejo de la Ciudad.

    Antes de reunirse D. Manrique con el rey de León en la sala del palacio del concejo, llamó a D. Pedro Núñez de Fuentearmengil y en secreto le dijo:

    .- D. Pedro, vos servisteis a mi padre durante años cuando él y vos fuisteis cruzados en los Santos Lugares. Vos después, me habéis servido a mí con tanta fidelidad que sois la persona en la que más confío en estos momentos tan cruciales para Castilla.

   .- Señor, me preocupáis, dijo D. Pedro interrumpiendo a su Señor, mi espada y mi vida están a vuestra disposición, ordenad y obedeceré.

    .- Quiero que a la menor oportunidad que encontremos, vos recojáis a nuestro rey y huyáis con él hasta ponerlo a salvo entre los muros de San Esteban de Gormaz, donde os espera mi hermano Nuño. La distancia es grande para una sola jornada, pero en la plaza trasera del palacio del Concejo encontrarás a un lacayo mío con el mejor de mis caballos bien alimentado y enjaezado. Reviéntalo si es preciso, pero salva al rey Alfonso.

    .- Señor, en el momento preciso recogeré bajo mi capa al Niño, como el águila cubre bajo sus alas a su polluelo, y volaré hacia San Esteban de Gormaz. Pero ¿Qué será de vos Señor? Temo la ira del rey Fernando que cree tener ya en sus garras a nuestro soberano.

    .- Por mí no temáis, todavía el señor de Lara es alguien importante en Castilla y el rey de León tendrá que tragarse su enfado.

    Soria estaba revuelta, los sorianos enardecidos al ver al ejército coaligado del rey Fernando II y de los Castro acampado frente a las murallas, ocupaban armados hasta los dientes las almenas de la ciudad y suplicaban a D. Manrique que no entregara al rey, que Soria estaba dispuesta a defenderlo con sus vidas.

    Era muy de mañana cuando, por orden del señor de Lara, las puertas de la Ciudad se abrieron para dar paso franco al Rey de León y su séquito de nobles que, llegados al palacio del Concejo, desmontaron de sus cabalgaduras y entraron en el gran salón donde Don Manrique y sus caballeros esperaban.

    El Señor de Lara, respetuoso con el protocolo, cedió la presidencia del consejo al rey Fernando II, dejando otro escaño igual a su derecha que sería ocupado por el rey de Castilla, y él se sitúo cerca del escaño vacío de su Rey.

    El rey de León, sin dilación alguna inició la sesión diciendo:

    .- Don Manrique Pérez de Lara, habréis visto nuestros ejércitos acampados frente a vuestras murallas a donde han llegado vencedores, después de haberos arrebatado  Toledo, sin embargo veo el escaño de vuestro rey vacío y esto no es lo que convenimos.

    .- Majestad, no entiendo el porqué de tanta prisa, mi señor el rey Alfonso VIII de Castilla, es un niño de siete años y a esta hora tan temprana le habrán levantado de su lecho y le estarán  preparando para la reunión.

    .- No acepto las disculpas y mi paciencia tiene un límite. Hacedle llamar inmediatamente.

    En este momento D. Manrique, dirigiendo su mirada hacia Pedro Núñez de Fuentearmengil, le dijo:

    .- Don Pedro id raudo a los aposentos de su Majestad y traedlo cuanto antes pues ya veis que el rey de León está intranquilo.

    Núñez de Fuentearmengil, no necesitaba más explicaciones. Hizo una reverencia y salió del gran salón en dirección a los aposentos reales. nadie le salió a su paso, el ama de cría estaba dando el desayuno a Alfonso VIII y don Pedro, dirigiéndose a ella le dijo:

    .- Dentro de un rato, cuanto más largo mejor, saldréis gritando hacia el salón del concejo diciendo que el caballero don Pedro Núñez se ha llevado al Rey, así os librareis de ser castigada y yo pondré a nuestro querido Niño fuera del alcance de su tío Fernando.

    Después, siguiendo las ordenes de su Señor, recorrió pasillos solitarios hasta desembocar en la plaza trasera del palacio. Allí estaba, como su Señor había prometido, un soldado que sujetaba de las riendas un soberbio caballo castaño que se movía nervioso golpeando con inquietud el empedrado de la plaza. Don Pedro Núñez saltó sobre la silla asegurándose en los estribos, después izó al niño rey al caballo colocándolo entre sus brazos delante de él: lo envolvió en su capa de tal forma que no se le veía, se hizo cargo de las riendas y se encaminó al paso hacia la puerta de muralla que permanecía abierta.

    .- Majestad, no temáis, vuestro tutor don Manrique es quien ordena esto. No habléis ni asoméis la cabeza de mi capa hasta que yo os lo diga cuando hayamos abandonado Soria.

    Las puertas de la muralla estaban abiertas desde la entrada del cortejo del rey de León. Los centinelas conocían a don Pedro y le dejaron paso franco sin sospechar que el rey de Castilla estaba escondido bajo la amplia capa. Después Núñez de Fuentearmengil, enfiló en camino real que conducía a San Esteban de Gormaz y cuando se hubo alejado de las murallas, hundió el acero de sus espuelas en los ijares del caballo que partió veloz bebiéndose el viento de la mañana, llevando sobre sus lomos al Rey de Castilla y a su salvador.

    Mientras tanto en el salón donde se iba a celebrar la entrega del rey Alfonso VIII a su tío Fernando II, se empezaban a levantar voces de protesta por la tardanza del Niño, y en un momento en que las voces ya eran en tono muy elevado, se oyeron los gritos desgarradores de la nodriza del Rey, entrando en la sala y gritando desesperada por el rapto del Niño, que ella no había podido evitar.

     .- Mujer, ¿quién ha sido el raptor?. Dijo el rey Fernando.

    .- ¡Don Pedro Núñez de Fuentearmengil!. Yo débil mujer nada pude hacer contra la fuerza de un caballero.

    .- ¡¡¡Traición, don Manrique!!! Vos habéis cometido traición, pues días atrás convenimos que hoy y aquí, mi sobrino Alfonso VIII de Castilla me juraría vasallaje y después me sería entregado, para ser yo su tutor y regentar su reino.

    .- Majestad. ¿Traición decís?, traición sería no haber librado a mi Rey, que es plenamente soberano de Castilla, de rendir vasallaje a nadie, incluso a su propio tío el rey de León.

    Fernando II, se puso en pie, estaba rojo de colera y apuntando con su dedo índice a don Manrique, le dijo lleno de ira y mascullando las palabras:

    .- Dad gracias a Dios que no puedo batirme con vos, ya que un rey sólo puede batirse con otro de su igual, de no ser así, ahora y aquí mismo os daría muerte y apretó con fuerza la empuñadura de la espada.

    La tensión en la sala iba “in crescendo”. Allí había partidarios de uno y otro lado y un puñal o una espada desenvainados habría provocado una carnicería. Don Manrique levantó la voz y lo más tranquilo que pudo, se dirigió al rey diciendo:

    .- ¡¡Escuchad, Don Fernando!! ¿Oís el griterío que el pueblo de Soria levanta ante las puertas de este palacio?... Majestad, o salimos de aquí como hombres de paz o no podré garantizar vuestra seguridad. Me habéis dicho que vuestro ejército está acampado frente a la ciudad de Soria, pero habréis visto también que las almenas de nuestras murallas están erizadas de lanzas fieles al rey de Castilla y dispuestas a morir por él. Además, el Rey niño ya no está en Soria, así que nada se puede hacer.

    Fernando II rey de León, se dio cuenta inmediatamente de la situación en que estaba y simulando más tranquilidad y entre palabras malsonantes y amenazas hacia la casa de Lara y al rey de Castilla, se despidió de don Manrique, abandonando Soria, con su séquito, por la misma puerta por la que había entrado.

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    El caballo de Pedro Núñez de Fuentearmengil, volaba sobre el polvo del camino sin aparentar muestras de fatiga, pero cuando dejaron atrás Soria y ya no se veían sus murallas, don Pedro, como buen jinete que era, tiró suavemente de las riendas haciendo fuerza en el freno que el caballo mordía con avidez y éste, al notar la leve presión, redujo el desenfrenado galopar hasta mantener un medio galope más fácil de mantener en el tiempo y más cómodo para sus jinetes.

    Alfonso VIII, sacó la cabeza por la abertura de la capa y sonrió a su salvador. Don Pedro era muy conocido por él, pues siempre le había visto al lado de su tutor y sentado en la montura, entre los brazos de aquel famoso guerrero que le arropaba con su capa, se sentía mucho más seguro que entre las murallas de Soria al lado de su tío el rey de León. Durante mucho tiempo y mientras estuvo cubierto por la capa, los dos habían permanecido en silencio. El calor que despedía el cuerpo sudoroso del noble cuadrúpedo y el de don Pedro, creaban bajo la tupida capa un ambiente calentito que le resguardaba de fresco viento de la mañana.

    .- Majestad, ¿se encuentra bien?. ¿Estáis cansado?

    .- Un poco cansado pero puedo seguir, ya sabéis que yo se montar.

    Don Pedro sonrió abiertamente y alabó su destreza en la equitación. Cosa que agradó mucho al muchacho. Pero cuando llevaban recorridas unas tres leguas paró el caballo junto a una fuente que manaba a orilla del camino y, cuyas aguas frescas y cristalinas formaban un pequeño arroyo. Se apeó de la cabalgadura y bajó al niño al suelo para que estirara las piernas y caminase un poco, después acercó el caballo al arroyo para que abrevase cortándole el agua varias veces para que no le hiciera daño ya que el animal sediento por el esfuerzo hubiera bebido gran cantidad de agua de un solo trago y eso don Pedro sabía que era malo.

    El muchacho se acercó al manantial y como tenía sed, se inclinó para coger agua en sus manitas y beber, pero don Pedro Núñez le dijo:

    .- No, mi señor, ese agua no es para vos.

    Metiendo la mano en las alforjas del caballo sacó una cantimplora, con agua todavía fresca, y se la dio a Alfonso VIII para que bebiera, recomendándole que lo hiciera pausadamente. Volvió la vista hacia atrás escrudiñando con su mirada el camino y lo vio vacío, parecía ser que sus perseguidores, si es que los había, no estaban cerca. Levantó, una por una las patas del noble animal, comprobando que las herraduras estaban perfectamente clavadas y los remos no tenían ninguna lesión. El camino hasta San Esteban de Gormaz era largo y todos los cuidados eran pocos. Después montó a caballo, cogió al niño de las manos que ya él le ofrecía y lo subió a la montura entre sus brazos.

    No partió a galope, puso el caballo al paso y éste sorprendió a su jinete cogiendo un paso de andadura perfecto para viajar rápido y cómodamente. ¡¡Qué buen caballo y qué buena doma tiene!! Pensó don Pedro, al comprobar que de aquella manera viajarían bastante rápido y con menor esfuerzo para el caballo.

    Viajaron así un largo tiempo, hasta que el joven monarca, dirigiéndose a don Pedro dijo:

    .- ¿Vos no tenéis hambre nunca?. Parecéis de hierro.

    .- Sí, mi señor, aunque parezca de hierro no lo soy. Ya el Sol ha pasado de su cénit hace dos horas y estoy buscando un lugar adecuado para comer.

    El caballero desvió el caballo hacia lo alto de una loma coronada de árboles, donde un pastor descansaba a la sombra mientras vigilaba su rebaño. El pastor era un hombre de edad madura, su vieja chaqueta estaba rota en las hombreras y los zahones de piel raídos cubrían unos pantalones que habían sido remendados con diferentes piezas de diversos colores, un gorro pe piel de cordero cubría su cabeza y tenía los pies calzados con abarcas atadas, con correas, a las piernas que estaban cubiertas de piales de tosca lana que el uso había dado un color indescriptible. Al ver acercarse al caballero, se puso en pie, cogió su cachava de negrillo, silbó a su perro y reunió el rebaño dispuesto a marchar y dejar el lugar libre para el descanso de los que llegaban.

    .- No os marchéis buen hombre, dejad el rebaño careado y acercaos.

    El pastor obediente y humilde se acercó a los recién llegados quitándose su gorro de piel. El aspecto del caballero y las ropas del joven, no dejaban a dudas de que se trataban de personas poderosas, además él sabía de animales y aquel soberbio caballo tan ricamente enjaezado sólo podía pertenecer a una persona de la nobleza.

    .- ¿De quién es el rebaño que guardáis?, dijo don Pedro, mientras tendía su capa a la sombra de un gran nogal.

    .- El rebaño que vuesa merced ve pertenece a un ricohombre de Blacos y de él son también estas tierras hasta la orilla del río Milanos.

    Aconsejó al joven Alfonso a que se sentara sobre su capa y recostara la espalda en el grueso tronco del árbol, y así lo hizo el muchacho. Después quitó el freno a su caballo, lo trabó de las manos y lo dejó pastar a su albedrío. Luego, mientras cogía las alforjas de la grupa del noble bruto, le dijo al pastor:

    .- Veo que a pesar de estar ya a primeros de septiembre, todavía queda alguna tierra por segar y miró hacia una avena que había al lado.

    .- Si mi señor, esa avena todavía está tierna para la hoz y por eso tengo cuidado de que el ganado no se vaya a ella.

    .- Quiero que siegues una gavilla de avena de la más tierna y se la traigas a mi caballo mientras nosotros comemos; luego desde aquel alto vigilarás el camino de Soria y si ves venir gentes de a caballo das un silbido para apercibirme.

    Mientras el sumiso campesino, hacía todo lo que el caballero le había ordenado, caballero y jovencito dieron buena cuenta de un trozo de queso, un poco de jamón y pan tierno de blanca harina. Don Pedro bebió con moderación de una bota de vino de buen sabor de lo que ya se elaboraba a las orillas del Duero y cuando hubieron terminado, llamó al pastor y le dijo:

    .- Has hecho todo muy bien y como veo que nadie sigue, de momento, nuestros pasos, toma un pedazo de pan y un trozo de jamón para que comas tú. Mientras decía esto cortaba con su daga un buen trozo de jamón y otro de pan y se lo ofrecía al campesino que, tragando saliva, se atrevió a decir:

    .- Señor, ¿tomaríais a mal si yo guardase en mi zurrón, estos dones que me dais, para comerlos esta noche con mi esposa y mis dos hijos?. Pan y jamón como estos no entran nunca en mi hogar; además yo ya he comido.

    El corazón de don Pedro se conmovió al comprobar la humildad de aquel hombre y el gran amor que profesaba a su familia y con todo el cariño del que era capaz de manifestar un hombre de guerra, le dijo:

    .- Claro que sí buen hombre guarda eso, pero ahora que ya has comido, echa un buen trago de esta bota de vino que yo te ofrezco y coge esta moneda de plata que te doy en pago a tus servicios.

    El pastor, bebió de la bota saboreando aquel vino que sólo los ricos podían permitirse beber, pero aquella moneda de plata era demasiado para él y parecía que le quemaba en la mano. Con aquel dinero podía comprar su mujer pan y comida para muchos días, pero era tanto su valor que no sabía que decir además de gracias.

    .- Gracias señores, pero yo…

    .- No hay dudas que valgan, ahora cuando nos vayamos te apartarás todo lo que puedas del camino, pues pudiera ocurrir que jinetes del rey de León vinieran persiguiéndonos y, de ser así, a ti te interrogarían y lo pasarías mal, ya que te preguntarían de dónde había salido lo que llevas en el zurrón y quién te ha dado la moneda de plata. Quiero que sepas que hoy has ayudado a escapar al rey de Castilla de su tío Fernando II de León.

