EL DÍA
QUE A ESGUEVILLAS LLEGÓ
“EL
CUARTO JINETE”
El cuarto jinete es
mencionado en la Apocalipsis 6:8, de esta manera: “Miré, y he aquí que vi
un caballo amarillento y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el “Hades”
le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para
matar con espada, con hambre, con enfermedades y pestes.” …
Cuando llegó a
Esguevillas el cuarto jinete de la Apocalipsis, en su brillante guadaña
llevaba escrita la palabra “Cólera”. El cólera, esa enfermedad endémica desde
tiempos remotos en la India y más concretamente a orillas del río sagrado
“Ganges” (de ahí que su nombre en la lengua nativa fuera “Medno-neidan” o
enfermedad de los habitantes del Ganges. Fue propagada en un principio por los
ejércitos que invadían y conquistaban países y después por los barcos mercantes
que, navegando de un lugar a otro de nuestro globo, llevaban, sin querer, la muerte
de puerto en puerto. En Europa, desde 1817 a 1885, se produjeron cinco grandes
pandemias, pero a nosotros, los esguevanos, nos interesa solamente la quinta
pandemia que es la que tristemente afectó a nuestro querido Pueblo.
En el año 1884, un mercante a
vapor de nombre “Buenaventura” atraca en Alicante y entre sus mercancías desembarca
escondido y furtivo el terrible habitante
del Ganges, que rápidamente se multiplica y propaga por las localidades de
Novelda, Balaguer, Gandía, Monforte,
etc., produciéndose ese año en España 900 infectados y 596 fallecidos por esta
terrible enfermedad. De momento, a finales del 1884 parece adormecerse, pero en
el mes de marzo de 1885, con los calores de la primavera, rebrota en la capital
del Turia con redoblado furor y desde allí, como una mancha de aceite sobre un
blanco mantel, de propaga por toda España, produciendo 120.000 fallecidos, después
de haber alcanzado la enfermedad a casi medio millón de personas.
Es tal el pánico que el
cólera causa que como ejemplo de ello
podemos leer en la hemeroteca del Norte
de Castilla de julio de 1885, en el “Correo del Ayer” en su apartado de SALUD
PÚBLICA la siguiente noticia que transcribo literalmente: “El terrible y desolador
huésped asiático causó verdaderos estragos en el pueblo valenciano de Vall de
Gallinera. El cólera se ensañó con sus habitantes y estos, amilanados ante el
peligro, huían despavoridos en busca de
refugio en las casas de campo, cuevas y demás alojamientos lejanos de la
población.
Era tan grande el temor que se apoderó de
sus gentes, que muchas personas dejaron abandonados a sus parientes si estos se
encontraban invadidos por la cruel enfermedad”.
Como vemos en estas noticias,
el enemigo era terrible y el miedo irresistible pero, ¿qué ocurría en nuestro
Valle?.
EL
VALLE ESGUEVA
El río
Esgueva, a finales del siglo XIX, estaba muy mal encauzado y esto suponía que
en los meses de otoño, invierno y primavera, sus aguas inundaban constantemente
las tierras bajas de la vega quedando ineptas para el cultivo y siendo, al
llegar el verano, un lugar propicio para la proliferación de todo tipo de
insectos portadores de enfermedades. Por otro lado, al pasar dicho Río por
algunos pueblos del Valle, sus habitantes lavaban en él sus ropas y menajes de
cocina, al mismo tiempo que arrojaban a sus aguas los desperdicios y basuras;
convirtiendo su escaso caudal veraniego en una cloaca foco de infecciones.
Esguevillas
de Esgueva era, en las postrimerías del siglo XIX, una villa floreciente, con
una población de más de 1000 habitantes y con abundantes negocios comerciales
que, aunque medianos y pequeños, constituían juntos un centro de comercio
bastante importante para todos los pueblos limítrofes. No obstante nuestro
pueblo era fundamentalmente agrícola y esto conllevaba que, en la mayoría de
las viviendas, el corral era el estercolero o muladar donde se juntaban las
basuras del ganado de labranza, con las de los cerdos, gallinas, cabras, ovejas
y como no los excrementos humanos. Esto sumado a la falta de alcantarillado,
ausencia de agua corriente y la deficiente higiene personal, suponía un riesgo
grave a la hora de poder contraer enfermedades. Hay que señalar que el señor
alcalde de Esguevillas, D. Anastasio González, consciente del peligro que un
río mal encauzado suponía, se había preocupado, ya a mediados de mayo, de
limpiar su cauce, de sanear las aguas de las fuentes y arroyos aledaños y de
encalar interiormente las paredes de los edificios públicos.
LLEGADA DEL CÓLERA
A pesar de
todos los miedos, esfuerzos y precauciones, con los calores del verano, el
cólera llegó a Valladolid y a finales de julio de 1885, el caballo del “Cuarto
jinete” alcanzó con su demoledor galope los pueblos de Villanueva de los
Infantes, Piña de Esgueva, Villafuerte y Amusquillo; frenando su loca carrera
en Esguevillas y sometiendo a los habitantes de nuestro pueblo al más férreo,
demoledor y cruel cerco que se pueda imaginar, hasta tal punto que, como
veremos más adelante, fue nuestra Villa la más atacada y la que más sufrió los
efectos de la enfermedad en toda la provincia de Valladolid.
El día uno
de agosto algunas personas empezaron a sentir los efectos del mal y D. Alberto
Valverde Bastardo, medico titular, informó a las autoridades municipales de que
sospechaba que el cólera había llegado a Esguevillas, pero el Sr. Alcalde y
concejales no quisieron reconocer que las sospechas del galeno eran ciertas y,
dado que para la economía de la Villa podría suponer grandes pérdidas, callaron
de momento esta información a pesar de que las órdenes dadas el día 22 de
julio, por el señor gobernador de Valladolid D. Joaquín García Espinosa, eran
tajantes y claras, pidiendo los partes sanitarios de todos los pueblos de la
provincia donde hubiera enfermos por el “cólera morbo”.
El día 2 de
agosto el gélido aliento de la “Parca” entró en la casa de María Parra Coloma
de 70 años de edad y le arrebató la vida. Surgió el pánico cuando el mismo día
murió Dora González González de 34 años; en los días 3, 4 y 5 mueren María
Coloma Sanz, los hermanos Noverto y Francisco Velasco Zazo de 5 y 10 años
respectivamente y Ángela Zazo López de 38 años. En estos momentos, hay bastantes
habitantes invadidos y no se puede silenciar más la enfermedad empezando a
mandar los partes médicos a la Capital.
El pánico se apodera de los esguevanos que no saben cómo ni de qué
manera se producen los contagios; el pueblo se encuentra inmerso en los
trabajos de recolección de la cosecha, con las gentes esparcidas por los campos
y eras, lo que dificulta aún más el control de los infectados, pues los
agosteros duermen, comen y conviven con mulos y caballos en las casetas de las
eras entre los efluvios del estiércol y las moscas que, volando de las basuras
al plato y viceversa, son agentes de contagio.
El médico multiplica sus esfuerzos y pone tratamientos bastante
acertados para la época, como friegas en
las extremidades que se quedan frías, infusiones de todo tipo, agua de arroz,
teínas, revulsivos y sobre todo beber mucha agua hervida o mezclada con vino.
Las infusiones no es que curasen pero como había que beber muchos líquidos y el agua de las infusiones
era hervida, esto suponía evitar aguas contaminadas.
En algunos pueblos, como Renedo, se crea un hospital de coléricos o “lazareto”,
y Esguevillas, más poblado, no podía ser menos y el Ayuntamiento aconsejado por
el Doctor, crea un “lazareto” habilitando como “hospital de coléricos” una gran
caseta de labranza a las afueras del
Pueblo, siguiendo la calle de la Saliega, en lo alto de una pequeña loma
ventilada a los cuatro vientos; y en ella se adecentan suelo y paredes y se
colocan somieres y colchones donde instalar a los enfermos que pronto ocupan
todos las plazas.