    El pastor, aunque era un inculto y sencillo campesino, sabía que el rey de Castilla apenas tenía siete años y se dio cuenta de todo, por eso, volviéndose hacia el niño, se descubrió la cabeza y clavó su rodilla derecha en tierra en actitud de vasallaje. El joven monarca, se puso en pie y levantando con orgullo su mentón dijo al modesto campesino:

    .- Levántate buen hombre, efectivamente  yo soy Alfonso VIII rey de Castilla y hoy te estoy agradecido por lo bien que nos has servido.

    .- Majestad, yo nada os he dado pues nada tengo, el haz de avena así como el rebaño son de mi amo que sólo me permite tener, entre su ganado, aquella cabra pinta que podéis ver y que me sirve para dar un poco de leche a mis dos hijos.

    .- ¿Está sana la cabra?

    .- Está llena de salud pues es joven y la tengo bien cuidada. De otra forma yo no daría a beber su leche a nadie y menos de mi familia.

    .- Me apetece, buen hombre, un poco de leche caliente de tu cabra, ¿podrías llenarme este baso de plata ahora mismo?.

    Alfonso, tendió su brazo y le ofreció el vaso de plata en el que había estado bebiendo agua durante la comida, el pastor lo recogió, llamó a su cabra y con la maestría propia de un hombre de su oficio ordeñó a la cabra la suficiente leche como para llenar el vaso. Después con un respeto que rayaba el temor, al estar en presencia de su rey, se lo entregó al muchacho que lo bebió hasta el final saboreándolo.

    .- Estaba muy buena, y esta leche sí que era de tu propiedad así que te la quiero pagar; y ordenó a don Pedro que diera al pastor otra moneda de plata del doble de valor que la primera.

    El modesto campesino, no salía de su asombro y manteniendo todavía la cabeza destocada e inclinada se atrevió a decir:

    .- Que Dios os bendiga. Un rey que es capaz de fijarse en un modesto pastor como yo, que es el más humilde de sus súbditos, ha de ser por fuerza un gran rey para su reino.

    Después ayudó a don Pedro Núñez de Fuentearmengil a preparar el caballo y, cuando el caballero y el joven rey estaban montados, él silbó a su perro, recogió el rebaño y separándose del camino real se adentró en el monte donde ningún viajero podía verlos.

    Jinetes y caballo salieron al camino real y unas veces al paso y otras al galope, fueron recorriendo, mientras pasaban las horas, el camino que aún les faltaba para llegar a su destino. El niño rey, aunque extremadamente cansado, no se quejaba, demostrando así que tenía madera del gran rey que fue cuando se hizo hombre. Más adelante, cuando el sol poniente, se ocultaba en el horizonte pintando con cálidos arreboles las pocas nubes que le acompañaban en su ocaso, Alfonso, rompió el silencio que desde hacía un buen rato guardaba y preguntó:

    .- ¿Don Pedro, falta mucho para llegar?

    .- No, mi señor, aquellas torres que se divisan a poniente son ya nuestro destino.

    Efectivamente, no había pasado ni una hora, cuando jinetes y caballo cruzaban la puerta de San Gregorio de la muralla de San Esteban de Gormaz y eran recibidos como héroes por haber escapado de Soria y recorrido las más de 14 leguas con un solo caballo para dos jinetes. Don Nuño Pérez de Lara, hermano de don Manrique, ordenó a los servidores del castillo proporcionar baños calientes, ropas limpias, buena cena y cómodos aposentos para los dos viajeros. Del mismo modo ordenó a los mozos de las caballerizas, limpiar y alimentar con esmerado cuidado al noble caballo que los había traído.

    Al día siguiente, Alfonso VIII se reponía en el blando lecho que le habían proporcionado después de la cena, del fatigoso viaje desde Soria; y ni la claridad del sol que entraba por las ventanas de su aposento, ni el ruido de los caballos en el patio de armas del castillo, eran capaces de despertar al joven rey del profundo sueño en que había caído la noche anterior. Don Nuño y don Pedro, ya levantados, desayunaban en privado y hablaban de todo lo ocurrido en Soria, estando ambos preocupados por la suerte que podría haber corrido don Manrique y la propia Ciudad.

    Pasaron cuatro días de intranquilidad, sin tener noticias de lo ocurrido en Soria después de la huida, cuando el vigía de la torre del castillo de San Esteban de Gormaz dio la voz de alarma, un grupo de jinetes se acercaban a toda prisa por el camino real de Soria. Efectivamente, minutos más tarde, don Manrique Pérez de Lara con una escolta de lanceros, entraba en el castillo y era recibido por su hermano Nuño y Pedro Núñez de Fuentearmengil.

    .- ¿Está bien el rey?. _Dijo a su hermano. Traigo malas noticias.

    .- Alfonso VIII se encuentra perfectamente y ya está totalmente repuesto del largo viaje. Nuestro soberano, hermano mío, es un muchacho fuerte y creo que llegará a ser un gran rey, pero ¿Cuáles son esas malas noticias?

    .- El rey Fernando II de León ha unido su ejército al de nuestros enemigos los Castro y levantando el sitio a la ciudad de Soria, se dirigen hacia aquí. La marcha del ejército no es tan rápida como ha sido la nuestra, pero es cuestión de pocos días que las primeras avanzadillas del ejército leonés aparezcan frente a San Esteban de Gormaz.

    .- Si es así, la situación en que nos encontramos se ha tornado más peligrosa aún que la que teníais  encerrados en las murallas de Soria. Esta fortaleza, aunque está bien defendida y mis hombres lucharán hasta la muerte, no es lo bastante fuerte como para resistir el ataque de las fuerzas de Fernando II.

    Don Manrique estaba pensativo y no estaba dispuesto a arriesgar la vida del niño rey quedándose encerrados tras las murallas de San Esteban de Gormaz; consultó con don Pedro Núñez de Fuentearmengil, quien como guerrero veterano y después de sopesar los pros y los contras de aquella situación, aconsejó trasladar a Alfonso VIII al castillo de Atienza, formidable bastión encaramado en lo alto de un peñasco y prácticamente imposible de asaltar. Además, si las cosas se hacían con el debido secreto, el rey leonés no sabría dónde estaba su sobrino.

    .- Nuño, vos saldréis mañana mismo hacia Atienza, iréis en un carruaje cubierto y llevareis en él a nuestro rey. Vos don Pedro, con cincuenta lanceros, seréis la escolta de su majestad hasta llegar a su destino. Yo me quedaré en San Esteban y diré al rey de León que vine persiguiéndoos pero que llegué tarde y no sé dónde habéis ido.

    Así ocurrió, a la mañana siguiente, don Nuño Pérez de Lara abandonaba San Esteban de Gormaz llevando consigo aquel joven rey tan perseguido y a cuya protección, los Lara habían dedicado sus vidas y haciendas. Por delante y por detrás del carruaje, perfectamente organizados por don Pedro, cincuenta lanceros a caballo escoltaban aquella vida tan preciada para Castilla.

    Tres días más tarde, el ejército de Fernando II, acampaba frente a las murallas de San Esteban y don Manrique Pérez de Lara, con una pequeña escolta salió a su encuentro para darle la noticia de que cuando llegó a San Esteban, para coger al niño rey y entregárselo a él, como tío y tutor que pretendía ser, se encontró con que Alfonso VIII ya había sido trasladado a otro lugar desconocido por el momento, pero que no tardaría en averiguar.

    La rabia que al rey de León y a los Castro les dio esta noticia fue inmensa, conminando severamente a don Manrique para que hiciera lo posible y mucho más, para que encontrase a su sobrino Alfonso VIII y se lo entregase como habían convenido.

 

A T I E N Z A

  

 Burlado de esta manera el rey de León mandó interrogar por los campos de San Esteban de Gormaz a todos los campesinos y viajeros que por los caminos andaban, sin encontrar indicios de cual podía ser el destino de los huidos; así que ordenó levantar el campamento y marchar a otro lugar, dejando respirar tranquilos a los habitantes de San Esteban que estaban temerosos de lo peor.

    Don Manrique, no tardó en abandonar la villa y reunirse en Atienza con su hermano Nuño y su joven rey, que ya había sido alojado en las mejores estancias del castillo-fortaleza. Atienza era una villa muy bien fortificada y su castillo prácticamente inexpugnable. En el recuerdo de todos estaba la frase del Cid Campeador cuando camino del destierro y cabalgando con sus hombres de noche para no ser descubiertos, intenta esquivar Atienza porque era “Una peña muy fuerte”. En aquel lugar, los Manrique creyeron tener seguro a su rey.


RUINAS DE LA FORTALEZA DE ATIENZA

    Pasó aquel invierno y como los tesoros y los secretos, por muy hondo que se escondan, siempre salen a la luz, a principios de la primavera del año 1162, el ejército de Fernando II llegó a las puertas de la villa de Atienza reclamando por las bravas a su sobrino. Los Lara y todos los atencinos se negaron a hacerlo y el rey de León mandó poner cerco a la villa con la orden de no dejar salir ni entrar a nadie sin su permiso.

    Si en el siglo XII, había en Castilla una villa bien fortificada y mejor defendida, esa villa era Atienza. En aquella primavera de 1162 las tropas de Fernando II y de los Castro, cercaron la villa de tal forma que nadie podía salir o entrar sin caer en manos de los soldados leoneses que continuamente patrullaban y vigilaban el perímetro de la muralla. Sin embargo, los intentos de escalar sus murallas, resultaron totalmente inútiles y la simple vista de su castillo, encaramado sobre las rocas, hacía ver al rey de León que de no volar como las águilas nunca podría alcanzar aquel torreón donde estaba custodiado su sobrino.

    Ante esta situación, Fernando Rodríguez de Castro “El Castellano” como le llamaban los leoneses, aconsejó al rey leonés que intentara rendir la villa por hambre y sed, ya que eran muchos los hombres encerrados allí y pronto los víveres escasearían.  

   

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    Había y todavía hay, a una distancia aproximada de media legua castellana, una pequeña ermita dedicada a la Virgen de la Estrella, a quien los arrieros atencinos tenían y aún tienen como patrona, ya que era ella quien los protegía y guiaba de noche y de día por todos los caminos, entonces muy peligrosos.  

     Al amanecer del sábado antes del domingo de pentecostés de 1162, con gran asombro de las avanzadillas del rey Fernando II, se abrió una puerta de la muralla de Atienza y un jinete, con bandera blanca, salió de la villa pidiendo a los soldados, que le salieron al paso, parlamentar con el rey de León, y una vez que fue llevado a su presencia, con mucho respeto habló así:

    .- Majestad, soy el mayoral y guía de los arrieros de Atienza. Mi reata de acémilas ha recorrido indistintamente las tierras de Castilla como las de León, llevando y trayendo mercancías, a lomos de mulos, burros y caballos, de poblado en poblado, de villa en villa y de ciudad en ciudad. Nosotros no sabemos nada de guerras entre familias y entre reyes, sólo sabemos de nuestro trabajo que es el que proporciona el alimento a nuestras familias. Mañana es domingo de Pentecostés y nosotros los arrieros, celebramos siempre con una romería la fiesta de nuestra patrona “La Virgen de la Estrella” cuya ermita se ve desde vuestro campamento. A ella acudimos todos los años con nuestras bestias engalanadas y con todos los miembros de nuestras familias, ataviados con ropas de fiesta, para celebrar misa y honrarla con nuestros bailes y rezos; comiendo después en hermandad en la pradera que está junto al templo, hasta que ya al caer la tarde volvemos a nuestras casas. Mañana, para hacer esta romería, necesitamos de vuestro permiso para cruzar el cerco que habéis ordenado poner a Atienza.

    .- Es buena y religiosa vuestra tradición. Yo no tengo nada contra los arrieros que, como vos mismo decís, sois personas humildes y trabajadoras amen de muy necesarias para el comercio y transporte de mercancías entre villas y ciudades. Vuelve pues a Atienza y haced la romería como siempre la habéis realizado, pero espero que no pondréis objeción a que mis hombres os vigilen.

    .- Gracias Majestad, muchas gracias, que la Virgen cuya estrella nos guía y protege a los arrieros, os proteja y guie también a vos en la vida. En cuanto a la vigilancia, no nos importa ya que en la caravana vendrán mujeres ancianos y niños, algunos de muy corta edad y esa compañía no es muy aconsejable para huir por esos caminos de Dios, aun para buenos arrieros como nosotros.

    Al día siguiente, domingo de pentecostés, una gran reata de casi un centenar de acémilas, entre mulas, burros y caballos lujosamente engalanados y llevando sobre sus lomos a hombres, mujeres y niños vestidos con los trajes y capas típicos de los arrieros de Atienza, salieron por la puerta de la muralla que hoy se llama de la Salida y, al son dulzainas y tamboriles, se dirigieron a la ermita de la Virgen de la Estrella. Tuvieron que cruzar el cerco impuesto a la Villa y con un destacamento de una decena de soldados de infantería que los vigilaba llegaron a la ermita.

    Los acompañaba un sacerdote, que fue el encargado de celebrar la santa misa a la que asistieron todos los romeros con gran devoción para después bailarle a la Virgen durante horas, relevándose los jóvenes y compitiendo entre ellos en tan bonito menester. Al mediodía, las familias se juntaron en grupos y, tendiendo sobre la hierba sus mantas, empezaron a comer entre las risas y carreras de los niños que jugaban en la pradera.

    A los soldados, se les dio comida y vino en abundancia y ellos, poniéndose aparte de la gente, también se pusieron a celebrar la fiesta que no podía ser más religiosa, más familiar y más inocente.

 Los animales, unos sueltos y otros trabados, pastaban a su placer la fresca hierba y todo era de lo más normal, de no ser un grupo de diez personas que, cuando todos comían cantaban y reían salieron a hurtadillas de la ermita cubiertos con sus capas y capuchas de arrieros, dirigiéndose hacia unos matorrales donde desaparecieron como si de sombras se tratase. En aquellos matorrales había diez finos caballos que entre el más de un centenar de animales de la romería habían pasado desapercibidos a los soldados. Uno de los encapuchados era un niño y fue ayudado a subir a su cabalgadura; los otros nueve eran siete arrieros experimentados y conocedores de todas las sendas y caminos, y como no, completaban el grupo, don Nuño Pérez de Lara y don Pedro Núñez de Fuentearmengil que huían con Alfonso VIII, el niño disfrazado de arriero, en dirección a Ávila. Salieron de la romería, siguiendo ocultos caminos y desconocidas veredas y cuando al caer la tarde los arrieros de Atienza volvieron con las familias a sus casas, ellos ya estaban tan lejos de la villa, que habría sido imposible alcanzarlos a no ser que, el dios mitológico Zeus, les hubiera prestado a los perseguidores su alado caballo Pegaso.

    El sacerdote cerró la ermita y la caravana de romeros, cruzando otra vez el cerco, volvió a Atienza sin que nadie sospechara nada; pero otra vez con la gran ayuda de los arrieros y la protección de la Virgen de la Estrella, el Rey Niño se había vuelto a escapar de las garras de su tío Fernando II de León.

    Los arrieros atencinos, se internaron en las estribaciones de la sierra y por sendas y vericuetos solamente transitados por lobos y cabras monteses, guiaron al rey niño y sus acompañantes a través de las sierras de La Pela, Ayllón y Guadarrama; pasaron por Segovia y en tan solo siete jornadas llegaron a Ávila.