Se
nombra un equipo de personas que han de transportar en carro los enfermos más
graves a dicho hospital, donde el médico puede tratarlos sin tener que recorrer
tantas casas. Teodoro Sardón, Nicolás Escudero y Agustín Díez, son estos hombres
valientes y voluntarios que, por este trabajo y por el de enterradores reciben
la sustanciosa paga de CINCO PESETAS diarias cada uno. Los habitantes de Esguevillas apodaron a estos hombres con el calificativo de "Barruntas". Se nombra también un
equipo de fumigadores formado por Pio Miguel y Agapito Lázaro, con la
obligación de fumigar las casas de los coléricos y sus familias, pagados
también a CINCO PESETAS diarias cada uno. Se recomienda tener la máxima
limpieza y quemar con azufre las ropas y enseres que hayan estado en contacto
con los afectados de cólera. Se encargó a la farmacia Calvo y Cacho de
Valladolid todo género de desinfectantes y útiles para poder usarlos; también
se compra vino y cerveza para los enfermos pobres, encargando su distribución a
D. Isidoro García, farmacéutico de la Villa.
En los archivos eclesiásticos se puede
apreciar la labor religiosa y las precauciones que el señor cura D. Francisco Prieto
Pérez realiza; y así se puede leer, como a todos los enfermos les administra la
confesión y la extremaunción pero, dice en todos y cada uno de sus partes de defunción, no se les dio el Santo Viatico a causa de no
ser aconsejable por padecer el “cólera morbo”. ¡¡¡Tan grande era el pánico al
cólera, que el sacerdote no daba la comunión al moribundo!!!.
Se llenaba nuestra iglesia de madres, esposas y hermanos que,
postrándose ante el altar pedían a Dios por la curación de sus enfermos. Se
hizo un novenario a San Roque, protector contra las pestes, y se le sacó en procesión
por las calles de nuestra Villa.
A
pesar de todas estas medidas la sombra de la muerte arrebata la vida, el día 8
a Isabel Simón Elvira, el día 9 a Mariano Calvo Parra, el 10 a Tomás González
Coloma, el 11 a Escolástica Montero Puerto y el día 12 y 14 se lleva la vida de
dos inocentes hermanos Juliana y Juan Saiz Moretón de 6 meses la niña y 26 meses el niño. Y antes de acabar el mismo
día muere, en la flor de la vida, Eulogio Calvo López de 33 años de edad. En
estas fechas los invadidos por la enfermedad se cuentan por decenas.
Es muy difícil, en nuestros días, imaginarnos el panorama dantesco y
aterrador en que se encontraba Esguevillas en aquellas fechas. El verano era
excesivamente caluroso con tórridas temperaturas de cuarenta y más grados, el llanto unas veces
contenido y otras desgarrado de madres y esposas que ven llevar en el carro a
sus seres queridos, el lastimero miserere de las continuas procesiones funerarias
hacia el camposanto donde se daba el último adiós a los muertos, y por las noches…,¡¡¡las claras
noches de luna de nuestro agosto castellano!!!, se vieron ensombrecidas por la
humareda de las hogueras donde se
quemaba con azufre, ácido fénico y cal viva, las ropas que habían estado en
contacto con los invadidos. Y este era otro problema, pues por desgracia el
descarnado jinete de la muerte, se cebó de bestial y singular manera con las
gentes humildes como jornaleros y pequeños labradores; y a estas familias,
quemar sus pobres ajuares les suponía un gasto y un dolor añadidos a las
terrible pérdida de la vida de sus familiares.
La peste atacó menos a artesanos,
comerciantes y ricos propietarios. Al principio no se sabía el motivo pero
después se comprendió ya que el “modus vivendi” y las
medidas higiénicas de estos eran muy diferentes.
Llegaron los días 15 y 16 de agosto dedicados a la Virgen y a San Roque, llenándose la
iglesia con el final de la novena y la procesión dedicadas a este último. Y en
estos dos días, en vez de aminorarse la mortandad, el jinete de la muerte,
poniendo una macabra sonrisa en su satánico rostro, parece despreciar la devoción
religiosa de los esguevanos, y arrebata la vida de seis personas más: Mario
Muñero Merino, Antonia Sanz Justos, Modesta Plaza Asegurado, Nicolasa Parra
López, Vicenta Duque López y Ambrosio Moro Pablos. Pero el pánico aún es mayor
porque se corre el rumor de que el señor Doctor puede estar contagiado y además
son muy pocas las personas que quieren acudir al pobre “hospital de coléricos”
a llevar víveres o ayudar al médico a
cuidar los enfermos. Mas siempre ante
situaciones extremas surgen personas excepcionales; y en Esguevillas fue así.