Desde entonces y ya hace más de ocho siglos, la cofradía de “La Santísima Trinidad”, heredera de aquella antigua cofradía de acemileros atencinos, celebra el domingo de pentecostés una bella romería a la ermita de la Virgen de la Estrella. Van ataviados con las ropas propias de aquella época y al son de dulzainas y tamboriles, bailan a la Virgen y conmemoran aquella romería del año 1162, cuando los muy leales arrieros de Atienza salvaron al “Rey Niño” de caer en manos de su tío el rey de León. Esta fiesta se llama “La caballada de Atienza” y como nota curiosa, la víspera de la fiesta se reúnen a comer siete tortillas, una por cada día que duró la huida hasta Ávila.

    En Ávila el niño rey fue encomendado al obispo Dávila, muy querido y respetado en la ciudad, que le asignó una escolta de 150 caballeros abulenses que le acompañaban a todos los lados. Estos caballeros se les apodó con el honroso título de “Los Leales”, y siempre estuvieron a su lado protegiéndole, no sólo durante la niñez, sino que también después de haber llegado a su mayoría de edad. Por este motivo el escudo de Ávila que ya tenía escrito el lema “Ávila del Rey” por haber defendido al rey, también niño, Alfonso VII, se le añadió “De los Leales” en honor a los leales caballeros protectores de Alfonso VIII. Más tarde otro Alfonso, el undécimo añadiría “De los Caballeros”.


ESCUDO DE ÁVILA

 

    Aunque estaba bien protegido en Ávila Alfonso VIII, los Lara y los Castro mantenían en alto sus espadas, y sus luchas siguieron regando de sangre nuestra patria como ocurrió en la célebre batalla de Huete.

  Alfonso VIII, de apenas diez años de edad quiso acompañar en el verano de 1164, a los tres hermanos Lara en la batalla de Huete. Allí fue donde su tutor Manrique Pérez de Lara murió de un lanzazo que el propio Fernández Rodríguez de Castro “El Castellano” le propició. Cuentan los cronistas de la época que don Manrique, en plena batalla, partió su lanza contra un caballero de don Fernando al que causó la muerte y, pensando que había matado al de Castro, se descubrió gritando: “Victoria”; pero don Fernando, también gritó: “Amigos yo no soy el muerto” y arremetiendo contra don Manrique, que estaba descubierto, lo alcanzó y mató con su lanza. Desde aquel día, don Nuño, hermano del finado, pasó a ejercer la tutoría de Alfonso VIII, y lo hizo tan bien que prácticamente lo quería como a un hijo.

     En el mes de marzo de 1166 se celebró en la ciudad de Segovia el Sínodo de Obispos, donde el Rey Niño, con once años de edad, fue confirmado como futuro Rey de Castilla; y después de este hecho, las ciudades castellanas fueron reconociendo una tras otra a Alfonso VIII como rey.

    El comportamiento de don Nuño Pérez de Lara fue tan leal a su Señor que Alfonso VIII le recompensó con numerosas posesiones, entre las que haré resaltar: Abia de las Torres, Moratinos, Castronuño, Villagarcía, Herrera, Cabezón, Dueñas y Cubillas de Cerrato. Además de Cuenca de Campos, Nogal, Perales y Cervera de Pisuerga. Por lo que podemos asegurar que su patrimonio, estaba disperso por todo el Reino.

    La infancia de Alfonso VIII fue durísima, huérfano a los tres años, disputado por las familias Castro y Lara, además de perseguido y acosado, como vulgar pieza de caza, de villa en villa y de ciudad en ciudad por su tío Fernando II que, poco a poco y ayudado por los Castro, se iba adueñando de castillos y ciudades castellanas, hicieron de este sufrimiento, el crisol donde se forjaría el gran hombre y mejor rey que fue Alfonso VIII, llamado por los historiadores “El de las Navas”.

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    Vemos que la vida de sufrimiento del rey Alfonso y de los miembros de la familia Lara fue muy cruel si la comparamos con las vidas de sus agresores, pero en aquellos lejanos años de la edad media castellana, había penurias y sufrimientos para todos; y del rey más poderoso al villano más humilde, todos tenían su parte de penuria y sufrimiento que digerir. Como ejemplo de desgracia contaré lo que le aconteció a Fernando Rodríguez de Castro, aquel que, en la batalla de Huete, mató a Manrique Pérez de Lara.

    Don Fernando, que estaba casado con la bellísima y recatada Estefanía Alonso, hermanastra del rey Fernando II de León y que la historia concedió el apelativo de “La Desdichada”, la asesinó en un ataque de infundados celos. La historia ocurrió así:

    El de Castro sospechaba que su esposa, la gentil Estefanía, no le era fiel. Pues alguno de sus allegados le había hecho llegar el infundio de que, a altas horas de la noche, la fiel esposa, salía a oscuras de sus aposentos y entregaba sus amores a un apuesto sirviente del palacio.

    Don Fernando, se apostó armado cerca del dormitorio de su esposa y, ya entrada la noche cuando todos dormían y en el palacio reinaba un profundo silencio, vio salir a su esposa de su alcoba, la siguió sin ser visto y cuando se reunió con su amante, se abalanzó sobre la pareja y, mientras la mujer huía hacia el dormitorio de donde había salido, él acuchilló en el corazón con su daga al amante, matándolo en el acto. Después lleno de ira y dolor, poseído por un afán de venganza incontenida, llegó a la habitación de su esposa, que yacía dormida en su lecho y, sin mediar palabra alguna, la hundió la daga repetidas veces causándole la muerte sin que ella diera un solo gemido.  

    Era el uno de julio de 1180 y el revuelo que se preparó en el palacio fue mayúsculo; pronto acudieron criados armados a socorrer a sus señores y cuando, a la luz de múltiples antorchas, vieron el cuerpo de la noble esposa en su cama, desnuda y ensangrentada, comprendieron que había sido asesinada mientras dormía pues de otra manera no le habría dado tiempo a desvestirse. Se registró minuciosamente la habitación y en un determinado momento, encontraron bajo la cama y muerta de miedo a una criada de la difunta, vestida con las ropas de su señora. Esta falta supuso que su señor la condenase a morir en la hoguera.

    El dolor, la culpa y la desolación, embargaron el corazón del señor de Castro que poco después y siguiendo las normas que la tradición exigía, se personó ante el rey Fernando II de León, con una soga al cuello y la daga, que le había servido para asesinar a su esposa, en la mano. Pedía perdón al rey y solicitaba, si creía conveniente, se hiciera justicia ya que su error merecía castigo.  

    El rey de León sopesó los pros y los contras de aquel doble crimen. Aquel hombre le había sido fiel y había comandado sus ejércitos, llevándolos muchas veces a la victoria y ahora cegado por los celos había matado a su fiel y bella esposa, la gentil Estefanía, que era su propia hermanastra, sin haberle dado oportunidad de explicarse. El juicio era difícil de resolver, pero a pesar de todo, Fernando II fue misericordioso y le perdonó.

    El rey le había perdonado, pero no así su conciencia, pues el remordimiento le corroía el corazón y una gran pesadumbre se apoderó de él hasta que murió cinco años después.

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    Don Nuño Pérez de Lara se preocupó mucho por la educación de Alfonso VIII en todas sus vertientes: Cultural, política, religiosa y militar. En el año 1170 sin haber cumplido los 15 años de edad, le hizo proclamar rey de Castilla en las Cortes convocadas en Burgos, ciñéndose él solo la espada real al cinto, y ese mismo año concertó su matrimonio con Leonor Plantagenet, hija del rey de Inglaterra Enrique II y de Leonor de Aquitania y por tanto hermana de Ricardo Corazón de León. Las bodas reales se celebraron con gran pompa y alborozo en la localidad aragonesa de Tarazona.

    Alfonso VIII era un muchacho de 14 de años y la novia Leonor era una niña de diez añitos que traía como dote el condado de Gascuña.  Leonor, contaba ella misma cuando fue mayor que, cuando llegó a Castilla, sólo conocía de nuestro idioma una sola palabra “Tarazona”; y es que, a ella le habían mandado a un lejano país, para contraer matrimonio con un rey desconocido, que resultaba ser un niño poco mayor que ella; y esto hizo que en aquel viaje tuviese miedo y su obsesión fuera llegar a Tarazona que es donde la corte castellana se había concentrado para recibirla.

    Si Leonor aportó como dote al matrimonio el condado de Gascuña, Alfonso no se quedó corto y concedió a su esposa innumerables posesiones de las cuales aquí solamente nombraré algunas de ellas: Los castillos de Burgos, Amaya, Saldaña, Monzón de Campos, Dueñas, Tariego de Cerrato y Astudillo, entre otros. Además, le concedió las rentas del puerto de Santander, Tudela, y Calahorra, más las rentas de Poza de la Sal, Logroño, Pancorbo, Peñafiel y Curiel de Duero. Por último, le donaría la mitad de los territorios que conquistase a los musulmanes después de ser celebrados sus esponsales.

    Con este matrimonio se reforzó la frontera pirenaica y aunque Alfonso VIII nunca anexionó Gascuña a la corona de Castilla, sin embargo, fueron bastantes los caballeros gascones que vinieron a Castilla para defender los intereses de su señor contra los ejércitos almohades.

    Si Alfonso VIII, fue un gran rey guerrero que dedicó toda su vida a su lucha contra el Islán, Leonor Plantagenet atrajo hacia la corte multitud de sabios y trovadores, además de estudiosos de las artes y la literatura. Alfonso VIII fue el fundador del “Studium General de Palencia” conato de la primera universidad de España. Seis años después surgió el “Studium Generale salmantino” que, ante el decaimiento del de Palencia, se convirtió en Universidad; y quizás ese es el motivo por el que se dice que Salamanca tiene la primera universidad de España. También por iniciativa del regio matrimonio se construyó el “Monasterio de las Huelgas Reales” de Burgos.

    Alfonso, alcanzada ya la mayoría de edad, se traslada con su esposa a Toledo y se centra en recuperar los territorios heredados de su padre, y que le habían arrebatado sus reyes vecinos de Navarra y de León. Para ello se alió con Alfonso II “El Casto” que era rey de Aragón, el cual contrajo matrimonio con la tía de Alfonso, Sancha de Castilla; y una vez reconstruido su reino, se lanzó hacia el sur para reconquistar territorios a los musulmanes.

     Son tantos los hechos de armas realizados por este rey castellano que bastarían para llenar con ellos un gran libro de historia, por lo que me voy a referir a los hechos más notables:

        El veintiuno de septiembre de 1177, festividad de San Mateo, conquistó la inexpugnable Cuenca después de largos meses de asedio y su esposa Leonor mandó edificar, sobre la antigua mezquita, la bellísima catedral de Sta. María y San Julián. Para ser junto con la de Ávila, pero después de esta, las primeras catedrales góticas de Castilla. No obstante, la de Cuenca, se caracteriza por ser del gótico normando ya que normanda era la reina.

 

EL DESASTRE DE ALARCOS

 

    Alfonso VIII, rey valeroso e intrépido guerrero, se encontraba en Toledo con su joven esposa Leonor, ambos habían luchado por la organización de todas las tierras castellanas y se encontraban en paz, eso sí, algunas veces amenazada por los reyes cristianos vecinos, cuando según la tradición mitad historia mitad leyenda, Alfonso cometió un pecado de adulterio que fue castigado por Dios y cuyo castigo se cumplió en los miembros de su descendencia. Son muchos los historiadores que a través de los años han escrito sobre esta relación pecaminosa, en la que el amor llego a tener tintes de brujería. Aquí voy a contarlo como lo relató su bisnieto Alfonso X “El Sabio” en su “Crónica General e Estoria de España”.

 Dice el rey sabio, que Alfonso cuando vivía en Toledo con su esposa Leonor se enamoró perdidamente de una joven mujer de raza judía que vivía en Toledo. Su nombre era Rahel Esra, pero era conocida en toda la ciudad como “Raquel la Fermosa”. Fue tan grande este enamoramiento que dicen que el rey, durante siete años, perdió la razón, se olvidó del reino, dejó de pensar en la reconquista y lo más grave de todo, se olvidó de su esposa Leonor que sufría en silencio el desdén de su marido. Solamente pensaba en estar al lado de su amante en el palacio que había habilitado para ella, y en la ciudad se rumoreaba que aquella bellísima hebrea, al igual que Circe a Ulises, le había dado un bebedizo embrujado que hacía que el rey se olvidara del tiempo, del reino y de la familia.

 



RAQUEL LA FERMOSA (Charles Zacharie Landelle)

                  

    Eran tan grandes los rumores, tan enorme el malestar que la nobleza castellana tenía a consecuencia del comportamiento de aquel rey que tanto querían y que tanto habían ayudado, que no sabían cómo proceder. Hasta al Papa Inocencio III, llegaron las quejas y el dolor de la desafortunada esposa Leonor. El Papa se enteró de que, debido a este adúltero amor e influido Alfonso por la cautivadora Raquel, estaba repartiendo favores y cargos importantes a los judíos. Cosa que no interesaba al reino de Castilla ni a la Iglesia Católica.

    Como ya Alfonso VIII, estuviera cautivo de ese amor la friolera de siete años, la nobleza castellana, al ver que su reina sufría y su sufrimiento no parecía tener consuelo porque aquellos amores no tenían final, decidieron deshacerse de la “Fermosa Raquel” antes de que el reino entero de Castilla quedase en manos judías. Acordaron pues hacer llegar a la alcoba donde el rey yacía con su amante, un mensaje de doña Leonor diciendo que varios nobles estaban con ella y querían hablar urgentemente con él.

    Alfonso, ante el temor de que ocurriese algo grave, se fue a verlos y en este momento, hombres armados entraron en el palacio donde estaba Raquel y la degollaron con toda la servidumbre que tenía, huyendo después precipitadamente para no ser reconocidos.

    Cuando Alfonso VIII intuyó lo que se estaba tramando corrió a los aposentos de su amada, pero ya era demasiado tarde, la hermosísima Raquel yacía inerte y más bella que nunca en medio de un gran charco de sangre. Tenía los ojos abiertos, los brazos estirados como pidiendo auxilio y en su boca entreabierta, parecía quedar el eco de la última palabra pronunciada, ¡¡¡Alfonso!!!. Cuando el rey vio todo aquello, el dolor le trastornó y daba gritos como un loco; pensando aquellos que le veían que aún estaba poseído por alguna pócima que su amante le había dado. Estaba alterado, se enemistó con Leonor, desterró a cuantos nobles sospechó que habían tramado el crimen y se pasaba los días visitando la tumba de su amor. Hasta que por consejo de los médicos fue trasladado a Illescas que distaba de Toledo seis leguas, y es allí donde ocurrió el milagro de su curación.

    Cuenta el “Rey Sabio”, su bisnieto, que una noche mientras estaba en su cámara sin poder conciliar el sueño, se le apareció un joven lleno de luz que le dijo:

    .- Alfonso, ¿aún estás pensando en la mujer judía y no piensas en el mal que has hecho a tu Dios, a tu esposa y a tu pueblo.? Dios está descontento con tus actos y te lo hará pagar a ti y a tu reino.

    El rey obnubilado, y sin saber cómo reaccionar, preguntó:

    .-¿Tú quién eres que así, en medio de la noche, hablas al rey de Castilla.?

    .- Soy un ángel mensajero de Dios, que viene por su mandato a decirte cuanto te pasará.

    Al oír estas palabras, Alfonso despertó de su trance, cayó de rodillas y dijo al ángel mensajero del Señor:

    .- He pecado, es verdad, y por este pecado, desde ahora mismo pido perdón a Dios a mi esposa y a mi reino. Decid al Señor, que el rey Alfonso, postrado de hinojos, suplica su perdón y hace promesa de nunca más hacer nada contra él.

    .- Él me manda decirte que “en adelante le temerás y que, en castigo por este pecado, ninguno de tus hijos varones reinará en Castilla pero si lo hará un descendiente de tu hija mayor Berenguela. Así que en adelante has de obrar bien pues de lo contrario Dios te castigará con más rigor”.

    Después, una mayor luz llenó la habitación, cegando con su resplandor al rey castellano e inundando de paz su corazón, y mientras se reponía, el ángel desapareció dejando un intenso perfume en la cámara que perduró largo tiempo.

    A partir de aquel momento, Alfonso VIII se convirtió en un hombre temeroso de Dios, se reconcilió con su esposa, perdonó a la nobleza y dedicó su vida a la lucha contra los almohades que eran un pueblo mucho más belicoso que lo habían sido los almorávides. Alfonso VIII fue uno de los más grandes reyes o quizás el mejor rey de la España medieval.

    Pero todo pecado, aunque perdonado, lleva su penitencia y como el ángel le había anunciado, el castigo que Dios le impuso se cumplió.

    El rey castellano había conquistado Cuenca en el año 1117, y esta conquista incomodó mucho a los almohades y sobre todo a su califa Abu Yaquf al-Mansur que estaba en el norte de África y amenaza a Alfonso con su venida a la península.  Alfonso VIII que sabía del gran poder de los almohades, cedió villas y castillos importantes de la frontera a las ordenes militares de Calatrava y Santiago y él fortificó aún más Toledo reuniendo allí un poderoso ejército.

    Todos estos movimientos eran espiados por el califa almohade que habiendo ya suprimido a los almorávides por haberse relajado en el cumplimiento de las normas religiosas que el Islán requería, se había adueñado del todo el norte de África y de las taifas del sur de España; formando un poderoso ejército que reunía entre sus filas a los bereberes y otras tribus de las más fanáticas de todo su imperio, hombres dispuestos a luchar por extender la religión del Corán por todo el mundo, sin importarles morir en el intento.

    Alfonso VIII rehecho ya su ejército de las luchas con sus vecinos, llama a su lado a Diego López de Haro “Señor de Vizcaya” para dirigir su ejército y desafía abiertamente a Abu Yaqub Yusuf al-Mansur. De tal modo le provocó, que el califa cruzó el estrecho de Gibraltar con un poderosísimo ejército, muy superior al de Castilla en cuanto al número se refiere.

    El rey de Castilla se encontraba en Toledo y estaba esperando la ayuda de los reyes de León, Navarra y Aragón, que ya venían de camino para unirse a los castellanos y así hacer frente a la amenaza que para todo el mundo cristiano suponían los almohades, cuyo califa había amenazado con llegar hasta Italia, arrasar Roma y dar de beber a su caballo en las aguas del Tíber.

    Alfonso impaciente no quiere esperar y manda a Diego López de Haro que reúna el ejército para salir hacia Alarcos.

    .- Majestad, _le dijo López de Haro_ han llegado mensajeros que dicen que dentro de pocos días tendremos aquí a nuestros aliados. Entonces sí podremos partir al encuentro de al-Mansur.

    .- ¡¡¡Cómo que esperar!!!. Es verdad que el ejército almohade es muy superior en número al nuestro, pero nuestro catafracto (caballería pesada en la que el jinete y caballo llevaban armadura) forma tan potente fuerza de choque que desbaratará al enemigo.

    .- Señor, es verdad que nuestra caballería es muy valiosa pero estamos a mediados de julio y las armaduras de los caballeros así como las bardas (armaduras) de los caballos, se volverán muy pesadas para estos últimos, mientras que la caballería bereber, desprovista de armaduras es mucho más ligera.

    Alfonso VIII, desoyó los consejos de su general y dio la orden de partir hacia Alarcos, ciudad fortaleza que los castellanos estaban construyendo pero que aún no se había finalizado. Llegó a este lugar el ejército castellano el día 18 de julio de 1195 y ansioso como estaba Alfonso VIII por entrar en batalla, al día siguiente, el 19 del mismo mes y año, dio la orden de ataque.

    La caballería pesada castellana al mando de Diego López de Haro, con los caballeros de las órdenes de Calatrava, Santiago y la orden portuguesa de Évola, atacaron unidos con tan gran estruendo de hierros y cascos, que hacían temblar la tierra. Eran el temido Catafracto que formando un imparable frente de hierro y lanzas, atacaron el centro de las vanguardias de infantería almohades aplastando, atravesando pechos, rompiendo huesos y poniendo estas tropas es franca retirada. Pero en el ala izquierda del ejército almohade había un noble castellano traidor a los cristianos, se llamaba Pedro Fernández de Castro que con sus huestes y consejos facilitó mucho la victoria almohade.

    El visir Abu Yahya que comandaba las tropas almohades había cogido el estandarte del califa, con objeto de distraer a los cristianos, y Diego López de Haro con sus caballeros, al ver aquel estandarte ondear entre las masas de soldados y pensando que allí estaba al-Mansur, cargaron cuesta arriba y mataron al visir, pero allí no estaba el califa. La enorme polvareda y el calor sofocante, después de varias horas de lucha, empezaron a hacer mella en la acorazada caballería cristiana que, haciendo un esfuerzo sobrehumano y pidiendo a base de espuelas las últimas fuerzas a sus caballos giraron hacia el lado izquierdo y derrotaron a los andalusíes mandados por Ibn Sanadid. Mientras tanto la caballería ligera bereber les pasó por los costados envolviéndolos con una lluvia de flechas que hacía estragos entre las fuerzas castellanas. Ante tal situación, Alfonso VIII, con el vigor de sus cuarenta años y viendo al califa musulmán al frente de su caballería de elite, atacando y desbaratando la vanguardia cristiana, se lanzó al combate con todas sus fuerzas de reserva, luchando cuerpo a cuerpo y buscando la victoria o la muerte.

    Alfonso peleaba desesperadamente entre una lluvia incesante de flechas que la caballería ligera almohade lanzaba mientras galopaba, siguiendo su táctica del tornafuye en torno de los cristianos que estaban completamente rodeados. Tan absorto estaba el rey castellano en la lucha que no veía el peligro, hasta que sus escoltas lo apartaron del combate a la fuerza, para llevarlo en dirección al castillo de Alarcos, donde él quería quedarse para luchar, pero sus caballeros, viendo la situación le convencieron de seguir huyendo hasta Toledo.

    En Alarcos entró Diego López de Haro con lo que quedaba de su valiosa caballería y allí se hizo fuerte, en el castillo de aquella ciudad cuyas murallas no habían sido terminadas y cuyos habitantes fueron masacrados o cautivados por los almohades. Quedaba sin tomar solamente el castillo que también estaba inconcluso. Don Diego, contempló las defensas inacabadas, a sus caballeros unos heridos y todos exhaustos, preguntó por las provisiones que eran casi nulas y dándose cuenta de que el asalto del castillo era cuestión de días, mandó salir a uno de sus caballeros, desarmado y con bandera blanca, para pedir al califa al-Mansur un “amán” (tregua para negociar).

    El califa almohade se lo concedió y llamando a su lado al castellano traidor, Pedro Fernández de Castro, le ordenó que fuera él a negociar ya que como los cercados,  él era también cristiano y castellano.

    Cuando el señor de Vizcaya vio venir a negociar el amán a don Pedro, de la familia de los Castro, que era enemigo del Rey y había luchado contra su propia tierra, no le gustó nada, pero la situación era insostenible y tuvo que aguantarse.

    Reunidos ambos nobles el de Castro preguntó:

    .-¿Qué tipo de acuerdo queréis?, os daréis cuenta de que estáis en una situación insostenible y resistir en este castillo supone vuestra muerte y la de vuestros caballeros.

    .- Un soldado leal a su rey y a su patria sabe morir antes que, como un traidor se vuelva contra ambos poniéndose al lado de los enemigos de Dios y de la patria. Quiero que al-Mansur, que ha salido victorioso con la ayuda de vuestra traición en esta batalla, deje salir con vida a todos los soldados y caballeros encerrados en el castillo, a cambio os entregaremos la fortaleza intacta con todo lo que contiene.

    .- Mucho pedís para lo poco que ofrecéis, pues el castillo caerá como ya ha caído la ciudad.

    .- Es posible que el  castillo caiga pero al ejército de al-Mansur le costará muchas vidas y sé que si a vos no os importa, al califa sí. Además, antes de rendirlo, prenderemos fuego y destruiremos cuanto en él se encierra.

    .- Hablaré con al-Mansur y veremos qué es lo que decide.

    Se marchó el traidor Pedro Fernández de Castro y después de exponer la petición de don Diego al califa, éste decidió que podían marchar todos los supervivientes con Diego López de Haro a la cabeza, pero habrían de dejar en Alarcos sus armas y a doce caballeros que serían puestos en libertad después de cobrar un suculento rescate en oro. Así se hizo, todos marcharon menos los doce caballeros que voluntariamente quedaron prisioneros y que, poco tiempo después, ante la negativa del rey de Castilla para pagar el rescate, fueron decapitados.

    Cuando don Diego se reunió en Toledo con el rey y con el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, se dieron cuenta de que el ejército castellano había quedado destruido. Entre las figuras más notables que en Alarcos murieron estaban: Los obispos de Ávila, Segovia y Sigüenza. Los condes Pedro Ruiz y Rodrigo Sánchez y los Maestres de las Órdenes militares de Santiago y de Évora. Además, la Orden de Calatrava quedó tan diezmada que estuvo a punto de desaparecer.

    .- Señores, _dijo el rey Alfonso VIII_ Castilla ha quedado inerme ante el Islán. Nuestro ejército diezmado y con la mayoría de sus capitanes muertos, tardará mucho tiempo en volver a ser el que era antes de esta fatídica batalla. A mis mentes vienen los recuerdos del ángel mensajero de Dios que me dijo, entre otras cosas, que mi reino y yo tendríamos que pagar por mi pecado.

    El arzobispo de Toledo, tomó la palabra y dijo:

    .- El camino que ahora lleváis Majestad, es del todo correcto y Dios que es misericordioso lo tendrá en cuenta.

    Luego volviendo la mirada hacia don Diego López de Haro,  siguió hablando sin apartar los ojos de él:

    .- Había también en la batalla, otros nobles que a lo largo de su vida habían cometido faltas gravísimas y aún no se han arrepentido.

    .- Si lo decís por mí, Monseñor, se cuál es mi pecado pero, para poder hacer justicia, tuve que hacer uso de la venganza.

    .- El Señor nos manda a todos los cristianos hacer uso del perdón y vos no lo habéis hecho ni después de muerta vuestra esposa.

    .-¿Mi esposa dice vuestra eminencia?. ¿Se puede llamar esposa a una mujer que estando debidamente casada conmigo “Señor de Vizcaya”, por el mero hecho de satisfacer sus instintos carnales, fue capaz de encamarse con un miserable herrero de Burgos?.

    .- Doña María Manrique de Lara, era de noble cuna y su familia está muy disgustada porque vos la habéis dado sepultura, a la entrada del monasterio de Huerta, para que sea pisada su tumba por todos aquellos que entren a la iglesia. Además, la lápida que la cubre tiene grabada en relieve su imagen para que todo el mundo sepa a quien pisa.

    .- Señor Arzobispo, ese fue su pecado y ese será su castigo. Lo que ordené, como marido injuriado, se cumplió y allí seguirá. No es digna de estar sepultada con sus padres dentro del Monasterio. (Varios siglos después, pasando por allí el emperador Carlos I, preguntó por la causa de aquel enterramiento y enterado del motivo, mandó levantar el cadáver de allí y ponerlo, con sus padres, dentro del monasterio, diciendo que ya era bastante la penitencia hecha por su pecado.)

    Alfonso VIII y el arzobispo guardaron silencio, dándose cuenta ambos de que el Señor de Vizcaya no cedería un ápice de su sentencia.

    .- Majestad, _dijo el señor Arzobispo_ ahora solamente debemos esperar. Cual leones heridos lameremos nuestras heridas y defenderemos Toledo que es el símbolo de nuestra religión y capital de nuestro reino. Hemos perdido el valle del Guadiana, pero haremos lo posible por mantenernos firmes en el del Tajo.

    .- Así será señores y esperemos que Dios no me haga sufrir el otro grave castigo que el ángel me predijo.

    .- Señor, dijo López de Haro, _que después de su discusión con el arzobispo ya se había serenado_ es verdad que Sancho, vuestro primer hijo varón, murió a los tres meses de edad. Pero vuestro hijo Fernando es ya un muchacho lleno de salud y nada hace sospechar que pueda morir.

    Un sepulcral silencio se hizo patente en la sala y como don Diego y el rey dirigieron sus miradas al arzobispo, éste sentenció:

    .- Los designios de Nuestro Señor, nadie los puede descifrar y menos cuando hay un castigo anunciado. Si hubiera perdón, él os lo comunicaría. De momento parece ser que Dios está de nuestra parte y al-Mansur, que aparentemente nos tenía en sus manos después del desastre de Alarcos y que ha devastado Extremadura, la Mancha y ha llegado cerca de Toledo, ha tenido que ir urgentemente al norte de África y se rumorea que va muy enfermo.

    .- Si es así,_ dijo don Diego,_ debemos hacer alianzas con los demás reyes peninsulares, a fin de cuentas, todos ellos pertenecen de un modo o de otro a vuestra familia. Incluso el rey de León, vuestro primo Alfonso IX, que tiene a su servicio a Pedro Fernández de Castro que los moros llaman “El Castellano” y que tanto daño nos hizo en Alarcos, está deseoso de limar rencillas y hacer coalición contra los enemigos de nuestra religión.

    .- Así se hará, señor de Vizcaya, nuestro arzobispo, _miró a Jiménez de Rada_ ya tiene contactos con todas las casas reales y si Dios quiere pronto estaremos en condiciones de tomarnos venganza de todos los daños que el califa al-Mansur nos ha infringido, quizás por mi precipitación al no haberos hecho caso y esperar los refuerzos.

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    En los años siguientes a la marcha del califa a África, éste murió y el rey Alfonso VIII, hombre valiente, inteligente y asesorado por sus consejeros y por su esposa Leonor, fortificó la línea del Tajo, reorganizó su ejército y se sintió optimista al ver a su hijo varón Fernando, que había sido nombrado heredero, porque ya era un mozo de veinte años, inteligente, sano, valiente y bien dotado para la guerra. Además, a estas virtudes había que sumarlas la prudencia que quizás, a su padre, le había faltado en algún momento.

    Alfonso VIII vivió unos años tranquilo y en compañía de su esposa doña Leonor, se dedicaron a fundar iglesias, monasterios y catedrales con objeto de embellecer Castilla y agradar a Dios al que tanto había ofendido en su juventud. Algunos de esos magníficos monasterios, hoy están en ruinas, como el monasterio de Santa María de Matallana situado en Villalba de los Alcores. El paraje donde está situado dicho monasterio, pertenecía a la orden militar de San Juan, y para que dicha orden le cediera aquellos terrenos, él les dio a cambio el poblado de Alcubilla, situado en lo que hoy es el término municipal de Esguevillas de Esgueva.