UNA MUJER O UN ÁNGEL
Habían llegado a Esguevillas, por San Pedro del año anterior, un
matrimonio de pastores con el padre de la mujer que estaba viudo. Los cónyuges de ya cumplidos los cuarenta años, se
dedicaban él al oficio de pastor y ella a las
labores de la casa y al cuidado de su padre ya que hijos no tenían. Era una mujer extremadamente
limpia y hacendosa, muy dispuesta a prestar ayuda a quienes lo necesitaban y
muy cariñosa con los niños, quizás porque eran estos los que a ella le faltaban. Se hizo querer en el pueblo y
todos, grandes y pequeños la conocían con el nombre de “La tía Cirila” (costumbre
en los pueblos sobre todo en aquella época de poner el tío y la tía delante de
los nombres propios de la gente humilde). Pues bien quiso la mala fortuna que
estos días macabros de la peste, el temible cólera infectase gravemente al
padre de Cirila; mas ella no se arredró, contuvo el llanto y el dolor que le
desgarraba las entrañas y, siguiendo el carro que transportaba su cuerpo hasta
el lazareto, se presentó en el mísero hospital decidida a cuidar de su padre y
de todos los enfermos que mal atendidos necesitasen de sus cuidados. Y así se
lo expuso a D. Alberto Valverde que,
habiendo ya experimentado en su cuerpo los primeros síntomas del mal, la recibió
con agrado pues todas la ayudas eran pocas, y aceptó que Cirila trabajase
gratuitamente codo con codo con Casimira González que con una paga de CUATRO PESETAS
diarias hacía de enfermera del Doctor.
La “Tía Cirila” veía con
desesperación como la enfermedad se apoderaba día a día de su padre; las
enormes diarreas y vómitos, las extremidades frías como el hielo en un verano
caluroso, la delgadez extrema y los ojos hundidos en sus cuencas, eran el preludio
de la muerte; y entonces, en una arrancada desesperada de fe, de dolor y de valentía,
miró con los ojos del alma a Dios y,
como si hablara cara a cara con él,
igual que Moisés en el Sinaí, le pidió
por su padre prometiendo cuidar de todos los enfermos, si él salvaba la vida.
Aquellos días, entre el 17 y 19 de agosto, murieron Vicenta Elvira Ruiz,
Cándido González Coloma, Martina Sardón Serrano, Casimiro Callejo Martín,
Lucila Olmedo Loysele, Saturnina Montero Puerto, Lucía Martín García, Eugenio
Parra Ortega y Eloy Gutiérrez Villa, un niño de tres años, un ángel al que la
parca se llevó llevándose también la alegría de sus padres.
La “Tía Cirila” se transformó, de la noche a la mañana, en una enfermera
ejemplar; limpiaba a los enfermos, los cambiaba y lavaba las ropas de las
camas, ayudaba al doctor a suministrar los medicamentos y bajaba al Pueblo en
busca de alimentos para todos los infectados, pidiendo por las casas a pesar de
que en algunas no se le abría la puerta y en ninguna se la dejaba pasar. La
pobre Cirila se había convertido en una apestada a la que nadie quería tocar
por miedo al contagio, al igual que el camino que llevaba al hospital y que
sólo era recorrido por ella y por el carro que transportaba los moribundos apestados.
Sin embargo ella era una mujer fuerte y sana y redoblaba sus esfuerzos en el
cuidado de los coléricos; y más cuando empezó a ver que algunos de ellos se
curaban y se reintegraban, aunque débiles y convalecientes, a la vida normal
del Pueblo. Pronto empezó a ver señales de recuperación en su propio padre y, cuando
el médico así se lo confirmó, su alma se llenó de alegría.
A pesar de todos los esfuerzos de D. Alberto que luchaba noche y día,
sin abandonar su puesto, contra la enfermedad propia y la de los demás, mueren
el día veinte: Cayetana López González, León Martín del Rey y Sergio Muñoz
Elvira.