    En el verano del año 1211, Muhammed al-Nasir,  hijo de al-Mansur es nombrado nuevo califa y alarmado por el fortalecimiento de Castilla, cruzó el estrecho con un poderoso ejército dispuesto a frenar el empuje castellano y Alfonso ante esa peligrosa situación, convocó en su palacio de Toledo a los principales nobles del reino y a los maestres de las órdenes militares.

    .- Señores, supongo que ya sabéis que el ejército almohade de Muhammed al-Nasir al que todos llaman “Miramamolín” ha cruzado el estrecho y amenaza nuestros reinos.

    .- ¡¡¡Esta vez nos vengaremos!!!_ dijo el maestre de la orden de Calatrava_. Los calatravos peleamos en Alarcos hasta el límite de nuestras fuerzas y nuestra Orden quedó prácticamente exterminada, pero ahora nos hemos rehecho y la venganza será terrible; por tal motivo Majestad, pido para mi orden militar iniciar el combate en primera línea.

    Los maestres de las demás órdenes protestaron airadamente; todas estaban formada por hombres avezados a la guerra y todas estaban decididas a luchar en primera línea de combate. La discusión era ya acalorada y el arzobispo Rodrigo Jiménez de Lara, demandó silencio y habló de esta manera:

    .- La discusión no es entre nosotros, nuestros enemigos son los almohades y el rey, su hijo y yo hemos decidido no atacar ahora sino cuando la situación sea más ventajosa.

    Por encargo de su Majestad, he tenido conversaciones con el Santo Padre, el Papa Inocencio III, y éste ha ordenado predicar una cruzada por toda Europa prometiendo el perdón de todos los pecados a quienes se unan a nosotros en nuestra lucha contra el Islán. Del mismo modo ha sentenciado que aquellos que ataquen a Castilla durante esta cruzada, quedarán excomulgados.

    .- Quiero señalar_ dijo el príncipe Fernando_ que este último punto que acaba de comunicarnos el Señor Arzobispo es muy importante para Castilla, pues vuestras señorías saben que cada vez que nuestro reino se ha embarcado en una guerra importante, algunos de los reyes vecinos nuestros han atacado nuestra retaguardia para adueñarse de algún castillo o rapiñar parte de nuestras tierras. Con esta Santa Cruzada, mi padre el rey de Castilla Alfonso VIII, tendrá cubiertas sus espaldas bajo la amenaza de la excomunión.

    El rey miraba al príncipe Fernando, con 22 años pletórico de vida y de ilusión y se sentía orgulloso y esperanzado con su heredero, pero ese mismo año, unos meses después, en el día 14 del mes de octubre de 1211, la parca revestida de unas fiebres malignas, le arrebató la vida de aquel hijo tan querido.

    Alfonso VIII, volvió a revivir en su cerebro y en su corazón el anuncio del ángel mensajero de Dios: “Ningún hijo varón de tu sangre reinará en el reino de Castilla”. Sin embargo, de los diez hijos que Leonor le había dado, siete hembras y tres varones, aún tenía otro hijo, el menor de todos que se llamaba Enrique y que era un niño vivaracho y sanísimo que correteaba y jugaba por palacio ajeno a todas las guerras y peligros que la vida nos depara a todos los nacidos.

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        Alfonso VIII, se sobrepuso a su dolor y decidido como estaba a presentar batalla campal a los almohades, quería borrar de su memoria la derrota de Alarcos y eliminar de una vez por todas el peligro que a la cristiandad suponían las pretensiones de Miramamolín, que había jurado sobre el Corán abrevar su caballo en las aguas del Tíber después de arrasar Roma. Además, aquel trajín de preparar la Cruzada, le servía para no pensar en la pérdida de su querido hijo Fernando.

    La predicación que, en todos los púlpitos de las iglesias de Europa, se llevó a cabo por orden del Papa Inocencio III, dio sus frutos y pronto todos los caminos del otro lado de los Pirineos se llenaron de caballeros cruzados que se dirigían a Castilla teniendo como punto de reunión Toledo. No sólo venían guerreros a caballo, también soldados de infantería y una gran afluencia de todo tipo de personas de uno y otro género que acompañaban a las mesnadas con fines muy distintos: Unos fanatizados por las promesas del Paraíso pero inútiles para la guerra, otros eran trovadores y juglares que amenizaban por unas monedas las noches de acampada, también venían jovenzuelos buscando trabajo como escuderos y mujeres que ejercían el trabajo más antiguo del mundo ofreciendo amores a cambio de dineros. En fin, durante la primavera del año 1212, a las afueras de Toledo y apartados del núcleo de la ciudad se fue concentrando un ejército de hombres llegados de diferentes partes de Europa, la mayoría eran franceses, pero también los había italianos, alemanes y de Lombardía.

    Tal afluencia de hombres preparados para la guerra causó muchos problemas a los toledanos. Los cruzados tramontanos no estaban preparados para convivir con los judíos que desde siglos vivían en Toledo y ávidos de sangre y de botín, asaltaron la judería teniendo que intervenir los castellanos en su defensa. Esto disgustó sobremanera al rey Alfonso VIII que condenó tales actos, pero esta condena del rey castellano  incomodó a los tramontanos que habían venido a limpiar España de infieles.

    Mientras tanto, en el ejército almohade los preparativos también eran muchos. Al-Nasir, el Miramamolín, hijo del vencedor de Alarcos y de una esclava cristiana llamada Zahara, había mandado reclutar soldados por todas las tierras del Ándalus incitándolos a una gran Guerra Santa. El ejército almohade era tan numeroso que llenaba los campos por donde pasaba y tenía problemas de abastecimiento, por lo que Al-Nasir hacía decapitar a todos aquellos que no colaborasen en el mantenimiento de sus tropas.

    En cuanto al ejército cristiano, en Toledo y sus inmediaciones no cabía ya un alma más. El primero en llegar con más de dos mil caballeros bien armados y acompañados de sus peones, fue Pedro II de Aragón que era y siempre fue el amigo más fiel de Alfonso VIII. El rey de León se negó a ir, pero sí que permitió acudir a la cita a muchos de sus caballeros; y el que todavía no había llegado era Sancho VII de Navarra, apodado “El Fuerte” por su corpulencia que superaba los dos metros; este venía con unos cientos de caballeros navarros.

    A mediados de junio, los campamentos de los ejércitos cristianos eran un hervidero de soldados con ganas de combatir. Parecían leones enjaulados deseosos de lucha, peleándose muchas veces entre ellos y provocando situaciones difíciles de controlar. Se comportaban como las olas de un mar embravecido golpeando contra las rocas. En esta ocasión los guerreros eran las olas y la roca de contención Alfonso VIII de Castilla y sus castellanos.

    El día 19 de junio, Alfonso convocó al rey de Aragón, a don Diego López de Haro y a los maestres de las órdenes militares de Calatrava, Temple, Santiago y Malta, además de otros obispos y nobles de su confianza y les dijo:

    .- Señores como ustedes pueden ver, la situación de las tropas que integran nuestro ejército se hace insostenible, por lo tanto creo que no cabe otra solución que partir hacia el sur en busca del enemigo que, según las noticias que tengo, ya avanza hacia Castilla.

    .- Majestad, _dijo López de Haro_ la mayoría de los desórdenes son provocados por las tropas de más allá de los Pirineos. Están ansiosos por entrar en combate y no pueden contener su instinto de matar y saquear todo lo que no sea cristiano.

    El obispo de Narbona que había venido capitaneando a la mayoría de las tropas ultramontanas, hizo uso de la palabra para decir:

    .- Reyes de Castilla y Aragón, es verdad que las tropas venidas de más allá de los Pirineos, están causando multitud de disturbios, pero el motivo no es otro que llevamos aquí en Toledo mucho tiempo y estos hombres están ansiosos de entrar en combate en defensa de la cristiandad, como así se les prometió en nuestras predicaciones. Además, hago saber a todos los presentes que este ejército de tramontanos como en Castilla nos llaman, son caballeros muy bien preparados para la guerra, no en valde muchos de ellos han peleado bravamente en Tierra Santa y allí la guerra era sin cuartel.

    .- Tan profesionales o más somos los caballeros de las Órdenes Militares y sin embargo no provocamos tantos actos de indisciplina. _dijo el Maestre de Calatrava_. ¿Será que en vez de a una Santa Cruzada han venido solamente a enriquecerse con el saqueo?

    El rey Alfonso impuso silencio y después de mirar uno a uno a los asistentes a la reunión dijo:

    .- He decidido que mañana mismo, don Diego López de Haro partirá de Toledo al mando de la vanguardia del ejército, que estará compuesta por todas las tropas de más allá de los Pirineos. Sus órdenes serán respetadas como si yo mismo las diera y un día después partiremos el grueso del ejército.

 

HACIA LA GRAN VICTORIA

  

 Todo se hizo como Alfonso VIII había ordenado. La vanguardia cristiana avanzó imparable hacia el sur y después de cuatro días de marcha sofocante bajo el tórrido sol de la meseta, con pocos víveres y menos agua, llegaron a Malagón que pertenecía al Islán.

    Los habitantes de la población, al ver el gran ejército que se les venía encima, se refugiaron en su castillo e intentaron negociar ofreciendo la fortaleza a cambio de sus vidas; pero los cruzados tramontanos no estaban acostumbrados a esas negociaciones con los hijos del Islán y lanzándose al asalto, arrasaron la población y tomaron el castillo degollando a todas sus habitantes y saqueando todo lo que encontraron.

    Cuando Alfonso VIII, con el grueso del ejército, llegó a Malagón, se enfadó mucho con los cruzados extranjeros y estos incomodados empezaron a protestar de la forma de guerrear que tenían los castellanos.

    Estas protestas fueron “in crescendo” hasta que al tomar Calatrava y perdonar la vida a sus defensores a cambio de que le entregasen la fortaleza, los ultramontanos, que contaban con entrar a degüello como en Malagón, se indignaron tanto que después de parlamentar entre ellos, decidieron abandonar el ejército y volver para su tierra allende los Pirineos. Esta deserción, supuso una gran pérdida en el número de soldados, pues a pesar de ser indisciplinados eran guerreros muy profesionales y avezados a la lucha. Bien es verdad que ya venían protestando de los rigores del verano meseteño que los cocía dentro de sus armaduras sin apenas agua para beber y refrescarse. Solamente unos cientos de caballeros con el obispo de Narbona a la cabeza permanecieron fieles al ejército cruzado.

    El ejército cristiano, mermado en número, pero totalmente disciplinado, siguió avanzando hacia el sur pasando por las ruinas del castillo de Alarcos, cuya vista le trajo malos recuerdos a Alfonso VIII y también a López de Haro. Por unas u otras razones, el recuerdo de aquella derrota les había quitado el sueño y había avivado sus deseos de venganza. Sin embargo, en estos parajes estaba el ejército cristiano cuando llegó Sancho VII “El Fuerte” con doscientos caballeros navarros acompañados de sus peones. Este refuerzo sirvió para compensar en parte la gran pérdida de los caballeros tramontanos.

    Los espías de Al-Nasir “El Miramamolín” le tenían bien informado de cuanto ocurría en el ejército cristiano y de cómo, miles de guerreros profesionales. habían desertado volviéndose a sus países de origen. Este hecho le daba confianza debido a la superioridad numérica, pero todavía receloso ante el gran ejército que le venía al encuentro, decidió no cruzar Sierra Morena y esperar bien situado y descansando sus hombres, a que los castellanos cruzaran la reseca meseta y los abruptos desfiladeros de la sierra. Además, puso fuertes contingentes de tropas guardando los pasos para debilitar en lo posible las tropas enemigas.

    Cuando Alfonso VIII llegó con su ejército de cruzados a las estribaciones de Sierra Morena, mandó acampar junto al castillo de Castro Ferrat, que había sido abandonado por sus defensores ante la llegada de los cristianos, y reunió en su tienda a sus capitanes:

    .- Tengo información fidedigna de que los pasos de la sierra han sido cerrados por grandes rocas y fuertes destacamentos musulmanes los protegen desde las alturas, por si esto fuera poco el lugar donde nos encontramos no es muy propicio para acampar mucho tiempo, ya que falta pasto para los caballos y el agua no es abundante. Hace dos días mandé a don Diego López de Haro que explorase los pasos del Muradal y que nos informase y así lo hará ahora de inmediato.

    Todos volvieron los ojos hacia don Diego que poniéndose en pie dijo:

    .- Con un destacamento de jinetes escogidos, mi hijo Lope, ha recorrido los caminos de la sierra que llevan hacia el sur y todo parecía normal y sin peligro pero al llegar al Paso de la Losa, había una autentica muralla de rocas y troncos entrelazados imposible de franquear, además los costados del paso son laderas verticales en cuyas alturas cientos de saeteros almohades son capaces de diezmar a un gran ejército como el nuestro. Quisiera que este informe fuera más esperanzador pero la situación es como es y si he de calificarla diré que es angustiosa.

    El relato de don Diego provocó un gran encuentro de opiniones entre los asistentes de tal modo que nadie se entendía. El arzobispo Jiménez de Rada tomó la palabra y después de reclamar silencio hablo así:

    .- Majestades y compañeros cruzados; no creo que Dios Nuestro Señor, que sabe la finalidad que mueve a todos nosotros y conoce el esfuerzo que desde el Santo Padre Inocencio III hasta el último cristiano hemos hecho para llegar hasta aquí, nos deje desamparados en este insólito lugar. Mañana celebraremos la Santa Misa y puestos todos en oración le pediremos su ayuda.

    A todos pareció bien, el rey disolvió la reunión y al día siguiente después de la Santa Misa, dos centinelas del campamento cristiano se acercaron a don Diego con un humilde pastor que se les había presentado pidiendo hablar con el rey de Castilla.

    Don Diego le condujo a la tienda de Alfonso VIII y éste, muy afablemente mandó levantarse al pastor, que destocado, se había hincado de rodillas delante de él.

    .- ¿Qué es lo que me queréis decir buen hombre?

    .- Majestad, se de un paso oculto en las montañas e ignorado por los almohades y que por tanto está sin vigilancia.

    .- Esta sería, amigo mío, una gran noticia, quizás el milagro que esperamos. ¿Sabes que me recuerdas a otro pastor de tierras de Soria que en cierta ocasión también me prestó su ayuda? ¿Será que al rey de Castilla, en los momentos difíciles, solamente le ayudan las gentes humildes?

    El pastor, retorcía entre sus rudas manos la montera con la que se cubría la cabeza y ante las palabras de Alfonso solamente se encogió de hombros. Después dijo:

    .- El paso está franco y no sería bueno demorarse mucho tiempo pues los almohades recorren y exploran toda la sierra.

    Muy bien, _ dijo el rey _y luego dirigiéndose a don Diego le ordenó:

    .- Mandad que den de comer y beber a este hombre y después dejadle una mula e id con él y llevad un destacamento de caballería escogido para explorar el camino que él os indique. Os quiero aquí antes de morir el día.

    Así se hizo y López de Haro con una docena de lanceros escogidos entre sus hombres, siguieron al pastor que silencioso sobre su mula empezó a recorrer intrincados caminos que acabaron, como él había dicho al rey Alfonso, justo al otro lado de la sierra, sobre una meseta prominente desde donde se veían con nitidez las numerosas tiendas del ejército almohade.

    El Señor de Vizcaya, no daba crédito a lo que veía. Cruzarían la sierra sin ser vistos, sin bajas y además darían una gran sorpresa a Miramamolín. No había tiempo que perder, ordenó al campesino que se quedara en aquel lugar, para avisar, si observaba algo raro antes de que el ejército cristiano llegara y reuniendo a sus hombres recorrió al galope el camino de vuelta para avisar al rey de Castilla.

    Antes del amanecer del día siguiente, el ejército cruzado con el valeroso Diego López de Haro a la cabeza recorrió los parajes que hoy se conocen como Puerto del Rey y Salto del Fraile, y sin que el enemigo se hubiera dado cuenta, Alfonso VIII con todo su ejército, acampó en una alta meseta que hoy se conoce como Mesa del Rey.

    La sorpresa que Al- Nasir se llevó, al ver frente a él al ejército cristiano sin saber cómo ni cuándo habían podido pasar la sierra ya que todos los pasos, en especial el de la Losa, los tenía bien vigilados y defendidos, fue mayúscula. Él había plantado su tienda, de color rojo carmesí, en lo alto del monte de las baterías y sentado a la puerta leía el Corán esperando ver como los cristianos eran rechazados en el paso. Pero ahora el ejército enemigo estaba frente a él sin ninguna explicación posible, sólo separados por la llanura de las Navas.

    La noche del día 15 de julio de 1212, era de un calor sofocante, los soldados no podían dormir, continuamente miraban las luces de las hogueras que iluminaban el campamento almohade y hasta los caballos inquietos pateaban el suelo queriendo aliviarse del picor de las moscas. La tienda del rey de Castilla estaba todavía iluminada. Había reunión y se trazaba el plan de batalla.

    Alfonso VIII, aconsejado por el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, expuso el plan de choque de la siguiente forma:

    .- La vanguardia central de nuestro ejército, estará formada por las tropas castellanas e irá capitaneada por don Diego López de Haro. Él será la punta de lanza que parta el ejército agareno en dos. Detrás de ellos y apoyando su choque, irán los caballeros templarios capitaneados por Gómez Ramírez, maestre de la Orden. También en el centro lucharán las demás órdenes militares. El ala izquierda estará formada por las tropas aragonesas y la derecha por las tropas navarras reforzadas en número por tropas concejiles de varias ciudades de Castilla. Cada uno de estos cuerpos de ejército estará dividido en tres: Vanguardia, centro y retaguardia. Por último, estaremos los tres reyes, cada uno en el lado de sus tropas, y con nosotros estarán el arzobispo de Toledo y el resto de los obispos también con sus mesnadas.

    Todos asintieron con la cabeza y don Diego aclaró:

    .- Mañana, con la ayuda de Dios, en la llanura de las Navas, vengaremos la derrota de Alarcos. Sólo pido a las tropas que formarán en las alas, que no caigan en la trampa de perseguir a la caballería ligera que con toda seguridad aplicará la táctica del tornafuye con el objeto de envolvernos. Nuestra unión es nuestra fuerza y nuestro objetivo será la tienda de Miramamolín que, según las noticias que nos llegan, está rodeada por una fuerte empalizada y por su temible guardia negra, los imesebelen, enlazados entre sí por cadenas que no les permiten huir.

    Antes de clarear el día, los obispos y sacerdotes recorrieron el campamento dando la absolución general y prometiendo el Paraíso a cuantos murieran luchando por la fe cristiana y ya, con las primeras luces del alba el ejército cristiano estaba formado frente a frente con el del Islán.

    Hasta Diego de Haro, llegó galopando un joven jinete que freno su caballo al lado del general. Se trataba de Lope Díaz de Haro, hijo del señor de Vizcaya que ese día lucharía junto a su padre, y que muy serio le dijo:

    .- “Padre, ojalá hoy recuperéis la honra perdida en Alarcos, no quisiera que después de esta batalla me puedan llamar hijo de traidor”.

    .- “Después de hoy, podrán llamarte hijo de puta pero no hijo de traidor, tú cubre mi espalda que mi frente ya lo defiendo yo”

    Después de estas palabras, la caballería pesada castellana formando un bloque de caballos, lanzas y armaduras se lanzó contra las primeras líneas musulmanas deshaciéndolas por completo. Siguieron con su imparable empuje contra el segundo cuerpo del ejército almohade y también los hicieron retroceder causándoles muchas bajas, pero el ataque era cuesta arriba y la fatiga de caballos y jinetes se hacía notar cuando la élite de la caballería de Al-Nasir se lanzó cuesta abajo contra la vanguardia castellana, frenándola en seco. La caballería ligera musulmana intentó envolver al ejército cristiano pero las alas de aragoneses y navarros las contuvieron y la lucha se enconó en un tira y afloja en que no se sabía que podría pasar de un momento a otro.

    El Señor de Vizcaya y los suyos, no retrocedían un palmo de terreno a pesar de que los almohades contaban con la ventaja de atacar desde lo alto. ¡¡¡Cómo luchaban las Órdenes Militares!!!. Bien se veía que estos monjes con espuelas, como así los llamaban algunos, eran soldados profesionales y se movían a caballo todos al unísono sabiendo que la unidad de su ataque era su fuerza. Pero el enemigo les doblaba en número y la fuerzas sobre todo de las milicias concejiles empezaban a flaquear.

    En aquel momento indeciso de la contienda, _ cuentan las crónicas_ que el rey Alfonso VIII que comandaba las tropas de reserva, le dijo al arzobispo de Toledo:

    .- “Señor Arzobispo, no hay vuelta atrás, así que vos y yo, hoy aquí muramos”

    .- “Majestad, hoy aquí, el Señor nos dará una gran victoria”

    Y sin mediar más palabras y haciendo una señal a los otros dos reyes, cargaron los tres con todas sus reservas de caballeros buscando la victoria o la muerte.


SANCHO VII EL FUERTE (Pierre Joubert)

    La carga de los tres reyes, formando un bloque de lanzas y aceros, perfectamente cohesionados, cruzó el campo de batalla como un ciclón, galopando unidos sobre un montón de muertos y heridos y se dirigió, como una punta de flecha hacia el palenque del Miramamolín que al ver como aquella carga llegaba con fuerza junto a su tienda y como el gigantón de navarra Sancho VII El Fuerte rompía las cadenas de su guardia y volaba con su caballo sobre la empalizada, montó en un brioso caballo árabe, que allí tenía preparado, y partió al galope abandonando el campo de batalla, en compañía de algunos de sus escoltas.

    Cuando las tropas cristianas vieron a sus reyes luchar con tal denuedo, renovaron sus ánimos, las fuerzas les volvieron a sus brazos y la lucha hasta entonces reñida, se convirtió en la más grande victoria que en la reconquista se había visto antes y se vería después. La matanza dentro de la fortificación del Miramamolín fue tal, que ni los caballos podían moverse con soltura debido a los muertos que hacinados yacían en el suelo. Los imesebelen, fieles a su juramento, murieron en sus puestos y el ejército almohade en pleno se lanzó a la fuga.

    Don Diego López de Haro, Señor de Vizcaya, tenía la cota de malla teñida de la sangre enemiga, sangre que también teñía su espada y le escurría hasta gotear por el codo; sin embargo, a pesar de su edad, no daba señales de cansancio. Su hijo Lope, con la cara también salpicada de sangre se le acercó y dijo:

    .- Padre, la victoria es nuestra, los almohades arrojan sus armas y huyen a la desbandada dejando el campo con todo lo que él contiene para Castilla. ¡¡¡Hemos vencido!!!.

    .- Don Diego oyó a su hijo y después poniéndose en pie sobre los estribos, levantó la espada con su diestra mano y con voz de trueno gritó:

    .- Es el momento de asegurar la victoria, perseguidlos y matad a cuantos alcancéis, no habrá cuartel y hoy el ejército almohade quedará tan quebrantado que nunca más podrá levantarse contra Castilla. Mientras haya un enemigo vivo a quien perseguir, no habrá saqueo ni rapiña y todo el que deje la persecución por alguna de estas causas será duramente castigado.

    La persecución a los vencidos fue brutal. No se cogieron prisioneros los soldados de infantería nada tenían que hacer para escapar del galope de la caballería cristiana, sólo rendirse, pero esto no era suficiente para librarse de las lanzas y espadas que los degollaban allí donde eran alcanzados. La orden era no dar cuartel, sino matar y deshacer lo más posible al ejército de la “Media Luna”. El camino hacia Vilches fue sembrado de muerte y regado con la sangre de los que huían despavoridos.

    Terminada la persecución, el ejército se reunió y el arzobispo de Toledo, el de Narbona y los obispos y clérigos que acompañaban la expedición, entonaron un solemne “Te Deum Laudamus” con todos los cruzados de rodillas y emocionados por la victoria. Después Alfonso VIII dejó a sus hombres que saqueasen el campamento almohade y fue tanto lo que allí habían dejado, en armas, caballos, oro y riquezas, que los soldados, saciados su apetito de saqueo, aún dejaron más de lo que habían cogido.

    Al día siguiente de la victoria, Alfonso VIII mandó que trajeran a su presencia al pastor que les había enseñado aquel camino franco para evitar el desfiladero de la Losa.

    .- Quiero ante mí a ese humilde aldeano para recompensarlo según se merece, pues él y no otro ha hecho posible nuestra victoria.

    Los soldados de Castilla, a pie y a caballo, recorrieron la sierra sin tener noticias del campesino que buscaban ni de su rebaño, si es que alguna vez existió.

    .- Majestad_ dijo el arzobispo de Toledo_ creo que con tanto fervor pedimos aquel día un milagro, que Dios Nuestro Señor nos mandó uno de sus ángeles disfrazado de pastor para indicarnos el camino.

    .- De no ser como vos decís, señor arzobispo, no entiendo como un hombre puede desaparecer con su rebaño en estas montañas .

    .- Algunos exploradores han visitado las aldeas de la sierra y unos dicen que les han hablado de un tal Martín Halaja conocedor de estos riscos, pero nadie sabe de dónde vino ni donde habita.

    .- Demos pues por sentado Don Rodrigo, que como vos decís, Dios ha hecho con nosotros un gran milagro y nos ha recompensado de todos los sufrimientos y derrotas anteriores. Ahora toda Andalucía está a nuestra merced y si el Señor nos sigue protegiendo, no tardaremos en echar a los hijos del Islán de nuestra tierra.

 

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    Con el ejército almohade vencido y masacrado, las tropas cruzadas fueron conquistando castillos y fortalezas sin respetar la vida de los vencidos y esto hizo que los habitantes de las ciudades, al enterarse de lo que venía haciendo el ejercito cristiano, las abandonasen y huyesen hacia el sur. Pero al poco tiempo, quizás como algunos creen, como castigo divino por tantos desmanes cometidos, sobrevino en el campamento cristiano una magna epidemia de fiebre que afectó a gran número de soldados. Ante estas circunstancias, Alfonso VIII, ordenó el regreso del ejército a Toledo, dando por concluida la cruzada.

    La entrada a Toledo fue la más gloriosa que se había conocido nunca: Repicaban las campanas de la catedral y de todas las iglesias y monasterios de la ciudad, cuando el rey Alfonso encabezando su ejército victorioso, cruzaba el Tajo por el puente de Alcántara engalanado con guirnaldas de flores, banderas y pendones. Era más grande la gloria que los cruzados traían, que el botín que en innumerables carros transportaban soldados y acemileros. El desfile triunfal terminó en la catedral donde se volvió a entonar todo tipo de cánticos en acción de gracias; y allí Alfonso VIII henchido de satisfacción por la gloria alcanzada en la cruzada, reafirmó sus alianzas con los reyes de Aragón y Navarra concediéndolos lugares y castillos fronterizos que hasta entonces habían sido motivos de disputa. Incluso al rey de León, que le había negado su ayuda, también le hizo concesiones.

     Por todo el reino y por Europa, se corrió la noticia de aquel campesino que había ayudado al ejército cristiano a cruzar la sierra por senderos desconocidos y no vigilados por el Islán. Unos decían que había sido un ángel enviado por el Señor, otros que un pastor llamado Martín Alhaja y otros muchos que había sido el propio San Isidro Labrador, que vestido con sus ropas de labriego había guiado a las tropas cristianas y luego había desaparecido.

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    La batalla de las Navas de Tolosa es quizás la más importante de todas las acontecidas en los ochocientos años que duró la reconquista de nuestra patria. Después de las Navas, los ejércitos cristianos fueron netamente superiores a los del Islán, y ya la conquista de Andalucía solamente sería cuestión de tiempo. Alfonso VIII se había convertido en el rey más duradero y más importante de toda la reconquista y su gloria pasó más allá de los Pirineos. Sin embargo, cuando estaba em plenitud de fama y de vida, cuando se miraba en su hijo Enrique, nacido en Valladolid y el menor de sus vástagos que ya había sido nombrado heredero, la muerte llamó a su puerta reclamando su vida de forma inapelable. En un principio fue afectado de unas ligeras fiebres, pero como se había citado con su yerno Alfonso II rey de Portugal, en Plasencia, hacia allí se encaminó con todo su séquito mas al llegar al pueblo de Gutierre Muñoz, la fiebre era tan alta que no pudo seguir el viaje.

    Con él estaba el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, y cuenta en su obra “De rebus Hispaniae”, que encontrándose muy mal le pidió confesión y recibido el Sacramento del Viático, entregó su alma al Sumo Hacedor el día 5 de octubre de 1214.

    En su testamento había nombrado tutora del príncipe Enrique a su fiel esposa Leonor, dándole ánimos para que cuidara a aquel hijo que él creía que ya escapaba del castigo que el ángel mensajero de Dios le había anunciado: “Ninguno de tus hijos varones reinará en Castilla, pero si lo hará un descendiente de tu hija mayor Berenguela”.

    Mas el destino es como un caballo desbocado que cuando no hace caso al freno no hay fuerza que lo pare. Y el destino estaba en contra de Alfonso, aunque él ya no pudiera ver sus consecuencias. Su esposa Leonor rota su alma por el dolor de la pérdida del esposo, había delegado en su hija Berenguela, casada con Alfonso IX de León, para presidir los funerales y actos de enterramiento de Alfonso VIII en las Huelgas Reales de Burgos. Después llamó a su hija y le dijo:

    .-  Leonor, tu hermano Enrique es ahora el heredero de la corona de Castilla, pero no podrá reinar hasta la mayoría de edad, cuando tenga 14 años. Yo soy ahora, por mandato de tu padre, la regenta del reino, pero me encuentro muy mal y he dispuesto que si muero, seas tú quien ejerza de tutora de tu hermano y, por tanto de regenta de Castilla hasta su mayoría de edad.

    .- Madre, sabéis que aunque fui reina consorte de León, desde que el Papa anuló mi matrimonio con el rey de León yo estoy aquí en Castilla,  si eso que decís llegara a ocurrir,  asumiría el papel que vos me habéis encomendado; pero ruego a Dios que eso no sea necesario y os conserve la vida durante muchos años.

    .- Conocí a Alfonso, cuando yo tenía 10 años. Toda mi vida he vivido junto a él aconsejándole y ayudándole en lo que fue menester y estaba dentro de mis fuerzas. Ahora él se ha marchado y mi vida ya no tiene sentido.

    .- Sí tiene sentido vuestra vida madre, pensad en mi hermano Enrique, vuestro hijo menor, él os necesita hasta que alcance la mayoría de edad.

    .- Berenguela, hija mía, siento que con la muerte de Alfonso las fuerzas me han abandonado y no quiero que olvides lo que te he dicho.