El día 21, el Doctor cae en cama y viendo llegar el fin de su vida,
manda a su esposa Dª Regina Alonso llamar al señor notario D. Cesáreo Martínez
que a la sazón residía en Fombellida, para dictar su testamento. Una vez
dictado éste, agrega una manda en la cual pide se le haga entierro mayor, se
visite su sepultura un año por cada uno de sus tres hijos llamados Alberto, Mª
Dolores y Ramón; y en sufragio de su alma se celebren 300 misas a CINCO reales
cada una. D. Alberto Valverde era un hombre muy religioso y si en vida había
luchado con todas sus fuerzas por salvar las vidas de los demás, a la hora de
su muerte no lo fue menos al dictar con entereza y fe cristianas como serían
sus funerales y las grandes limosnas que suponían las 300 misas.
El día 22 de agosto el calor es insoportable y la enfermedad alcanza su punto
más álgido, muriendo ese mismo día: Bernardo Calvo Parra, Juan Moro Calvo,
Romualdo Calvo Simón, Juana Coloma Sanz y Pedro Parra Maté. El “cuarto jinete de la apocalipsis” parece
que está ganando la batalla, Esguevillas indefenso y sin médico se resigna ante
la muerte que le cerca por todos los lados; algunos niños lactantes quedan
huérfanos y no encuentran nodriza que los alimente, pues la madres que
amamantan a sus propios hijos no quieren dar de mamar a los niños de madres
muertas por el cólera; teniendo que alimentarlos con leche de cabra.
El amanecer del día 23 fue de un
color plomizo que presagiaba un día extremadamente caluroso y, antes de salir
el sol, cuando todavía humeaban las hogueras de azufre en nuestra Villa, la
noticia de la muerte de D. Alberto Valverde Bastardo corrió como la pólvora de
boca en boca, añadiendo más dolor al sufrimiento de nuestro Pueblo. Según
consta en su acta de defunción, la
muerte del Doctor ocurrió a las dos y media de la mañana, en su domicilio de la
Plaza Mayor nº 15. Tenía D. Alberto 35 años y era natural de Mucientes, hijo
legítimo de D. Ramón Valverde y de Dª Gregoria Bastardo, naturales de Mucientes
y ya por entonces fallecidos. Ese mismo día le acompañaron en “el último
Viaje”: Leandra Moro López, Ramón Gutiérrez Villa y Mateo Moro Rivas.
El
entierro del Doctor fue multitudinario y con misa solemne como el mismo había
dispuesto en su testamento; aunque parece ser que no todas las mandas se
cumplieron ya que pasado el tiempo, D. Fernando Prieto Pérez, párroco de
Esguevillas de Esgueva, dice que las 300
misas nunca se celebraron; y así lo hace constar en el margen del acta de
defunción eclesiástica ya que en la civil no se menciona esto. Posiblemente Dª
Regina Alonso, muerto y enterrado su marido, marchase con sus hijos a Medina de
Rioseco de donde era natural, para vivir con su familia.
Estando grave D. Alberto, la Junta de Sanidad de Esguevillas insta al
Sr. Alcalde a que, acompañado de D. Ángel Revilla miembro de la Junta, vaya a
Valladolid en busca de un médico que se haga cargo de la gran cantidad de
enfermos coléricos, que a la sazón había en Esguevillas. Después de muchas y
rápidas gestiones traen a D. Gencio Santillana, con una paga de SETENTA Y CINCO
pesetas diarias y 750 ptas. más como adelanto a cuenta
de los días que sirviese. Pocos días sirvió, pues el día 25 del mismo mes de
agosto el Doctor Santillana, manifestó que se encontraba gravemente enfermo y
quería trasladarse en coche a Valladolid para ser cuidado por su familia. Y así lo hizo verificándose que a
los tres días de haber llegado a Valladolid, murió víctima de la cruel
enfermedad.
El mismo día 25 de agosto, se sabe por los archivos municipales, hay 120
personas invadidas por el cólera y ante tal situación se recurre a nombrar
médico ese mismo día a D. Joaquín Llano, hijo de Esguevillas y Licenciado en
Medicina, poniéndole de sueldo el mismo que al Dr. Santillana; además se nombra como
ayudante suyo a D. Pedro González Murillo alumno aprovechado de 5º curso de la
Facultad de Medicina de Valladolid. Se alojan en la calle del Carmen nº 5 y a ambos se les comunica que su servicio
será para todo el vecindario de la Villa y su contrato durará hasta que decida
el excelentísimo Ayuntamiento. De esta manera el Pueblo siguió teniendo médico
en unos momentos tan críticos.