    Leonor presentía su muerte y así ocurrió, ya que justo a los 26 días de morir Alfonso VIII, su querida y fiel esposa Leonor de Plantagenet, que le había seguido y colaborado con él desde la sombra, también le siguió a la sepultura muriendo el día 31 del mismo mes y año. Los dos duermen el sueño eterno en dos sepulturas adosadas y colocadas en el coro del Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, monasterio que ellos mismos habían fundado en la ciudad de Burgos y que todo castellano debiera conocer.

 


Sepulturas de ALFONSO VIII y su esposa LEONOR

 

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ENRIQUE I de CASTILLA

 

        Otra vez la corona de Castilla volvió a sufrir insidias y conspiraciones. El rey Enrique I, había quedado huérfano de padre y madre a la edad de 10 años y las luchas por asumir su tutoría se volvían a reproducir como había pasado con su padre.

    Berenguela se hizo cargo como tutora y regente de su hermano menor, el niño rey Enrique I de Castilla. Nadie mejor había podido elegir la difunta Leonor, ya que Berenguela tenía 35 años, había sido madre de cuatro hijos mayores que el propio Enrique y además tenía la experiencia de haber sido reina consorte de León hasta que el Papa Inocencio III disolvió su matrimonio por consanguinidad en tercer grado con el rey de León Alfonso IX.

    A pesar del recto proceder de doña Berenguela, respetando los derechos e impartiendo justicia por igual a ciudadanos, clérigos y nobleza, pronto Castilla se encontró dividida en dos bandos poderosos. Al lado de la regenta, estaban: Don Rodrigo Jiménez de Rada que era arzobispo de Toledo y gran protagonista en la batalla de las Navas de Tolosa, la condesa Mencía abadesa de San Andrés de Arroyo, don Tello Téllez obispo de Palencia y otros nobles importantes que habían sido nombrados por Alfonso VIII albaceas de sus últimas voluntades.

    La facción contraria estaba formada por los tres condes de la casa de Lara, hijos de Nuño Pérez de Lara el que fue tutor y regente cuando el rey Alfonso VIII era niño. Los tres condes, Fernando, Álvaro y Gonzalo creían tener derecho a esa tutoría por haber desempeñado ese cargo su padre.

    Don Álvaro desempeñando la función de cabeza de familia, se enteró de que doña Berenguela había confiado la guarda y custodia del niño a un caballero de Palencia llamado García Lorenzo. Dicho caballero le alojaría en su casa y se encargaría de que recibiera enseñanza por buenos profesores en el “Studium Generale”, primera universidad de España fundada por Alfonso VIII. Don Álvaro se hizo amigo de este caballero para ganarse su confianza y con la promesa de concederle una villa cerca de Torquemada, éste le pasó la custodia del rey a don Álvaro.

    Con el rey en su poder y habiéndose ganado la confianza del niño, el conde de Lara se personó ante Berenguela para forzarla a dar un paso más.

    .- Como sabéis, _dijo don Álvaro_ el rey se encuentra en mi poder por propia voluntad y es mi deseo cuidar de él como mi padre cuidó del suyo, pero esta tutoría no es del todo completa si no cuento con el poder de regir por él el reino de Castilla.


ENRIQUE I de CASTILLA (Ayuntamiento de León)

 

    Doña Berenguela, se hallaba acompañada del arzobispo de Toledo, su porte era señorial y su semblante se mantenía serio. No le había gustado las artimañas del de Lara para acabar llevando al rey Enrique I a vivir a su palacio sin su consentimiento, pero como también se había ganado la confianza del niño y éste parecía encontrarse a gusto con los Lara lo dio por hecho. Por fin rompió su silencio y dijo:

    .- Me he enterado, don Álvaro, de todas las artes y malas maneras que vos y vuestros hermanos habéis urdido para haceros con mi hermano Enrique, que siendo por su edad un inocente muchacho, os ha aceptado alegremente como tutor; pero por lo que colijo de vuestra petición, es que queréis que yo Berenguela de Castilla os ceda mis derechos de regenta del reino.

    .- Así es, Majestad.

    .- ¿Qué pasará si me niego?.

    .- Pasará que Castilla se verá envuelta en otra guerra como ocurrió en la infancia de vuestro difunto padre, y os hago saber que la casa de Lara es ahora mucho más poderosa que lo era entonces, y nuestras mesnadas juntas forman un ejército igual o superior al de vuestra Majestad.

    .- Ya me habéis llamado majestad dos veces. ¿Por qué lo hacéis si no soy reina? Y ¿Si soy vuestra reina porqué me amenazáis?

    .- Es verdad que no sois reina, pero lo habéis sido en el reino de León. En cuanto a lo que decís de amenazas, yo no amenazo, pero la nobleza de media Castilla está de parte mía y quieren que yo, cabeza de la casa de Lara, sea el regente del reino. Os prometo que si esto fuera así, Enrique será protegido y educado de tal manera que ni el mismo diablo podrá evitar que, cuando cumpla 14 años, reine en Castilla a pesar del maleficio que cayó sobre vuestro padre.

    Don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, tomó la palabra y con la calma de quien medita las palabras que dice se dirigió al de Lara diciendo:

    .- Don Álvaro, por expresa voluntad de doña Berenguela, he sido testigo de vuestras aspiraciones y como no, también de vuestras veladas amenazas. Por lo tanto, os hago saber que doña Berenguela es la regenta de Castilla porque así lo dispuso su difunta madre y sólo ella, por propia voluntad, podrá transferir sus derechos a otra persona. Es verdad que la casa de Lara tiene muchos partidarios y es poderosa en Castilla, pero quiero que sepáis que nuestra regenta no está sola y hay muchos nobles y obispos que la apoyaremos hasta donde ella quiera.

    Por último, habéis dicho creyéndoos todopoderoso que ni el propio demonio podrá evitar que Enrique I, niño todavía, reine en castilla. Yo os digo, no enredéis con las palabras, que el demonio no maldijo a nuestro difunto rey Alfonso, sino que fue un ángel mensajero de Dios y ojalá el Señor no quiera que aquel mensaje se cumpla.

    Cuando el señor arzobispo terminó su alocución se hizo la señal de la cruz, del mismo modo que doña Berenguela, pues aquel mensaje del ángel estuvo siempre presente en la familia real y sólo su mención los llenaba de temor.

    Después de un profundo silencio intervino doña Berenguela diciendo:

    .- Se muy bien don Álvaro, que pretendéis la regencia para dominar en Castilla como ya domináis la voluntad de mi hermano el rey Enrique I, el cual, debido a la inocencia que motiva su corta edad, no puede reinar y menos comprender la trama en la que le habéis enredado. Se también que, si me opongo, Castilla se debilitará en una guerra civil que a vos no os preocupa, pero a mí sí. No se me conocería como Berenguela “La Prudente” si no viera todo lo que esta guerra traería consigo. Más ahora que, al estar Enrique en vuestro poder, vos diríais  que luchabais de parte del rey, quedándome a mí y a los míos como usurpadores y enemigos de la corona.

    Don Álvaro sonreía levemente pero su mirada era fría y determinante. El arzobispo de Toledo leyó en aquella mirada la pura realidad; el conde de Lara no daría un paso atrás, por tanto, lo mejor era negociar y así se hizo. A los pocos días, en acto solemne, Berenguela hizo jurar a don Álvaro y a los nobles que le respaldaban que: sin su consentimiento no se daría ni quitaría posesiones a nadie, no se pondrían nuevos impuestos y mucho menos se declararía guerra a otros reyes.

    A pesar de este acuerdo, don Álvaro, se puso a gobernar despóticamente avasallando a todo aquel que se le oponía, y esto hizo que entre la nobleza partidaria de Berenguela se crease un descontento tal que el propio conde de Lara tuvo miedo y para asegurarse más el poder, negoció con el rey de Portugal la boda de su hermana, la princesa Mafalda, con el rey Enrique I. Pretendía el conde de Lara, con este matrimonio, el apoyo de los ejércitos portugueses en caso de conflicto con doña Berenguela y sus partidarios.

    Enterados tanto doña Berenguela como el arzobispo de Toledo de tal maniobra, hicieron llegar al Papa Inocencio III la noticia, pidiéndole la anulación del matrimonio por consanguinidad en tercer grado, pero mientras esto se resolvía, a la mayor rapidez se hizo venir a Burgos a la Princesa Mafalda y se celebró el casamiento en agosto de 1215.

    Era la princesa portuguesa una joven bellísima de estatura mayor de lo normal, largos cabellos color del oro, ojos grandes de mirada recatada y grácil cintura. Era a sus veintitrés años una dama bella y delicada en figura y modales. Esta maravillosa mujer se llevó una gran decepción cuando vio que su presunto marido era un hermoso niño de apenas once años de edad, que sólo pensaba en jugar con los demás muchachos de la corte. Decepcionada y llena de dolor, no le cupo más remedio que celebrar los esponsales que su hermano el rey de Portugal había concertado con don Álvaro Núñez de Lara, sin embargo, el matrimonio celebrado en Burgos, según el historiador don Rodrigo Jiménez de Rada, no llegó a consumarse.

    Al año siguiente llegó la nulidad del matrimonio impuesta por el Papa Inocencio III y el mandato al obispo de Burgos para que ordenase la separación de ambos cónyuges; pero ante la desobediencia a esta anulación matrimonial, el Papa requirió al Obispo de Tarragona y al Chantre de Lérida, para que excomulgasen a los contrayentes. Ante esta drástica medida papal, la princesa Mafalda que era muy piadosa, obedeció y pidió perdón al Santo Padre, que se lo concedió. La princesa Mafalda no volvió a contraer matrimonio y acabó sus días en un monasterio donde llegó a llevar una vida tan santificada que después de su muerte fue beatificada el 27 de junio de 1793 por el Papa Pío VI.

    Álvaro Núñez de Lara estaba tan decidido a buscar alianzas que le hicieran más fuerte contra Berenguela que, ante este fracaso, intentó casar al niño rey con Sancha hija del primer matrimonio del rey de León Alfonso IX, pero no siempre salen las cosas como se    desean. Decía William Shakespeare que “El destino reparte los naipes, pero es la persona quien los juega” . Quería decir que es el individuo el único responsable de lo que le ha de pasar, pero la verdad es que el destino, como buen jugador, suele hacer trampas en el reparto de las cartas para que el resultado del juego sea el que él tiene previsto.

    El conde de Lara con Enrique I en su poder se trasladó a Palencia instalándose en el palacio obispal y era allí donde agazapada y silenciosa, la muerte esperaba al joven Enrique en forma de un accidente fortuito. El 26 de mayo de 1217, jugaba el niño rey con otros dos jovencitos en los jardines del palacio y como cosa de niños, empezaron a competir a ver quién llegaba más alto con las piedras que tiraban. Uno de los niños llamado Íñigo de Mendoza, lanzó una piedra tan alto que dio en el alero del tejado de palacio desprendiendo una teja que fatalmente cayó en la cabeza de Enrique I, hiriéndolo gravemente.

    Don Álvaro Núñez de Lara estaba allí e intentó ocultar el caso encerrando a los dos mancebos para que no hablasen y mandando a los mejores médicos que salvaran la vida del rey niño manteniendo el secreto. Enrique tenía un coágulo en su cerebro y los doctores pensaron que la única solución era practicar una trepanación. Una trepanación en el primer cuarto del siglo XIII era una operación muy difícil ya que los medios de que disponían los cirujanos eran muy rudimentarios. No obstante, la operación se llevó a cabo con el máximo cuidado y con gran secreto, pero Enrique no se recuperó y después de un corto posoperatorio, murió el día 6 de junio de 1217.

    El conde de Lara pensó que a pesar de todos sus esfuerzos y cuidados el mensaje del ángel del Señor a Alfonso VIII se había cumplido, pues con Enrique morían todos los hijos varones del Rey.

    Sin el rey niño en su poder, su fuerza en Castilla decaería, pues ahora le correspondía la corona a Berenguela la hija mayor de Alfonso VIII. Había que ocultar el mayor tiempo posible el suceso para él mantener su dominio sobre la nobleza; y ordenó llevar, ocultándose en la noche, el cadáver de Enrique I al castillo de Tariego de Cerrato, que era de su propiedad. Del mismo modo había que silenciar a los dos mancebos que acompañaban al rey en sus juegos, y estos que ya habían sido apresados, fueron llevados a Madrid donde se los encerró en el palacio de don Pedro Lasso y allí, un cruel verdugo los degolló, acusados de haber matado al rey, cortando sus delicados cuellos de inocentes niños con una afilada daga.

    Más que historia parece invención, pero en la ciudad de Madrid, existe una calle entre la Costanilla de San Andrés y la plaza de los Carros, que se llama Calle de los Mancebos y que la tradición atribuye al lugar donde murieron aquellos dos muchachos.

  

DOÑA BERENGUELA DE CASTILLA

   

     Don Álvaro, ambicioso de poder, quiso mantener el secreto de aquella muerte el mayor tiempo posible, pero decía el poeta Jean Baptiste Racine que “No hay secreto que el tiempo no descubra”, y tenía razón pues por conductos no sabidos hasta ahora, doña Berenguela se enteró de lo ocurrido y llamó a su presencia a Lope Díaz de Haro, que había luchado junto a su padre en la batalla de las Navas de Tolosa; también llamó a Gonzalo Rodríguez de Girón  que le era fiel a su persona, y una vez reunidos les dijo:

    .- Tengo noticias de fuentes fidedignas del desgraciado accidente que ha ocasionado la muerte a mi hermano menor Enrique I, y por tanto la corona de Castilla me pertenece.

    Los dos nobles asintieron con sus cabezas, sus rostros serios demostraban el firme deseo de respaldar las pretensiones de Berenguela y Lope se dirigió a la que, ya para él era su reina y dijo.

    .- Majestad, mi espada, mi hacienda y mi vida están a vuestro servicio. De mí y de ellas podéis disponer cuando, donde y como os parezca. No comprendo como la obsesión por el poder y las riquezas hacen que don Álvaro, cabeza de la casa de los Lara, recurra a estas artimañas criminales y pecaminosas.

    .- Don Lope, sois tan fiel y valeroso como vuestro padre y  no me habéis decepcionado nunca. Muy diferente ha sido el comportamiento de don Álvaro y sus hermanos; recuerdo todavía el orgullo con que el rey Alfonso VIII, mi difunto padre, le felicitó por su heroico comportamiento en la batalla de las Navas, dándole como recompensa la villa de Castroverde de Cerrato con todas sus posesiones. Recuerdo que le llamó mi amado y leal vasallo ya que en aquella batalla don Álvaro portaba el estandarte de mi padre.

    Ahora quiero encomendaros a vos y a don Gonzalo una misión que ha de hacerse en el más riguroso secreto. Tendréis que ir a Toro, donde ahora está el rey de León, y llevaréis a mi exesposo, el deseo que tengo de que Fernando, mi hijo y también suyo, venga a verme al castillo de Autillo de Campos donde le estaré esperando.

 

 


Dª BERENGUELA DE CASTILLA

(Museo del Prado)

    .- Majestad,_ dijo don Lope Díaz de Haro,_ si Alfonso IX rey de León supiera ya la muerte de vuestro hermano, nos prendería y se negaría a vuestras pretensiones, pero de todos modos iremos e intentaremos ocultar la fatal muerte de Enrique I.

    .- No dudo que así lo haréis como fieles y valerosos que sois los dos; y en premio a esa fidelidad, os diré que mis intenciones son abdicar de mis derechos como reina de Castilla y traspasar todos mis poderes a mi hijo Fernando que tiene 16 años y ya es mayor de edad.

    .- ¡Por Dios!,_ dijo Gonzalo Rodríguez de Girón,_ vos doña Berenguela, aún sois joven y en derecho os corresponde reinar por ser la primogénita de vuestro padre.