Parecía que el “cuarto jinete” no cesaría nunca de segar vidas con su
guadaña entre los habitantes de Esguevillas; pero si el ángel de las tinieblas
aleteaba sobre el Pueblo provocando la muerte, la Tía Cirila se había
convertido ya en el ángel de la vida luchando con ahínco y sin descanso por
salvar a todos y cada uno de los infectados; muchos de los cuales ya habían superado
la enfermedad y hacían vida normal con su familia, demostrándose que quien
había superado el cólera no volvía a recaer.
Su
padre recuperó la salud y abandonó el lazareto, pero ella continuó cuidando de
los enfermos como había prometido y recorriendo una y mil veces aquel camino,
que nadie quería transitar, llevando comida, medicamentos y líquidos
para infusiones. Pronto aquella mujer humilde pero heroica, pobre en
bienes terrenales pero rica en valores espirituales, valiente como Juana de
Arco o Agustina de Aragón, aquella mujer que se había plantado ante el peligro
y había sido capaz de mirar a la muerte cara a cara, fue querida y respetada
por todas personas del Pueblo y sobre
todo querida por los enfermos ya curados
que, habiendo sido atendidos por ella, le mostraban su agradecimiento.
Pero la muerte seguía y entre el día 24 y 25
mueren: Benigno Rey Coloma, Aquilina Velasco Zazo, Tomasa Merino Yagüe,
Alejandro Fernández Ortega, Bernardo López Varona y Regina Velasco Puerto.
En estos días llega a Esguevillas una ayuda del Ministerio de la
Gobernación de 150 pesetas, de las 4.000 que dicho ministerio había aprobado
para todos los pueblos epidémicos de la provincia. La ayuda se emplea en
medicinas para los enfermos, en ayuda a las viudas y también para los niños
huérfanos, pues ni el hospicio de Valladolid quería acoger a los niños
esguevanos para no contagiar a los internos residentes.
Los días 26 y 27 de agosto la mortandad es grande y podemos decir que,
una vez vistos los partes médicos, entre muertos, enfermos y curados, en estas
fechas, había sido afectada más del 60 por ciento de la población de
Esguevillas; y aunque el consuelo era que la mayoría se curaba, en estos dos
días murieron: Alipio Simón Duque, Trinidad Martín Andrés, Mauro Velasco
Medrano, Rafaela López Simón, Zacarías Velasco Zazo, Inés Ortega Rodríguez,
Trinidad Martín Andrés, María Gómez Camarón, Josefa Díez Valerio y Manuel
Camino López. Sé que el poner en este escrito
el nombre y apellidos de todos y cada uno de los muertos, puede resultar
aburrido para algunos, pero es la historia de nuestro Pueblo y sus apellidos
son algunos de nuestros apellidos, porque en definitiva ellos son nuestros
antepasados y creo firmemente que a muchos de los que leáis estas líneas os
gustará conocerlos.
Podemos imaginar que a estas alturas del mes de agosto, nuestro Pueblo
parece estar maldito y que ya no puede resistir más. La mayoría de la gente
viste de luto pues todos tienen muertos
en sus familias, las campanas de San Torcuato no cesan de tañer llorando a los
cuatro vientos por las almas de los difuntos, las tristes procesiones de los
entierros que se dirigen al camposanto, hacen estremecer el aire con sus
lúgubres misereres; la campanilla que el monaguillo hace sonar acompañando al
sacerdote que acude a dar la extremaunción a los moribundos, hace sobrecoger el
ánima de los que se cruzan en su camino, y por último las incesantes hogueras
con el fétido olor a azufre, nos siguen recordando que “El Cuarto Jinete” no
abandona su presa y quiere exprimir a Esguevillas hasta lo último; y el día 28
arrebata la vida de Mª Cruz Ruiz Escudero, Felipe Calvo López y un angelito de
dos meses llamado Salustiano Moro Escudero.
El día 29 y 30 la mortandad es tremenda y parece no tener fin, sin
embargo el número de enfermos ha disminuido enormemente y se cuentan por
cientos las personas que han superado la enfermedad. Los muertos en estos días
son: Felipe Calvo López, Emilia Parro, Feliciana Álvarez Fernández, Rosa Duque
López, Tomás López Velasco, Pedro Calvo Arranz, Felisa Esteban Ruiz, Benilde
Duque Simón y José Alba Simón.
Para alivio de los esguevanos, a partir del
día 30 de agosto la muerte se ralentiza y prácticamente ya no hay nuevos
contagiados, aunque todavía hay algunos que se debaten entre la vida y la
muerte. De estos, el último día de agosto, muere Ángela Montero Puerto.
El mes de septiembre empieza de manera esperanzadora, aunque el día uno
muere la niña Nicolasa Galindo Nieto de solamente 4 años de edad. El día dos no
se produce ninguna muerte y ya hace unos días que el carro que recogía los
moribundos para llevarlos al pobre e improvisado hospital de coléricos, ha
dejado de hacer sonar el hierro de sus ruedas por el empedrado de las calles,
entre otras razones, porque no se producen nuevos infectados. El día 3 muere
Pedro Sanz Parra que estaba muy grave y había recibido, por parte del párroco
D. Francisco, los sacramentos de
confesión y extremaunción, aunque como dije antes, y es verdad corroborada en
las actas de defunción que se guardan en el archivo catedralicio, sin recibir
la comunión por tratarse del cólera morbo. Los días 4 y 5 no hay ningún
fallecimiento, ¡¡¡la muerte está perdiendo la batalla!!!, el 6 y 7 mueren:
Pedro Rodríguez Díaz y la niña Modesta Pérez Molinero de sólo 2 meses de edad.
Y el día nueve de septiembre Guillermo López Ferrero de 72 años de edad y el
niño Felipe López Esteban de 15 meses, cierran esta fatídica lista de defunciones
causadas por el temible cólera, no habiendo ya más muertes ni contagios.
“El Cuarto Jinete” que tanto había hecho padecer a Esguevillas, tuvo
que marchar vencido y humillado por un Pueblo que sabía luchar y resistir; o
¿es que no supimos aguantar apenas 80 años atrás la opresión de las tropas
napoleónicas?; las dos veces Esguevillas luchó contra enemigos cuasi invencibles,
pero las dos veces sobrevivió. En esta ocasión el rival era LA PESTE, y aunque
la victoria fue una “Victoria Pírrica” y, en el intento, perdieron la vida
muchos hombres, mujeres y niños, antepasados nuestros, nuestro Pueblo no dio un
paso atrás, nadie escapó a cuevas u
otros lugares alejados de sus familias; los hombres permanecieron en sus
puestos de trabajo recogiendo la cosecha, y las mujeres en sus casas cuidando
de la familia. Todos ellos plantaron
cara a la muerte y al final encontraron la vida; y así se puso de manifiesto
cuando el domingo día 13 de septiembre de 1885, D. Francisco Prieto Pérez
ofició misa solemne de acción de gracias, ya que se consideraba que el cólera
había sido erradicado y arrancado a cuajo del corazón de nuestro Pueblo. D. Francisco
que había realizado una labor encomiable visitando, confesando y dando la
extremaunción a todos los enfermos graves y por supuesto a todos los que
murieron, como he podido constatar en los archivos eclesiásticos, recordó en
dicha misa a los muertos, haciendo especial mención a D. Alberto Valverde, a D.
Gencio Santillana y a todas las personas que habían sufrido en sus carnes o en
su familia el ataque implacable de la “Parca”.
Preguntareis ¿Qué fue de la Tía Cirila?, No lo sé, es la única parte de
esta historia que no he podido constatar con documentos escritos. Como se
trataba de una familia humilde de pastores que había llegado un año antes al
Pueblo y al año siguiente marchó a otro lugar, no he podido seguir su rastro,
ya que afortunadamente para ella Dios la había protegido y nadie de su familia
murió. Detalle este último que habría permitido leer en su acta de defunción,
al menos, el lugar de nacimiento suyo y de sus padres y marido. Por otra parte
la gente humilde es grande hasta en estas cosas; hacen el bien y nunca esperan
recompensa. Sólo sé lo que me contaron aquellos de nuestro Pueblo, que eran
viejos cuando yo, que ya tengo la cabeza
cubierta por la nieve de los años, era
joven.