    La reina miró a los ojos de aquellos fieles caballeros, que estaban dispuestos a morir por ella y con mucha calma contestó a don Gonzalo:

    .- Vos tenéis razón pero todos sabemos que ser reina de Castilla una mujer, es ardua tarea y que gran parte de la nobleza, y en esa parte incluyo a los Lara, no estarían dispuestos a tolerarlo. Así es que, en vosotros, mis fieles caballeros, confío esta misión. El tiempo corre en contra nuestra así que cuanto antes y con el máximo sigilo saldréis hacia Toro.

    A la mañana siguiente, los dos caballeros con una escolta de seis jinetes salieron hacia León bien pertrechados para el largo viaje. Don Lope y don Gonzalo guardaban silencio y cuando alguna vez hablaban entre ellos, lo hacían en voz baja y cuidando de que sus palabras no llegaran a oídos de ninguno de los escoltas. Todo cuidado era poco pues la corona del reino castellano estaba en peligro.

    Al segundo día de viaje, con los caballos bien sudados por la larga cabalgada que habían realizado, transitaban por las calles de Toro llenas de gentes que los miraban no de forma muy afable, ya que el pendón que portaba uno de los escoltas era el pendón de Castilla. Cuando llegaron al palacio del rey, un centinela se acercó a don Lope diciendo:

    .- ¿Qué deseáis que con escolta armada venís al palacio del rey de León?

    .- Soy Lope Díaz II de Haro, Señor de Vizcaya, desde la muerte de mi padre Don Diego López de Haro, y este otro noble es don Gonzalo Rodríguez de Girón. Deseamos ser recibidos por vuestro monarca con la máxima urgencia, pues traemos un mensaje importante de doña Berenguela, la que fue amada esposa de vuestro rey, y sólo a él se lo debemos entregar.

    El centinela habló con otro de los guardias que entró en el palacio y un rato después, el capitán de la guardia salió del palacio con cuatro soldados y dijo a don Lope:

    .- Vuestra escolta se quedará fuera y serán  atendidos ellos y los caballos con toda consideración. En cuanto a vos y a don Gonzalo, podéis desmontar y acompañarme pues mi señor Alfonso IX de León os va a recibir ahora mismo.

    El rey los recibió en el salón del trono que estaba ricamente engalanado y a su lado estaban su hijo Fernando y sus dos hijas mayores doña Dulce y doña Sancha, hijas que había tenido con doña Teresa infanta de Portugal antes de su casamiento con doña Berenguela.

    Los nobles castellanos, con paso acompasado y firme, rompiendo el silencio con el sonar del hierro de sus espuelas en el enlosado, recorrieron la longitud del salón hasta llegar al estrado donde estaba situado el trono de Alfonso IX. Hicieron una reverencia e hincaron en el suelo su rodilla derecha.

    .- Alzaos caballeros, pues os veo cansados de tan larga cabalgada. Decidme que quiere vuestra señora Berenguela.

    Don Lope sacó de su bolsa un pergamino lacrado y extendiendo el brazo se lo dio a leer al rey. Éste comprobó el sello de lacre, lo rompió y leyó el contenido con lentitud mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

    .- Así que la que fue mi fiel esposa, me pide por favor que mi hijo Fernando vaya a verla porque le quiere mucho y hace mucho tiempo que no lo ve.

    .- Majestad, si me permite hablar,_ dijo don Lope_ creo que hay más sentimientos que este.

    .- ¿Cuál puede ser el otro sentimiento?

    .- El miedo Señor, el miedo que vuestra esposa tiene a los Lara, en especial a don Álvaro, que ya en una ocasión mató a uno de sus mensajeros. Toda Castilla y León saben que vuestro matrimonio con doña Berenguela era un matrimonio legal y que, aunque el Papa anuló ese matrimonio, reconoció que en aquella unión había amor y fidelidad; por ese motivo sentenció que los hijos habidos en ese matrimonio eran y son legítimos.

    .- No veo que tiene que ver todo lo que me decís con el miedo de vuestra señora.

    .- Tiene que ver, que si Fernando vuestro hijo y también suyo está a su lado, los Lara no se atreverán a acosarles por miedo a vos que sois su padre.

    Fernando, un joven de apenas 16 años era ya todo un hombre, alto, musculoso, de grandes ojos, frente despejada y mirada franca, se acercó a su padre y le dijo:

    .- Señor, hace ya tiempo que no veo a mi madre, ella me envió con vos para que me preparaseis y educaseis como caballero y como persona. Por la Virgen María a quien tanta devoción tengo, he de decir, que así lo habéis hecho y por ello mi amor hacia vos cada día es mayor, pero si mi madre desea verme creo que he de ir a su lado y defenderla si fuera necesario.

    Alfonso IX quedó pensativo, se pasaba los dedos de la mano por la frente como aquel que medita que decisión tomar, y más cuando su hija Sancha le dijo:

    .- El amor de Berenguela hacia su hijo es solamente una disculpa para que le dejéis ir a su lado. Otros serán los motivos que tiene y a nosotros nos oculta.

    .- No hija no, mi exesposa Berenguela quiere mucho a Fernando o es que ¿no sabéis lo que hizo como madre cuando nuestro hijo era pequeño?.

    Todos se miraron unos a otros, pero ninguno contestó, sin embargo, en sus caras se podía adivinar el desconocimiento de aquel hecho, por el que el rey preguntaba.

    .- Pues bien, dijo Alfonso IX con toda calma. Tú Fernando naciste algo prematuramente en un albergue para peregrinos en Peleas de Arriba, un lugar entre Zamora y Salamanca, cuando tu madre y yo, con nuestro séquito, nos dirigíamos a esta última ciudad._ Y después dirigiéndose a los presentes continuó,_ Cuando Fernando era pequeñito, enfermó de una dolencia desconocida por los médicos y como estos ya le daban por muerto, su madre Berenguela llena de dolor porque aquel hijo varón que me había dado iba a morir, lo envolvió en sus mantillas, lo cogió en brazos y con las damas de su séquito y algunos criados, se fue al monasterio de Oña. Allí se postró ante la Virgen y le prometió que si curaba a su hijo, éste quedaría consagrado a ella de por vida. Así en oración pasó el resto de aquel día y el día siguiente entero sin comer ni beber nada. Las gentes de su séquito estaban a punto de desfallecer y pensaban que el niño (miró con cariño a su hijo Fernando que estaba emocionado) había muerto; pero pasada la noche y al amanecer del tercer día, se hoyó un pequeño ruido de niño, la dama de honor se acercó a la reina y pudo comprobar que el niño estaba despierto, había sanado y, es más, estaba mamando del pecho de su madre que lloraba y rezaba en silencio.

    La reina se quedó en Oña el tiempo suficiente para celebrar una solemne novena a la Virgen e hizo grandes donaciones al monasterio. Desde entonces querido hijo tu madre te colocó esa imagen de la Virgen que llevas contigo y ya nunca más volviste a enfermar.

    Todos guardaron silencio después de esta historia. Las recias miradas de aquellos dos hombres de guerra se tornaron tiernas y sus ojos se pusieron vidriosos como si de ellos se fuera a escapar alguna incontenida lágrima.  El rey Alfonso IX no se extrañó de ello pues a él cada vez que recordaba aquel trance, se le conmovía el alma y las lágrimas también afloraban a sus ojos. Después de un rato continuó diciendo.

  .-  Mañana hijo mío, saldrás hacia tierras castellanas con estos leales caballeros, pero no os olvidéis de volver cuando las cosas estén en calma, pues si vuestro tío Enrique I es el rey de Castilla vos seréis mi sucesor como rey de León y os quiero a mi lado.

    Dicho esto, el rey hizo un movimiento con la mano para que se retiraran. Don Lope y don Gonzalo se irguieron, se dieron un golpe con el puño derecho en el pecho y dando media vuelta salieron del salón.

    El regreso fue tan rápido como la ida, cosa que extrañó mucho al príncipe Fernando, aunque montado en su magnífico alazán no era la velocidad de la marcha lo que le inquietaba, sino el motivo de aquel comportamiento; por eso en una de las paradas que hicieron para comer y reponer fuerzas, preguntó a don Lope Díaz de Haro:

    .- Don Lope, se por mi padre de vuestro valor y bravura, sé que pocas cosas son capaces de daros miedo en este mundo y sin embargo estamos comportándonos como si esto no fuera así.

    Mientras el príncipe hablaba don Gonzalo sonrió y el príncipe le preguntó el porqué de aquella sonrisa.

    .- Majestad, sonrío porque de mi amigo don Lope Díaz II de Haro habéis ensalzado su valor y su bravura y como, desde hace tiempo amigos y enemigos, le apodan “Cabeza Brava”, al ser calificado así por vos me sonreí. En cuanto a nuestra forma de actuar, ni don Lope ni yo tenemos miedo por nosotros sino por vos. Don Álvaro Núñez de Lara tiene seguidores en todas partes de Castilla y de León, y de ser reconocidos seríamos perseguidos y atacados. Por eso evitamos las ventas y los lugares habitados. Esta noche acamparemos al raso ya que por suerte es junio y la temperatura es bastante buena.

     Fernando quedó satisfecho a medias, pues no comprendía que el príncipe de León tuviera que esconderse de nada ni de nadie. Por eso, cuando al caer la tarde del día siguiente y la comitiva llegó al castillo de Autillo de Campos, pensó que después de abrazar efusivamente a su madre que le esperaba con ansiedad, tiempo habría de explicaciones.

    El tiempo no sobraba en el castillo de Autillo de Campos. Después de cenar, doña Berenguela reunió en una sala privada a su hijo Fernando, a don Lope, a don Gonzalo y a don Alfonso Téllez de Meneses y les dijo:

    .- Caballeros, he de agradeceros el servicio que me habéis hecho a mí y a Castilla con traer a mi hijo hasta mi lado y haber guardado el secreto que os encomendé.

    .- ¿De qué secreto habláis madre?. Preguntó preocupado Fernando.

    .- Estos nobles castellanos y yo sabemos algo que vuestro padre y el reino entero aun ignora. Vuestro tío Enrique I murió el día 6 de junio víctima de un accidente fortuito ocurrido entre niños, y este hecho me convierte a mí en la heredera de la corona de Castilla. No obstante, es mi deseo abdicar en vos por ser mi hijo varón.

    Mientras don Lope y don Gonzalo cabalgaban hasta Toro para ir a buscarte, don Alfonso de Meneses se encargó de llamar a todos los nobles y obispos que me son fieles y pasado mañana, aquí en este castillo, celebraremos la ceremonia.

    Ahora señores es el momento de ir a descansar y pedir a Dios y a la Virgen que nos ayuden para que todo salga bien. Y sin más se disolvió la reunión y todos se fueron a sus aposentos.

 

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    El día 15 de junio, el castillo estaba sumido en una actividad intensa. En un ir y venir de gentes y cabalgaduras con ruidos de cascos y voces de los criados que se hacían cargo de los animales; y sobre todo, en el patio de armas había un gran trajín de carpinteros manejando martillos y maderas para construir un alto y amplio estrado donde se situaron dos lujosos escaños. Aquella noche la guardia del castillo se dobló y los centinelas recorrían sin cesar el adarve que tras las almenas circundaba la muralla de la fortaleza.

    Si la noche del día 15 se durmió poco en el castillo de Autillo de Campos, la mañana del día 16 de junio de 1217 se madrugó mucho, y apenas amaneció siguieron llegando los últimos invitados a la ceremonia.

    A media mañana subieron al estrado doña Berenguela, el príncipe Fernando y el arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada. Nobles y eclesiásticos tomaron asiento cerca del estrado y después, separados por una valla, el patio se llenó de los soldados que habían venido de escoltas y habían pasado la noche en tiendas de campaña extramuros del castillo.

    Doña Berenguela se puso en pie, levantó su mano diestra reclamando silencio y después de saludar a nobles y eclesiásticos, dijo así:

    .- A estas alturas, gran parte de Castilla sabe que el rey Enrique I, mi hermano menor, murió en Palencia el día 6 de este mismo mes, pero don Álvaro Núñez de Lara, que muy a mi pesar ejercía de tutor, no sólo ha callado su muerte sino que también ha ocultado su cadáver en el castillo de Tariego de Cerrato. De estos hechos, ante Dios y ante los castellanos algún día tendrá que rendir cuentas. Hoy ante la nobleza y la iglesia, reclamo la corona de Castilla que por derecho me corresponde por ser la hija mayor de Alfonso VIII en cuya descendencia ya no quedan hijos varones.

    Un grito unánime de ¡¡¡Viva la reina Berenguela!!! Surgió de todas las gargantas de los asistentes a la ceremonia. Después rumores de afirmación y consentimiento llenaron el patio de armas del castillo; pero poco a poco las conversaciones se fueron apagando al ver que la reina Berenguela tenía intención de proseguir su alocución.

    .- Como todos sabemos ser reina en Castilla es tarea ardua y difícil para una mujer y más para una mujer como yo, que tengo enemigos tan poderosos. He mandado traer a mi lado a mi querido hijo Fernando, porque es mi intención abdicar en él la corona que para mí he reclamado y que vuestras mercedes hoy me habéis concedido, proclamándome a viva voz como vuestra reina.

    El desconcierto se reflejó en el rostro de todos los asistentes, que no podían comprender tal acto de generosidad de su reina. En este momento tomó la palabra el arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada y levantando la voz dijo a los asistentes:

    .- La reina Berenguela me hizo partícipe de sus intenciones en el momento en que nos enteramos de la muerte de su jovencísimo hermano Enrique I, que Dios Todopoderoso lo tenga en la Gloria. Cuando supe la noticia, un escalofrío recorrió mi columna vertebral como si me hubieran echado un jarro de agua fría por la espalda. A mi mente vino el recuerdo de aquel mensaje que el Ángel del Señor le hizo a nuestro soberano Alfonso VIII y que tantas veces él, recordó y habló conmigo: “Ninguno de tus hijos varones reinará en Castilla, pero sí lo hará un descendiente de tu hija mayor Berenguela”. Hoy y aquí proclamaremos como rey al príncipe Fernando, que reinará en Castilla con el nombre de Fernando III, y así quedará cumplido el castigo, _ el arzobispo se santiguó, _ que Dios impuso al vencedor de las Navas de Tolosa. Además, propongo que doña Berenguela no pierda su condición de “Reina madre” y que, dada la corta edad de Fernando, esté siempre a su lado como consejera.

    Terminó de hablar don Rodrigo Jiménez de Rada, y un murmullo de aprobación llenó el patio de armas, hasta que, con voz enérgica y potente, don Lope Díaz de Haro gritó: ¡¡¡Viva la reina Berenguela!!!, ¡¡¡Viva el rey Fernando III de Castilla!!!; y como si un trueno hiciera retumbar los muros del castillo resonó atronadora la histórica fórmula castellana de proclamación, nacida de todas las gargantas de los asistentes: ¡¡Castilla, Castilla, Castilla, por los reyes doña Berenguela y don Fernando III nuestros señores, que Dios guarde!!.

    Terminados los vítores y muestras de cariño, la reina Berenguela les dijo a todos los presentes:

.- Os agradezco vuestro apoyo y proclamación, me habéis demostrado ser lo más fiel de la nobleza castellana y por tal motivo, os convoco a Valladolid, donde el día 3 de julio se efectuará la solemne coronación de mi hijo Fernando III.

M. Díez

Continuará