Además empezaba este relato preguntando: ¿sería una mujer o un ángel?,
pues pudo ocurrir como con “El niño de la playa” de San Agustín de Hipona en el
siglo IV, o la “Dama de azul” de los indios Jumanos en el siglo XVII; ambos aparecieron
y desaparecieron sin dejar documento escrito, pero si dejando huella de su
existencia. De la “Tía Cirila” no he podido encontrar documento escrito que
atestigüe de manera fidedigna de donde vino ni a donde se fue, pero la huella
de su existencia ahí está; ya que al camino sin nombre que partía de la parte
alta de la calle de la Saliega y que
tantísimas veces holló con sus pies, en las innumerables subidas y bajadas que
hacía a diario para cuidar y servir a los enfermos, pronto recibió su nombre y
ahora todavía se le conoce como el “Camino de la Tía Cirila”.
Siempre he pensado que la historia de los pueblos, es un rosario de
anécdotas más o menos importantes que enlazan la parte más antigua de su
existencia con nuestros días. Si estas historias y estas personas se olvidan,
el pueblo es un pueblo sin pasado y un pueblo así es un pueblo muerto. Por este
motivo los que amamos Esguevillas no debemos olvidar que la historia de nuestro
Pueblo, la han escrito sus hombres con sus aciertos y sus fracasos, con sus
alegrías y, como en esta ocasión, con
sus penas. Es verdad que nuestro Pueblo sufrió el cólera más que ningún
otro pueblo de la provincia, pero también es verdad que supo hacer cierta la
célebre frase del gran poeta D. José María Pemán: "Saber sufrir y tener el alma recia y curtida es lo
que importa saber; la ciencia del padecer, es la ciencia de la vida." Nuestros
antepasados, durante el mes y medio que aproximadamente duró el ataque de la
peste, supieron sufrir y llorar, pues no es de menos hombres llorar la muerte
de sus seres queridos; supieron sufrir y rezar y supieron sufrir y luchar con
ese espíritu recio e indomable que tiene el hombre castellano, que sólo humilla
su cerviz ante Dios y que no se rinde ni dobla su rodilla ante nadie ni ante
nada incluido “ El Cuarto Jinete”.
Cuentan que un veterano soldado de los tercios de Castilla
del siglo XVI, curtido en cien batallas y acostumbrado a rajar, matar y
maldecir; un hombre de los que pusieron a Europa a los pies de España, un
hombre cuyos ojos, acostumbrados a ver los campos de batalla llenos de muertos
y moribundos, ya era incapaz de tener sentimientos por nada ni por nadie, dijo
un día en que se le vio quitarse el sombrero y arrodillarse cuando pasaba la procesión del Corpus : “El castellano de
verdad, sólo dobla su rodilla ante Dios,
pero permanece de pie frente a los hombres”. Y tenía razón pues ¿acaso el Cid
no se mantuvo firme y, sin doblar su rodilla,
hizo jurar en Santa Gadea de Burgos a su propio rey?; ¿acaso Padilla,
Bravo y Maldonado no plantaron cara a su rey haciéndole ver que no tenía
razón?. ¡¡ Estos últimos perdieron su vida
pero no perdieron su honor!!, y por eso la historia los recuerda. Los esguevanos
del siglo XIX supimos sufrir y luchar contra los franceses en la invasión
napoleónica, y luchamos y sufrimos también contra el “Cuarto Jinete” que nos
trajo el Cólera. Verdad es que, en las dos ocasiones, muchos de nuestros
antepasados murieron y grandes fueron las pérdidas, pero el Pueblo sobrevivió.
Por eso, mientras exista un solo esguevano de buen corazón, un descendiente de
aquellos hombres y mujeres que tanto añoramos, estos hechos no quedarán en el
olvido.
Hombres y mujeres
de Esguevillas supimos restaurar, en el año 2012, el Viejo Cementerio donde
estas personas, además de otras, duermen el sueño eterno. Cuando paséis cerca de sus muros,
recordad a los allí enterrados y pensad también en los vivos que supieron
devolver la dignidad a nuestro “Viejo Camposanto”.
M.
Díez Loisele.